miércoles, 28 de abril de 2010

DIEGO CURUBETO Y EL FILM HEAD, DE BOB RAFELSON



Cuando el cine se veia en LSD


Por Diego Curubeto


Hubo una época, cuando no había dvd, que lograr ver algunas películas podía hacerse muy difícil. Hay algunas películas en especial que yo traté de conseguir de todas las maneras posibles. Y hay una en particular, que empieza con una de mis escenas favoritas, y que vi en un VHS muy malo, que fue lo que pude conseguir. Era un VHS probablemente grabado en NTSC de la televisión norteamericana, sin subtítulos, cuando yo todavía no sabía muy bien inglés. Puede ser que no haya entendido demasiado de la película, pero la verdad es que tampoco había mucho que entender.

La película es un film de culto llamado Head, del grupo The Monkees, y estaba dirigida por Bob Rafelson y escrita por Jack Nicholson, y la escena que más me gusta es la inicial. Siempre me pareció un modo fascinante de empezar una película.

Head empieza sin títulos, y la escena es más o menos así: hay unos militares inaugurando un puente. Los militares están por dar el discurso de inauguración, pero algo no les anda bien con los micrófonos, que empiezan a hacer ecos molestos y ruidos estridentes. En eso aparece un hippie seguido por otros tres pelilargos. El primero se tira del puente, y los otros lo siguen. Cuando caen al agua empieza a sonar una canción memorable, titulada “Porpoise Song”, tal vez la mejor de toda la película y la menos relacionable con el estilo más frenético de los Monkees. Pero el asunto es que la canción suena mientras los Monkees están en el agua nadando y persiguiendo a una sirena. Luego nos enteramos de que están en medio de un sueño. Esa escena es una cosa muy rara y muy larga, la imagen está solarizada y quedaba muy psicodélica, iba muy bien con la canción, que creo que era de Carole King. La película era una cosa totalmente incoherente con muchos clips que más tarde fueron copiados muchas veces.

Nicholson escribió Head como una especie de delirio de su época, y está filmada siguiendo la estética psicodélica de los ’60. No tiene un guión muy coherente, sino que es más bien una serie de escenas inconexas hilvanadas de alguna manera rara. Y es de esas películas que se veía como uno ve a veces las películas de rock en video: poniendo cachos, adelantando partes, salteándose escenas para ver la próxima secuencia musical. Sólo que, como con el VHS –que no tiene selección de escenas como el DVD– uno empezaba por el principio, siempre que ponías esa fabulosa secuencia inicial te quedabas viéndola hasta el final sin avanzarla.

Aquella vez que vi Head en un video bastante malo yo tendría ya unos 18 años. Ya estudiaba cine, había empezado a los 15, así que era un poco grandulón, pero a los Monkees los seguía desde chico, a través de la serie que pasaban en televisión. Los Monkees eran como unos beatles americanos bubblegum, de temas rapiditos. La película llegó cuando estaban al final de su carrera, a punto de separarse, como un coletazo de la serie. Y que la dirigiera alguien como Bob Rafelson era un fenómeno común en su época: él había dirigido varios capítulos del programa televisivo, pero esto era una cosa aislada en su filmografía. Era habitual que un director que hoy es prestigioso y que ha hecho cosas de todo tipo, empezara su carrera dirigiendo una película de rock. A partir del éxito de Help y A Hard Day’s Night, o antes incluso, con las películas de Elvis, se había vuelto una parte fundamental del merchandising rockero que un músico tuviera su propia película. En este caso, los Monkees ya habían nacido como un producto; a mí me gustaban mucho, pero mucha gente los desmerecía porque eran “prefabricados”.

Una de las cosas que me confirmó la película fue que la mejor psicodelia cinematográfica es la berreta, esa que se limita a solarizar las imágenes sin más, en lugar de tratar de volverse más sofisticada y pretenciosa. Las películas de la época tendían a un montaje rápido, pero esta escena tiene un montaje distinto, lento, con esa canción que es de lo más antimonkees, más pausado, bien de clima onírico. Durante mucho tiempo traté de conseguir la banda de sonido, y un día me la regaló Rodrigo Fresán. El sabía lo mucho que me gustaba la película y me la consiguió, y hoy la tengo como un tesoro.

Head (Bob Rafelson, 1968)





El cuarteto de pop rock The Monkees fue creado para la televisión norteamericana en 1966, por Robert “Bob” Rafelson y Bert Schneider, quienes reconocieron haberse inspirado en la película Anochecer de un día agitado. Los miembros de la banda eran los norteamericanos Micky Dolenz, Michael Nesmith, y Peter Tork y el inglés Davy Jones, y la serie que protagonizaron se emitió entre 1966 y 1968. En ese tiempo también hicieron numerosas presentaciones en vivo, y siguieron editando discos hasta 1970. Entre sus mayores éxitos se cuentan las canciones “I’m a Believer”, “(I’m Not Your) Steppin’ Stone”, “Last Train to Clarksville” y “Pleasant Valley Sunday”. Para su tercer álbum, Headquarters (1967), los miembros de la banda escribieron y grabaron la mayor parte de su propio material, decididos a ganar cierta autonomía y a ser tomados en serio a pesar de haber sido concebidos para un programa televisivo. El álbum se convirtió pronto en número uno, pero fue desplazado un mes más tarde por Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.

Head, la película, fue realizada cuando la serie de TV llegaba a su fin. Escrita por Jack Nicholson, fue el debut en la dirección cinematográfica de Rafelson, quien luego haría Mi vida es mi vida, Castillos de arena y El cartero siempre llama dos veces (todas con Nicholson), entre otras. La película, que está llena de parodias a distintos géneros, también tematiza de manera explícita la condición de “imagen manufactura” de los Monkees, que pasan parte de la película tratando de escapar una caja (que simboliza la televisión). En el film aparecen Jack Nicholson, Dennis Hopper, Frank Zappa (la actriz de los éxitos playeros), Annette Funicello, Sonny Liston, Teri Garr y Victor Mature.

La banda sonora incluía el tema de Harry Nilsson “Daddy’s Song”, “Circle Sky”, de Michael Nesmith, y “Porpoise Song”, la canción que, como recuerda Curubeto, era efectivamente de Carole King (y Gerry Goffin). El entusiasta encargado de compilar el soundtrack en un disco fue Jack Nicholson, quien incluyó fragmentos de los diálogos de la película entre las canciones.

sábado, 24 de abril de 2010

FURIA DE TITANES Y RAY HARRYHAUSEN, EL REY DE LAS PELICULAS MITOLOGICAS



Monstruos eran los de antes

El estreno de Furia de titanes resucita vía el 3D uno de los géneros más difíciles y menos transitados por Hollywood: el de la mitología clásica. Y en ese rubro Ray Harryhausen fue el rey. Alfredo García lo recuerda a él y a esos alucinantes monstruos que hacía sin mouse pero con pelo, goma y corazón.



Por Alfredo Garcia


Furia de titanes vuelve a traer a la pantalla grande el tipo de aventuras fantásticas con dioses de la mitología clásica griega, y todos los seres legendarios muchas veces realmente monstruosos que tan bien recreaban los films con efectos especiales de Ray Harryhausen.

Justamente esta superproducción en 3D y con los más modernos efectos digitales del siglo XXI es una remake del último opus en la carrera de Harryhausen, que en la Clash of the Titans original de 1981 utilizaba sus efectos de stop motion animation (es decir: muñecos animados cuadro por cuadro y luego compuestos a través de efectos ópticos para que interactúen con los actores de carne y hueso). Raymond Frederick Harryhausen (Los Angeles, 1920) quedó hipnotizado para siempre por el cine cuando, a los 13 años, vio el King Kong original, que tuvo dos directores (Merian Cooper y Ernest Shoedsack), pero cuyo gran artífice fue el responsable de sus muñecos animados por stop-motion: Willis O’Brien. Con los años, Harryhausen se convertiría en el principal discípulo de O’Brien, trabajando con él en El gran gorila (Mighty Joe Young, 1949), y luego, en el maestro de este arte por los siguientes treinta años. Pasando por los más prototípicos monstruos gigantes radiactivos y ataques de platillos voladores de los años de clásicos de bajo presupuesto como The Beast From 20 Thousand Fathoms (la película en la que luego se inspiró la japonesa Godzilla) o The Earth vs the Flying Saucers, pronto Harryhausen pasó a interesarse por las míticas criaturas que pululaban por la antológica El séptimo viaje de Simbad, que incluía la gigantesca Ave Roc de dos cabezas, un esqueleto que cobraba vida, un dragón y un cíclope. El gusto de Harryhausen por las criaturas mitológicas por sobre los típicos monstruos gigantescos del cine de ciencia ficción de bajo presupuesto lo hizo concentrarse en el Olimpo griego para la obra maestra indiscutida en la materia, la formidable Jason y los Argonautas (dirigida por Don Chaffey en 1963) que contaba la búsqueda del Vellocino de Oro por Jasón, e incluía arpías voladoras, la espantosa Hidra (el monstruo de múltiples cabezas que se regeneraban y multiplicaban si se le cortaba alguna) más dramáticas apariciones como la de un descomunal coloso metálico o el mismísimo dios Poseidón emergiendo del océano para azotar a los héroes con terribles tempestades. Con el énfasis puesto en los alucinantes efectos especiales, asombrosos incluso para los parámetros actuales (por ejemplo, el ataque de un ejército de esqueletos armados con espadas es un tour de force de este tipo de técnica de animación de figuras tridimensionales, que Harryhausen bautizó Dynamation), el film tenía un digno reparto de actores ingleses como Nial MacGinnis (intérprete galés que encarnaba a Zeus) o Nigel Green (Hércules), pero al igual que sucedió casi siempre con estas producciones basadas en efectos especiales, la falta de estrellas famosas o intérpretes de gran prestigio al momento de personificar a los máximos dioses del Olimpo atentó un poco contra el recibimiento del film.

Por eso, dos décadas más tarde, al encarar Clash of Titans, Harryhausen y su habitual productor Charles Schneer fueron directo a lo más seguro y le dieron a sir Lawrence Olivier el papel de Zeus, completando el elenco con figuras de renombre como Claire Bloom, Burgess Meredith, Maggie Smith, Flora Robson y una apropiada Afrodita, Ursula Andress. Si bien esta realización de Desmond Davis no llegó a ganar ni siquiera una nominación al Oscar, se convirtió en uno de los grandes éxitos de su era, multiplicando varias veces en la taquilla su enorme costo de 15 millones de dólares (el mayor en la carrera de Harryhausen) y ayudando a consolidar el boom de la resurrección del cine fantástico de comienzos de la década del ‘80. Si embargo, el desarrollo de nuevos efectos especiales a cargo de compañías como Industrial Light & Magic, de George Lucas, comenzaron a desplazar al stop motion, y Harryhausen anunció su retiro cuando su productor, Schneer, todavía no conseguía reunir la financiación de una secuela de Furia de titanes, en la que habían estado trabajando con el veterano del stop motion bajo el título Fuerza de los troyanos (y que hubiera incluido personajes como Icaro y los Cuatro Jinetes del Apocalipsis).

Ahora que los críticos norteamericanos están recibiendo la remake digital 3-D de Furia de titanes (protagonizada por Sam Worthington, el héroe de Avatar, como Perseo, Liam Neeson como Zeus, y Ralph Fiennes como su hermano renegado Hades) con los dedos metidos hasta la garganta, muchos empiezan a acordarse de lo que los viejos y queridos muñecos de Harryhausen pudieron hacer a partir de un argumento fascinante que, después de todo, no por nada ha sobrevivido miles de años. En el influyente sitio Ain’t It Cool, Harry Knowles escribe que a las criaturas mitológicas digitales “les falta vida. Al hacer el rostro de Medusa hermoso y pálido, se ve como un mal personaje de gráficos computarizados sin personalidad. Es cierto que la Medusa de Ray Harryhausen se movía con la rapidez de la Momia de Boris Karloff, pero sí se veía tenebrosa. Con un milésimo de los controles de la animación, la Medusa de Harryhausen era trágica, letal y mucho más sorprendente que la actual, que se mueve sin peso ni inteligencia. ¿Y en cuanto a las arpías? Nunca conseguimos verlas con claridad. ¿El ataque del Escorpión? Es un desastre. Y la diversión... ¿se acuerdan de la diversión?”.

Hoy, a pesar de que haber anunciado su retiro 30 años atrás, Ray Harryhausen sigue, a los 90 años, presentándose en conferencias y dando charlas sobre su arte, y mantiene un sitio web oficial con información sobre todas sus películas, proyectos perdidos, algunas lecciones sobre animación, y donde se recogen también los tributos de escritores y cineastas que declaran su amor incondicional por el arte de Harryahusen. A la cabeza de todas esas declaraciones, una cita de su amigo, el otro Ray (Bradbury), que dice: “Estamos unidos por la cadera, y estamos unidos por la frente, y estamos unidos por la imaginación”.

miércoles, 14 de abril de 2010

SINEAD O´CONNOR: Una variante brutal del catolicismo
















Por Sinead O´connor


Esta es la carta que Sinead O’Connor dio a conocer en Estados Unidos la semana pasada tras las disculpas de Benedicto XVI por los abusos de menores cometidos en Irlanda por curas católicos.



Cuando era chica, Irlanda era una teocracia católica. Si se acercaba un obispo por la calle, la gente se apartaba para dejarle el paso. Si asistía a un evento deportivo, el equipo se acercaba a arrodillarse y besarle el anillo. Si alguien cometía un error, en vez de decir “Nadie es perfecto”, decíamos “Podría pasarle hasta a un obispo”.

Esta última frase era más acertada de lo que imaginábamos. Hace unos días, el papa Benedicto XVI escribió una carta personal en la que pedía perdón –por llamarlo de algún modo– a Irlanda por las décadas de abusos sexuales a menores cometidos por unos sacerdotes en los que, se suponía, debían confiar esos niños. Para muchos irlandeses, esa carta del Papa es un insulto no sólo a nuestra inteligencia sino a nuestra fe y a nuestro país. Para entender por qué, hay que tener en cuenta que los irlandeses hemos sufrido una variante brutal del catolicismo basada en la humillación de los niños.

Yo misma lo viví. Cuando era una niña, mi madre –una madre maltratadora, lo opuesto de lo que debe ser una buena madre– me animaba a que robara en las tiendas. Una vez me atraparon y pasé 18 meses en el Centro de Formación An Grianán, una institución para niñas con problemas de conducta, en Dublín, por recomendación de una trabajadora social. El Centro An Grianán era una de las hoy tristemente célebres “lavanderías de las Magdalenas”, patrocinadas por la Iglesia, que albergaban a adolescentes embarazadas y jóvenes poco dóciles. Trabajábamos en el sótano, lavando la ropa de los curas en fregaderos con agua fría y panes de jabón. Estudiábamos matemática y mecanografía. Teníamos poco contacto con nuestras familias. No cobrábamos ningún sueldo. En mi caso, por lo menos, una de las monjas fue buena conmigo y me regaló mi primera guitarra.

An Grianán era producto de la relación del gobierno irlandés con el Vaticano; la Iglesia gozó de una “posición especial” contemplada en nuestra Constitución hasta 1972. Todavía en 2007, el 98 por ciento de los colegios irlandeses estaba en manos de la Iglesia Católica. Pero los colegios para niños difíciles han estado siempre plagados de castigos físicos salvajes, maltratos psicológicos y abusos sexuales. En octubre de 2005, un informe encargado por el gobierno identificó más de 100 acusaciones de abusos sexuales cometidos por sacerdotes entre 1962 y 2002 en Ferns, un pueblo a unos 100 kilómetros al sur de Dublín. La policía no investigó a los sacerdotes acusados: se dijo que padecían un problema “moral”. En 2009, un informe similar involucró a los arzobispos de Dublín en el ocultamiento de varios escándalos de abusos sexuales sucedidos entre 1975 y 2004.

¿Por qué se toleraba esa conducta criminal? Según el informe de 2009, el “importantísimo papel que ha desempeñado la Iglesia en la vida irlandesa es el motivo por el que se consintió que no se pusiera fin a los abusos cometidos por una minoría de sus miembros”.

A pesar de la larga relación de la Iglesia con el gobierno irlandés, la carta en la que Benedicto XVI pide, en teoría, perdón no asume ninguna responsabilidad por las infracciones de los curas irlandeses. Dice que “la Iglesia en Irlanda debe reconocer ante el Señor y ante otros los graves pecados cometidos contra unos niños indefensos”. ¿Qué hay de la complicidad del Vaticano en esos pecados?

En su texto, Benedicto da la impresión de que se ha enterado hace poco de los abusos y se presenta como una víctima más: “No tengo más remedio que compartir la desolación y la sensación de traición que habéis experimentado tantos de vosotros al saber de estos actos pecaminosos y criminales, y de cómo se ocuparon de ellos las autoridades eclesiásticas en Irlanda”. Sin embargo, la carta de infausta memoria que envió Benedicto en 2001 a los obispos de todo el mundo les ordenaba guardar secreto sobre las acusaciones de abusos sexuales so pena de excomunión, es decir, actualizaba una perniciosa política de la Iglesia, expresada en un documento de 1962, que establecía que tanto los sacerdotes acusados de delitos sexuales como sus víctimas debían “observar el más estricto secreto” y “atenerse a un silencio eterno”.

Benedicto, entonces Joseph Ratzinger, era cardenal cuando escribió esa carta. Hoy, cuando ocupa el sillón de San Pedro, ¿vamos a creer que su opinión ha cambiado? ¿Y vamos a conformarnos ante las recientes revelaciones de que en 1996 se negó a destituir a un sacerdote acusado de haber abusado de hasta 200 niños sordos en el estado norteamericano de Wisconsin?

La carta de Benedicto afirma que su preocupación es “sobre todo ayudar a sanar a las víctimas”. Sin embargo, les niega lo que podría sanarles: una confesión inequívoca del Vaticano de que ocultó los abusos y ahora está tratando de ocultar el ocultamiento. Asombrosamente, el Papa invita a los católicos a “ofrecer vuestro ayuno, vuestras oraciones, vuestra lectura de las Escrituras y vuestras obras de misericordia para obtener la gracia de la curación y la renovación de la Iglesia de Irlanda”. Y sugiere, cosa aún más asombrosa, que las víctimas irlandesas pueden sanar acercándose más a la Iglesia, la misma Iglesia que exigía votos de silencio a los niños víctimas de los abusos, como ocurrió en 1975 en el caso del padre Brendan Smyth, un sacerdote irlandés que más tarde acabó en la cárcel por delitos sexuales repetidos. Muchos irlandeses, cuando se nos pasó la risa, nos dijimos que la idea de que necesitamos la Iglesia para aproximarnos a Jesús es una blasfemia.

Para los católicos irlandeses, lo que insinúa Benedicto –que los abusos sexuales en Irlanda son un problema irlandés– es arrogante y blasfemo. El Vaticano está actuando como si no creyera en un Dios que todo lo ve. Quienes dicen ser los guardianes del Espíritu Santo se dedican a aplastar todo lo que el Espíritu Santo representa. Benedicto es culpable de dar una imagen falsa del Dios al que adoramos. Todos sabemos, en el fondo de nuestro corazón, que el Espíritu Santo es la verdad. Por eso sabemos que Cristo no está con esos que le invocan con tanta frecuencia.

Los católicos irlandeses tienen una relación disfuncional con una organización que comete abusos. El Papa debe hacerse responsable de las acciones de sus subordinados. Si hay sacerdotes católicos que abusan de los niños, es Roma, y no Dublín, la que debe responder de ello, con una confesión inequívoca y sometiéndose a una investigación criminal. Mientras no lo haga, todos los buenos católicos –incluidas las ancianitas que van a misa todos los domingos, no sólo los cantantes de protesta como yo, a quienes el Vaticano puede ignorar sin problema– deberían dejar de acudir al templo. Ha llegado la hora de que en Irlanda separemos a nuestro Dios de nuestra religión y nuestra fe de sus supuestos dirigentes.

Hace casi 18 años rompí una foto del papa Juan Pablo II en un episodio de Saturday Night Live. Muchos no entendieron la protesta; la semana siguiente, el presentador invitado del programa, el actor Joe Pesci, dijo que, si hubiera estado presente, me “habría dado una bofetada”. Yo sabía que mi acción iba a causar problemas, pero quería provocar un debate necesario; ése es uno de los ingredientes de ser artista. Lo único que lamenté fue que la gente pensara que no creía en Dios. No es verdad, en absoluto. Soy católica de nacimiento y cultura, y sería la primera en presentarme a la puerta de la Iglesia si el Vaticano ofreciera una reconciliación sincera.

Mientras Irlanda soporta la ofensiva carta con la que Roma pide perdón y un obispo irlandés dimite, pido a los estadounidenses que comprendan por qué una mujer católica irlandesa que sobrevivió a los malos tratos de niña pudo querer romper la foto del Papa. Y que piensen si a los católicos irlandeses, por no atrevernos a decir “merecemos algo mejor”, se nos debe tratar como si mereciéramos algo peor.




Gyula Kosice: Agua va


Fundador del arte Madí, padre de unas alucinantes ciudades hidrocinéticas, creador de la primera escultura abstracta en el país, responsable de la revista de un solo número más legendaria del arte sudamericano, Gyula Kosice es un artista único que, con agua, neón y acrílico, construye obras en las que arte y ciencia conforman siempre el espiral de ADN del futuro. Pasados los 80 años y tan activo como siempre, presentó su autobiografía. Aprovechamos para entrevistarlo y hablar del Madí, de sus encuentros con Tristán Tzara y los existencialistas, de las grandes traiciones en la vanguardia argentina, del origen de sus visiones, de sus contactos con la NASA, del estado del arte contemporáneo, de por qué el agua es todo y del día que hizo llover sobre la calle Florida, entre otras cosas.

Por Gustavo Nielsen

Kosice se puso el nombre de su pueblo natal para hacerse ciudadano del futuro. Mezcla arte con arquitectura todas las mañanas, como si se preparara un café con leche. No está en el presente, no está en la realidad, sino mucho más allá, en otra parte.

Siempre me interesó la gente que se fabrica un mundo nuevo para vivir ahí. Kosice no sólo lo hizo, lo sigue haciendo. Fundador del Madí, creador de la Hidrocinética y de unas naves hidroespaciales que envidiarían Los Supersónicos, Kosice es de esas personas que hace posible todo lo que imagina. Y cuando digo todo, es TODO. Poesía, pintura, escultura, urbanismo, máquinas, invenciones. Un capo.

El hombre común puede preguntarse qué le pasará al entrar en la última etapa de su vida a un artista que ha desarrollado toda su obra en base a la idea del porvenir. Kosice no se lo pregunta, se arremanga y trabaja. Me atiende en su estudio. Lleva puesto un guardapolvo azul. Me presenta a sus asistentes con amabilidad. Se frota las manos como un niño. Tiene un nuevo concepto artístico en mente. Se queja únicamente de su falta de memoria. Está en el momento más creativo de su carrera, aunque con Kosice esto siempre parece un eufemismo, o una exageración.

Dan ganas de decirle: No se detenga nunca, maestro.

¿Por qué una autobiografía?

–Yo no quiero oírme mi edad, pero nací en 1924. Ya era hora de que mi trayectoria se combinara con mi vida de porvenirismo, de lo que está por venir. Es una autobiografía tardía. Una de las razones es sacarme las persistencias que me siguen, para poder mirar más adelante. Es un señalamiento: hasta aquí llegué. Ahora, a vivir y a crear en el tiempo que me quede.

La pregunta venía por otro lado. ¿Por qué no una biografía, teniendo tantos amigos artistas que saben escribir, tantos biógrafos posibles?

–Me han sacado algunas biografías...

Una autobiografía siempre está limitada a la trampa de la modestia. Suelen ser, para quienes las escriben, más carga que liberación.

–Yo quería corregir el azar.

¿Qué azar? ¿El que los otros biógrafos le indujeron a su vida?

–Simplemente el azar de existir. Y poetizar el mundo...

Eso lo quiso siempre. Desde aquel único número de la revista Arturo. ¿O qué otra cosa eran esos manifiestos, sino intentos de poesía?

–Arturo fue una revista que salió en el año ‘44. Ahí ya decíamos: “El hombre no ha de terminar en la Tierra”. Nadie sabe de dónde aparece el nombre Arturo. Le voy a dar una primicia. Lo iba a decir el día de la presentación de mi autobiografía, pero no quería crear otra polémica. Ahora se lo voy a decir a usted. A los 18 años busqué la palabra arte en el diccionario Sopena. Tres tomos grandotes, gordos. La palabra siguiente a arte era Arturo. Viene del griego: centinela de la Osa. La Osa es una de las veinte estrellas más importantes del Universo. Cuando le fuimos a poner un nombre a la revista, hubo una resistencia de los miembros. Querían ponerle Meridiano de Buenos Aires o El arte abstracto en el Sur... Fueron discusiones, más que diálogos. Finalmente se acepta Arturo, pero no se aclara por qué. Fue lo mismo que pasó con el nombre Madí. Madí viene de “Madrid, Madrid, ¡no pasarán!”, el slogan de los republicanos españoles. El origen de las palabras es fundamental en mi libro. Por lo menos que se conozca la verdad de primera mano. Ese es el sentido. No quiero interferencias. Arturo fue la revista latinoamericana más importante desde el inicio de las artes hasta la actualidad. ¡Y duró un solo número! Sacamos el número cero y se acabó. Hoy es inhallable.

Se está por reeditar, ¿no?

–Sí, lo anuncié en el Malba y todos aplaudieron. Pero el editor no quiere poner ninguna aclaración, cosa que me parece un error. Nosotros decíamos “invención contra automatismo” y la tapa misma de la revista traía una ilustración que era automática. Un dibujo automático. Los de adentro, los dibujos de Tomás Maldonado, también eran automáticos. Había contradicciones en Arturo, que ahora sería bueno explicar, ya que sale de nuevo. Después de Arturo vino la primera muestra de Arte Madí en la casa de Pichon-Rivière, y la segunda en lo de Grete Stern. Esos fueron los pilotes para edificar el movimiento. En el año ‘46, en el Instituto Francés de Estudios Superiores de la calle Florida, escribí y lancé el Manifiesto Madí.

¿Usted conoció a Tristán Tzara antes de Madí o después?

–Después. Yo llegué a París en 1958 y ahí conocí a Tzara. El nos enseñó que había que tirar por la ventana a todos los amigos, para no repetir las consignas del arte academicista. Hay una foto de ese momento. También vi a André Breton, en el mismo viaje, pero no me dejó pasar con el fotógrafo. El que me enseñó mucho fue Sartre. Decía: “No elegir es otra manera de elegir”. Elegir es lo que hice en toda mi trayectoria y gracias a eso evolucioné. La autobiografía no es otra cosa que palabras explicando mi obra, aunque lo que vale es la obra. Sartre también me dijo, cuando le pregunté cuál era la mayor ambición de su vida: “Ser inmortal, para después morirme”. Eso representa, definitivamente, la obra de uno.

¿No siente que haya correspondencia entre el arte Madí y el Dadá?

–Ninguna. Hay más correspondencia entre Da Vinci y yo que entre Madí y Dadá. Lo que más me impulsó en las diferenciaciones direccionales de mi obra fue el variado talento de Leonardo: él creó el submarino, el paracaídas, el helicóptero; pintó, esculpió, escribió, ¿qué más? Hasta que yo lo hice, nadie en el mundo había trabajado artísticamente con el agua, ni tampoco con gas neón. En el afiche de Madí hay una M gigante que era la de la relojería Movado, frente al Obelisco, y Grete Stern le sacó primero una foto nocturna que salió mal, pero después sacó otra de día y quedó linda. Yo dije “si los industriales pueden hacer una M en neón, ¿por qué no voy a poder hacer yo una obra de arte?”. Y empecé a hacer los relieves en neón. Esta vertiente lumínica también es mía. He tenido la suerte de empezar cosas.

¿Usted es el autor de la primera obra de arte abstracto de la Argentina?

–En el ‘44 sale el número de la revista Invención con textos teóricos míos, con poemas y con Röyi, que fue la primera escultura en Latinoamérica de arte abstracto concreto.

Kosice entonces es un pionero, porque el Madí es la única vanguardia rioplatense, por lo que tengo entendido.

–Es la verdad. Porque no vamos a valorar ahora el arte banal, eso de meter en una cubeta de formol a un animal, y venderlo en 70 millones. O esa chica que se saca la grasa del cuerpo y fabrica jabones. Eso es una aberración...

¿Está hablando de Nicola Costantino? ¡Me encanta lo que ella hace!

–¡Por favor! (Se enoja.) Eso es un retroceso total.

Bueno, convengamos en que a usted le dijeron varias veces que lo suyo era un retroceso, ¿no? Los academicistas se deben haber cansado de desacreditarlo. Su obra no se adapta ni al número de oro, ni a la sección áurea, ni a la cadena de Fibonacci... En su momento empezó con lo nuevo y eso fue romper definitivamente con la escuela francesa.

–Una vez lo fui a ver a Torres García, que era el referente rioplatense en el campo de la abstracción, y le llevé un Röyi chiquito, para que lo viera y opinara. El se puso a medirlo con un compás de tres puntas. Luego de un rato de estudio me dijo: “Esta obra no tiene porvenir”... Mucho después Nikolas Pevsner alabó mi obra y ahora acaban de comprar el 90 por ciento de la Ciudad Hidroespacial en Houston, para exhibirla en la Sala Kosice de un nuevo museo.

¿Cuándo fue lo de Pevsner?

–En los ‘60. Me quedé un largo tiempo en París. El diario La Nación me publicaba las notas acá. Yo hacía las entrevistas como corresponsal, se las mandaba por correo y ellos las publicaban. Al final me hice amigo de todos. Nos veíamos en la terraza del Deux Magots, donde yo también monté una exposición en una galería de arte que quedaba en el fondo. El París de ese momento albergaba a todos los artistas. Hice una selección de los que me parecieron más importantes. Y podría decir que más de la mitad de los que entrevisté marcaron al siglo XX.

Todos los existencialistas, por otra parte: Sartre, Le Corbusier...

–Le Corbusier nunca fue existencialista.

De grande sí. Cuando hizo Ronchamps, digo. Es la escultura de un racionalista derrotado por las guerras.

–Me gusta mucho esa capilla de oración. Recuerdo habérselo dicho a Le Corbusier, cuando lo entrevisté. Le dije también que su pintura, que en ese momento era completamente figurativa, no tenía interés para mí. Exactamente éstas fueron las palabras: “Usted ha hecho una cosa magnífica con la iglesita y lo admiro por eso, pero sus pinturas no me interesan”. El se enojó. Me dijo que sacara mis fotos, que le preguntara lo que fuera necesario, y ya. Terminó de este modo: “Usted tiene su mundo, yo el mío”. A lo que yo le contesté: “No, señor, es el mismo mundo: el Mundo Contemporáneo”. Y me dio la razón como a los locos.

Una duda más sobre el Madí: ¿los fundadores fueron dos o tres?

–Tres. Rothfuss, yo y un tercero al que llamo el traidor, porque engañó al grupo. Porque nos traicionó. El que creó el marco recortado y pintado de Madí –y lo quiero señalar bien aquí y en mi libro– fue Rhod Rothffus. En la revista Arturo lo anuncia así: “El marco, un problema de la plástica actual”. Es el título de una nota. Los editores éramos tres. Maldonado no quiso serlo porque estaba en la contra, en el arte automático.

¿El traidor es Arden Quin?

–Sí. Nos dejó, se fue a Francia y se casó con una millonaria. Después de treinta años enviudó, heredando toda su fortuna. Y al final de todo ese tiempo de no hacer nada empieza a buscar algunos artistas mediocres, les compra la obra, crea un grupito ahí e intenta adjudicarse el Manifiesto Madí, como si lo hubiera escrito él.

¿También tiene la culpa de que se crea que Madí es una sigla que significa Materialismo Dialéctico?

–Sí, y de otras muchas cosas más. Pero Madí es pura fonética, como que yo le puse el nombre. La parte retrógrada del asunto es la que dice que Madí es una sigla. Pero no quiero hablar más del asunto.

El futuro es agua

¿De adónde surgió la idea de la Ciudad Hidroespacial?

–A la frase inicial de este reportaje, “el hombre no debe terminar en la tierra”, debemos agregarle “el hombre conquistará el espacio multidimensional”. Esta frase fue clave para las Ciudades Hidroespaciales. Las primeras maquetas fueron en latón, no de plexiglass (el plexiglass era lo que en los ‘70 se llamaba acrílico). Me pregunté: ¿adónde vamos a vivir, dentro de veinte años, con la superpoblación que va a haber? Ningún país va a aceptar habitantes de otro país que le usufructúen territorio. Y pensé: que floten en el aire, a 1500 metros de altura. Pedí referencias a la NASA y me dijeron: “Es posible, Kosice, seguí adelante”. El espacio es infinito, pero no lo tenemos ocupado. Además no hay nada estático ahí: todo está en permanente movimiento. La Ciudad Hidroespacial funciona como un submarino nuclear. Podemos habitar sobre los océanos, sobre los desiertos. Ciudades que quieran bajar a tierra, pero que también quieran desplazarse. No hay otra alternativa. Una utopía es utopía hasta que se convierte en realidad.

¿Y qué tipo de espacios urbanos tienen? Por lo que leí son más pretenciosas que las ciudades de acá abajo...

–Son pretensiones poéticas. Hay lugares para olvidar el olvido, otros para recibir la ensoñación y la soñación enfática de las realidades, lugares para escuchar las palpitaciones del universo, para sentir las prórrogas impostergables y hasta un sitio para identificar las propulsiones de la antimateria y jugar a ser efímeros habitantes sin retorno.

En la idea de estas ciudades se interesaron la NASA y los científicos locales. Hay una cita del doctor Carlos Varsavsky sobre su invención...

–¿Una cita? (Se altera.) ¡Carlos Varsavsky me dio la solución! ¡Con agua! Se divide la molécula en hidrógeno y oxígeno y con el hidrógeno mantenemos las ciudades suspendidas en el aire, mientras el oxígeno es usado para respirar. Lo dijo él. El agua tiene propiedades que todavía no conocemos. Es la energía del futuro, además de ser el origen de la vida. Las tres cuartas partes de este planeta son de agua. En el Planetario hicimos una reunión con gente que me propuso denominar, en un congreso de astronomía, el planeta Tierra como planeta Agua, y yo acepté. Es lógico. Debería llamarse así.

Ahora, las ciudades que usted plantea son también proyectos de organizaciones sociales, ¿no? Modos distintos de ver la sociedad...

¿De dónde sacó eso?

Hay al menos una obra que desarrolla una hidrocracia, que no sé qué será, pero se parece a democracia.

–Bueno, no sé, a veces son solamente palabras... En otra ocasión salí a la calle con pancartas que decían “Hay que hidraulizar la política”, y chau. El agua sirve para muchas cosas, ya ves; una es lavar un poco el cambalache. “VOTE KOSICE.” A veces utilizo las ironías para movilizar. Como cuando hice llover sobre la calle Florida. Lancé diez caballos de agua desde el Di Tella, para arriba, sobre una calle Florida que en ese tiempo estaba llena de cables.

Eso es una travesura...

–No, es una intervención urbana. La pasaron por televisión y la gente llamaba para preguntar qué pasaba, todo muy gracioso (se ríe a carcajadas). Llovió hasta Harrods. Por Paraguay los coches iban con los limpiaparabrisas funcionando en un día de sol radiante.

La santisima trinidad

Todas sus obras tienen una impronta común muy fuerte, como concepto. Me parece que lo que une su obra es mucho más que una técnica en particular.

–Yo digo que manejo una tríada. El arte, la tecnología y la ciencia. El arte, bueno, ya sabemos por qué. La tecnología porque mis obras se mueven, nunca son iguales. Y la ciencia porque a mí Favaloro me salvó la vida, me operó de tres bypass y estoy bien, no me puedo quejar.

Y usted le regaló una obra a cambio.

–Favaloro vio mi corazón verdadero y vio también una imagen de mi “corazón planetario”, la obra que tengo acá en el taller. Se la regalé, pero él me dijo: “Hágame otra igualita de acero inoxidable, para que dure cien años”. Y va a durar más, porque el acero inoxidable es casi eterno.

El pedido de Favaloro debe ser porque los cirujanos tienen las herramientas de ese material.

–Tal vez.

Bueno, con respecto a los materiales de su obra, también hay una tríada...

–El neón, el agua y el aire.

Pensé que iba a decir el neón, el agua y el acrílico. ¿Por qué el aire?

–¡Las burbujas, muchacho! Sin las burbujas no habría movimiento, el agua estaría quieta, en reposo. Y se estancaría.

Para finalizar me lleva a recorrer el museo. Vemos fotos de las obras monumentales construidas en Seúl, Israel, Uruguay. Pasamos de una sala hidráulica a una sala histórica, y otra donde guarda las obras lumínicas. Me muestra la Gota acunada a toda velocidad, el Televisor hidraulizado, un homenaje a su mujer Diyi que se titula El agua liberada. Me muestra también una especie de plataforma con forma de paralelepípedo acostado, que tiene una serie de perforaciones en la tapa. De las perforaciones brota una luz potente. Me pide que suba, piense en la mujer que amo y camine hasta el otro borde. “Sin miedo, resiste dos mil kilos”, dice. Lo hago, llego al final. Se toma un segundo antes de volver a hablar.

–Ahora, andá con ella y contale: “Hoy estuve en lo de Kosice y caminé sobre la luz”.

Las aventuras de Robin Wood


ROBIN WOOD, EL PADRE DE NIPPUR, DAGO Y TANTOS MAS


A pesar de ser amado por varias generaciones, la obra de Robin Wood, un guionista fundamental del comic, circula poco y nada. Por eso vale la pena aprovechar la llegada a las librerías de 1811, la versión comic de la revolución del Paraguay, y repasar su fascinante vida: de su época de cuchillo y pistola en el Paraná a las corridas de toros en Pamplona, pasando por su encuentro con Oesterheld, sus discusiones en los ’70, la asombrosa vida propia de sus personajes y hasta el pedido de algunas ciudades para aparecer en sus historias.

Por Javier Alcacer



Este mes empieza por canal Encuentro Continuará..., un programa conducido por Juan Sasturain dedicado a la historieta nacional. Va todos los jueves a las 21.30 hs. y la entrega del jueves 29 estará dedicada a Robin Wood, el dibujante Lucho Olivera y Nippur de Lagash.

Hace algunos años, una empresa decidió editar comics de superhéroes en el país y la punta de lanza de la campaña era un slogan que decía: “Los héroes nunca nos abandonan”. Pero, si se lo piensa un segundo, en realidad esto no tan es así: somos nosotros quienes nunca abandonamos a los héroes. Una buena demostración es el destino de la obra de Robin Wood, quien es, junto a H. G. Oesterheld, uno de los guionistas más importantes que surgieron de la historieta nacional. Al día de hoy, personajes suyos como Nippur de Lagash, Savarese, Dago, Or-grund, Wolf, Jackaroe, Martín Hell y Dennis Martín permanecen en la memoria colectiva de las generaciones que se criaron en las décadas del ‘60, del ‘70 y del ‘80, y en los hijos, primos, hermanos y amigos de esas generaciones. Aquellos tomos que editó la alguna vez gigantesca editorial Columba (en su apogeo llegó a tener tiradas que superaban el millón de ejemplares), tuvieron segundas, terceras vidas en las librerías polvorientas de la avenida Corrientes, en el Parque Rivadavia, en las ferias de usados, de donde eran rescatados para pasar a honrar bibliotecas. Se los protegía con cariño, un cariño puro de quien recupera algo de la infancia y descubre que con aquella historieta lo une mucho más que un vínculo nostálgico (y ni hablemos de la web, donde se puede encontrar de todo). Porque en la relectura uno entiende que fueron los dos los que crecieron con el tiempo, y en el reencuentro lo que se pone de manifiesto es aquel orgullo del que hablaba Andrés Calamaro en “Revistas”: “Tengo base y entiéndase bien por base cimientos intelectuales / De chico en el colectivo leía historietas nacionales”.

“Una vez yo tenía el primer libro de Nippur y un tipo me preguntó si era mío. Le dije que sí, pero no quería decirle que yo lo había escrito”, cuenta Robin, que vino a la Argentina por unos días. “Se notaba que el hombre se moría por hablar. Me dijo que él también lo tenía y que lo había comprado en una reventa de revistas y que le había salido tanto. Mierda, pensé yo, ¡cómo se cotizó!”

Porque a pesar de que en las últimas décadas casi toda su producción se publicó en Suiza, Italia, Francia y España, Robin Wood aún es recordado y extrañado por quienes pelean para no dejar de ser sus lectores (el frente es muy fuerte en la web, por supuesto). Y, de vez en cuando, llegan a las librerías joyitas como 1811, la narración en viñetas de la independencia paraguaya (ilustrada por Roberto Goiriz y dentro del marco de los festejos por el Bicentenario), un pedazo de felicidad, sí, pero agridulce, ya que también sirve para recordarnos lo que nos estamos perdiendo. Robin opina igual: “A mí lo que me da pena es que no puedan leer lo nuevo que escribí”.

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ROBIN

Cruzar el Neguev a pie, acompañar a los chechenos en Mongolia, vivir en un junco en la bahía de Hong Kong, participar de torneos de karate en Europa, correr de los toros en San Fermín (y ser corneado en la pierna y levantado por los aires) y saltar con el equipo del campeonato sudamericano de paracaidismo en Córdoba, son apenas algunas de las muchas aventuras que vivió Robin una vez que se convirtió en escritor de comics. La historia de su vida es tan fascinante como la de cualquiera de sus personajes. Nació en 1944, en Colonia Cosme, en Cáazapa, Paraguay. La colonia era la concreción del sueño utópico de un grupo de 500 personas compuesto por irlandeses, escoceses y galeses que venían de Australia, liderados por Alexander Wood (bisabuelo de Robin). Cansados de la violencia que les dispensaba el Imperio Británico, decidieron comprar un barco (“El ‘Black Tar’, como si el alquitrán pudiese ser de otro color”, ríe Robin) y establecer una colonia socialista en la selva del Paraguay. “El grupo era muy mojigato, tenían reglas morales puritanas. Se prohibieron dos cosas: el alcohol, vos imaginate a 500 irlandeses y escoceses, tipos duros, en la tierra de la caña de azúcar... ¡no se habían sacado los zapatos y ya estaban destilando! Y también se había prohibido tener relaciones con las nativas, porque se las consideraba una raza inferior. Era un socialismo puercoespín.” (Al día de hoy la Colonia sigue existiendo, sin luz ni agua corriente.) Robin nunca conoció a su padre y fue abandonado por su madre. Su bisabuela lo cuidaba y así aprendió el único idioma que ella hablaba: el gaélico; más tarde aprendió a hablar inglés y español. Apenas hizo cinco años de escuela, y eso le bastó para convertirse en un lector voraz: “Te puedo citar libros que leí a los 8 años, de Simone de Beauvoir, de Hemingway, Harry Black de David Walker”.

Después tuvo que empezar a trabajar, en el Chaco, en las afueras de Asunción y en el Alto Paraná. “Laburar en el Alto Paraná no era joda. Siempre andaba con un revólver y mi cuchillo. Era una zona violenta: mujer que llegaba, mujer que tenía que ser puta. Si un hombre ganaba demasiado o hacía quilombo, se lo veía pasar por el río... La muerte era una realidad.” Robin tiene cicatrices de machetazos y balazos de aquellos años. Aun así se las arreglaba para leer y escribir: llegó a ganar dos premios literarios, uno de cuentos y otro sobre la cultura francesa, organizado por la Embajada de Francia. “Todavía me acuerdo de cuando fui a buscar el premio; fui después de trabajar, mugriento, tenía puestas chapitas en las suelas para que me resistieran más los zapatos, me acuerdo del ruido cuando subía a buscar el premio.”

De ahí viajó a Buenos Aires, donde vivió en la miseria, pasando semanas sin tener nada para comer y a veces teniendo que dormir en la calle. “Quise alistarme en el ejército estadounidense para ir a Vietnam. Y me dijeron: ‘Perfecto, vaya a EE.UU. y alístese’. ¡Pero si yo hubiese tenido la plata para ir para allá no me hubiese querido alistar! Era tal la desesperación por el estado de miseria y el aislamiento en el que yo vivía.” Consiguió trabajo en una fábrica de cinta scotch. “Un día tuve una pelea con el capataz, un ex SS que me quiso matar con un suncho. Y yo que había pasado por el Paraná. Eramos dos bombas de tiempo. Me echaron y conseguí que me contrataran en otra fábrica, en Martínez, en la cual pensaban que yo sabía cómo hacía la competencia la cinta. Yo no tenía ni puta idea.” Mientras tanto se metió en la Escuela Panamericana de Arte: “Yo quería ser dibujante, hasta que un profesor me dijo: ‘Hágale un favor al arte, no dibuje más’”.

Un día lluvioso, sin una moneda en los bolsillos, Robin llegó quince minutos tarde a la fábrica y el capataz no lo dejó entrar. Mientras caminaba hacia donde vivía, en Villa Crespo, paró en un quiosco de revistas y vio su nombre en una historieta ilustrada por su amigo Lucho Olivera, a quien había conocido en la escuela de artes y unos meses atrás le había enseñado a presentar un guión. Robin le había dado tres y se había olvidado del asunto. Sin importarle la lluvia, ni tener que atravesar el conurbano y la Capital, Robin corrió hasta la editorial Columba, donde le dieron un cheque y se ofrecieron a comprarle todo lo que escribiese. De repente Robin era escritor.

En su página oficial www.robinwoodcomics.org figuran más de 50 comics en su primer año como guionista; para el segundo, la cantidad se duplicaría y trabajaría con los mejores dibujantes del comic nacional: Jorge Zaffino, Mandrafina, Carlos Vogt, Jorge Zanotto, Alberto Salinas y Ricardo Villagrán, entre muchos otros.

Escribir, asegura, siempre le resultó fácil, y lo hizo en todos los géneros, desde la comedia (Mi novia y yo, Pepe Sánchez) a la ciencia ficción (Starlight, Warrior M). Agarra un cuaderno y dice: “Esto es mi oficina. Acá escribo el texto; cuando termino, lo paso en la computadora y agrego la guía de dibujo. Me siento, miro la página, escribo las primeras palabras y listo. Y cuando termino, tengo que sacudir la mano, porque se me queda dormida. Nunca corrijo; así como entra, sale”.

Un tiempo después se compró una Olivetti, un pasaje para un barco carguero con destino a Europa y se dedicó a viajar por el mundo, mandando los guiones por correo. Milagrosamente, cuenta, el correo nunca falló, y cualquiera fuera el rincón del mundo donde estuviera, los guiones siempre llegaban a su destino y en fecha.

EL LADO OSCURO

En una de sus visitas a la Argentina conoció a Oesterheld, uno de sus ídolos: “Yo lo admiraba muchísimo, es el gran escritor, pero creo que él no me quería tanto a mí como yo a él. Cuando me lo presentaron en Columba me preguntó: ‘Ah, usted es Robin Wood. ¿Y a qué se dedica?’. Yo era el extranjero, vivía en Europa. Y nunca tuve una filiación política, porque no creo en eso, pero como escribía historias de mercenarios, de piratas, sobre soldados en Vietnam y no me afiliaba al partido peronista, me trataron de cipayo y de nazi, más o menos. Bueh, yo los dejé, pero fui muy atacado por ellos. Una vez me dijeron: ‘Porque vos, vos no apoyás al obrero’. Y les contesté: ‘¿Sabés qué? ¡Andate a la puta que te parió! ¡Vos sos de familia bien! ¡Fuiste a la universidad, tal vez seas una buena persona, pero tenés un ego que te domina, y desde aquí, desde la confitería La Paz, estás luchando por la clase obrera! Pero el único que ha sido obrero fui yo, ustedes viven todavía en casa de mamá y papá, estudiando, yendo a marchas. Pero yo estuve en la selva y en las fábricas trabajando’. Con la dictadura eso se terminó, porque ahí cambiaron muchas actitudes, ahí apareció el miedo real. No era en Vietnam, era aquí. Ni siquiera tenías que tomar partido, decías ‘mu’ y desaparecías. De repente no era joda, ya no era invitar a las compañeras a casa para hacer un análisis psicoanalítico de la situación en Argelia. Aquel terror estaba aquí también y fue una ducha helada para toda una generación”.

Hay una famosa historia de Nippur, El día de los fuegos muertos, de diciembre del ‘76, en la que el Faraón traiciona y masacra a los hombres de fuego, un escuadrón de guerreros que lo habían ayudado a defender a Egipto del ataque de los hititas y así conservar su lugar en el trono. Leerla hoy, treinta y cuatro años después, es estremecedor y es imposible no interpretarla a la sombra de la expulsión de la izquierda de la Plaza de Mayo y el accionar de la Triple A.

“Es que la historia siempre se repite”, explica Robin. “Los hombres cambian en el presente, en el pasado y en el futuro. Es muy complicada la vida, es muy complicado el hombre. Quién sabe si el bueno seguirá siendo, si no se corrompe. Para unos alguien es un héroe, para otros un asesino. No hay absolutos. Eso es un sueño de los cuentos de hadas. Y en los cuentos de hadas había brujas, pero nadie se preguntó cómo llegó a ser bruja, era una necesidad nada más, hacía falta una mujer mala. ¿Cómo llegó a ser bruja? ¿Por qué esa maldad encarnada?”

NIPPUR SE MUOVE

A pesar de que escribe sus guiones en español y luego son traducidos por las editoriales, aquí nunca se han publicado las nuevas aventuras de Dago, ni tampoco las andanzas de Hiras, el hijo de Nippur, el sumerio errante que ha generado tal fanatismo en la Argentina que a Robin lo sorprende: “Es impresionante. Nippur tiene clubes de fans, tiene su página web... ¡el desgraciado ni existió y tiene su página web!”. Las historias de Nippur se publicaron de manera ininterrumpida de 1967 a 1998, cuando Wood se despidió de él (pero parece que volverá para asistir a Hiras). Mucho antes de que el comic estadounidense se atreviese a cuestionar el estatuto de sus héroes y ensuciarlos, Wood había escrito una historia que todavía impacta, en la que Nippur veía a su novia asesinada por salvajes y luego perdía un ojo. Después de eso, el guerrero sumerio cambiaría, se volvería más reflexivo, menos dado a la batalla. “Nippur ya es una leyenda, me superó a mí; él sobrevive y la gente le sigue teniendo un cariño muy particular, muy especial. Muchas veces pregunto exactamente qué historieta suya les gustó y no se acuerdan, porque han leído tanto... Es el personaje, la idea del personaje lo que queda y lo que sigue.”

En cambio, el favorito en Europa es Dago, aquel noble veneciano del siglo XVI caído en desgracia. Tan admirado resulta que tiene una convención anual itinerante por Europa (cuyas ciudades le piden a Robin aparecer en sus historias) y tiene vendidos los derechos cinematográficos a una productora italiana. Y además Robin se da el lujo de tener algunos lectores VIP. “Fellini le dijo a un dibujante amigo que me leía. Dijo que yo era un espíritu confuso, magnífico y creativo. Cuando hablan así de mí me pongo contento, ¡imaginate si lo decía Fellini!” Otro gran fanático suyo es Umberto Eco, cuyo amor por las historietas es conocido; mucho menos imaginable es que en el Vaticano también siguen su obra: “La Escuela de Teología me dio una mención de honor por una historieta que hice para Gilgamesh, que se llamaba El nazareno; la calificaron como la historieta religiosa más hermosa jamás contada. ¡Totalmente involuntario de mi parte! ¡Yo escribo y la gente me cuenta qué quise decir cuando escribí!”.

Ahora se prepara para pasar unos meses en Ilhabela, frente a San Pablo. Mientras tanto aprovecha su estadía en Buenos Aires para buscar libros de historia, verse con viejos amigos y leer, leer y leer, actividad que no abandona ni cuando come. “Soy una especie de recluso de mi trabajo por propia voluntad”, dice, feliz.

¿Y no pensaste alguna vez en escribir una autobiografía?

–¡Nooo! ¡Nunca lo haría! Puedo escribir, pero, ¿escribir sobre mí?

¡Pero con todo lo que tenés para

contar!

–Es que yo no me conozco, honestamente. Seré testigo de mi vida, pero soy una especie de vehículo que va solo. Me pongo incómodo con la idea de escribir algo sobre mí. Además, la cosa sería muy compleja, habría que sacudir las alfombras. Pero la cosa es que nunca sé por qué hago las cosas, nunca sé por qué fui a Pamplona. Nunca sé por qué, ahí, cuando vi el busto de Hemingway, me compré un pañuelo rojo, una faja y disfrazado de navarro me metí en las corridas de toros. Y corrí bien el primer día, y el segundo; el tercero no corrí tan bien y ahí me agarró el toro.

A continuación, Robin cuenta cómo viajó manejando de Pamplona a Inglaterra con la pierna perforada, parando regularmente en hospitales para que le limpiasen la herida. Imita a los médicos españoles, franceses, alemanes. Y ama contarlo. Ama contar cada una de sus vivencias, con cada uno de sus relatos, ya sean orales o escritos; contagia su afán vital.

“He pasado miserias que desafían la imaginación, he vivido violencia que desafía la imaginación, pero nunca estuve enojado con la vida; veo un cielo azul, una chica bonita y listo. No le tengo miedo a la muerte, he estado cerca de ella muchas veces. Pero me gusta vivir...”

lunes, 5 de abril de 2010

CINE ARGENTINO: "Dos hermanos"


Borges-Gasalla: todo queda en familia

Se estrenò "Dos hermanos", de Daniel Burman Antonio y Graciela interpretan a Marcos y Susana, hermanos muy distintos que deben aprender a relacionarse tras la muerte de su madre. Los actores hablan de sus personajes, de la película y recuerdan anécdotas de una filmación muy exigente.


Por: Diego Papic


"Dos hermanos", la comedia dramática de Daniel Burman protagonizada por Antonio Gasalla y Graciela Borges.

El cine es duro", reflexiona Antonio Gasalla. "La remamos", confiesa Graciela Borges. Pero los protagonistas de Dos hermanos -séptima película de Daniel Burman- no se quejan, sino que reflejan con sentido del humor el arduo trabajo que fue interpretar a Marcos y a Susana, esos dos hermanos tan unidos como diferentes, que envejecieron en soledad y se precisan el uno al otro.

"En la avant-première, Burman se acercó a nosotros dos, nos abrazó y nos dijo: 'Les tengo que dar tanto las gracias por apoyarme' -revela Borges-. Yo casi le digo '¡casi te matamos, pero te amamos, Burman!'"

Las carcajadas retumban en la habitación del Hotel Alvear. Los caireles dorados de la araña y la bandeja con masitas secas ambientan el lugar de manera perfecta para hablar de esta película que transcurre entre cócteles decadentes y viejas casonas barrocas.

Veo que fue exigente Burman ...

Borges: ¿Sabés cuál es la ponderación sobre mí de muchos directores? "Es bárbara, es actriz de dos tomas, nada más." Ahora lo llamé a Antonio y le dije: "Antonio, repetí una toma dieciséis veces."

Gasalla: Hubo una con vos de veintidós. ¡Veintidós tomas y ya no sabés quién sos! Yo cruzaba la

calle quince veces. Porque si me decís que es una escena tan intensa que hay que hacerla crecer interiormente, pero ¡cruzar la calle! Yo dije: "Es la última película de mi vida".

Borges: No, el cine lo ama tanto que lo va a seguir haciendo.

Gasalla: Si, pero llega un momento que decís "Bueno, basta, morite".

Borges: No, es un chiste, es un

chiste.

Gasalla se corre de la seriedad con la que encaró la entrevista en un principio y apela a su histrionismo. Borges pone las cosas en su lugar para que no haya malos entendidos: el rodaje fue difícil, pero amable. Y los resultados están a la vista: Dos hermanos no sería nada sin el trabajo de ellos dos, sin su química, sin su construcción de los personajes.

¿Qué pensaron cuando recibieron el guión?

Gasalla: Yo recibí primero la novela (Villa Laura, de Diego Dubcovsky) y me parecieron dos maravillosos personajes. Después, cuando me llega el guión, y yo ya sabía que era Graciela, me empecé a llenar de intrigas, porque la novela no es muy discursiva, cuenta un poquito esta historia. Trabajamos muchos los tres, con Burman y Graciela, en hablar, en preguntar, en entender cómo y por qué. Hay muchas cosas que no se cuentan, que no se dicen, no hay mucha data de dónde agarrarse.

¿Y cómo encararon los personajes?

Borges: Me costó al principio. Un día empezamos a ensayar, y yo leía y había algo que no me cerraba. Entonces me dice Antonio: "Leelo sin comas ni puntos". Porque ella es una vorágine de palabras que usa irreflexivamente, sino no diría tanta cosa como dice. Un día descubrí cosas del personaje, descubrí que cuando gritaba tenía que ver conmigo. Uno siempre es uno, aunque haga un personaje. Yo estoy convencida de que no soy ese personaje, pero en este juego hay que sentirlo muy adentro.

Antonio, en tu caso encaraste un papel dramático. Es particularmente conmovedora la escena del velorio de tu mamá ...

Gasalla: Es una escena que de leerla nomás te acongoja.

Borges: Fue de tal manera que nos vestimos, ¿me dejás que lo cuente? Siempre te interrumpo (risas). Pusieron cámara. Nosotros dos no sabíamos ni cómo era la puesta en escena. Nos sentamos uno al lado del otro, pasamos letra y Burman la filmó. Y yo en un momento dado, que soy la que tiene más frialdad y es la más cruel, casi me pongo a llorar. Porque lo miré y eran tan sentido que para mí fue muy fuerte. Y yo creo que eso le pasa mucho a la gente con esa escena.

La película aborda el tema de la edad y el paso del tiempo. Ustedes, por supuesto, tienen la misma edad que sus personajes. ¿Se vieron reflejados de alguna manera?

Borges: Yo nada, porque no creo en las edades. Sobre todo un actor, creo que puede hacer de 40 años, de 50, de 60, de 80. Yo tengo la edad de Meryl Streep, que hace variedad de personajes. Antonio hace esas mujeres maravillosas de 42 años y hace este hombre.

Gasalla: A mí no me toca. Cuando actúo, actúo, y cuando vivo, vivo. No tengo eso mezclado. Aunque sé que en lo que hago puede haber millones de cosas mías, sobretodo cuando escribo. Pero no hay algo adentro mío que me toque y me haga sentir el paralelo con lo que hago.

¿Habían trabajado juntos alguna vez?

Gasalla: No, pero nos conocíamos desde hace mucho tiempo. Mirá, yo creo que acá hubo un montón de uniones que fueron algunas reales y otras de la ficción. Los personajes nos juntaron a la fuerza. Es decir, al leer el guión y el libro, están tan conectados los dos personajes que a la larga hay un ejercicio con la actuación que todos los actores con experiencia lo sabemos hacer, que es crear ese vínculo que va apareciendo.

Borges: De todas maneras hay actores que son más entradores que otros.

Gasalla: Eso implica que hay gente que es más generosa trabajando, gente que no te da pelota o gente que necesita otro mundo aparte para meterse en su laburo. Acá, la verdad, empezar por el Uruguay nos unió mucho. Vivís en el mismo hotel, estás todo el tiempo con la misma gente y la película se convierte en tu respiración. Es una película tan excluyente para nosotros dos, que no nos vinculamos casi con nadie en la película. Y por otro lado creo que apareció algo que estaba latente ahí que son estas cosas de la profesión. Con Graciela nos conocemos realmente hace muchísimo tiempo. Siempre nos decíamos "tenemos que hacer algo juntos".

Borges: En un momento casi surge. Yo siempre le decía "hagamos algo juntos en teatro". Siempre tuve muchas ganas de trabajar con Antonio, y se dio.

Gasalla: Nos entendimos mucho en cámara también. Hay algo en mirarnos ... es una película muy particular, ella habla mucho y yo hablo poco. Además, juntos no hablamos casi nada, entonces tampoco hay grandes escenas donde los dos pueden explayarse y aparecen otros vínculos paralelos. Acá laburamos mucho solos, cada uno por su lado, y después, cuando nos juntamos, tenemos escenas como con ciertas asperezas.

Y vos, Antonio, no hiciste mucho cine. ¿Por qué?

Gasalla: En general eso es normal. La gente de cine hace cine, la gente de teatro hace teatro. Hacer teatro y ser cómico es algo que te aleja bastante del cine.

Borges: A mí siempre me comentaban de Antonio, y yo no sabía si él quería o no hacer cine. Creo que tampoco se animaban mucho a decírselo. A mí me preguntan "¿vos harías televisión?". Y yo soy una actriz, y si hay algo que me piden hacer, siempre que me guste, yo lo voy a querer hacer. ¿A quién no le gustaría hacer un programa de televisión, masivo como es? ¿A quién no le gustaría hacer una gran obra de teatro?

Gasalla: En el cine hay otra mística. Vos vas a filmar y ya hay silencio. Hay como un respeto de las categorías de cada rubro.

Borges: A Antonio lo ama la cámara porque está estupendo física y actoralmente. Yo no me acordaba de que lo amaba tanto la cámara, porque no es lo mismo la cámara del cine que la de televisión. Son muy distintas.

Graciela Borges se deshace en elogios para con su compañero y se nota que, a pesar de que son dos peso pesados, se ayudaron y complementaron durante el trabajo. Gasalla vuelve a recordar, con un gran sentido del humor, cuando recuerda esos momentos difíciles que el tiempo transformó en anécdotas divertidas, las exigencias de Burman.

"Me decía 'ahora no mires tanto para allá, mirá un poquitito para acá'. Llegaba un momento que decía: '¿paró por mí? ¿la está corrigiendo porque estoy mal?'", se ríe Gasalla.

Borges: Mirá que para desconcertarme a mí ...

Gasalla: Pobre Borges, lloraba.

Borges: En un momento dado me puse nerviosa, y él me agarró la manito.

Gasalla: Te digo, yo lo hubiera matado a Burman en un momento.

Borges: Pero lo queremos.«

sábado, 3 de abril de 2010

CAMINO, LA PELICULA SOBRE (Y CONTRA) EL OPUS DEI



Inspirado en la historia real de Alexia González-Barrios, la hija de una familia española del Opus Dei cuya agonía y muerte por un cáncer de columna, en 1985, fueron utilizados cruelmente por la organización para conseguir su primera mártir, el director Javier Fesser filmó Camino, una película descarnada y difícil de ver, pero bestial a la hora de exponer los tortuosos mecanismos de los dueños de la fe.

Por Mariana Enriquez


Camino Fernández tiene diez años, quiere empezar clases de teatro en el centro cultural de su barrio, quiere un vestido rojo corto y sin mangas que vio en el centro, y acaba de enamorarse del hijo de la panadera, que se llama Jesús. Baila una canción de Shakira por toda la casa, ya es hermosa y se nota que será una mujer despampanante. Pero la familia de Camino es del Opus Dei, y sus deseos de chica alegre se ven aplacados una y otra vez, sobre todo porque la madre quiere para ella el mismo destino que Nuria, la hija mayor, que es numenaria del Opus y vive en una casa de la Obra en Pamplona. Sin embargo, la desdicha de Camino no es responsabilidad exclusiva del Opus Dei: pocos meses antes de cumplir los 11, los médicos descubren que tiene un tumor en la columna, tan agresivo que le ha roto una vértebra y le ha paralizado las piernas. Entonces empiezan meses de un sufrimiento espantoso que acabarán con la muerte, pero no cualquier muerte: a esa altura, el Opus Dei ha decidido que esa niña puede ser la primera santa de la Orden, objetivo para el cual manipulan a la niña agonizante y a su fanática aunque amorosa familia.

Esa es la historia de Camino, del realizador español Javier Fesser (La gran aventura de Mortadelo y Filemón), que se estrenó en España en 2008, ganó los Goya más importantes en la edición XXIII del festival y causó un revuelo de proporciones. Sucede que la película está “inspirada” en la vida de Alexia González-Barrios, una niña española que murió a los 14 años en 1985, también de cáncer en la columna, y que está en proceso de beatificación. Una niña del Opus Dei cuya biografía han escrito cantidad de personas que la conocieron, todas de la Obra. Una chica que, aseguran, “aceptó plenamente su dolorosa enfermedad desde el primer momento, ofreciendo el intenso sufrimiento y las numerosas limitaciones físicas que padecía por la Iglesia, por el Papa y los demás”. Javier Fesser se inspira en esa chica –no sigue su historia al pie de la letra, no es una biografía– y sobre su dolor y su historia contada de manera tan parcial construye un manifiesto anticlerical, anticatólico y anti Opus Dei de una fuerza inaudita. Camino es una película que tiene en su centro a una chica de encanto extraordinario (la actriz Nerea Camacho es una verdadera maravilla) atrapada en el mundo del Opus Dei en particular y del catolicismo en general, y ese mundo es de horror: Camino sueña con un ángel de la guarda que la persigue, que lejos está de cuidarla, que la aterra; se suceden las imágenes de Jesús con el pecho abierto y el corazón al aire; en terapia intensiva, su madre le habla del huerto de Getsemaní, donde Jesús pasa las horas antes de ser crucificado. Las cuatro cirugías que Fesser muestra con imágenes de alto impacto –realistas y terribles– recuerdan y citan el uso de la medicina en El exorcista. Sólo que el Mal, en Camino, no es el demonio que posee a la preadolescente: es el propio Dios en la versión especialmente severa, sufrida y rígida del Opus Dei. Decía Fesser cuando lo acusaban de ser “intolerante” con los creyentes y especialmente con los miembros del Opus Dei: “Mi impresión es que, en lo que se refiere al Opus Dei, la película no utiliza jamás mi discurso ni el discurso de ningún renegado de la Obra. Todo lo contrario: la película utiliza literalmente el discurso propio y oficial de la santa institución. Entiendo que no guste este discurso, porque es triste, desolador y aniquilador del individuo, del placer de ser persona y de cualquier atisbo de libertad de conciencia. En este sentido es casi inevitable que las experiencias en torno del Opus Dei parezcan negativas, quizá porque no pueden ser de otra manera”.

Fesser no ahorra melodrama, crueldad y momentos que se rozan con el género de terror de manera explícita: Camino –el nombre de la niña es el título del libro más célebre del fundador de la orden San José Escrivá de Balaguer– ve a un “hombre que se ríe de nosotros”, huele a podrido, siente la presencia del demonio y vomita, encuentra una foto del cadáver de Santa Bernardette en un libro; la madre dice “le doy gracias a Dios por la enfermedad de mi hija” y no la deja quejarse cuando se somete a la quimioterapia; un sacerdote insiste: “Dios está haciendo un trabajo precioso con esta chiquilla”; la hermana camina con piedras en el zapato y no se toma un taxi cuando tiene que acudir al lecho de muerte de su hermana, para alcanzar el cielo mediante el sufrimiento. Todo es brutal en Camino, y peor por contraste con esa niña extraordinaria de los primeros minutos. Pero cuando a Fesser lo acusan de recargar las tintas, de estereotipar al Opus y convertir a sus miembros en poco más que monstruos –porque salvo el padre de Camino, que es un hombre de poco carácter, amoroso, que duda y sufre mucho, todos los demás son de una severidad espeluznante–, él contesta mostrándoles a sus críticos fragmentos de la biografía de Alexia que no usó en la película. Por ejemplo: “Tres días antes de morir, sumida en un dolor de cabeza insoportable, se le obstruye la garganta y el médico de guardia de la Clínica Universitaria de Pamplona acude a la habitación. Esta es la conversación: ‘Lo estás pasando mal, ¿verdad Alexia?’. ‘Sí, doctor.’ ‘Ofrécelo por el Papa’”. O: “En la habitación, cuando el dolor es intenso o el malestar mayor, su madre dice despacio en voz alta una oración, que es el punto 208 del libro Camino: ‘Bendito sea el dolor, amado sea el dolor, santificado sea el dolor. ¡Glorificado sea el dolor!’”.

Camino es una película despiadada, casi insoportable por melodramática y explícita, donde el mundo de Dios es tenebroso y el Opus Dei un paisaje de opresión, crueldad y muerte. Camino, la niña, es lo único luminoso, pero hasta su luz es utilizada para la conveniencia de la Obra de Escrivá de Balaguer. No es una película fácil de ver, a pesar de que es muy hermosa en varias ocasiones, sobre todo cuando Fesser recrea los ensueños teen de Camino. Y, sobre todo, es un manifiesto rabioso, una película enojada que se rebela ante el martirio y la entrega porque Fesser está enamorado, está a los pies, de la chica de vestido rojo que quiere vivir.

TINA FEY GANA LUGAR EN LA PANTALLA GRANDE CON UNA NOCHE FUERA DE SERIE



“Hay muy buenas comediantes en TV, pero no en el cine”

Aunque empezó como guionista de Saturday Night Live, enseguida pasó del otro lado de las cámaras y al poco tiempo tuvo su propio programa, el hilarante 30 Rock. El próximo jueves se estrena su nueva película, en la que trabaja con Steve Carell.

Por Gill Pringle *

Brilla en la pantalla de Sony como la desafortunada Liz Lemon en la sitcom 30 Rock, pero la guionista Tina Fey ha recorrido un largo camino, especialmente para una confesa “súper nerd” cuya carrera alguna vez se basó en hacer que otra gente sonara graciosa. Por sobre todo lo demás, sus sketches salvajemente exactos interpretando a la ex candidata a vicepresidenta de Estados Unidos Sara Palin la impulsaron hacia la atención pública. Eso le agregó un Emmy a su creciente colección de premios, que incluye otros cinco Emmy, dos Globos de Oro y numerosos Writers Guild.

Nacida como Elizabeth Stamatina Fey en los suburbios de Filadelfia, se recibió en teatro y se mudó a Chicago, donde se entrenó con la famosa troupe de improvisación Second City, mientras trabajaba en una oficina de la Asociación Cristiana de Jóvenes local durante el día. En 1997 se incorporó al staff de guionistas de Saturday Night Live, el programa nocturno de sketches responsable de haber lanzado las carreras de John Belushi, Adam Sandler, Chevy Chase, Bill Murray y Eddie Murphy, entre muchos otros. Fey pasó a ser guionista principal dos años después y fue incorporada al elenco al siguiente. Pero fue el extraño parecido de la actriz con Palin lo que demostró ser un trampolín importante en su carrera. A pesar de que había dejado SNL cuatro años atrás para concentrarse en su propia serie, 30 Rock, fue atraída hacia el programa nuevamente después de que la ex gobernadora de Alaska, Palin, apareció en el escenario político, arrancada de la oscuridad para convertirse en la compañera de carrera de John McCain. “Durante años había sido comparada físicamente con Nana Mouskouri, pero no hay mucho que una pueda hacer con eso hoy en día, así que Sarah Palin fue un verdadero regalo”, se ríe Fey, de 39 años, cuyos créditos como escritora incluyen el guión para la exitosa película adolescente Chicas pesadas.

Más allá de su currículum televisivo, la carrera de Fey en la pantalla grande también está ganando velocidad rápidamente, con su protagónico en la comedia Baby Mama hace dos años y el coprotagónico con Ricky Gervais en The Invention of Lying el año pasado. Ahora se ha asociado con otra estrella de la TV, Steve Carell (The Office), en la comedia de pareja Una noche fuera de serie, cuyo título original, Date night, es una ingeniosa vuelta de tuerca a un término que en Estados Unidos se ha incorporado al vocabulario corriente. “Es algo relativamente reciente –considera ella–. Igual que ahora los padres dicen ‘cita para jugar’ cuando sus hijos juegan juntos. Eso no era algo que existiera cuando yo era una niña, una simplemente iba a la casa de alguien, mientras que ahora se arma una ‘cita para jugar’. Pero conozco a muchas parejas que se refieren a esto como sus ‘noches de cita’”, dice Fey, cuyos propios padres (Donald, redactor de solicitudes de financiación, y su madre Jeanne, que se dedica al corretaje) la hicieron interesarse desde chica en comedias clásicas, de los Monty Python a los Hermanos Marx.

Como madre de una niña de cuatro años, las “noches de cita” no son nada nuevo para Fey y su marido, el compositor y director de comedias Jeff Richmond, de 50 años, aunque la “noche de cita” de Fey con Carell en la pantalla sale horriblemente mal en la comedia. “Creo que es algo con lo que puede identificarse cualquier pareja con hijos. Cuando estás casado, tenés un hijo y trabajás, hay una parte de estar en la relación con tu esposa que puede ser realmente como una carga irritante en ciertos momentos y tenés que recordar que lo que te llevó hasta ese punto fue tu amor por tu esposo, porque se convierte en algo tipo: ‘Oh, grandioso, encima ahora tengo que hablar con él. ¡Genial! Lo único que quiero es irme a dormir’. Así que hay que acordarse de cuidar ese jardín. Es importante encontrar el tiempo para ver a los amigos, también, y simplemente tratar de batallar contra la fatiga.” “No tengo ninguna historia propia de ‘noche de cita’ seriamente desastrosa –continúa Fey–. Sin embargo, conozco esa sensación que una tiene cuando hizo planes para salir y sigue adelante aunque está demasiado cansada. Al final, termina teniéndole envidia a la niñera, que se sienta a mirar tele y pide comida. Una se pone tipo: ‘Ay, quiero quedarme con la niñera. Estoy celosa de la niñera’.”

Fey dice que la esposa y el marido que componen con Carell en Una noche... tienen muy poco en común con sus personajes de la pantalla chica. “Quizás habrá cierta satisfacción si la gente a la que le gustan esos dos programas es capaz de imaginar que Michael Scott (el personaje de Carell en The Office) y Lemon están encontrando el amor”, especula ella, y enseguida bromea: “Interpretar a la mujer de Steve salió muy naturalmente. Empecé a reprender a Steve de inmediato y él se enojó conmigo enseguida. Seriamente, creo que eso de intentar controlar todo y no dejar realmente que el marido se incorpore a la vida diaria de la familia suena real. Es algo que la gente hace, especialmente las mujeres. Me gusta que mi personaje, Clara, sea piola, y me gusta el núcleo de la relación entre los dos. Ellos sí se aman uno al otro. No son pendencieros ni se comportan horriblemente entre sí, simplemente están en una racha frustrante de su matrimonio. Siento que eso es inteligente y veraz. Sinceramente, una vez que estás casado, incluso dejás de celebrar el Día de los Enamorados”.

Fey, que alguna vez imaginó una carrera detrás de cámaras, admite tener ciertas dudas sobre su reciente buena fortuna: “Ah, ¿el síndrome del impostor? –contraataca ella–. La belleza de ese síndrome es que vacilás entra la egomanía extrema y el sentimiento de ‘¡Soy un fraude! ¡Oh, Dios, van a darse cuenta! ¡Soy un fraude!’ Así que simplemente intentás subirte y disfrutar de la egomanía cuando aparece, y tratás de deslizarte a través de la idea del fraude. De todos modos, acabo de darme cuenta de que casi todos son un fraude, así que trato de no sentirme tan mal por eso”.

“Haberme convertido en una figura pública quizá más tarde que la mayoría me ayudó a lidiar con los aspectos de intrusión a mi vida privada –-asegura Fey–. Eso es algo insano. Pero creo que por haber trabajado en un montón de lugares durante un largo tiempo antes de que me pasaran cosas así, tengo una claridad casi terrorífica sobre cuánto tiempo más van a dejarme hacer esto. La gente sí te trata de modo diferente, así que es agradable haber llegado a esto ahora que soy un poco mayor, porque medio que una no se lo cree al ciento por ciento. Todos son tan agradables con una todo el tiempo, diciéndome ‘se te ve bárbara’, cuando sé que no es verdad. Pero está bien... Al ser un poco más grande, es más fácil tomarse las cosas más ácidamente. Por ejemplo, muchas veces los guionistas de 30 Rock me joden cuando llego hecha un desastre, como si hubiera estado comiendo algo que encontré en el piso, realmente mal... Empiezan a decirme: ‘¡Sos una estrella! Estás viviendo tu sueño’. No hay tiempo para dar unas vueltas y sentirse poderoso.”

Al discutir el destino de 30 Rock, a la luz de que su coprotagonista Alec Baldwin le dice a todo el mundo que está a punto de renunciar, Fey se ríe: “¡En realidad está abandonando la Tierra! ¡Se va al espacio! Pero Alec dice eso todo el tiempo. Creo que es un tipo brillante, y ciertamente lo suficientemente talentoso y piola como para hacer montones de cosas, pero su maldición es que es un actor brillante y que no va a ser capaz de parar. También pienso que el trabajo es muy duro. Siempre me impactó que hacer eso cinco noches a la semana, durante todo el año, sea semejante yugo, en el que es difícil ser fresco y original. Espero que podamos continuar durante un par de años más. Obviamente, no es realmente decisión nuestra, pero si podemos llegar a las temporadas cinco y seis, eso sería ideal. Me encantaría que la gente de la NBC nos concediera eso. Una quiere que esta clase de series sean buenas durante todo el proceso, así que tendríamos que ver si llegamos hasta ese punto y entonces ver cómo nos sentimos”. Un aspecto de su éxito es que hoy Fey tiene miles de seguidores en Twitter, a pesar del hecho de que ni siquiera se trata de la verdadera Tina Fey. “¿No es una locura todo eso? ¡No soy yo! Tiene como 300 mil personas siguiéndome, pero no soy yo. Soy demasiado vieja para meterme a twitear y todo eso –suspira ella–. Soy guionista, así que la idea de tener que escribir una sola cosa más, ser responsable de producir algo más, es demasiado.”

Se sabe que la hija de Fey, de cuatro años, es responsable de algunas de los latiguillos más fuertes de 30 Rock: “Es cierto –asiente Tina–. Incorporamos varias cosas que dijo ella. Creo que es porque aburro hasta las lágrimas a todo el mundo en la sala de guionistas con historias sobre ella, entonces subconscientemente se mete en sus cerebros. Pero, sí, cosas como ‘Quiero ir a allí’ o ‘tocá el culo de mi rodilla’ son completamente trabajo de ella. Uno de estos días va a darse cuenta y va a empezar a cobrarnos”, dice Fey, y confiesa que se convirtió en la clase de padres de los que alguna vez se burló, planeando “citas para jugar” para su hija que cuadren con su agitada agenda laboral. “Es un cliché, ¿no es cierto? Todo ese modo en que se espera que los padres modernos estimulen a sus hijos a convertirse en minigenios... Ya es tipo: ‘El sábado tenés ballet’. Medio que una construye su día en base a llevarlos a alguna parte. Estos chicos van a ser increíbles. ¡Una generación completa de genios en perfecta forma! Pero no creo que vaya a alentar a mi hija a dedicarse a la actuación. Después de trabajar con dos chicos en Una noche..., por más que fueran amorosos, siento que se les hacen demasiado largos los días. Estaban muy contentos de estar allí, pero se parece demasiado a un trabajo real para ellos.”

El estatus de Fey y Carell es tal entre sus colegas que, una vez que ellos dos hubieron firmado sus contratos para Una noche..., una multitud de actores de primera línea salió de los decorados, con el resultado de un elenco secundario que incluye a Mark Wahlberg, James Franco, Mark Ruffalo y Ray Liotta. “Fue raro tener a Mark Wahlberg en el set. Quiero decir, él produce Entourage y tiene una carrera seria después de haber sido un ídolo para adolescentes. Pero él entiende completamente la comedia e improvisó mucho material gracioso”, dice ella. Como una de las pocas comediantes exitosas del presente, Fey lamenta la escasez de oportunidades de comedia para mujeres en un trabajo largamente dominado por los varones. “Conozco a muchas mujeres que son muy graciosas, pero están principalmente en televisión. Hace muchos años que hay mujeres que llevan adelante comedias televisivas, desde los ‘50 con Yo amo a Lucy, pero, por alguna razón, es diferente en el cine. Quizá sea necesario que más mujeres produzcan películas. También veo, como madre, que cuando se estrena una película no puedo ir a verla si no consigo una niñera, mientras que un pibe adolescente va al cine. Y los productores van detrás del dinero: si los chicos están yendo más al cine, vamos a tener películas para chicos. La televisión siempre ha sido más para las damas”, dice Fey, que desarrolló sus propias aptitudes salvajes para la comedia cuando era adolescente, entendiendo que el sentido del humor era un gran modo de evitar las críticas y ganar amigos.

Hoy, Fey no tiene respiro en las comparaciones con Palin, quien, aunque renunció a su puesto como gobernadora de Alaska, sigue en la atención pública en Estados Unidos después de publicar sus memorias y por asistir a numerosas apariciones televisivas. Más allá de que comparten similitudes físicas y los anteojos con marcos negros como marcas registradas, Fey insiste en que raramente la confunden con la política: “Sucede menos de lo que uno imaginaría. Pero cuando estoy en el aeropuerto o en Disneylandia, pienso que es lo primero que va a pensar la gente cuando me vea”. Y aunque hizo su nombre en la comedia, Fey admite un secreto deseo de hacer algo completamente serio. “Siempre estoy bromeando con que como trabajo de jubilada quiero ser una jueza en La ley y el orden –dice–. La improvisación es muy dura.”

* The Independent de Gran Bretaña.