miércoles, 19 de enero de 2011

LA MUERTE DE MARIA ELENA WALSH: La nota que enfrentó a la censura en la dictadura.


En agosto de 1979, en el Suplemento “Cultura y Nación” de Clarín, María Elena Walsh publicó la nota, de la que aquí se reproduce un fragmento, que funcionó como una voz a favor de la lucidez.


Si alguien quisiera recitar el clásico “Como amado en el amante / uno en otro residía ...” por los medios de difusión del País-Jardín, el celador de turno se lo prohibiría, espantado de la palabra amante, mucho más en tan ambiguo sentido.

Imposible alegar que esos versos los escribió el insospechable San Juan de la Cruz y se refieren a Personas de la Santísima Trinidad. Primero, porque el celador no suele tener cara (ni ceca). Segundo, porque el celador no repara en contextos ni significados. Tercero, porque veta palabras a la bartola, conceptos al tuntún y autores porque están en capilla.

Atenuante: como el celador suele ser flexible con el material importado, quizás dejara pasar “por esa única vez” los sublimes versos porque son de un poeta español.

Agravante: en ese caso los vetaría sólo por ser poesía, cosa muy tranquilizadora. El celador, a quien en adelante llamaremos censor para abreviar, suele mantenerse en el anonimato, salvo un famoso calificador de cine jubilado que alcanzó envidiable grado de notoriedad y adhesión popular.

El censor no exhibe documentos ni obras como exhibimos todos a cada paso. Suele ignorarse su currículum y en que necrópolis se doctoró. Sólo sabemos, por tradición oral, que fue capaz de incinerar La historia del cubismo o las Memorias de (Groucho) Marx. Que su cultura puede ser ancha y ajena como para recordar que Stendhal escribió dos novelas: El rojo y El negro, y que ambas son sospechosas es dato folklórico y nos resultaría temerario atribuírselo.

Tampoco sabemos, salvo excepciones, si trabaja a sueldo, por vocación, porque la vida lo engañó o por mandato de Satanás.
Lo que sí sabemos es que existe desde que tenemos uso de razón y ganas de usarla, y que de un modo u otro sobrevive a todos los gobiernos y renace siempre de sus cenizas, como el Gato Félix. Y que fueron ¡ay! efímeros los períodos en que se mantuvo entre paréntesis.

La mayoría de los autores somos moralistas. Queremos —debemos— denunciar para sanear, informar para corregir, saber para transmitir, analizar para optar. Y decirlo todo con nuestras palabras, que son las del diccionario. Y con nuestras ideas, que son por lo menos las del siglo XX y no las de Khomeini.

El productor-consumidor de cultura necesita saber qué pasa en el mundo, pero sólo accede a libros extranjeros preseleccionados, a un cine mutilado, a noticias veladas, a dramatizaciones mojigatas. Se suscribe entonces a revistas europeas (no son pornográficas pero quién va a probarlo: ¿no son obscenas las láminas de anatomía?) que significativamente el correo no distribuye.

Un autor tiene derecho a comunicarse por los medios de difusión, pero antes de ser convocado se lo busca en una lista como las que consultan las Aduanas, con delincuentes o “desaconsejables”. Si tiene la suerte de no figurar entre los réprobos hablará ante un micrófono tan rodeado de testigos temerosos que se sentirá como una nena lumpen a la mesa de Martínez de Hoz: todos la vigilan para que no se vuelque encima la sémola ni pronuncie palabrotas. Y el oyente no sabe por qué su autor preferido tartamudea, vacila y vierte al fin conceptos de sémola chirle y sosa.
Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca ¡porque alguna vez sucumbirá demolido por una autopista! estaremos decrépitos y sin saber ya qué decir. Habremos olvidado el cómo, el dónde y el cuándo y nos sentaremos en una plaza como la pareja de viejitos de Quino que se preguntaban: “¿Nosotros qué éramos ...?”

El ubicuo y diligente censor transforma uno de los más lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador de embelecos que sólo pueden abordar lo pueril, lo procaz, lo frívolo o lo histórico pasado por agua bendita. Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural en un pestilente hervidero de sospechas, denuncias, intrigas, presunciones y anatemas. Es, en definitiva, un estafador de energías, un ladrón de nuestro derecho a la imaginación, que debería ser constitucional.

La autora firmante cree haber defendido siempre principios éticos y/o patrióticos en todos los medios en que incursionó. Creyó y cree en la protección de la infancia y por lo tanto en el robustecimiento del núcleo familiar. Pero la autora también y gracias a Dios no es ciega, aunque quieran vendarle los ojos a trompadas, y mira a su alrededor. Mira con amor la realidad de su país, por fea y sucia que parezca a veces, así como una madre ama a su crío con sus llantos, sus sonrisas y su caca (¿se podrá publicar esta palabra?). Y ve multitud de familias ilegalmente desarticuladas porque el divorcio no existe porque no se lo nombra, y viceversa. Ve también a mucha gente que se ama —o se mata y esclaviza, pero eso no importa al censor— fuera de vínculos legales o divinos.

Pero suele estarle vedado referirse a lo que ve sin idealizarlo. Si incursiona en la TV —da lo mismo que sea como espectador, autor o “invitado”— hablará del prêt-à-porter, la nostalgia, el cultivo de begonias. Contemplará a ejemplares enamorados que leen Anteojito en lugar de besarse. Asistirá a debates sobre temas urticantes como el tratamiento del pie de atleta, etcétera.

El público ha respondido a este escamoteo apagando los televisores. En este caso, el que calla —o apaga— no otorga. En otros casos tampoco: el que calla es porque está muerto, generalmente de miedo.

Cuando ya nos creíamos libres de brujos, nuestra cultura parece regida por un conjuro mágico no nombrar para que no exista. A ese orden pertenece la más famosa frase de los últimos tiempos: “La inflación ha muerto” (por lo tanto no existe). Como uno la ve muerta quizás pero cada vez más rozagante, da ganas de sugerirle cariñosamente a su autor, el doctor Zimmermann, que se limite a ser bello y callar.

Sí, la firmante se preocupó por la infancia, pero jamás pensó que iba a vivir en un País-Jardín-de-Infantes. Menos imaginó que ese país podría llegar a parecerse peligrosamente a la España de Franco, si seguimos apañando a sus celadores. Esa triste España donde había que someter a censura previa las letras de canciones, como sucede hoy aquí y nadie denuncia; donde el doblaje de las películas convertía a los amantes en hermanos, legalizando grotescamente el incesto.

Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabernos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué. (....)


LA MUERTE DE MARIA ELENA WALSH (1930 - 2011)

María Elena Walsh: adiós a la mujer que nos enseñó a ser chicos y nos hizo crecer

Hija de un ferroviario que tocaba el piano, creó una obra que preparó a más de una generación para ver el mundo y sentirlo. Desde joven, llamó la atención de grandes escritores. Trabajó con el disparate, hizo reír y se comprometió políticamente incluso cuando sus opiniones resultaban polémicas. Murió a los ochenta años.

POR NORA VIATER


Una cupletista que aprendió canciones de sus padres, un irlandés y una argentina hija de andaluces. Fue él, un ferroviario que tocaba el piano, quien le cantaba en el enorme caserón de Ramos Mejía, donde María Elena Walsh nació el 1 de febrero de 1930. Era grande la casa, y ella, la escritora, la poeta, la música, la refutadora, la polemista, crecio entre rosales y limoneros, entre gatos, leyendo historias fantásticas. A los 15 años publicó su primer poema en la revista El Hogar y en 1947, antes de terminar de cursar en la Escuela Nacional de Bellas Artes, de donde egresó como profesora de Dibujo y Pintura, salió su primer libro, “Otoño imperdonable”.

Se nos murió María Elena, porque se nos murió y no importa la edad. Ayer se murió la mujer que nos educó sentimentalmente. La que nos preparó los ojos y los oídos para mirar el mundo, al revés y al derecho. Pudo haber sido en los años 60, cuando escribió, entre otros, los libros, “El reino del revés”, “Dailan Kifki”o “Tutú Marambá”. O muchos años después, cuando escribió en este diario “Desventuras en el país jardín de infantes” (1979) o “La pena de muerte” (1991). Así que no importa la edad, todos nos matamos de risa cuando escuchábamos “El twist del mono Liso” y, más acá en el tiempo, se nos piantó una lágrima, después de tanto dolor, con canciones “Como la cigarra”. ¿Quién no sintió que le hablaban directamente, al oído, que golpeaban a las puertas de su corazón cuando escuchaba “tantas veces me mataron/ tantas veces me morí...”

“Otoño imperdonable” llamó la atención de grandes escritores, Borges, Silvina Ocampo y el español Juan Ramón Jiménez, entre otros. En 1951, Walsh publicó su segundo libro de poemas, “Baladas con ángel”. Por esa época, junto a la poeta y folclorista tucumana Leda Valladares, se autoexilió en París hasta 1956, donde formaron un dúo que cantaba canciones folklóricas. No le había gustado el aire que se respiraba con el peronismo, aunque fue capaz de reconocer los pasitos, pocos, pero contundentes, que daban las mujeres en ese tiempo. Muchos años después, en 1976, escribió “Eva”, un poema publicado en “Canciones contra el mal de ojo”, que dice: “No descanses en paz/ alza los brazos/ no para el día del renunciamiento/ sino para juntarte a las mujeres/con tu bandera redentora/ lavada en pólvora/ resucitando”. De aquellos años parisinos quedaron algunos discos, como “Chants d'Argentina” y los dos volúmenes de “Entre valles y quebradas”.

Fue en Francia. Sí, cuando aparecieron los disparates: las vacas que estudiaban en Humahuaca, las tortugas que se enamoraban y dejaban Pehuajó, los castillos que se quedaban solos, sin princesas ni caballeros, las estatuas que le daban no sé qué porque cuando llovía no podían salir en pareja con paraguas. Cuando volvieron con Valladares a la Argentina, grabaron cuatro discos que sonaron fuerte en el mundo de los niños, tanto que esos disparates son leyendes que se pasan de abuelos a hijos, de tíos a sobrinos, de boca en boca. De ese regreso, de esa época, son también dos de sus grandes obras de teatro para chicos: “Doña Disparate y Bambuco” y “Canciones para mirar”, estrenada en el Teatro San Martín. Y algunos libros, como “Cuentopos de Gulubú” o “El reino del revés” ya pasaron las veinte ediciones.

Hacía mucho tiempo que ya no quería dar entrevistas. Y si María Elena Walsh nos acompañó de chicos, nos hizo dormir, reír, tomar el té, estuvo ahí cuando tuvimos la edad suficiente como para comprender que alguien -algunos- pretendían dejarnos encerrados para siempre en un “país jardín de infantes”. En 1979, plena dictadura militar, escribió en una nota para Clarín: "Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigadora tierra". Esas palabras fueron -son- un mojón en la historia del periodismo argentino y generaron, también, una gran polémica, porque muchos creyeron leer allí una cierta liviandad en el tratamiento de la represión. Un año antes, en 1978, había decidido dejar de componer y de cantar en público. Cuando en 1991, durante el gobierno de Carlos Menem, se debatía en el país la posibilidad de implementar la pena de muerte, Walsh escribió, y vale la pena recordarlo ahora entre tanta noticia de lapidación, de fusilamiento, de necedad: “...Siempre supieron que yo, no otro, era el culpable. Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a este escarmiento la humanidad retrocede en cuatro patas”.

En 1985 fue designada Ciudadana Ilustre de la Buenos Aires y, ese mismo año y hasta 1989, integró el Consejo para la Consolidación de la Democracia. La había nombrado el ex presidente Raúl Alfonsín. Cuando 1997 publicó en el diario La Nación la carta abierta “La carpa también debe tomarse vacaciones”, en la que invitaba a los docentes a levantar la Carpa Blanca que habían instalado en el Congreso, también supo de algunos distanciamientos. “No puede haber función interminable, que abusar del tiempo irrita al público, que es gesto de dignidad cerrar el telón tras los aplausos y antes de la decadencia”, decía Walsh. Y no fue lo único que dijo o escribió antes de declarar que se había quedado “sin palabras”, como cuando declaró que “era preferible la corrupción menemista a la ineficiencia radical”. Algunos años después, en una entrevista que le dio sin muchas ganas a la revista Ñ, pese a lo que habló de todo y con todo el fuego del que disponía, confesó: “Mis amigos me dicen: '¿cuándo armás un revuelo?'. Pero aclaremos que yo nunca me propuse armar revuelo, se armó sólo. Y ya, en un momento dado, me gustó más el silencio que la opinión. Porque me quedé sin palabras. Desde hace un tiempo no he tenido ni tengo ganas de tratat ningún tema de esos. Que alguien tome la posta”. Para esa momento, 2004, de los diarios leía solamente los chistes y el horóscopo. Acababa de publicar uno de sus últimos libros, ¡Cuanto cuento!, una antología de narraciones infantiles, a los que su sumaban dos historias inéditas.

No le gustaba Harry Potter, pero sí Piñón Fijo, el payaso que, según decía, “hace docencia”. Le encantó El pasado, de Alan Pauls, las crónicas de Martín Caparrós y los cuentos de Hebe Uhart. Y no le escapaba a los best-sellers. Aunque decía que “a la mitad ya me empezó a aburrir”, en esa entrevista defendió El código Da Vinci. Eso, de los últimos años. Porque antes había contado que “nos hicimos niños con La cabaña del tío Tom y adolescentes con Martínez Estrada. Nos hicimos mujeres con Simone de Beauvoir y hombres con Conrad”. Amaba a Borges, a Doris Lessing, el Siglo de Oro español y a Susan Sontag. Le gustaban los libros. “Donde no hay libros hace frío. Vale para las casas, las ciudades, los países. Un frío cataclismo, un páramo de amnesia”, escribió.

En 2008 publicó “Fantasmas en el parque”, una suerte de autobiografía, una especie de continuación de “Novios de antaño” (1990), su primera novela para adultos. Fantasmas... es un libro sobre el amor, los encuentros, los desencuentros. La vejez. El dolor. Otra vez el amor, sin palabras lavadas. Un libro en el que habla por primera vez de su amor por Sara Facio, ahí, sentada en el verde del parque Las Heras. Del cáncer, que le diagnosticaron en 1981, cuando tenía 50 años.

Se fueron los castillos, las princesas, los caballeros. Las estatuas. Manuelita. Osías, el osito que quería comprar un cielo bien celeste en un bazar. Se fue Doña Disparate. Nos quedó su universo.


María Elena Walsh: "La vida es muy triste sin diccionarios"











De vuelta de todo, María Elena Walsh se muestra moderadamente polémica y cuestionadora. Un repaso de las cosas que la aburren (el periodismo revisionista, por ejemplo) y de las que le interesan (los best sellers). Y una encendida defensa del lenguaje y de la educación.

Por Ezequiel Martínez

Rara, ¿como encendida? Hace rato que María Elena Walsh mantiene a fuego moderado la fogata con que avivó textos como Desventuras en el País-Jardín de Infantes (1979) o La pena de muerte (1991), que ya son un hito en la historia del periodismo argentino y que en su momento pusieron al derecho este reino del revés con el que convivimos los argentinos. ¿La procesión va por dentro? Algo de eso hay, sugerirá ella más tarde. Ahora, y desde que en 1997 publicó Manuelita ¿dónde vas? para volver a jugar con las palabras, a despertar la imaginación y a desperezar el disparate a través del género infantil —que Walsh revolucionó como pocos en la literatura argentina—, se dedica sólo a escribir para los chicos.

Rara, tal vez. Ya no quiere dar entrevistas, ni siquiera para promocionar su nuevo libro, ¡Cuánto Cuento!, que incluye una antología de narraciones infantiles más dos historias inéditas. A este volumen, la editorial Alfaguara sumará la reedición de su novela Novios de antaño, otra antología de Poemas y canciones para adultos, y el libro Viajes y homenajes, que reúne muchos de sus textos periodísticos incluidos en Desventuras en el País-Jardín de Infantes y Diario Brujo, pero que excluye todos aquellos que rozan hechos sociales o políticos.

Encendida, siempre, pero con ese fuego que regula a su antojo, arrojando chispas de su carácter irónico, rebelde, implacable, genuino, todo muy armoniosamente y en su justa medida. Terca, obstinada, risueña, juguetona: así nos recibió en su departamento de Palermo, rodeada de bibliotecas, fotografías, recuerdos, libros y lapiceras, un universo que encaja sin desteñir con esta mujer de setenta y tantos que escribe para chicos pero supo despabilar la conciencia de los grandes, que ignora a Harry Potter y se saca el sombrero ante Piñón Fijo, que se desvive por las telenovelas mientras sigue de cerca la narrativa argentina de última generación. Que se entusiasma sólo con lo que se quiere entusiasmar, y al resto punto y aparte.

—¿Le costó armar esta nueva antología de sus cuentos infantiles? Usted ha escrito muchísimo dentro de ese género.

—No, lo difícil en cualquier tipo de antología es lograr un buen conjunto que no desentone. Eso lo aprendí en el escenario haciendo algo que se llama rutina. Cuando yo cantaba —en esos lejanos tiempos en que cantaba mis canciones, ahora ya las cantan otros— tenía que estudiar muy bien el orden, porque sino una canción anulaba a la otra. Ahí el orden de los factores altera el producto, y lo mismo se da en una antología, así que con mi editora la armamos a medias: intercambiamos ideas, me bochaban algunas cosas porque eran muy largas, otras porque eran muy cortas... ¡Al final ni sé que quedó! Pero en algo les gané: hace años que les digo "Vamos a hacer una antología de cuentos", y no les entraba en la cabeza.

—¿Por qué?

—Sería porque eran épocas de crisis. No sé, creo que no veían mucho la idea. Pero ahora transaron.

—¿Y usted por qué tenía ganas de hacer una antología de cuentos infantiles?

—Porque creo que una antología de cuentos es un libro especial; la novela o la narración larga exige más, el cuento tiene más facilidades para que los chicos transiten por la lectura. Pero la verdad es que es un capricho que tenía. Me parecía que había que hacerla.

—Todo se resume a eso.

—Y sí, qué querés, tenía el berretín. Entonces, ahí está.

—En este libro incluye dos cuentos inéditos. ¿Tienen alguna temática en particular? Por ejemplo "Hotel Piojo's Palace", su última novela infantil, está centrada en el tema de la discriminación.

—Sí, ahí había varios temas, pero es una novela. Entre estos dos nuevos cuentos hay uno que también puede ser contra la discriminación, pero eso es involuntario. Me salió así. Es una discriminación al revés: como a veces los petisos son mal vistos, en este cuento es mal visto un tipo alto en un pueblo de petisos; pero es una tontería, una anécdota. No es que pienso o me planteo abordar determinado tema, me salen solos. El otro cuento inédito es más. mágico, digamos.

—¿Y el resto de los cuentos?

—Los sacamos de distintos libros, de Diablo inglés, de Manuelita ¿dónde vas?, de Dailan Kifki. Son una serie de cuentos que, la verdad, fueron elegidos más por razones de extensión que por otra cosa, porque alguno que a mí me gustaba era muy largo, u otro se iba un poco de las características del conjunto, por más que el libro no fue pensado para una determinada edad. Te diría que fueron elegidos por una serie de razones... caprichosas.

—Alguna vez dijo que escribir para los niños significa reconstruir. ¿Qué es lo que hay que reconstruir?

—En estos momentos, ¡el lenguaje! ¡Nuestra querida lengua, que va desapareciendo en la miseria más espantosa! Hay que reconstruir un lenguaje prolijo, lo más estético posible. Y reconstruir también, en lo posible y por el interés que despierte, la atención del chico, que está muy dispersa. Lo ha estado siempre, pero ahora un poco más.

—¿Siente que el lenguaje está más acotado, más bastardeado?

—Lo veo pobre, muy pobre. Es tan sencillo ubicar qué es la pobreza humana, y estamos utilizando cien términos de un vocabulario y de un idioma muy rico, que está muy empobrecido por una serie de razones que yo no puedo establecer exactamente; son muchas.

—¿La televisión, por ejemplo?

—No, porque la televisión habla, puede tener letra mala o letra buena, pero la televisión se expresa. Pero el adolescente no se expresa, no puede, no tiene palabras. A esa pobreza me refiero. Es como el tipo que no come y no puede utilizar la cabeza porque le falta alimento, bueno, a este adolescente también le falta alimento. No sé a qué se debe, quizás al deterioro de la escuela primaria.

- —¿Y esa misma pobreza la ve en la literatura?

—No, en la literatura muchos escritores deciden escribir más sencillamente, tal vez imitando la pobreza de los chicos, cosa que a mí no me gusta, no me interesa, pero respeto que alguien lo quiera hacer. Pero creo que todos estamos con la preocupación de mejorar la lengua.

—¿Esa crisis en el lenguaje conlleva también una crisis en la lectura?

—Bueno, al leer menos, eso también influye. Uno adquirió su lenguaje en la escuela y en la

lectura. Pero no sé si los chicos leen menos, yo tengo nueve libro reimpresos míos en este mes, y se reimprimen constantemente; hablo de los míos, pero también hay muchos ajenos. Pero la lectura sin atención, sin ayuda del grande, para interpretar, para seguir un poco más allá, eso sí puede ser un factor importan.

—Sin embargo, hay fenómenos que acercaron a los jóvenes a la lectura, como el de Harry Potter.

—¿De qué?

—Harry Potter.

—¿Qué es eso? ¿Algo que ver con el Señor de los Anillos?

—No, pero son unas historias que se leen mucho.

—¿Ah sí? Y yo sin saberlo, qué le vas a hacer. Es que estuve unos días en Mar del Plata y por ahí me lo perdí y ni me enteré. Un día vamos a tomar un café y me lo contás.


Juguemos en el mundo

María Elena no se calla ni cuando calla. Sus silencios son también una forma de decir cosas. Rebelde con causa y por naturaleza, siempre le escapó a las convenciones. Ese carácter fue el que allá por los 6o la llevó a remar contra la corriente oficial a la hora de dirigirse a los chicos: nada de letras y oraciones armadas con prolijidad donde todo estaba en su lugar. Si un manual escolar decía, por ejemplo, "Juancito y Pepita se levantan a las siete de la mañana para ir al colegio", ella prefería fórmulas como "¿A ver qué hora es? Son las miércoles y ventincinco menos diez centavos". En la introducción de su libro Chaucha y Palito escribió: "Hay palabras misteriosas, también otras que no quieren decir nada, como los dibujos en las alas de las mariposas. Se volaron, sencilllamente. O todavía no se posaron en las enciclopedias". Hay estaba su secreto: sus cuentos y canciones le escapaban al realismo, al orden y a la justa medida, para zambullirse en la fantasía, el descubrimiento, la imaginación.

—¿En su libro "Diario Brujo" hay un texto donde habla de los prejuicios de ciertos escritores por la literatura infantil, que la juzgan como un género menor. Usted comenzó siendo reconocida como poeta y después...

—(Interrumpe)Uy, sí, muy seria. Pero si a mí me hubiese preocupado la opinión, la carrera, el prestigio, hubiera llevado una vida muy desgraciada. He pasado con una especie de inconsciencia por la vida sin darme cuenta hasta dónde se me podía denigrar. Pero ya la primera experiencia la había tenido por ponerme a cantar folklore, ahí ya perdí totalmente la seriedad, imagináte, ahí ya estaba jugada. Pero yo creo que hay muchos escritores que escriben algo para chicos alguna vez ¡Hasta Madonna escribe para chicos, fijáte! En ese texto de Diario brujo yo recojo anécdotas de escritores como Borges o Doris Lessing, donde no digo que desprecien el género, sino que los pone muy nerviosos. Quizá porque lo consideren un descenso a la B, no sé.

—Hay otros fenómenos más autóctonos que el de Harry Potter, que también tienen un éxito masivo, como Piñón Fijo. ¿Qué opina de ellos?

—No es lo mismo Piñón Fijo que otros. Siempre hay programas y productos específicamente televisivos para los chicos, que son vistosos, en colores, que van todos los días, pero Piñón Fijo tiene un todo docente, cuida mucho la lengua, enseña la hora, eso es docencia. Otros casos no, aunque siempre surgen fenómenos, normalmente con una chica modelo que hace monerías con los chicos. Pero eso a Piñón Fijo lo pongo aparte.

—Supongo que sigue siendo adicta a los diccionarios. Esa es una costumbre que los chicos están perdiendo ¿No?

—Perdón, eso es culpa de la escuela. El otro día leí que hay una serie de cosas que han sido radicadas de la escuela primaria hace mucho tiempo. Ir al diccionario, leer en voz alta, memorizar una serie de cosas que me parecen todas muy útiles.¿Cómo sabe la gente cuántos días tiene un mes sin saber el versito "Treinta días trae noviembre"? ¿Sino memorizaste eso, cómo hacés? La lectura en voz alta te obligaba a pronunciar bien para ser entendido. Y también se perdió el diccionario. Una vez hice un viaje en un remisse, y el remisero me dijo: "¡Mire, qué suerte que la llevo porque hace veinte años que le quiero hacer una pregunta! ¿Qué quiere decir malaquita?". En cualquier diccionario lo podía encontrar, pero veinte años le llevó sacarse la duda.¡Pobre hombre! Es muy triste la vida sin diccionarios.

—¿Trata de mantenerse al corriente de la nueva narrativa?

—Sí, hay muchas cosas que leí últimamente que me gustaron. Leí una novela extraordinaria de Alan Pauls, El pasado. Que existan novelas así me da una gran alegría. También me gustó mucho un libro de crónicas de Martín Caparrós, y uno de cuentos de Hebe Uhart, que me pareció de una enorme calidad. Trato de enterarme de lo que sale, y trato de leer lo que pueda que me despierte curiosidad. Me da curiosidad la narrativa, porque veo mucha historia reescrita y mucho periodismo escrito, que no me interesa como lectura. Toda esa cosa de cómo somos, y por qué somos, y de dónde venimos me tienen harta.

—¿Y vuelve a los clásicos?

—Alterno, pero releo mucho, sí. Hay libros que uno recuerda que fueron importantes y se vuelve a ellos. Otros se me caen de las manos, me aburren. Todos esos bocadillos cultos me aburren.

—¿Y de los bestsellers qué opina? ¿son una mala palabra?

—No, momentito. Mucho respeto por el bestseller. Algunos me parecen deplorables pero otros tienen merecido tener lectores: una señora como Agatha Christie, o un señor como John Grisahm que cuenta todas las cochinadas de los abogados.

—El caso de Grisham, por ejemplo, es emblemático: logró una fórmula de éxito y empezó a repetirla incesantemente.

—Y sí, ¿y qué? Creo que en gran parte de la crítica al best seller hay una envidia lógica; quién no querría no sólo vender millones, sino vivir de lo que escribe. Yo no le escapo a los best sellers; leí El código Da Vinci también, y al principio me atrapó bastante con toda esa cosa histórica que tiene, aunque por la mitad ya me empezó a aburrir. Otro ejemplo: la truculencia de este señor Stephen King a mí no me gusta, pero sus escenas y su definición de personajes son de un escritor. Pero claro, su éxito se debe a esas truculencias, a esos huesos que caminan.

—El año pasado se armó una gran polémica cuando le otrogaron el National Book Award. El crítico Harold Bloom dijo que era una decisión nefasta.

—Y bueno, que se peleen. Es buenísimo que haya peleas de ésas, ¿no?


"Me quedé sin palabras"

Es raro también —quizá lo más raro de todo—, no escuchar a María Elena opinando sin pelos en la lengua de los piqueteros o sobre la inseguridad, levantando polvaredas que poco tienen que ver con la Vaca estudiosa, la Mona Jacinta, la Reina Batata o el Brujito de Gulubú. Como cuando declaró que era preferible la corrupción menemista a la ineficacia radical, o la vez que escribió que ya era hora de que los maestros levantaran la carpa blanca frente al Congreso. Con todo y a pesar de todo, el afecto que le dispensa la gente permanece intacto e inalterable, como si además de los poemas y canciones le agradecieran su voluntad de decir en voz alta lo que muchos piensan y todos callan.

—En 1997, con "Manuelita ¿dónde vas?", usted retomó la literatura para chicos, que tenía medio abandonada. Desde entonces, excepto algún esporádico texto periodístico, no publicó más que narrativa infantil, ¿por qué?

—Es que no es voluntario, no es que me fije metas. Posiblemente el estado de ánimo me lleve a escribir eso y no otra cosa. Apareció la necesidad de escribirles a los chicos, esa necesidad de mucho juego, de mucha fantasía otra vez, y me siento muy cómoda ahí.

—En "Viajes y homenajes", otro de los libros suyos que se reeditan, hay una selección de textos periodísticos que habían sido publicados en "Desventuras." y "Diario Brujo", donde se excluyen aquellos que tienen que ver con temas coyunturales.

—Sí, ahí reciclamos algunas cosas, hicimos una selección de notas de viajes y homenajes, celebrando a gente o hechos de la cultura, y suprimimos prácticamente todo lo coyuntural, político, etc. Lo único que quedó ahí es Desventuras... porque es una nota que también es de defensa de la cultura.

—¿Por qué dejó de lado lo demás?

—Porque no tenía muchas ganas. Esta es una colección de reediciones más universal, y aquellas notas mías coyunturales eran muy locales; están bien en los libros donde estuvieron en su momento. Entonces empezamos a suprimir y a cortar sin asco, y quedó un libro de otras características, con notas culturales, y así me gusta más.

—Muchos de esos textos "coyunturales" ya forman parte de la historia del periodismo, como su artículo "La carpa blanca debe tomarse vacaciones". A veces se extrañan esos artículos suyos que solían causar bastante alboroto.

—Sí, mis amigos también me dicen: "¿Cuando armás algún revuelo?". Pero aclaremos que yo nunca me propuse armar revuelo, el revuelo se armó solo. Y ya, en un momento dado, me gustó más el silencio que la opinión.

—¿Por qué?

—Porque. me quedé sin palabras. Desde hace un tiempo no he tenido ni tengo ganas de tratar ningún tema de ésos. Que alguien tome la posta.

—¿Bajó la persiana?

—No, no. Pero hasta hoy, hasta este instante, no tengo ganas. Después se verá, pero por ahora no entro en ese minué.

—¿Todavía se desayuna con la lectura de los diarios?

—Sí, con los chistes, con el horóscopo, y nada más.

—¿Nada más?

—Mirá: cuando tenga ganas de escribir sobre las noticias que leo. ¡sabés cómo voy a recomenzar! ¡Ahí le voy a dar con todo!

Dice María Elena, más encendida que rara.


jueves, 6 de enero de 2011

MURIO EL ACTOR PETE POSTLETHWAITE A LOS 64 AÑOS.







Se dio a conocer al gran público haciendo de padre de Daniel Day-Lewis en En el nombre del padre. Nominado al Oscar por ese papel, a partir de entonces se convirtió en uno de esos secundarios capaces de hacer bien cualquier personaje.









Por Horacio Bernades

Toda una paradoja, la de Pete Postlethwaite: se hizo conocido de viejo y murió joven. Este actor británico era un perfecto desconocido, para el mundo del cine al menos, cuando se convirtió, de la noche a la mañana, en un rostro inconfundible. Eso fue en 1993, cuando, a los 47 años, hizo de padre de Daniel Day-Lewis en En el nombre del padre. Nominado al Oscar por ese papel, a partir de entonces este hombre –de apellido tan difícil como la topografía de su rostro– se convirtió en uno de esos secundarios capaces de hacer bien cualquier personaje. Se tratara de hampones (en Los sospechosos de siempre y la reciente Atracción peligrosa), proletarios (en Tocando el viento y Entre gigantes), curas (en Romeo + Julieta, en la remake de La profecía) y hasta cazadores de dinosaurios (en Jurassic Park II) o dueños de megacorporaciones (en El origen, una de sus últimas películas). Calificado por Steven Spielberg como “el mejor actor del mundo”, la quimioterapia le permitió mantener a raya un cáncer de testículo diagnosticado hace veinte años. Pero nada es para siempre: Postlethwaite falleció en Inglaterra el segundo día de 2011, a los 64 años.

Nacido, como el gato de Alicia en el País de las Maravillas, en la localidad de Cheshire, como tantos “duros” del cine –aparentemente insospechables de un paso previo por las tablas–, Postlethwaite tenía detrás una sólida formación teatral. Sólida y clásica. Tanto, que llegó a ser parte de la Royal Shakespeare Company, actuando, entre otras, en una versión de Sueño de una noche de verano. Cuando Baz Luhrmann lo convocó para su paroxística rendición de Romeo + Julieta (antes lo había hecho en el Hamlet de Zeffirelli), Postlethwaite resultó el único miembro del elenco capaz de frasear en pentámetro yámbico, métrica característica de las obras de Shakespeare. Antes de eso y tras dejar de lado la idea de llegar a sacerdote, Postlethwaite había dado clases de actuación. Luego fue miembro estable del Everyman Theatre de Liverpool, junto a colegas más tarde tan conocidos como Jonathan Pryce, Bill Nighy y Julie Walters.

Ni siquiera es que En el nombre del padre haya sido su debut cinematográfico. Previamente Postlethwaite había hecho cantidad de papeles secundarios, desde Los duelistas (1977) hasta Alien 3 (1992), incluyendo El vestidor (1988), el hito de Distant Voices, Still Lives, de Terence Davies (1988) y la versión de Michael Mann de El último de los mohicanos (1992). Pero es verdad que la primera vez que su rostro rocoso y su resonante voz (una de esas que en el cine dan ganas de cerrar los ojos y ponerse a oír) impactaron fuertemente en el público masivo fue en el papel del irlandés Giuseppe Conlon, llevado a prisión como cómplice de su hijo Gerry (Day-Lewis). A partir de ese momento, Postlethwaite (que alguna vez echó a su representante, por sugerirle la conveniencia marketinera de cambiar el apellido) dejó de ser un actor británico y se convirtió en actor internacional. Imposibilitado, eso sí, de encarnar a ningún personaje que no fuera británico: su fuerte acento, típico del noroeste de Inglaterra, era tan indisimulable como esos pómulos, que de película en película daban la impresión de desviarse cada vez más.

Que su tipo lo destinaba a los personajes más rugosos o amenazantes lo fueron confirmando, en el curso del tiempo, el pater terribilis de Distant Voices, Still Lives (1988), el “contacto” de Los sospechosos de siempre (1995), el cazador de Jurassic Park: el mundo perdido (1997), el abogado esclavista de Amistad (1997) o, más recientemente, el florista de Atracción peligrosa (2010), simple fachada para la que tal vez haya sido su criatura más ominosa y letal. Que el registro de Postlethwaite no se reducía a la dureza lo demostrarían el padre Laurence de Romeo + Julieta (1996), el director de orquesta de Tocando el viento (1996), el trabajador manual de Entre gigantes (uno de sus escasos protagónicos, de 1998) o el médico humanista de El jardinero fiel (2005). Como también suele suceder con los duros del cine, en la realidad Postlethwaite era el más pacífico hombre de familia, a quien sus vecinos de Church Stretton solían ver andando por la calle, haciendo las compras o viajando en tren, como cualquier everyman de las inmediaciones. La vida familiar le llegó, sí, en forma tan tardía como la popularidad global: se casó al borde de los cuarenta y tuvo su segundo hijo a los cincuenta.

Condecorado un lustro atrás con la Orden del Imperio Británico, en años recientes Postlethwaite no se privó de manifestarse en contra de la intervención de su país en la guerra de Irak, así como de participar del documental ecologista La era de la estupidez (2008), donando su cachet al servicio de la lucha contra el calentamiento global. Su rostro tallado a hachazos y su voz como de órgano quedan como testimonio de un tiempo en que los actores (los secundarios, sobre todo) parecían salir de las calles, y no de los estudios de televisión.