viernes, 22 de abril de 2011

EL ADIOS A SIDNEY LUMET (1924-2011)








Un director justo en un mundo injusto










Hizo casi de todo, y lo hizo siempre más que bien. Sin embargo, la Academia nunca le dio un Oscar a una película de este gran realizador neoyorquino; sólo le otorgó una estatuilla honoraria, que merecía largamente. Desde sus films más famosos, ya clásicos, como Doce hombres en pugna, Sérpico, Tarde de perros o Network, hasta auténticas joyas para redescubrir como su obra maestra del género apocalíptico Límite de seguridad o Hasta los dioses se equivocan, que explora el tema de la tortura policial, el vasto y rico cine de Sidney Lumet no se acaba con su muerte, que seguramente hará crecer el mito de este hombre tan brillante como injustamente poco reconocido.


Por Alfredo Garcia

Sidney Lumet hacía películas sobre las injusticias del mundo. Basta señalar obras maestras como Doce hombres en pugna, Sérpico, Tarde de perros, Network: poder que mata, para tener rápidamente una idea de la importancia de la obra de este realizador que se sentía más cómodo en las calles de Nueva York que en el patio de atrás de algún estudio hollywoodense.

Pero a pesar de haber sido nominado al Oscar al mejor director cinco veces, por Doce hombres en pugna (una de las mejores óperas primas de la historia del cine), Network, Príncipe de la ciudad, Tarde de perros y Será justicia (The Verdict), Lumet no recibió jamás un Oscar por una de sus películas, lo que habla pestes del medio en el que se desenvolvió. Sí en cambio recibió un Oscar honorario en el 2005, y cuando le preguntaron qué opinaba de recibir un Oscar así, dijo más o menos algo tipo: “¡A esta altura ya quería recibir un Oscar a como dé lugar!”.

Doce hombres en pugna (1957)

Lumet, que murió el pasado 9 de abril, había nacido en Filadelfia el 25 de junio de 1924. Sus padres, Baruch Lumet y Eugenia Wermus, eran intérpretes en el teatro idish, y luego, cuando Sidney tenía unos pocos años, su padre movió a toda la familia a Nueva York para unirse al Yiddish Art Theater, lo que determinó que ya a los cuatro añitos Lumet apareciera normalmente sobre un escenario. De hecho, su debut oficial como actor de teatro fue a los nueve años en Broadway, en una puesta de Dead End. Su carrera actoral en teatro siguió hasta 1940, donde incluso llegó a interpretar al Jesús adolescente de Journey to Jerusalem; pero pronto la guerra terminó con esta vocación inicial, ya que el joven Sidney fue a parar al Lejano Oriente como operador de radares.

Como actor Lumet incluso había llegado a debutar en cine en una semiolvidada película de 1939 con Silvia Sidney, One Third of a Nation, en la que su padre tenía un pequeño papel de reparto. Para un hombre con tanta experiencia actoral, llama la atención la escasa participación como intérprete que tuvo en cualquier película, ni siquiera intentando hacer cameos en las propias. Una rara aparición actoral se la dio Jonathan Demme en el 2004, en el papel de un senador en la remake de El embajador del miedo.

Lo cierto es que una vez vuelto del frente del Pacífico, Lumet empezó a dirigir teatro, básicamente off Broadway y piezas de relleno para el verano. Pero Lumet es uno de los nombres principales de lo que se llamó la generación de la televisión, y justamente su punto de partida como realizador antes de llegar al cine fue en la TV, contratado por la CBS para programas y series como Fotógrafo del crimen, Danger, You Are There (una rara serie de carácter histórico), Studio One, Playhouse 90 y el por entonces muy famoso Kraft Television Theatre. Esto fue un punto de inflexión en la carrera del joven director, que pronto estaba de regreso al teatro nada menos que con una puesta del Calígula de Camus. Y el Hombre y Superhombre de George Bernard Shaw. Uniendo ambos mundos, pronto consiguió llevar a Eugene O’Neill a la pantalla chica con un aparentemente soberbio The Iceman Comeths, protagonizado por Jason Robards. A esta altura, Sidney Lumet estaba listo para el celuloide, y así llegamos a la que es, vale insistir, una de las mejores óperas primas de la historia del cine: 12 Angry Men, conocida entre nosotros como Doce hombres en pugna.

Tarde de perros (1975)

“Mientras que el objetivo de toda película es entretener, el tipo de film en el que yo creo es una clase de film que va un paso más allá. Es un tipo de film que lleva al espectador a examinar alguna faceta de su propia conciencia. La idea es que estimule y deje fluir al máximo los jugos cerebrales”, escribió alguna vez Lumet.

Los jugos cerebrales fluyen como locos cuando el espectador se enfrenta con una obra maestra como 12 Angry Men. La película ha sido citada como inspiración vocacional para un montón de gente importante, incluyendo a la jueza Sonia Sotomayor, de la Corte Suprema de los Estados Unidos. El argumento es simple y formidable: un adolescente portorriqueño está a punto de enfrentar la pena de muerte por el homicidio de su padre, y apenas falta la decisión de un jurado compuesto por once miembros que lo creen culpable sin detenerse mucho a analizar el asunto, y uno solo que no se atreve a disponer de la vida de su prójimo sin tomarse al menos algún trabajo y análisis. Lee J. Cobb es el padre irascible y vengativo que sublima sus problemas personales agarrándoselas con el acusado. Es un personaje totalmente creíble, y su redención por eso es mayúscula y es el clímax de la película, mientras que el personaje de Henry Fonda, el único jurado que no cree que la culpabilidad del reo esté probada más allá de la duda razonable, es una especie de ser sobrenatural, un ángel caído del cielo para demorar horas y horas esa decisión del jurado hasta salvarle la vida a un inocente. Más allá de las brillantes actuaciones –y desde este film en adelante Lumet siempre demostró ser un formidable director de actores– es el ritmo y el suspenso impuestos por el cineasta lo que hace despegar a 12 Angry Men de buen teatro filmado a obra maestra del drama judicial, lo más parecido a un verdadero thriller que haya dado el género.

Se supone que la carrera de Lumet se basa en describir casos de corrupción (Serpico, Preguntas sin respuestas), costumbres de delincuentes marginales y circos mediáticos (Tarde de perros, Network), policías metidos en todo tipo de submundos (Príncipe de la ciudad) y gente que está en el borde de la línea que separa la gente de bien de los hampones, ya sean abogados o prestamistas (Será justicia, The Pawnbroker), pero lo cierto es que este director no se dejó encasillar, aun cuando eso significó intentar musicales funky al estilo Motown como The Wiz, la versión de El mago de Oz con el joven Michael Jackson aun no emblanquecido, o arriesgarse con una de las obras maestras del cine apocalíptico, como es la formidable y poco conocida Límite de seguridad (Fail Safe, 1964) que casi como los 12 Angry Men logra la máxima tensión en la mínima cantidad de decorados (¡solo tres!). Igual que en Dr. Insólito, de Kubrick, aquí un avión sale de rumbo y amenaza con empezar la guerra nuclear, lo que no le deja al presidente interpretado por Henry Fonda más alternativa que la de sacrificar a manos del enemigo una gran ciudad norteamericana. Los breves planos finales, breve montaje de la última visión de un niño, los árboles y los pájaros dan lugar al temible clímax para una de las grandes películas de la Guerra Fría, y no precisamente el tipo de film que se asocia con Lumet, aunque sí con su idea de que fluyan los jugos cerebrales.

Sérpico (1973)

Un actor terriblemente popular con el que no se suele asociar a Lumet, pero con el que filmó nada menos que cinco películas, es Sean Connery, lo que demuestra la capacidad del director para no dejarse encasillar. Tal vez la más famosa de estas películas sea la adaptación de Agatha Christie Crimen en el Expreso de Oriente; luego está la durísima y semibélica, semicarcelaria, totalmente original, La colina de la deshonra (The Hill, 1965), más el astuto thriller El gran golpe (The Anderson Tapes, 1971) todo un clásico de los servicios que escuchan al prójimo; y la divertida comedia criminal Negocios de Familia (Family Business, 1989) con Connery junto a Dustin Hoffman y Matthew Broderick encarnando a tres generaciones de chorros. Por último, la muy difícil de encontrar The Offense (Hasta los dioses se equivocan, 1973) raro caso de thriller que explora el tema de los policías torturadores.

No tiene sentido intentar analizar todo el cine de Lumet, cuando todavía hay tanto para redescubrir. Por suerte hay películas que no dejan de pasarse una y otra vez en el cable (sobre todo en TCM) como Serpico, Tarde de perros, 12 Angry Men y Fail Safe. Hay otras que llevará más tiempo descubrir, simplemente porque no las dan en el cable ni están en DVD. En todo caso, la obra de Lumet es vasta y rica, y si bien sus herederos anunciaron su deceso como “ha muerto el último de los directores morales”, él en una de sus ultimas entrevistas no se dio tanta importancia: “Estoy seguro de que el arte, y mucho menos el cine, no le pueden cambiar la vida a nadie. Entonces, ¿por qué hago cine? ¡Es una manera maravillosa de pasar la vida!”.

jueves, 21 de abril de 2011

A LOS 95 AñOS, MURIO EL LEGENDARIO ACTOR OSVALDO MIRANDA





El adiós a un galán y porteño de ley

En más de 50 años de trayectoria, participó en 60 películas y ganó 40 premios. Quedará en el recuerdo como aquel Roberto Cantalapiedra de la serie Mi cuñado y yo o como el padre de Marilina Ross en La nena, entre tantos otros personajes de TV, cine y teatro.








Por Alina Mazzaferro

Se baja el telón para un grande del teatro, el cine, la televisión... y la vida. El gran señor de la comedia argentina, galán y porteño de ley, Osvaldo Miranda, murió ayer por la mañana a los 95 años a causa de un paro cardiorrespiratorio no traumático en su casa de Buenos Aires, donde permanecía bajo internación domiciliaria. Con más de 50 años de trayectoria, el actor, que participó en 60 películas y ganó 40 premios, quedará en el recuerdo de su público como aquel Roberto Cantalapiedra de la serie Mi cuñado y yo o como el padre de Marilina Ross en la ficción La nena, entre tantos otros personajes de TV, cine y teatro. Recorrer la vida de Miranda significa transitar la historia del Buenos Aires de los años ’30, de sus barrios y sus personajes.

Nació el 3 de noviembre en Villa Crespo –Malabia y Loyola–, en la primavera de 1915. Con sólo 12 años perdió a su padre, por lo que debió convertirse, de pronto y a los golpes, en el “hombre de la casa”. Era el hijo de una española no muy “abierta de mente”, que quería que Osvaldito la ayudara con el almacén. Sin embargo, el joven ya tenía un sueño: quería ser cantor de tangos, y se escapaba de su casa a cantar en bares y en la radio. Por supuesto, para que su madre no lo descubriera, debió cambiar su apellido –en verdad se llamaba Mathon– y así nació el artista-Osvaldo Miranda.

Se hizo actor casi sin darse cuenta, en el barrio en el que pasó su juventud –Villa Urquiza– cantando y actuando en los clubes, en La Siberia (como llamaban a la zona de avenida Constituyentes) y en la Estancia de Saavedra. Antes de considerar al teatro como una profesión, Miranda fue mecánico, niquelador, tejedor y de todos los empleos fue echado por su falta de atención. Porque a él le gustaba “lo otro”: el escenario. El almacén de su mamá finalmente se fundió “por fiar con libreta”, pero Osvaldo salió adelante con la actuación. Volvía todas las noches del centro hasta su casa de Villa Urquiza en el tranvía 96 que lo dejaba a 14 cuadras, siempre durmiendo en el camino, porque sabía que se bajaba al final del recorrido. Más tarde alquiló una pieza en Lavalle y Montevideo por 12 pesos al mes, donde se quedaba a pasar la noche cuando salía tarde de trabajar o llovía. Fue un caballero de proverbial elegancia, un flaneur de la noche, yendo de la tanguería al teatro o al cabaret. Allí estaba siempre firme en la rueda del Ateneo –un café de Cangallo y Carlos Pellegrini–, refugio de los actores de la época, que frecuentaban Enrique Muiño, Elías Alippi, Angel Magaña, Homero Manzi, Héctor Méndez y tantos otros.

Miranda empezó cantando tangos con una orquesta en el café Terminal, al lado del Teatro Nacional, de la cual se fue porque al otro cantor le pedían más tangos que a él: era nada más ni nada menos que Angel Vargas. Sus amigos también eran “del palo”: conoció a Aníbal Troilo, pero su entrañable amigo de toda la vida fue Enrique Santos Discépolo. “El fue mucho mi hermano, un poco mi padre y un poco mi hijo. La amistad con Discépolo fue el premio más grande que recibí en mi vida”, dijo a una revista porteña en 1997. El 23 de diciembre de 1951, Discépolo moría en los brazos de su hermano del alma: Miranda.

Comenzó su carrera de actor profesional en 1936, junto a la compañía de María Esther Gamas y Mario Fortuna, en la comedia musical Rascacielos, que se daba en el de-saparecido Teatro Boedo, cantando “Casas viejas” y “Un jardín de ilusión”. Para esa época vivía en una pensión de la calle Sarmiento y un día sonó el teléfono y lo convocaron para reemplazar a Ricardo Ruiz. Luego vino La canción de los barrios y Miranda se instaló como miembro de la compañía. De allí siguió la revista en el Teatro Maipo y el Variedades, hasta que llegó la comedia. Fue Joseph Kenkel, un judío que con la ocupación nazi en Francia no podía volver a su país, quien lo convocó y Miranda decidió abandonar el espectáculo revisteril por la comedia, con la que ganó menos dinero pero más prestigio.












En el cine, su debut fue junto a Tito Lusiardo en Un señor mucamo, dirigida por el mismo Discépolo en 1940. Le siguieron Cándida millonaria, con Niní Marshall, y El más infeliz del pueblo, con Luis Sandrini, en la que también actuaba Eva Duarte. Trabajó de extra en Los muchachos de antes no usaban gomina, junto a Florencio Parravicini, y años más tarde protagonizó la remake del mismo film –en el papel que Parravinci interpretó otrora– en 1968. El éxito lo llevó a Hollywood a fines de los ’40, de la mano de Fernando Lamas y Roberto Airaldi, para filmar Los vengadores. En la meca de la industria cinematográfica lo invitaron a quedarse, para practicar inglés, esgrima, natación, todas disciplinas que se les exigían a los actores en la época. Pero Miranda, porteño de corazón, prefirió volver a sus pagos, junto a su madre y su mujer, Amelia Sáez, con la que contrajo matrimonio a los 29 años. “Santa Amelia” la llamaba el galán a quien había sido su secretaria general en los estudios Luminton (esa mujer que les hizo los primeros contratos a Mirtha Legrand y Luis Sandrini) y luego se convirtió en su compañera de vida.

Miranda fue pionero en la televisión argentina, junto a Raúl Ro-ssi, Nelly Prince y Guillermo Brizuela Méndez. En TV protagonizó La comedia de bolsillo, Tropicana y Mi marido y mi padrino. Sus mayores éxitos televisivos fueron La nena –en donde interpretó al padre de Marilina Ross, a quien confesó “querer como a una hija” ya que no tuvo propios– y Mi cuñado y yo, una idea suya y de su amigo Ernesto Bianco que “le sirvieron en bandeja” a Oscar Viale. Con la remake de Mi cuñado, que protagonizaron Luis Brandoni y Ricardo Darín, Miranda –que no sólo tuvo la idea del programa, también confesó “que le dictaban letra a los autores”–, no recibió ni un peso. Aun así, el Cantalapiedra original aceptó participar como invitado de uno de los capítulos de la nueva versión, apoyando el emprendimiento.

Era un tipo querible, simple, de barrio. Fanático de las carreras de caballos, del club Atlanta y de Mar del Plata. La Ciudad Feliz lo recibió siempre con los brazos abiertos y allí pasó años haciendo temporadas de Boeing Boeing, Frutillitas y Hoy ensayo hoy, entre tantas obras. Conoció La Habana, Houston, México, Acapulco, pero “ciudad balnearia como Mar del Plata no hay”, dijo a la prensa en 1995. “¿Cannes? ¡Si es igual a Playita de los Ingleses!”, bromeaba. Mientras estaba en los Estados Unidos ya soñaba con volver para trabajar en Blum, junto a su amigo Discépolo, un éxito que estrenó en 1949 y duró tres años en cartel. “Pereyra, dejame morir solo”, le decía el personaje del autor de “Cambalache” a Miranda. Y sin embargo, Miranda no lo abandonó hasta el último momento. Con la muerte de Discépolo, el actor aceptó integrar la comedia municipal que dirigía Cunill Cabanellas, lo que le permitió recorrer un repertorio argentino y universal. A lo largo de su carrera, Miranda hizo drama, comedia, sainete, clásicos. Desde comedias con Enrique Serrano e Irma Córdoba hasta temporadas con Ernesto Bianco (Boeing Boeing, La dama del Maxim, Plaza Suite) y con los Carrera (Frutilla, De noche llegó el doctor, Tres alcobas), con quienes compartió la temporada teatral del Odeón de Mar del Plata durante siete años.

En 1986 –luego de participar durante tres años en la obra Hoy ensayo hoy, con dirección de Rodolfo Graziano–, el galán de María Duval, Zully Moreno, Tita Merello, Irma Córdoba, Niní Marshall y Mirtha Legrand anunció –con 71 años– que se retiraba de su tan querida profesión, “antes de estar cansado y con flojedad de memoria”, dijo a la prensa. Sin embargo, en 1997 volvió a las tablas, en una reposición de esta última producción que causó furor, junto a su entrañable compañera Irma Córdoba. Con 50 años de profesión, Miranda ganó más de 40 premios, entre ellos cinco Martín Fierro, el premio Podestá –que le otorgó la Sociedad de Actores por su trayectoria–, el Argentores –otorgado por la Sociedad de Autores–, el Konex al mejor comediante, y la Cruz de Plata Esquiú y el San Gabriel que destacaron la conducción ética del actor. “Traté de dar lo mejor de mí al público que me acompañó durante tantas temporadas y creo haber cumplido en la medida de mis posibilidades”, dijo en una de estas oportunidades. En 1996 fue declarado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires por “sus aportes a la ciudad y los vecinos”, un honor que recibió emocionado y agradeció con palabras premonitorias: “Después de un premio así, uno dice que se puede morir tranquilo. Yo ni pienso, pero si llegara a ocurrir ustedes están de testigos y podrán decir: fue contra su voluntad”.

domingo, 10 de abril de 2011

DIEGO LEVY: LAS CARAS DEL BOXEO FOTOGRAFIADAS.






LOS GOLPES DE LA VIDA








Luis Federico Thompson, 186 peleas


Luego de dos trabajos extraordinarios, en los que registraba lo que quedaba después de un hecho extremadamente violento (Sangre, sobre hechos policiales en latinoamérica, y Choques, sobre accidentes de tránsito), Diego Levy llegó un poco por azar al boxeo y descubrió lo que terminaría formando su nueva muestra: un mundo de caras chocadas por golpes hace años. Y así salió a búsqueda por el país de viejas glorias que todavía llevan en la cara la época de oro del boxeo argentino.


Por Mariano Kairuz

En el cuadrilátero las piñas van y vienen, pero al cabo de unos cuantos años algunas se quedan en las caras de los boxeadores. Así lo atestigua –lo prueba, lo hace sentir– la serie de fotografías titulada Golpes, que Diego Levy estará exponiendo desde el próximo miércoles en la Fotogalería del Centro Rojas. Alcanza con echar un rápido vistazo a la secuencia de rostros para identificar el eje común de tabiques aplastados, párpados caídos, ojos dañados. Se ve en esas caras también cierto cansancio, así como ocasionales destellos de una vitalidad que los años y los puños fueron sacudiendo. Son jetas que llevan marcada la huella de una pasión y una vocación, pero también la de la dureza de las vidas vividas por quienes se dedican a esto.

Lorenzo Beneventanno, 120 peleas

En la obra de Levy es además imposible no encontrar una continuidad con sus dos grandes series fotográficas previas: Sangre, sus imágenes sobre hechos policiales sangrientos tomadas en Buenos Aires, Colombia, Brasil y México; y Choques, sus decenas de imágenes de lo que queda tras los accidentes de tránsito, ya despojadas de seres humanos. En unas y otras siempre se hace presente un acto de violencia que no vemos, que las precede. “Pero yo no siento que tenga una relación directa con la violencia –dice Levy–. No tengo un gran morbo ni soy fanático de la violencia. Lo que sí me da es mucho miedo de tener un accidente o que me pase algo a mí o a alguien cercano. Le tengo mucho miedo a la tragedia. Pero mi relación con estos temas siempre sale de las ganas: hice Sangre porque me gustaba la foto policial, no porque quisiera contarle al mundo lo que pasa en Latinoamérica, y ahora hice Golpes porque conocí a un entrenador de boxeadores, Lorenzo Beneventanno, un personaje hermoso con una cara increíble que yo sentí que tenía que fotografiar.”

Faustino Barrios, 123 peleas

Cuando ve su serie de fotos, dice, ve la magullada superficie pero también ve detrás de las caras golpeadas. “Veo los golpes en la nariz de Luis Federico Thompson y veo la cantidad de crosses que le habrán dado para dejarla así; veo los años y años y años de recibir golpes en la jeta y lo que hay detrás de la cara, en la cabeza. Esos golpes, como decía Lorenzo, no alimentan, sino que te destruyen, te deterioran, y no es casual que la mayoría de ellos haya quedado bastante mal física, económica, y socialmente.” Hasta que encaró este trabajo, Levy nunca había realizado una serie de retratos, y se preguntaba cómo es que un fotógrafo construye una “obra”, un cuerpo de trabajo con una identidad propia. Fue Beneventanno quien sin proponérselo le dio una clave. “Un día Lorenzo lo tenía citado a José Menno, y yo le pregunté si José tenía la cara golpeada. Lorenzo, que jamás vio mis fotos ni fue a una de mis muestras, que sólo sabía que yo era fotógrafo, me dice: ‘¿Golpeada? Esa cara es un camión Mercedes chocado de frente’, y ahí me cayó la ficha. ‘Tengo que seguir por acá’, me dije. De algún lugar sale mi calentura pero por ahí va: mi obra está relacionada con los choques y estas son caras chocadas, estropeadas y Choques a su vez estaba ligado con Sangre. Son todas cosas que no imaginé al momento de hacer el trabajo. Es evidente que no podés escapar de lo que sale de tu calentura, nunca.”

José Menno, 135 peleas

Parece haber una relación natural del boxeo con la fotografía, como con el cine: un boxeador se transforma en un personaje increíble cuando la foto o la película en movimiento consiguen transmitir algo del impacto físico que se vive arriba del cuadrilátero. Hace casi una década, Levy, que cita la película The Greatest –del fotógrafo norteamericano William Klein sobre Ali antes de la gloria– como una obra maestra, buscó llevar su relación con el boxeo mucho más allá de la del espectador ocasional, y se subió él mismo al ring, sumándose a un grupo de periodistas y amigos que entrenaban tres veces por semana con Beneventanno en la Federación Argentina de Box. “Beneventanno, que murió el año pasado, era muy amigo de los medios, hablaba con los periodistas y todo eso. Y un día Mariano del Aguila, periodista especializado en música que escribe también sobre box, arma este grupo y le dice: ‘Queremos entrenar, pero no queremos ir con chabones profesionales que nos muelan a trompadas. Somos un grupo de gordos que queremos pegarnos un poco’. Hicimos un arreglo para hacerlo en la Federación y empezamos a ir lunes, miércoles y viernes a la mañana, y empezaron a venir más, como Fabián Casas, como Fernando Cerolini, de la revista Pronto, Mariano Hamilton, Alejandro Lipszyc, que también es fotógrafo. Los primeros dos días hacíamos físico, bolsa, punching, y los viernes era aguante, arriba del ring. Y Beneventanno nos tiraba frases como ‘vamos, levanten las manos que los golpes no alimentan’, cuando bajabas los brazos y te ponían, o ‘agárrenle bronca al cuerpo que hay que seguir’. Era una fantasía total, eso de vendarse, pegarle a la bolsa, creíamos que lo estábamos haciendo de verdad, íbamos a matarnos. Claro que si venía un profesional nos reventaba: cada tanto lo traían a Muzzarella Gómez –le decían así porque era repartidor de pizza– y nos mataba. Era pegar y recibir con todo y te creías que estabas pegando y recibiendo de verdad, para mí era una sensación hermosa.”

Horacio Acavallo, 83 peleas

El grupo se terminó después de Cromañón: “Cuando el Gobierno de la Ciudad se puso riguroso con las inspecciones, la Federación nos echó porque se pusieron paranoicos con la idea de que alguien tuviera un accidente ahí y quedaran pegados. Así que se disolvió y nadie siguió peleando, pero yo seguí pensando que tenía que fotografiar a Lorenzo”. Luego, impulsado involuntariamente por Beneventanno, Levy empezó a investigar el tema y a rastrear pugilistas. “Buscaba por la guía telefónica, y leía sobre quiénes habían tenido más peleas. Me encontré con muchos grandes boxeadores que estaban absolutamente olvidados. No hace falta saber mucho del tema para saber que hubo una época de oro en el boxeo argentino, los años del Luna Park, los miércoles, Gatica. Hasta los ‘70 era una cosa de locos y hoy no pasa nada, pero en su momento estos tipos eran estrellas de rock. Cirilo Gil, un histórico al que fui a ver a Salta, era increíble: su propia mujer me contó que se había acostado con muchas vedettes, como Nélida Lobato; que salía del Luna y las minas se le tiraban encima. Pero hoy día tipos como él, tipos que pelearon en el Madison Square Garden, que estuvieron en la cima, viven en el olvido; nadie sabe de ellos, no tienen guita ni mucho menos. Había tipos como Ramón La Cruz y Abel Cachazú, que en los ‘50 peleaban mucho entre ellos: vos le preguntás a la gente que sabe de boxeo por ellos y te dicen que eran gigantes, que los conocía todo el país, uh, eran Maradona. Pero ahora uno tiene una remisería en Quilmes y el otro vive en una casa bastante precaria en Ezeiza.”

La muestra se completa con un video de tres minutos en el que varios de los boxeadores fotografiados aparecen haciendo “sombra”, practicando los movimientos aprendidos en sus mejores años de actividad. “Hay gente que me dice que el video tiene algo de danza. Algunos le pusieron mucha garra: no tienen la fuerza ni la velocidad de otros tiempos pero ese golpe que hicieron 500 millones de veces no lo pierden más.” Varios de los convocados sencillamente apreciaron que alguien se acordara de ellos. “En Salta, a donde fui a buscar a tres boxeadores, los tipos no podían creer que hubiera ido desde Buenos Aires para verlos a ellos. Ahora quiero invitarlos a ver la muestra y espero que puedan venir.” Que se acerquen a verse cara a cara con sus imágenes de narices aplastadas, y a ver que alguien se acordó de ellos.

YURI GAGARIN, A 50 AÑOS DEL PRIMER HUMANO EN EL ESPACIO


Fue el primer hombre en salir al espacio. Y de una vida ignota, el camarada Yuri Gagarin paso a prestar su nombre a decenas de calles de la URSS, a un glaciar, a un crater en la Luna, a un asteroide y hasta a su ciudad natal, rebautizada Ciudad Gagarin. Mientras, Picasso le hacia un dibujo, se abrazaba con Fidel Castro y el Che, besaba a Gina Lollobrigida y promocionaba la llegada conjunta de los humanos y el socialismo al espacio. Pero en poco tiempo, el hombre que fue el mas famoso de la Tierra por abandonarla, se convirtio en una leyenda oscura que termino incinerada. A 50 años de aquel viaje del que nadie suponia iba a sobrevivir, se preparan homenajes en todo el mundo.




Por Federico Kukso

Hay instantes que son infinitos. Momentos en los que todo el universo se condensa sobre sí mismo y sus 13.750 millones de años se compactan en un segundo lo suficientemente laxo como para saborear la eternidad. Ocurren todos los días: al subir (o bajar) en una escalera mecánica y cruzar una mirada con un desconocido en un duelo sin espadas. O en un ascensor en el que uno, acompañado por una de esas personas que califican como desagradables, no hace más que desear tener el poder de acelerar el tiempo y hacer que los números que indican los pisos desfilen al ritmo chaplinesco del fast-forward.

Para un ex obrero metalúrgico de 27 años, criado en una granja colectiva, bajito, rubio, de ojos algo separados y sonrisa tan boba como hipnótica, aquella fractura del tejido cósmico ocurrió exactamente el 12 de abril de 1961 a las 9.07 de la mañana. Ahí estaba él, hasta entonces un desconocido llamado Yuri Alekséyevich Gagarin: sin poder moverse salvo para respirar, encarcelado dentro de su traje anaranjado que lo hacía lucir como una piñata desinflada, y, lo peor, atado a la punta de una gigantesca bomba química a punto de estallar. Lo único que podía hacer, además de tararear una canción, era mirar hacia la única dirección que su incómoda posición le permitía: hacia arriba. Y así lo hizo. Respiró hondo y soltó aquel grito profundo y desaforado que puso en marcha la exploración espacial, “¡Poyejali!” o “¡Vámonos!”, como si fuera (y al fin, fue) el eslogan de una gran campaña publicitaria: la de una especie invasora –la humana– que, luego de tan sólo 200 mil años en los que se dispersó por los cinco continentes y reclamó como suya la tercera roca del Sistema Solar, se encaminaba a romper las cadenas que hasta entonces la ataban a la superficie.

Y entonces, todo empezó a temblar. Sin cuenta regresiva que lo preparase, los músculos de Gagarin se tensaron, su pulso aumentó hasta 150 pulsaciones por minuto y el peso de su cuerpo se multiplicó por cinco. Mientras, la pasta de carne y la mermelada que había comido en el desayuno se revolvían en su estómago. La cápsula esférica donde se encontraba, montada sobre tres cohetes de 39 metros de largo, se movía. Y de repente, el hijo de un carpintero y de un ama de casa fue catapultado por los aires. Nueve minutos más tarde, sus 157 cm de humanidad entraron en el espacio. Las vibraciones cesaron. Se acomodó el casco y entonces hizo algo que nadie había hecho antes: vio al planeta desde afuera.

“¡La Tierra es azul! ¡Es hermosa!”, gritó en un ruso claro y fuera del protocolo mientras el espacio se teñía de rojo (soviético). Y luego, pronunció las palabras más importantes del movimiento conservacionista: “Pobladores del mundo, salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos”.

Con sólo mirar fuera de la ventana y sobrevivir, Gagarin cambió el mundo. Y el mundo cambió a Gagarin.


Los restos calcinados de Gagarin, reconocidos por un lunar en el cuello y homenajeados por el Kremlin, principal sospechoso de su muerte.

MISTER GAGA

En los cincuenta años que le siguieron a aquel instante infinito (y a los 108 minutos que duró en total su hazaña), 520 hombres y mujeres de 38 países vieron y vivieron lo mismo que este Cristóbal Colón del espacio. Pero solamente hubo y habrá un solo Gagarin. No sólo por lo que hizo (y cómo lo hizo) sino por el estupor que provocó. Mientras Copérnico, Darwin y Freud habían desinflado el ego humano, Gagarin lo volvió a inflar. Con la ayuda de un hombre rebosante de genialidad (Serguei Koroliov, el padre del programa espacial soviético que en 1957 le mojó la oreja a los Estados Unidos con el lanzamiento del primer satélite artificial, el Sputnik), Gagarin demostró que el ser humano era capaz de trascender sus limitaciones físicas más impensadas.

Su figura excede la de otros pioneros espaciales como Valentina Tereshkova (la primera mujer en el espacio) o Neil Armstrong, por otro aspecto fundamental. Gagarin representa al héroe trágico. Por más que la propaganda soviética reescribiera una y otra vez su biografía, su vida estuvo llena de contradicciones y malos tragos. El hombre por entonces más famoso del planeta fue alcohólico, no se cansó de engañar a su esposa y su muerte fue tan abrupta como estúpida.

De hecho, Gagarin ni siquiera debía sobrevivir a aquel vuelo virginal a bordo de la Vostok 1. Los primeros que se sorprendieron fueron los propios soviéticos. Nadie sabía qué le podía hacer la ingravidez al ser humano. Algunos médicos hasta pensaban que el cosmonauta se volvería loco, que empezaría a convulsionarse o directamente que se convertiría en otra cosa.

Todo estaba preparado para lo peor: antes del vuelo, Gagarin grabó un mensaje oficial dirigido al pueblo soviético y le escribió una carta a su esposa Valentina y a sus dos hijas. Incluso, en pleno vuelo fue ascendido de segundo teniente a comandante porque pensaban que iba a morir en el descenso. Y si lograba aterrizar con éxito, pero lo hacía en algún país enemigo, tenía por las dudas una pistola y comida para unos cuantos días.

Sin embargo, Gagarin hizo lo impensable: sobrevivió. Y regresó a la Tierra de la manera más hollywoodense posible. Luego de un desperfecto técnico y un principio de incendio, se eyectó de la cápsula y descendió en paracaídas en Tajtarova, Siberia. Una sorprendida campesina lo recibió. “¿Viene del espacio exterior?”, le preguntó como si nada. “Sí, pero no se alarme –respondió Gagarin–, soy soviético.”

TODOS SOMOS GAGARINOS

Si bien fue elegido entre tres mil jóvenes pilotos por su perfil de chico campesino que lo volvía perfecto para encarnar al héroe soviético de origen humilde, Gagarin abandonó la Tierra como un desconocido y volvió convertido en aquello que vio ahí arriba, una estrella. Fue un héroe, el hombre más famoso del mundo, aquel personaje que Nikita Kruschev necesitaba para engrandecer a la Unión Soviética ante los ojos del mundo y para envenenar de envidia a Estados Unidos. “Este logro se entiende por el genio de los soviéticos y por la poderosa fuerza del socialismo –le dijo Kruschev por teléfono a Gagarin, de ahí en más conocido como ‘Gaga’ por los soviéticos–. Dejemos ahora a los países capitalistas que intenten alcanzar a nuestro gran país.”

Todos los honores que se pudo imaginar Gagarin los tuvo: se cansó de desfilar por las calles; su ciudad natal, Gzhastsk, pasó a llamarse Ciudad Gagarin (y sus habitantes, “gagarinos”); un glaciar, un cráter en la Luna y un asteroide fueron bautizados con su nombre; se levantaron monumentos; Picasso le hizo un dibujo; viajó alrededor del mundo para promocionar la hazaña soviética; abrazó a Fidel Castro y al Che Guevara y besó a Gina Lollobrigida. Y más. En sintonía con la ficción en la que se había convertido su vida, le inventaron frases que nunca dijo en el espacio (“Aquí no veo a ningún dios”, por ejemplo) y empezaron a hacer correr todo tipo de leyendas urbanas, como aquella que asegura que en realidad el primer hombre en el espacio fue un tal Vladimir Ilyushin, un piloto soviético que habría sido lanzado a órbita el 7 de abril de ese mismo año.

Pero cuando Gagarin pensó que era el hombre más feliz del planeta, le cortaron las alas. Le prohibieron volver a volar por miedo a que muriera. Frustrado y presionado por la fama, Gagarin empezó a beber como nunca lo había hecho y su vida comenzó a desintegrarse. “Quitarle a un piloto la posibilidad de volar es como quitarle la vida”, llegó a decir. Sus derrapes no tardaron en aparecer. En octubre de 1961 Gagarin sufrió un accidente automovilístico en una escapada a Crimea acompañado de una enfermera.

Fue diputado, entrenó a la primera mujer en el espacio, diseñó naves espaciales y volvió a tener esperanzas luego de que el gobierno soviético le levantó la prohibición de volar. Y entonces, murió misteriosamente cuando el avión tipo caza MiG-15 que piloteaba se estrelló a las afueras de Moscú. Tenía 34 años e identificaron lo que quedó de su cuerpo por un lunar en el cuello.

La palabra “conspiración” no tardó en aparecer. Y no hay aniversario en el que las hipótesis no vuelvan a actualizarse. Ahora, por ejemplo, se amplifican gracias a la publicación del libro Starman: the truth behind the legend of Yuri Gagarin, en el que Jamie Doran y Piers Bizony recuerdan la historia de Vladimir Komarov, amigo íntimo de Gagarin, que murió calcinado en abril de 1967 al fallar los sistemas de la nave Soyuz 1 mientras regresaba a la Tierra.

Gagarin sabía que la cápsula tenía problemas estructurales antes de ser lanzada y escribió un memo de diez páginas contándolo, pero nadie se animó a abortar la misión. El honor soviético estaba otra vez en juego.

Verdad o tergiversación, los autores de este libro aseguran que tres semanas después de la muerte de su amigo, Gagarin fue a pedirle explicaciones al mismísimo Leonid Brézhnev. Y en un arranque de furia, agarró un vaso y se lo arrojó al por entonces líder soviético.

Mientras el líquido volaba por el aire y las gotas impactaban como balas en las gruesas cejas del secretario general del Partido Comunista, Gagarin lo supo. Por segunda vez en su vida, el tiempo se detenía y experimentaba un instante-infinito.

Como todos los 12 de abril, este año también se celebra en todo el mundo “La noche de Yuri” (http://www.yurisnight.net) con todo tipo de eventos. Este día se estrenará por YouTube el documental First Orbit (www.firstorbit.org), que combina imágenes de archivo con aquellas tomadas desde la Estación Espacial Internacional para ver qué vio Gagarin cuando viajó al espacio.