viernes, 22 de enero de 2010

EL GUION DE SARTRE SOBRE EL COLONIALISMO


Los condenados de la Malasia

En 1943, la Liberación de París podía olerse pero no verse aún. Las naciones imperialistas de Europa todavía tendían sus tentáculos sobre Africa y Asia. Y el cine estaba en su cumbre como arma de propaganda y propagación de ideas entre las masas. Fue entonces cuando Jean-Paul Sartre recibió el encargo de un guión. Inédito y sin filmar durante décadas, Tifus es rescatado en forma de libro. José Pablo Feinmann lo leyó, lo celebra como una pieza maestra sobre la libertad, le imagina directores y lo compara con las películas de su época.

Por José Pablo Feinmann

Qué pena: nadie se animó a filmar este poderoso guión. Era demasiado para 1943. No por el costo. No porque no fuera atractivo para cualquier productor. Menos aún porque fuera hermético. Al contrario, se entendía todo y posiblemente se entendiera más de lo conveniente. Sartre fue un hombre de una coherencia filosófica y moral notables. Murió, con él, todo posible acercamiento entre la filosofía y la política, la historia, la injusticia, el hambre. Me detengo con alguna frecuencia a ver la foto del 19 de abril de 1980 que exhibe la biografía de Annie Cohen Solal. Es la foto de los funerales de Sartre. Gobernaban aquí los guerreros de la peste. La muerte del gran filósofo fue anunciada como la de otro “subversivo” caído en un enfrentamiento. Las frases eran horribles, asqueantes: “Ideólogo de la subversión marxista, de notable influencia en las guerrillas que asolaron el continente americano, amigo del régimen de Fidel Castro, admirador del Che Guevara y de Mao Tsé Tung...” Hablaban del autor de El ser y la nada, Saint Genet, comediante y mártir, Crítica de la razón dialéctica, El idiota de la familia, del novelista de La náusea, del exquisito, sensible literato de Las palabras. En París –que fue su ciudad, su ciudad-situación– fueron a despedirlo 50.000 personas. Miro otra vez la foto. Difícil creerlo: ¿toda esa gente va a despedir a un filósofo? Algunos dicen: “Es el último acto del Mayo francés”. Sí y no, como le gustaba escribir a Sartre en la Crítica. Es, en 1980, el entierro de la política. El fin de la voluntad de cambiar el mundo. Es, también, como si se hubiera dicho: enterremos a Sartre, enterrémoslo de una vez por todas, ya estamos hartos de él, no queremos que nadie nos recuerde que el mundo es injusto y que nada hacemos para que no lo sea, que en el mundo hay hambre, guerras, que el imperialismo sigue existiendo, el racismo, la tortura, que nuestros héroes militares de Argelia dan clases en países como Chile y Argentina, donde se masacra a miles de seres luego de interrogarlos según el método de nuestros pares, del héroe de la Resistencia Paul Aussaresses, donde se los tortura para obtener información y a eso se le llama tarea de inteligencia. Enterremos a Sartre: ya no vende bien. No lo quieren en la academia americana. Toleran más a Michel Foucault, que demuestra tan exhaustivamente la magnificencia del Poder que no quedan vericuetos para la rebelión contra él. Toleran más a Derrida y a todos los posmodernos. Enterremos a Sartre y –con él– a Marx. ¿Quieren una crítica a la modernidad? Búsquenla en Heidegger. Es despiadado con el tecnocapitalismo. Pero de su crítica no extrae la antipática, incómoda –especialmente esto: incómoda–, necesariedad de enfrentarlo en el campo de la política, de la lucha social, o de clases. No: derrotaremos al tecnocapitalismo, saldremos de la modernidad desde el lenguaje, desde el claro del bosque y el Ereignis, nuestra propiación del Ser, nuestro pathos de la escucha. Echen a Sartre del canon. Es cierto que Adorno dijo que él asume el pathos de la escucha al sufrimiento de los otros en lugar del pathos de la escucha en lo abierto, en nuestra propiación del Ser. Pero Adorno es nuestro: cambió el eje del marxismo. Pasó de la lucha de clases al dominio del hombre sobre la naturaleza. Ahí entró en Heidegger. La razón instrumental surge de la crítica al tecnocapitalismo del segundo Heidegger. Adorno y Horkheimer no lo dicen. Pero tampoco citan las Tesis de filosofía de la historia de Benjamin, y eso que eran sus amigos, y Benjamin murió en la frontera española, suicidándose, y ellos escribieron Dialéctica del Iluminismo en la soleada California, en tanto Adorno dialogaba sobre el atonalismo con Schoenberg, tarea a la que dedicó años de su vida. Todo está muy bien sin Sartre. El mundo académico es lo que es y el resto es la maravilla de la pura diferencia, jamás entendida como conflicto. Todo conflicto lleva –de un modo u otro– a la dialéctica, a Hegel, a Marx y a Sartre. Y Sartre, para colmo, rechaza la dialéctica como teleología, huye de los determinismos del Manifiesto y de la conciliación final de la Fenomenología y de la Lógica hegelianas. Mejor editemos la Dialéctica negativa de Adorno. Digamos todo el tiempo que Adorno dijo lo más genial que filósofo alguno dijo sobre la dialéctica: que el momento negativo no debía suprimirse nunca, que la conciliación es la negación de ese momento. Callemos, olvidemos decir que lo dijo en 1966 y que Sartre ya había publicado hacía una década casi Cuestiones de Método y luego la Crítica, una summa metodológica insuperable. No importa: Sartre fue el único filósofo que pudo hablar a los jóvenes durante el Mayo francés, en tanto, en Alemania, Adorno llamaba a la policía porque una alumna decidió mostrar sus tetas en una de sus clases. Sartre la hubiera aplaudido.

Además, Adorno, curioso marxista, terminó escribiendo un libro tras otro sobre Schoenberg y Alban Berg. Lo admito: Sartre también nos pegó una buena patada enloqueciéndose con su Flaubert cuando esperábamos otra cosa de él. ¡Cuatro tomos y ni siquiera llegó a Madame Bovary! Pero la muerte nos negó la obra que planeaba: Sujeto y poder. ¡Ah, lo que eso hubiera sido! No importa: es un legado, un mandato. Tendrá que escribirla alguno de nosotros.

El guión de Tifus, que edita Edhasa sobre un original que lanzó Gallimard en 2007 (¿otra vez las editoriales se interesan por Sartre, incluso por este guión olvidado, casi inexistente?), es una joya, un puro placer de lectura. Una lectura que convoca sin cesar imágenes. Que es la función esencial del guión de cine. La casa Pathé se lo encargó a Jean-Paul en 1943. No le faltaban ideas sobre el cine, sobre su función y sobre cómo debía hacerse. La “Liberación” de París estaba a la mano y todos eran proyectos para el nuevo tiempo que se abría. “Sartre (escribe Arlette Elkaïm-Sartre, la encargada de publicar sus textos póstumos, joven de menos de treinta años cuando Sartre la adoptó y le dijo: ‘Cuando me haga viejo, empujarás mi carrito’) tenía su propio punto de vista, que había expresado en la prensa clandestina: sólo el cine tenía la capacidad de hacer reflexionar al mismo tiempo que distraer y emocionar, y de llegar así al gran público; tras la aparición del cine sonoro, creía, habíamos olvidado el poder de evocación del séptimo arte, la ampliación del horizonte que éste es capaz de ofrecer, y que los grandes realizadores del cine mudo habían sabido llevar tan bien a la práctica (...). Sartre soñaba con equivalentes modernos de Metrópolis, de El nacimiento de una nación, que dieran a los espectadores plena conciencia de que existían no sólo como individuos, sino también como colectivos; había que ‘hablar de la multitud a la multitud’”.

Tifus es una película anticolonialista de aventuras. Sucede en Malasia. Un territorio bajo el poder del Imperio Británico. De pronto, la mala noticia: se desata una epidemia de tifus. El guión –desde ahí– establece dos categorías de seres humanos: los colonos y los malayos. Los colonos quieren irse, salvarse. Los malayos son los que más contraen el mal. De modo que la presencia de un nativo es la de la peste, la del contagio y la muerte. El punto de partida es atractivo: un autocar está a punto de partir con una serie de europeos. En el techo están las pertenencias, atadas con fuerza, seguras. Adentro, un calor intolerable. Todos quieren partir. Falta sólo una pareja: Tom y Nelly Dixmier. Han trabajado en distintos lugares nocturnos. Ella canta. El es un aventurero sin gloria ni dignidad, un pobre tipo. Por fin, llegan. El autocar se prepara para partir. El chofer retira una escalera por medio de la que colocó en el techo los equipajes. De pronto aparece un malayo, trepa por la escalera y se queda en el techo del autocar. Nadie consigue que baje. Emprenden el viaje con él. Los europeos se horrorizan. Llevan la peste en el techo del autocar. Una mujer, que viaja en los últimos asientos, muy fina, muy europea, tiene una crisis de nervios: “¡Sí, y nuestras maletas también están en el techo, y mi bicicleta, y un cochecito de niño, los piojos van a meterse en todos lados, en nuestros vestidos, en nuestra ropa blanca, en todos lados, en todos lados!”. Que nadie crea –como se ha dicho al aparecer este texto– que tiene algo que ver con La peste de Camus. Si bien el diálogo de la señora burguesa desesperada que acabamos de citar tiene semejanzas con el texto que cierra la novela de Camus, con el sentencioso doctor Rieux advirtiendo a la humanidad que la peste siempre espera, el guión de Sartre no pretende funcionar como alegoría de nada. La peste es la peste y punto. No es el stalinismo, ni el nacionalsocialismo ni ninguna dictadura imaginable. Siempre me irritó esa carga metafórica de la novela de Camus, a la que nunca estimé como –por ejemplo– a El extranjero. Sus pretensiones alegóricas erosionan gravemente a La peste. Por el contrario, la enfermedad, en Tifus, es sólo una enfermedad. Sirve para demarcar una situación: la contraen sobre todo los malayos y los europeos buscan huir a la civilización para salvarse. Tal como habrá ocurrido varias veces en la historia colonial de Europa. El autocar sigue su marcha. Penetra en el desierto. El juego entre los que viajan recuerda a La diligencia de John Ford. Nelly Dixmier sería Claire Trevor, la mujer de vida incierta pero buena, generosa. Thomas Mitchell, el médico quebrado, borracho sin retorno, que se reencuentra con su dignidad cuando tiene que atender a un moribundo y pide, imperioso: “¡Coffee! ¡Coffee!”, John Carradine, el caballero misterioso, indescifrable. El comerciante y... John Wayne, que no está en Tifus. Ford habría dirigido genialmente esta secuencia de Sartre. Aunque: no sé. Porque hay algo que reclama más a Wes Craven que a Ford. La cosa viene así: el autocar marcha velozmente a través del desierto. Adentro, los europeos se abanican, beben agua o alcohol. Sudan interminablemente. Pero Sartre –que da indicaciones a la cámara– pide un plano en picado arriba del autocar: el malayo se está rascando, se arranca la piel, se retuerce, gime de dolor. No podemos dudarlo: tiene la peste. Otra vez vamos dentro del autocar. El conductor mira fijamente a través del amplio vidrio delantero. Sólo el desierto se dilata ante su mirada. De pronto, el parabrisas se inunda de sangre. El tipo grita como loco, sin poder evitarlo. ¿Qué haría acá Wes Craven? Haría aparecer la cara del malayo pegada al vidrio, ante la mirada de todos, con los ojos desorbitados, escupiendo sangre. ¿Qué tal? ¿No es mala la escena, eh? Mírenlo a Sartre: miren cómo disfrutó con un efectismo escalofriante. No lo hace aparecer al malayo, pero la sangre que cubre el parabrisas es la de un vómito suyo, signo irrefutable de su condición de apestado. Falta todavía. El chofer y Tom, el compañero de Nelly, toman coraje y bajan para liberarse del malayo. Con asco, con miedo al contagio, lo bajan del techo y lo tiran sobre el desierto.

Chofer: ¿Aún vive?

Tom: No tengo idea. Ayúdame.

“El malayo (escribe Sartre) está tendido sobre el camino, con los ojos en blanco, la boca abierta y los puños crispados. Tom y el chofer están inmóviles ante ese cuerpo inanimado y lo miran con repugnancia. Tom se enjuga el sudor de la frente con el pañuelo.”

Chofer: ¡Oye, todavía está caliente!

Tom: ¡Oh, no importa! Es él o nosotros, ¿eh? Dirás que estaba muerto. Además, tal vez lo esté.

Tom regresa al autocar. Nelly le pregunta por el malayo.

Tom: Estaba muerto, Nelly.

Nelly: ¿Estás seguro?

Tom: Ya estaba frío.

Tal vez Tifus exhiba un par de arquetipos que luego serían muy transitados por el cine. El mayor, el de Nelly Dixmier. Pero no aparece definida desde el principio, como Claire Trevor en La diligencia. Se va eligiendo (más sartreano imposible) a través de la trama. Nos preguntamos: ¿llegará hasta la prostitución? Depende de ella. Todo indica que sí, pero un acto de libertad puede arrancarla de ese destino. Y otro acto (también de libertad) puede hundirla en él. Los dos actos serán libres. Porque se sabe: la libertad es el fundamento de la alienación. Si el hombre no fuera libre, la alienación no existiría. Ergo, la libertad es el fundamento del ser.

Sartre se detiene morosamente en describirnos honras fúnebres de malayos. Marchas de seres oscuros, entre la resignación y la rebeldía. Cantos malayos, bailes malayos. Son los condenados de la tierra, condenados, también, por la peste. Entre todo este aquelarre hay un personaje central, indefinible: George. Ha sido médico, pero lo extravió la bebida. Ahora se viste de malayo y disfruta con su bajeza. Es –entre otras cosas peores– informante de la policía. De tanto en tanto, algún viejo orgullo aflora en él. Un inspector le dice:

Inspector: Jamás te negué un whisky. Mira, incluso en marzo pasado, viniste a darme una información, no gran cosa, y bien, te fuiste con tres botellas. ¡Ah, mi viejo cochino!

George: ¡No me toque! Soy un cochino, eso está claro. Pero no su viejo cochino.

Inspector: Como quieras, George. Lo importante para mí, sabes, es que seas un cochino.

Sí, George y Nelly se encuentran. Los dos arquetipos. La cantante que se derrumba en la prostitución. Y el ex médico que está en el abismo. Recordemos, sin embargo, esto es de 1943: algunas (muchas) películas funcionan muy bien con los arquetipos que instrumentan. ¿Alguien cree que Casablanca (1942, Michael Curtiz) no es un desaforado muestrario de arquetipos? Bogart (Rick Blaine), el tipo desengañado. El que no arriesga su cuello por nada. Ni por nadie. El que está de regreso de todas las pasiones de este mundo. Sobre todo del amor, que lo perdió en París. Ilsa Lund (Bergman), la mujer noble que sigue al hombre que encarna una gran causa pero ama al aventurero que sólo encarna la suya. El capitán Louis Renault (Claude Rains), el corrupto policía que se vende al mejor postor, pero, en el final, hace lo correcto y se aleja con Bogart en busca de una perdurable amistad. Victor Laszlo (Paul Heinreid), el héroe de la Resistencia francesa (inventada en gran medida por este gran film), tan noble y puro... ¡que viste de blanco en medio de nazis que lo persiguen! Conrad Veidt, el toque alemán, el monstruo de El gabinete del doctor Caligari, transformado aquí en el temible, malvadísimo, Major Heinrich Strasser. Peter Lorre, el pícaro ladronzuelo que paga caros sus compromisos con la Resistencia. Madeleine LeBeau, que se ha entregado a los alemanes, pero cuando escucha “La Marsellesa” la acompaña fieramente con su guitarra, y canta y llora... y se redime. Y el buenazo del negro Dooley Wilson, el prototipo del negro de los ‘40, fiel a su patrón, a quien sigue en medio de la lluvia y la desdicha rumbo a Casablanca. ¿Se pueden concebir más arquetipos? Todo, sin embargo, funciona, y Leonard Maltin la considera la mejor película que hizo Hollywood.

¡Qué bueno habría sido el film basado en el guión de Sartre! Lo que asombra –insisto– es la pasión del maestro por contar sucesos, acciones, hechos. Y si George es un arquetipo, no es cualquiera. Tiene sus buenas complejidades. Su capacidad de autodestrucción supera la de cualquier personaje de Hollywood de la época y aun de otras cinematografías. Será Nelly la que lo desenmascare, la que lo hiera y le exija que vuelva a ser un hombre, a encontrarse con algunos pedazos de vieja dignidad.

Nelly: Ha bebido.

George: ¿Y qué? (...) Con el dinero que usted me arrojó a la cara, ¿creía que iba a hacer confeti?

Nelly: ¿Se ha bebido ese dinero?

George: ¡Pues claro!

Nelly: ¡Miente! Miente. Empiezo a conocerlo. No lo ha tocado (...) Y esta noche, ¿cree que no he comprendido la comedia que representaba? Pero, ¿qué es ese asco que lo lleva a empeñarse en ser más abyecto de lo que es? Está ahí, como un pusilánime, un sucio, un borracho, me miente y yo... Me avergüenzo de usted.

Si llegara a surgir un amor entre George y Nelly no pareciera tener tonalidades rosadas, sino oscuras y hasta sanguinarias. Tal vez, ellos dos, europeos, son tan víctimas como los malayos y los acompañarán en su desgracia. El momento decisivo que marca la diferencia entre colonizadores europeos y colonizados malayos es cuando el gobernador de la colonia pregunta:

El Gobernador: (A los médicos.) Los barrios europeos no han sido afectados, ¿no es cierto?

El doctor Thomas: Aún no.

El Gobernador: Bien. Entonces hay todavía muchas esperanzas.

Para ellos, sí. Para los nativos, para los malayos, no. Creo que será inevitable adosar este notable guión cinematográfico del gran maestro del sujeto, de la libertad y la praxis contra el poder, a las líneas poderosas, feroces a veces, del Prólogo a Los condenados de la tierra, completándolo, entregándole mayor carnadura aún. Será ése su lugar más adecuado, el que le entregará su más honda transparencia.

Tifus. Un guión Edhasa, Barcelona, 2009 216 páginas


Cine: Sherlock Holmes


Las aventuras de la razón

En plena era cinematográfica de superhéroes que luchan contra los peores villanos (como hizo él en su época) y de médicos televisivos que resuelven casos imposibles aplicando la deducción y la ciencia (como hizo él en su época), Hollywood decide resucitar al personaje más filmado de la historia del cine: Sherlock Holmes. El hombre que encarnó el saber del siglo XIX y marcó el del siglo XX, da su primer paso en el XXI.

Por Mariano Kairuz

La racionalidad deductiva de Sherlock Holmes ha atravesado el siglo XX dando forma a nuestra percepción del mundo. La psicología y la semiología han acompañado (o han sido posibles gracias a) el triunfo de esa lógica y de esa obsesión: la de interpretar, interpretar, interpretar. Hasta sobreinterpretar. Una sombra es el signo del objeto que la proyecta, una huella de zapato en el barro indica el paso de un hombre y quizá también una lluvia reciente, y por lo tanto tal vez incluso la hora en que tuvo lugar la pisada. En la mota de polvo de ladrillo sobre la ropa de un personaje puede empezar a develarse su biografía, partiendo de su posición social (si acaso el polvo de ladrillo proviene de una cancha de tenis). Si la interpretación es uno de los rasgos fundamentales de la modernidad –profundizado por el desarrollo de la genética–, los Sherlock Holmes de la cultura popular contemporánea son los detectives forenses de todas esas series televisivas –CSI y sus ramificaciones geográficas a la cabeza– multiplicadas al infinito y, por supuesto, el Dr. House, que está explícitamente inspirado en la creación de Conan Doyle.

Es decir, por un lado, la policía especial, científica –por delante o por encima de las banales e ineficientes fuerzas de la ley, como lo estaba Holmes por encima o delante de Lestrade, el oficial londinense en los cuentos y novelas del detective– que buscan en los cadáveres mismos el relato de quienes los convirtieron en tales. Si en la primera aventura de Holmes, Watson lo encuentra saltando de alegría porque el deductivista acaba de dar con un reactivo que certifica la presencia de partículas invisibles de sangre, ciento veinte años después ese tipo de detección se ha vuelto real, perfectamente posible. Como en Holmes, en lo ínfimo se cifran las claves del cuadro mayor: una huella dactilar, un pelo, lo que sea que haya bajo las uñas; cada partícula cuenta una historia, y lo que es dudoso o aparentemente inmaterial –porque es invisible para el ojo desnudo– revela en un estudio cercano su inapelable solidez.

Por otro lado, House es el médico que mejor aplica la máxima holmesiana de desconfiar de lo obvio: sus inferencias lo ponen siempre varios pasos adelante de los diagnósticos de sus colegas y de casi toda la práctica médica. El tributo de House a Holmes es el de un fan confeso, como se ha declarado su creador David Shore, quien con su personaje cierra un círculo que arranca en el profesor de medicina Joseph Bell, a quien Conan Doyle (que era médico) admiraba. Para no dejar lugar a dudas, en varios episodios se muestra el domicilio del personaje interpretado por Hugh Laurie: el número 221B, el mismo en que, sobre la calle Baker, se alojaba el detective victoriano.

Y junto a la genética y a series de televisión como Dr. House, probablemente no haya nada más moderno en el siglo XX que los estudios en comunicación, y ahí está el divertido ensayo escrito por el semiólogo y lingüista norteamericano Thomas Sebeok (1920-2001), titulado Ya conoce usted mi método en el que cruza a (el detective) Charles S. Peirce y a (el semiólogo) Sherlock Holmes y sus universos de conjeturas, deducciones, abducciones y adivinaciones allí donde sólo hay sombras y huellas.

El espacio en la cabeza

Hay en Sherlock Holmes desde su primer libro, Estudio en escarlata, una filosofía tan central al personaje, su método y su aventura como la lógica deductiva: la idea de que el saber ocupa lugar. De que nuestra capacidad para acumular información es limitada, y por lo tanto tenemos que elegir nuestras batallas, y concentrarnos con todas nuestras fuerzas mentales en un tema. En ese primer libro, Watson –la voz narrativa de la gran mayoría de las aventuras de Holmes– lo describe, un poco asombrado y admirado, así:

“Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. (...) Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir, de manera casual, que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno.” “Pues bien”, contesta Holmes, “ahora que lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo”.

Acto seguido, el detective se explica: “Yo creo que, originariamente, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serle útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas, que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien: el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático de su cerebro. Sólo admite en el mismo las herramientas que puedan ayudarlo en su labor; pero de éstas sí que tiene un buen surtido y las guarda en el orden más perfecto. Es un error creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que pueden ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles”.

Y alguna vez el propio Conan Doyle debió explicar –casi disculparse ante su público– por haber intentado sacarse de encima a su personaje más famoso. “No quiero ser ingrato con Holmes –escribió– que ha sido un buen amigo para mí de tantas maneras. Si en alguna ocasión me he sentido inclinado a dejarlo de lado es porque su carácter no admite luces ni sombras. Es una máquina de calcular, y cualquier cosa que se le agregue a eso simplemente debilita el efecto. Por eso la variedad de las historias dependen del romance y el manejo compacto de los argumentos. Para crear un personaje real uno debe sacrificar todo en nombre de la consistencia.”

Suma y resta

Las expectativas que podía despertar Sherlock Holmes, la primera superproducción hollywoodense basada en el personaje de Conan Doyle en más de veinte años (es decir, sin contar las numerosas y a veces muy buenas adaptaciones de la televisión inglesa que se hicieron en este tiempo) eran enormes: cómo refundar a un personaje clave de la modernidad ahora que sus mejores discípulos se han apoderado de la ficción; cómo adaptarlo al hiperbólico cine digital sin despojarlo de ese rasgo fundamental que es la resta de atributos y la concentración sin destruir su irreductible particularidad.

El Sherlock Holmes dirigido por Guy Ritchie tiene sus aciertos: ésta es la primera entrada del personaje a un cine que se encuentra en pleno reinado de los superhéroes, un universo al que Robert Downey Jr. no es ajeno. Es moderna en tanto la sola presencia de este gran actor suple sugestivamente lo que la película, producción de la Warner que por su presupuesto enorme está obligada a alcanzar al público más masivo posible, no dice sobre la relación del personaje con las drogas (que reflejaba la de su autor, que tanto preocupaba a Watson y que sí fue abordada sin pudor en La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder, en 1970). Es moderna porque no puede dejar de bromear sobre el filo homoerótico de la estrecha amistad que une al detective y su fiel ladero. Pero en su afán de llegar al público contemporáneo, la máquina de calcular del estudio suma donde no debió haberlo hecho, convirtiendo a su protagonista en un improbable héroe de acción en quien el método deductivo ya no es su acto exclusivo, y hasta parece haber sido incluido un poco por la fuerza, casi por obligación. No es moderna porque este empeño en convertirlo en algo “más grande” lo deja a la zaga de todo lo que los detectives forenses y Dr. House han hecho por llevar sus ideas hasta nuestros días, reemplazando esas ideas por la pura prepotencia tecnológica hecha de los dibujos digitales retrofuturistas de una Londres en plena expansión industrial –el Tower Bridge con sus metales aún desunidos sirve de escenario al clímax de la aventura–. Un recurso “hipermoderno” que de tan abusado en el cine de los últimos años ya es un poco antiguo.

Incapaz de sentirse nuevo sin desplazar la filosofía holmesiana de restar y concentrar, el nuevo Sherlock Holmes suma deslumbrantes pericias jamesbondescas que ocupan su lugar desplazando a los saberes que de verdad importan (llenando el ático cerebral de mobiliario innecesario), y se pierde de seguir siendo para el siglo XXI lo que fue en el XIX y casi todo el XX: el signo absoluto de la verdadera modernidad.

lunes, 4 de enero de 2010

ENTREVISTA AL ANALISTA DE MEDIOS CARLOS ULANOVSKY



Luces y sombras de la caja boba

Junto al periodista Pablo Sirvén publicó ¡Qué desastre la TV! (pero cómo me gusta...), un libro que estudia, desde la pantalla chica, los últimos diez años de la Argentina. “Esta es una televisión que ha perdido exigencia social”, sostiene.

Por Karina Micheletto

No fue buscado, asegura, pero el devenir del trabajo –y también esa forma de “esclavitud moderna” que implica el ejercicio del periodismo, según define– lo fue llevando a ocupar el rol de analista de medios. Alguien que ha encarado estudios integrales como Días de radio, Paren las rotativas y Estamos en el aire –dedicados respectivamente a la radio, los diarios y revistas (y periodistas de gráfica) y la televisión–, además de escribir sobre medios desde hace más de cuarenta años en cuanto diario o revista trabajó. Carlos Ulanovsky es un analista a contramano de los tiempos que corren: lo suyo no es la opinología derramada, sino la búsqueda y el chequeo de fuentes, la rigurosidad de los datos, el análisis con sustento. Una verdadera antigüedad, según se desprende de las tendencias que él mismo, junto a Pablo Sirvén, desmenuza en su reciente libro, que lleva por título un manifiesto: ¡Qué desastre la TV! (pero cómo me gusta...).

Planteado como una continuación de Estamos en el aire, que ambos periodistas, junto a Silvia Itkin, presentaron en 1999, el nuevo texto actualiza lo que los autores consideran que es Argentina desde la pantalla en estos últimos diez años. “Es un libro que fuimos haciendo a cuatro manos y a lo largo de mucho tiempo: lo empezamos en 2006, y a pesar de la insistencia de la editorial, nos fuimos atrasando en la entrega, y así íbamos agregando un año y otro”, cuenta Ulanovsky. “Cuando lo vimos entero, nos dimos cuenta de que no sólo estaba la tele, también estaba el país, lo que había ocurrido en la Argentina en la década. Por eso hablamos de Argentina desde la pantalla en la bajada del título.”

Tres capítulos especiales completan el panorama de estos diez años de tele con aportes específicos, y fueron encargados a colegas: Ezequiel Fernández Moore explica cómo en la televisación del fútbol “la pelota cambia de arco”; Dolores Graña analiza las series y miniseries extranjeras; el periodista de Página/12 Emanuel Respighi se pone a pensar en “el fin de la adolescencia” del cable. El resto del libro está claramente dividido: el relato cronológico es asumido por Sirvén –“por su trabajo, él estuvo mucho más cerca del día a día de la tele”–; Ulanovsky pone “En foco” –así se llaman sus aportes– diferentes fenómenos que se fueron dando en estos años y que fueron definiendo la historia más reciente de la tele.

Dos visiones que no necesariamente coinciden, como en el caso de los últimos capítulos del libro, marcados por el debate que se generó el año pasado alrededor de la sanción de la Ley de Medios. “Pablo y yo pensamos diferente de muchos temas, y cada uno tuvo la libertad de expresarlo”, dice Ulanovsky. “Así como yo estaba a favor de la Ley de Medios, Pablo estaba en desacuerdo. En muchas cosas pensamos diferente, y estoy seguro de que eso enriqueció el libro. Sí acordamos en el tema general: qué desastre es la televisión, pero ese desastre es algo que muchas veces nos gusta ver.”

–¿El título es una suerte de confesión?

–No necesariamente, en mi caso. Además de intentar ser ganchero, alude a una manera que tiene la gente de opinar de la televisión desde lo políticamente correcto: no todos los que ven el programa de Tinelli admiten que lo hacen, y sin embargo tiene 30 puntos. Mientras tanto muchos programas valiosos de Canal 7 miden 0,9. Cuando a Los siete locos lo ponen a la 1.30 de la mañana, a El refugio de la cultura a las 9.30 un sábado, todos se indignan: ¡qué barbaridad! He preguntado: ¿pero vos lo viste alguna vez? No. La gente opina desde lo políticamente correcto. Si desde los autores algún valor tiene este libro, es que fue hecho por gente que vio televisión. Gente que se sentó a mirar un montón de porquerías, y también cosas que le gustaron.

–¿La televisión es como es por condiciones objetivas de la sociedad, porque la refleja, o simplemente porque así la piensan los que la programan?

–La televisión, como cualquier medio, es decisión de las personas que la hacen: no hay un ente superior que ordena o desordena. La actual televisión está absolutamente rendida al impacto inmediato, a lo que pueda generar el programa aquí y ahora, ya ni siquiera mañana, ni siquiera el día de hoy, es el minuto a minuto. También es una televisión que ha perdido exigencia social. No tiene ningún compromiso con la sociedad, sólo tiene el compromiso de asegurar el negocio y generar el impacto necesario para asegurar el rating. Esto remite a lo que decía Goar Mestre muchos años atrás: el de la televisión es un mercado en el que sólo tienen lugar dos canales: el resto va a fluctuar, se va a mantener penosamente. Esto se está dando hoy. Sólo que, desmintiendo las palabras de Goar Mestre, también están teniendo problemas los canales líderes.

–Sin embargo, el discurso de la tele es otro: se presenta como “un servicio”.

–Hubiera sido interesante armar un capítulo analizando los slogans institucionales, lo que la tele dice de ella misma... Ese discurso se cae enseguida, porque no se puede sostener. Hace muchos años la televisión abierta tenía cada año cuatro o cinco programas de prestigio. Estaban pensados como coartadas, para decir: ojo, mirá que yo hice esto, hice Otelo con Rodolfo Bebán, hice Hamlet con Alfredo Alcón... Eso ha desaparecido por completo, porque ya ni siquiera hace falta. No sólo no lo necesitan los canales, tampoco los televidentes.

–¿Qué otras líneas centrales podría definir en la TV de estos últimos diez años?

–Ante todo esa búsqueda del impacto, cada vez es más inmediato. También son años marcados por un anticipo del porvenir: se está empezando a hablar decididamente de lo que va a ser la televisión digital: el próximo mundial de fútbol va a ser un antes y un después casi parecido al color, muchísima gente se va a enganchar con los aparatos digitales. El Gobierno tiene el propósito de concretar esos cuatro o cinco canales digitales (de noticias, de deportes, de cine, infantil), para lo cual se van a producir unos conversores. Esto también va a ser importante, el acercamiento de lo tecnológico.

–Se da la paradoja de que esa tecnología llevada a la producción y el desarrollo de ideas marcó el mejor momento de la televisión argentina; mientras tanto, los contenidos se fueron banalizando.

–La crisis económica también llega a la televisión y la limita. Hoy los canales son prácticamente paredes, no tienen producción propia, a excepción de los noticieros, y pocas cosas más. Eso tenía que ver también con la anterior ley. Las que han tomado el control de los contenidos son las productoras. No por nada Suar se convierte en ejecutivo del 13 a partir de tener una productora. Tinelli lo mismo, y ahora Villarruel y Llorente pueden hacer algo parecido, armar una productora importante y ser captados por Telefé. Ese es otro de los grandes fenómenos de la década: los canales no producen, lo hacen las productoras.

–¿Y usted ve mucha tele?

–La verdad, no. Sólo lo que me interesa. Me sirve mucho la experiencia acumulada, a algunas cosas las veo un par de veces y ya sé cómo van a ser. También grabo lo que me interesa y lo veo diferido: TVR –un programa que todavía sirve para desnudar el alma nacional–, Tratame bien, la serie de Campanella, Ver para leer... Lo poco que veo me rinde mucho: veo menos tele de lo que aparento. Hoy los periodistas trabajamos el doble o el triple de lo que trabajaba yo en el ’70 –y seguramente también cobramos menos–. Tenemos que tener varios trabajos, vamos y venimos todo el día. Cuando llego a casa rendido del trajín diario, muchas veces tengo el propósito de terminar el día leyendo. Y sin embargo termino el día haciendo zapping hasta que me duermo y muchísimas veces no consigo absolutamente nada. Es simplemente la distracción, el entretenimiento cautivante –literalmente– que provoca estar buscando del 2 al 804. Ese ida y vuelta dura más de veinte minutos, absolutamente desaprovechados. Pero terminan conmigo al borde del sueño. Y lamento mucho que la fuerza no me dé más que para eso.

–¿Y entonces por qué, si mantiene esa relación no apasionada con la tele, tuvo la necesidad de analizarla?

–Este es un país raro: un día, medio borracho, en un cumpleaños de un amigo cantaste un tango. Diez años después, en otro cumpleaños, no faltará quien te diga: che, Carlos, vos que cantás tangos, cantate algo. Yo empecé en el periodismo haciendo crítica de medios, y eso no lo pude abandonar nunca, no sé si fue por decisión, o por estas cosas que pasan en este país. Para lo que más me llaman –para lo único, casi– es para opinar sobre medios.

–¿Es una queja?

–¡No, para nada! Es una descripción de la realidad, y es algo que yo también alimenté: hice libros, contribuí creo que de una manera bastante seria a la historia de los medios en la Argentina, me tomé trabajos que otros no se tomaron. En el ’65 tuve mi primer trabajo en relación de dependencia en la revista Confirmado, ahí donde te dan el carnet y te sentís “periodista”. Me sentaron ahí y me dijeron: tenés que hacer crítica de televisión. Y así seguí con eso, en La Opinión, en Satiricón, y de ahí para adelante. Creo que la única vez que me pude sacudir un poco eso fue en La Maga y en Clarín, donde hacía de todo, y también escribía sobre medios.

–Toda esa experiencia acumulada seguramente aporta a su trabajo, pero ¿no puede ser también un condicionante para el análisis de medios el conocer a sus protagonistas desde adentro?

–Sinceramente creo que no. No tuve muchos compromisos afectivos, ni grandes dificultades para hacer los libros. Al contrario, en los anteriores (Días de radio, Paren las rotativas, Estamos en el aire) lo que hice fue sumar testigos, convocar a gente que me sirviera para armar la historia. Yo no convivo con la gente de la tele que nombro en el libro. En esta década estuve cuatro o cinco veces invitado al programa de Mirtha Legrand, justamente por mis libros. Pero no por eso siento un compromiso con ella.