sábado, 26 de noviembre de 2011

REPORTAJE A WILLEM DAFOE.





“Cada vez que actúo enfrento al miedo y a la inseguridad” 

 

El actor dice no tener alianzas con nadie, excepto con su “flexibilidad” y su “curiosidad”. Y subraya respecto de sus personajes: “Es imposible decir cuál es mi favorito porque son todos como mis hijos. Pero mi debilidad sin duda es Bobby Peru, de Corazón salvaje”.

 Por Ezequiel Boetti

Como el fútbol argentino, hay un Willem Dafoe para todos. Quizá algún lector opte por la nobleza martirizada de su sargento Elias Grodin en la multipremiada Pelotón; otro, por la humanización de Jesús en La última tentación de Cristo, o ese psicópata seductor que fue el Bobby Peru de Corazón salvaje. También, por qué no, un amante del pochoclo puede ver en esa cara diabólicamente perfecta el rostro del Duende Verde, antihéroe de la primera Spiderman. Y si se trata de un espectador habitué del circuito festivalero sabrá que se expuso de cuerpo entero para el Anticristo de Lars von Trier, uno de los ejercicios autorales más polémicos de la última década. El abanico de propuestas está lejos del capricho dominguero del cronista. Podría decirse, incluso, que Dafoe es a la actuación lo que Steven Soderbergh a la dirección: un artista-artesano norteamericano de alcance popular, que navega seguro en todos los géneros posibles y alterna entre superproducciones taquilleras y películas independientes sin patrón estilístico vinculante. “No tengo alianza con nadie”, asegura en la entrevista con Página/12 realizada durante su paso por el Festival de Mar del Plata. El actor pisó La Feliz en plan de presentación de A woman (ver aparte) y brindó una conferencia abierta al público en un atiborrado salón contiguo a la sala del Teatro Auditorium.
La diversificación es inherente a su ser. Nacido en 1955, Dafoe comenzó a despuntar el vicio de la actuación a mediados de los ’70, cuando fundó la compañía de teatro neoyorquina The Wooster Group. “Era un teatro muy pobre y tuvimos que pelearla durante años, pero lo más importante fue que pudimos mantenernos en pie. Los actores y técnicos éramos intercambiables entre nosotros y como no había dinero usábamos todo lo que teníamos disponible para armar las obras. Eso me formó muchísimo como actor”, recordó en la charla. No pasó mucho tiempo hasta que una mujer se fijara en la particularidad de sus rasgos. Era la por entonces debutante Kathryn Bigelow y se trababa del que sería su primer protagónico, The Loveless. “Era una producción muy pequeña y me encantó formar parte de una comunidad en la que sus integrantes trabajaban en un mismo sentido”, aseguró. La película pasó con más pena que gloria, pero fue el trampolín a dos trabajos con directores emblemáticos de aquellos años: Walter Hill y el inoxidable Willian Friedkin, el mismo de El exorcista. Lentamente, el cine empezaba a familiarizarse con ese rostro capaz de transmitir temor, odio y locura con una sola mueca.
Pero la mundialización de su nombre llegaría en 1986 con un rol alejado de esas características: el sargento Elias de la inolvidable Pelotón, película cumbre en la filmografía de Oliver Stone: “En ese entonces las películas de Vietnam tenían un estilo y una temática similar a Rambo, por lo que fue muy complicado hacerla. Pero se empezó a armar y cuando conocí a Oliver me sorprendió porque él era distinto de todos. Tenía una energía y una pasión que no había visto antes. El quería que me sumara a su aventura y yo estuve encantando de hacerlo. Pensé que era bueno para mí y que no la vería nadie. Afortunadamente me equivoqué”. Y vaya si lo hizo. Pelotón no sólo fue un éxito de crítica sino que se alzó con cuatro premios Oscar y esa misma cantidad de nominaciones, entre ellas la de actor de reparto para Dafoe.
De ahí en más no paró. En menos de tres años encarnó la epítome de la bondad y la maldad: Jesús (“Cuando mi representante me dijo que era para hacer de Jesús pensé que Scorsese estaba loco”) y ese diablo en cuerpo de hombre que era Bobby Peru. “Siempre me preguntan cuál es mi personaje favorito y digo que es imposible decirlo porque son todos como mis hijos. Pero mi debilidad sin duda es él”, confesó. Más allá del reconocimiento mediático por sus participaciones en Peligro inminente o El paciente inglés, la colaboración con David Lynch es la que mejor ilustra una de las características principales de sus trabajos: el minimalismo físico. Como destacó el programador y moderador Pablo Conde durante la charla, a Dafoe le basta con una dentadura postiza, un peinado engominado o algunos delineamientos de maquillaje para darles una carnadura espeluznante a sus criaturas.
“Una buena historia es maravillosa, un buen diálogo también, pero no son cosas por las que esté interesado. Por eso me gusta trabajar con directores fuertes en proyectos que muchas veces no sé a dónde van a terminar”, razonó ante la audiencia. Basta revisar sus dos papeles más importantes de la década pasada para validarlo: del cine mainstream y adolescente de Spiderman a la sodomización estilizada y en primer plano de Anticristo. “Son diferentes pero no tanto como se podría pensar. Creo que se lo malinterpreta a Sam Raimi cuando se lo cataloga como un director industrial. Spiderman es uno de esos raros casos en los que uno se divierte en el rodaje y el resultado es una película popular y de calidad. El se las arregló muy bien para hacer una historia personal que a su vez tuviera una llegada masiva. Lars von Trier, en cambio, tiene un objetivo muy personal y hace películas para sí mismo. Es un director al que le gusta mucho trabajar con lenguajes novedosos. Fue muy específico porque el contenido del film provenía de la vida de Lars. El había creado un mundo muy complejo pero dejaba espacio para la experimentación, así que todos los días nosotros viajábamos a un lugar nuevo”, reflexionó.
–¿Sus actuaciones le movilizan algún aspecto personal o son simplemente interpretaciones? –Siempre te afectan porque estás invitando a una parte tuya a que salga y usando diferentes partes de tu “yo”. A su vez, hay partes internas que uno habitualmente no usa y, por el contrario, otras que sí lo hace, dependiendo del tipo de actuación que uno haga. Entonces si hacés una carrera de personajes violentos te familiarizás con cierto lenguaje y psicología específicos.
–¿Es difícil dejarse someter por un director? –Es una buena palabra “someter”, y no sólo con mi mujer sino con todos los directores. A veces se confunde el rol del actor con la apatía o la pasividad, pero es todo lo contrario, porque podés dar lo mejor de vos cuando lo estás haciendo para otro.
–En ese sentido, en una entrevista usted dijo que lo que más le gusta es apropiarse de un personaje construido por otro. ¿Ahí está la clave? –Sí, está totalmente relacionado. En cierto nivel, la actuación para contar cuentos es un ejercicio de compasión: tomar el punto de vista de otra persona, considerar su propia condición y, en este caso, convertirse en ella. En el corazón de la actuación está la vocación de crear, porque cuando uno es útil solamente a uno mismo se limita a la propia comprensión de las cosas. Además se pierde energía para aplicar a la actuación porque hay decisiones en cuanto a la composición que no las toma uno y se convierten en preestablecidas.
–¿Compone previamente a sus personajes o surgen de un vacío en el set?


 

  
 
–Depende, siempre es distinto. Toda película es singular y cada una requiere un tono diferente. La tarea del actor, entonces, consiste en encontrar ese tono. A veces te ponés un traje y decís “bueno, listo”. Otras veces hay que leer más, practicar, cometer errores, sufrir y recién después estás listo. Y a veces nunca se está listo, lo hacés igual y así y todo algo bueno sale. Porque esa es la belleza de los films; es algo colectivo que el resto del equipo puede mejorarlo, pero también empeorar.
–Fue Jesús, el Duende Verde y un vampiro, entre muchos otros personajes. ¿Cuál es su facilidad actoral para acceder a papeles tan diversos? –Creo que se debe a que saco situaciones internas para afuera. Yo estuve en una compañía de teatro muchos años y las películas eran algo que veía de costado, no era lo central en la vida. Por supuesto que yo busqué esta diversidad, pero muchas veces simplemente ocurrió. No que no soy un actor al que nadie considere como una primera opción, sea el rol que fuere. Nunca.
–¿Por qué? –Porque no me enfoco para darme a conocer como un actor con una característica en particular. O, más precisamente, no soy una estrella de cine. Las estrellas adoptan una suerte de personalidad y las películas se convierten en un vehículo para llevar esa personalidad adelante, mientras que el actor va por algo de forma mucho más desarmada para tomar la forma que ese lugar le requiere. Puede sonar obvio y quizá medio trivial, pero creo que esa es una diferenciación que uno puede hacer muy claramente, aunque sé que hay muchas estrellas de cine a las que da placer verlas porque hacen cosas muy divertidas. Pero cuando alguien me pide que repita algo que se me atribuye me pongo bastante nervioso. Siento que me minimizan cuando me dicen “das miedo”, “sos fuerte” o “tu voz suena de tal forma”. Obviamente que hay limitaciones y no hago todas esas cosas diferentes para demostrar lo que realmente puedo hacer, pero internamente es un placer no tener alianzas con nadie, excepto con mi flexibilidad y curiosidad.
–¿Y qué cosas le generan esas sensaciones a esta altura de su carrera? –Muchas cosas, siempre y cuando estemos de acuerdo en que las cosas no son lo que parecen. Se trata de hacer pensar que era de una determinada forma cuando en realidad era de otra, es el juego del cambio de la percepción. Busco trabajar con cosas que me hagan cambiar lo que siento y alejarme del confort porque así se dispara mi imaginación. No me considero un intérprete porque no busco transmitir, sino representar.
–Además mencionó que no se sentía una estrella, pero sí es alguien muy famoso. ¿Lo padece? –Por la forma en que yo lo experimento, sí. Viajo todo el tiempo como un vendedor, nunca sé cuál va a ser mi próximo trabajo, no tengo contrato o ningún tipo de seguridad que me vincule con alguien en particular. Muchas veces me siento como un tipo en el mundo sin saber qué es lo que va a suceder. En cambio, cuando pienso en las estrellas de cine pienso en un hombre en una pileta rodeado de mujeres en topless, tomando cocaína y esperando que suene el teléfono.
–¿Nunca sintió ganas de dirigir? –No, aun sigo interesado en la actuación, siempre cambia. Hay muy pocas cosas que me generan impacto, pero cada vez que actúo me enfrento a los miedos y a la inseguridad. Uno sabe que los va a atravesar con éxito, pero esa especie de no saber, esa especie de desequilibrio interno, es algo con lo que uno aprende a vivir en la vida creativa y tratar de llevarlo a la vida real. Es algo con lo que uno está constantemente coqueteando. A veces me gustaría ser más corajudo en ese aspecto porque son cosas con las que uno se enfrenta todo el tiempo. Pero bueno, es parte de la naturaleza humana, y la actuación es un paralelo de la vida misma.

VICTOR HEREDIA Y SU LIBRO DE POESIA AQUELLOS SOLDADITOS DE PLOMO



Se trata de más de un centenar de textos escritos en su mayoría durante el exilio: confluyen allí la política, sus padres, su hermana desaparecida, su niñez y sus amores perdidos: “Me parecían demasiado íntimos, pero me convencieron de que tenía que sacarlos”.


Por Cristian Vitale

Víctor Heredia tiene un problema: no sabe qué nombre ponerle a su próximo disco. Primero pensó en Cenizas de ayer, una entre las diez canciones que ya están, pero no. Después se le ocurrió otro: La fiesta terminó, “¡Peor! –piensa él en voz alta, y lanza una carcajada que impregna de ecos todos los rincones de su casa–. ¿Cómo que la fiesta terminó?, si recién está empezando”, sigue, y se autoconvence. El significante no es el que es (ambos hablan de amores perdidos, claro), sino el que sería (como caería) en un país que si a algo huele hoy es exactamente a lo contrario de un fin de fiesta. “Qué problema... ninguno tiene que ver con este contexto político de victoria y felicidad.”
–¿Entonces?
–Tal vez le ponga Patria del alma, el nombre de otro de los temas.
Como fuera o quede, el cantautor de los dos exilios no tuvo el mismo problema para nombrar su quinto libro. Aquellos soldaditos de plomo (Longseller), su primer libro de poesía luego de la saga novelera (Alguien aquí conmigo, Rincón del diablo, Mera vida y el ensayo La canción verdadera), acaba de salir al mercado y sí expresa una intención en sintonía con el contexto. “Acá no hubo pleito... es una canción que la gente conoce mucho y de todas las que entraron acompañando mis poemas, quizá sea la más sencilla, la que cada vez que la canto la gente se emociona, porque habla de la recuperación de una simbología que en nuestra generación era muy importante y que fue degradada por la dictadura, pero que de a poco, con el acompañamiento de las fuerzas armadas en el proceso democrático, se va acomodando”, reseña él. Y enfoca, ahora sí, en el presente. En lo que cabe contar hoy. Aquellos soldaditos de plomo consta de un puñado de poemas (108 en total) escritos en su mayoría durante el exilio al que lo empujó la dictadura. “A diferencia de mis novelas, no fue algo demasiado pensado. La verdad es que sentía que nunca los tenía que editar, pero me insistieron y bueno... acá está. Es un rejunte de poemas que yo tenía perdidos por ahí y que algunos amigos que saben de su existencia me dijeron ¿por qué no los editamos?”, enmarca.
–¿Razones de la resistencia?
–Me parecían muy íntimos. Yo suelto esas cosas que me parece que hay que soltar, y otras me las guardo... estuve a punto de desistir de semejante tarea cuando releí algunas de ellas: había demasiadas lágrimas como para compartirlas con desconocidos, pero me dijeron que no podían quedar oscuros, sin alas, y desistí.
Lo que Víctor guardó mientras pudo son trazos de su vida sintetizados a tracción de rapsoda. Pasajes duros, “nacidos de sublimes catarsis”, según escribe en el prólogo, que lo reubican en sus dos exilios concretos (Madrid y Roma). Y en otros más difusos, del alma: su madre, su padre, su hermana desaparecida, su niñez, sus viajes, sus amores perdidos... un cúmulo de huellas emotivas, al cabo, que terminan logrando (visto como unidad) un tal vez involuntario ensayo autobiográfico. “La condición que puse para editar el libro fue que incluyeran aquellos poemas que fueron pasados a canciones”, aclara. Más allá del que da nombre al poemario, Víctor habla de temas incluidos en varios mojones de su más reciente devenir discográfico. De “Mariposa de Bagdad”, “Te esperaré”, “Lo cierto” o “La guitarra”, por nombrar algunos. “Muchos de ellos por ahí no tienen el mérito de un poema, su jerarquía literaria, digamos, porque cuando vas a hacer una canción con poesía, de golpe te podés tomar la licencia de manejar los tiempos verbales, sustantivar de otra manera, buscar la rima para que esa rítmica te ayude con la melodía... en fin, se mezclaron con los otros y salió el paquete. Los juntamos en etapas como para definir el sentido que hizo que los escribiera: infancia, amor, amigos, política, etcétera; la excusa fue que la gente conozca una parte de lo que yo escribo, que no fue musicalizada.”
–¿Por qué muchos de los poemas no fueron transformados en canciones?
–Porque no tenían ninguna posibilidad (risas). Prefería dejarlos tal cual estaban, porque me parecían más expresivos desde el punto de vista emotivo. Además, los que les puse música sufren la necesidad de tener una rítmica, y eso altera totalmente la esencia de lo que quiero decir.
–Es intenso cuando describe a su padre como un tipo duro, incapaz del beso y el abrazo, pero como un guía. La primera guitarra la recibió de él...
–Como la mayoría de los viejos de esa generación... para hablar en la mesa tenías que pedir permiso. Era contador, hacía contabilidad para algunos frigoríficos, se levantaba a las cinco de la mañana y volvía a las nueve de la noche. Era un duro, un tipo del que no ibas a recibir un cariño físico jamás... estaba prohibido. Con una mirada te decía todo: tenías que tener los codos apretados contra el cuerpo para comer, y en donde te equivocabas te levantabas de la mesa y te ibas, y ni pensar en intentar algún tipo de defensa. Pero después era un tipo extraordinario, un compañero para mi aprendizaje. Creo que le debo haber roto tanto las pelotas preguntándole qué querían decir determinadas palabras, porque yo leía cosas que eran demasiado para mi intelecto... leía a Gorki, a Dostoievski, que estaban en su biblioteca y me pasaba todo el tiempo preguntándole el significado de términos que desconocía. Un día se me apareció con un diccionario y me dijo “en lugar de buscar cada palabra, escribí lo que vos creés que es, y después fijate”.
–Puntapié inicial ideal para el Heredia escritor. ¿Y para el músico?
–Cuando le dije que quería estudiar piano no había ninguna posibilidad económica de que tuviera uno en casa, entonces él inventó un teclado de madera que era igual a un piano. Le puso las blancas, las negras y obviamente era mudo, pero me servía para practicar lecciones. Es otra cosa que aportó, porque yo cantaba en solfeo hasta que se dio cuenta de que eso era aburridísimo y me trajo la guitarra, el mejor regalo que me pudieron haber hecho en toda la vida.
–¿Le provocó algún tipo de nostalgia desempolvar aquellos escritos, más allá del factor catártico?
–Supongo que alguien, cuando añora, no lo hace sobre una realidad concreta. Uno vuelve con la memoria a aquellos lugares en los que siente que tiene otro tipo de refugio, o alguna deuda (risas). Cuando uno vuelve muy atrás es porque hay alguna deuda, del tipo que fuere. Claro que aparece cierta nostalgia.
–Podría ser Cristina, su hermana desaparecida, “Tu nombre como cruces, como clavos y espadas (...) ese nombre que guardo como el sueño y las alas”, un nombre sintomático, hoy.
–Es un hecho casual que se llamen igual, pero si lo uno a la memoria militante de ese ser entrañable que fue mi hermana, o si escucho cuando cantan “Avanti Morocha”, se me mezclan los dos rostros... mi hermana era una luchadora tremenda. Ahora inauguran una escuela en Moreno con su nombre.
–¿Era más grande que usted?
–No, más chica, dos años menos. La secuestraron muy jovencita, pero es maravilloso porque ese nombre hoy está ligado a muchas cosas.
“Cristina”, como la mayoría de los poemas de Aquellos soldaditos de plomo, fue escrito durante las dos veces que Víctor tuvo que exiliarse. La primera (1978) en Madrid. Y la segunda, dos años después, en Roma. De ahí que muchos de ellos estén signados por sentires de desarraigo y melancolía. “Están escritos en momentos duros, sí. Algunos en el estudio de grabación en el que viví, en el barrio Tribunales de Madrid, porque era lo más barato que había. La verdad es que me tendría que haber ido antes, pero no pude porque mi hermana desapareció en junio del ’76 e iniciamos una búsqueda infructuosa con mis viejos, y en el ínterin me caían amenazas de todo tipo. Aguanté hasta que me llegó una noticia seria de parte de la compañía discográfica. Me dijeron que la cosa se había puesto difícil y que era aconsejable que me fuera. Me fui en un ambiente espeso.”
–Mucha depresión...
–Totalmente. Tuve que dejar a mi vieja sola, porque mi viejo había fallecido, y fue complejo. Una vez en Madrid, Serrat me quiso dar una mano, consiguió que editaran dos discos míos a través del sello que publicaba los suyos en Barcelona, uno de ellos era Paso del Rey, creo, y cuando me dijeron que me quedara para acompañar la salida, me volví.
–Una decisión kamikaze.
–Pero no aguantaba. Yo quería estar acá y averiguar qué pasaba con mi hermana, y mi vieja estaba sola. Entré, no pasó nada, hasta que alguien tomó el dato y empezaron a amenazarme de nuevo: “Andate que te vamos a matar”, y esas cosas. Recuerdo que unos amigos de Rosario me habían refugiado en el departamento de un jugador de Central, y estuve como tres meses de exilio interno sin poder salir de ahí. Me traían la comida y cada vez que escuchaba el ascensor pensaba que era para mí.
–Paranoico como Pablo, el personaje que toma Antonio Dal Masetto para hurgar las épocas del Mundial ’78 en Hay unos tipos abajo.
–Tal cual, pero después, extrañamente, conseguí mezclarme en algo que ni siquiera podía catalogar. No era indigno ni nada, era lo que tenía en la mano: trabajaba con algún cómico para buscar el peso. Escondíamos el nombre para poder trabajar y laburaba en los café concerts. Tenía la sensación de que a medida que insistía se iba aflojando, pero en 1980 me cayeron cuatro o cinco amenazas más, muy fuertes, y con noticias de amigos: “Negro, estás al horno con papas”. Entonces, otra vez ayudado por la compañía, porque no tenía un peso, me fui. Pasé por Madrid e inmediatamente me fui a Roma.
–Silvio Rodríguez, el prologuista del libro, escribe que a usted lo marcaron “por defender al débil y poner verbo a su esperanza”.
–Le escribí y le dije “tengo un libro, ¿te animás a prologarlo?” Silvio lo dudó... no se sentía con capacidad como para hacer un prólogo. Es más, si me pidieran uno a mí no sabría qué escribir (risas), pero le insistí y le salió sensible, sí.
–Volviendo al Heredia musical, ¿para cuándo Patria del alma?
–(Risas.) No sé aún, tal vez para el año que viene, pero hay ciertos inconvenientes. Como lo voy a grabar en mi sello, me implica una erogación de dinero difícil de recuperar. El mercado, ya lo sabemos, está tronado.
–Obliga a un reacomodamiento, después de haber construido una discografía bajo parámetros totalmente diferentes.
–Te bajan 1500 canciones en diez segundos... yo hago un disco, y a los dos segundos lo tiene todo el mundo por Internet. Es muy difícil moverse económicamente en este contexto.
–¿Pensó alternativas?
–Hemos pensado algunas... una podría ser adjuntarlo a la entrada del teatro, por lo menos para recuperar la inversión económica, porque estamos perdiendo por todos lados. Antes uno grababa un disco y las compañías incluso te daban un adelanto a cuenta de las ventas, hoy te piden plata y quieren asociarse con vos en los conciertos para solventar los discos.
–De ahí que muchos músicos prefieran invertir más tiempo en shows que en discos. Buena parte de las visitas extranjeras tienen que ver con eso.
–Está bueno que vengan todos, nutre, pero lo insólito es que nosotros no tengamos un paraguas de protección en ese sentido. México lo tiene y, aunque no modifique mucho la situación, al menos se les paga un sueldo reparador a los músicos nacionales. También deberíamos tener más pantalla, o la posibilidad de que las nuevas generaciones por lo menos se enteren de que hay miles de músicos que no aparecen pero existen.

viernes, 25 de noviembre de 2011

ADIOS A JOE FRAZIER, EL CAMPEON OPACADO POR ALI.





 El último K.O.

Gran boxeador, excelente compañero, campeón olímpico en 1964 y campeón de los pesos pesado entre el ’70 y el ’73, Joe Frazier estaría entre los más grandes del boxeo si no hubiese sido opacado por ese hombre al que derrumbó y derrotó antes que nadie: Muhammad Alí. El rencor que le quedó tras sus tres enfrentamientos épicos lo acompañó hasta sus últimos días, cuando le descubrieron un cáncer de hígado que lo tumbó definitivamente a los 67 años. A continuación, perfil, homenaje y despedida. Y un encuentro increíble con él.


 Por Angel Berlanga

Era una máquina tremenda de encarar y pegar. Algo petiso para ser un peso pesado, los rivales buscaban tomar distancia, pero él se chispeaba un puño contra otro delante del pecho y la caldera que llevaba en las entrañas lo ponía otra vez cuerpo a cuerpo, a tiro para trabajar la demolición del torso del otro y para sacudirle la cabeza con unos ganchos de zurda fulminantes. Peleador de la escuela de Rocky Marciano, que era blanco y se retiró invicto, Joe Frazier quedó estigmatizado por Muhammad Alí, por los tres extraordinarios combates que sostuvieron en el ring y también por las heridas nunca cicatrizadas que le dejaron las declaraciones lacerantes del boxeador, casi seguro, más emblemático de la historia. Frazier estaba convencido de que el Parkinson que Alí sufre desde hace más de dos décadas es la extensa factura que Dios, que toma nota de todo, decía, le estaba pasando por su ingratitud y por las cosas que dijo sobre él, que murió el martes pasado en un hospital de Filadelfia. Un cáncer en el hígado.
Repaso: a Alí, que dejó de llamarse Cassius Clay luego de adherir al islamismo, el gobierno de Estados Unidos le sacó el título en 1967 por negarse a ir a Vietnam. Luego de ser campeón olímpico, Frazier llegó a la corona en febrero de 1970; en el camino peleó dos veces con Bonavena, a quien no pudo voltear (la de Frazier fue una larga seguidilla de victorias por nocaut, lo que da una idea del papel del Ringo). Joe lo bancó durante su proscripción: apoyó su postura respecto a la guerra, lo apuntaló económicamente y hasta gestionó ante Nixon para que pudiera volver a pelear. Todo fue bien entre ambos hasta que se formalizó eso que se llamó “El combate del siglo”: primer Frazier-Alí, 8 de marzo de 1971, Madison Square Garden. Entonces Alí empezó a decir en televisión que su rival era medio bobo, que no sabía hablar, que no tenía estilo, que era un negro al servicio de los blancos. Mucho después dijo que había sido para atizar la promoción, pero Frazier se sintió traicionado y humillado. Era evidente que para el público el otro era la gran estrella, y él ante las cámaras no alcanzaba a contrarrestarlo. En el ring, en cambio, sí pudo: lo volteó con un zurdazo en el último round y le ganó esa primera pelea con claridad, fallo unánime por puntos. Los dos habían llegado hasta ahí invictos. Hasta ese momento, nadie había tirado a Alí de una piña.

 
 
   
Eso, creyó Frazier, alcanzaría para legitimarlo como campeón, pero apenas había terminado la pelea y ya estaba Alí diciendo que había merecido ganar, que la cara del otro había quedado peor que la suya. Cuando volvieron a enfrentarse, a comienzos del ‘74, el campeón era George Foreman (el tercer gran boxeador de esos años), que había noqueado a Frazier un año atrás. Esta vez el que ganó por puntos fue un Alí mucho más estilizado y movedizo, cerca de su mejor forma, que en octubre de ese año noquearía a Foreman y recuperaría el título. Escenario óptimo, de cara al último choque entre los dos, para que el ego de Muhammad tocara el cielo, para que sus humillaciones en público se hicieran más densas que nunca y para que dentro de Joe el resentimiento se garantizara un latido hasta el final. Hay un documental de John Dower, Thriller in Manila (2008), en el que se cuenta y se muestra de manera extraordinaria esta cara de la historia. “Todo lo que se permitió durante la juventud volvió en su vejez, para morderle el culo”, dice ahí un Frazier ya viejo, en su gimnasio de Filadelfia, lejos de la holgura económica. Se refería, por ejemplo, a Alí gastándolo con un gorilita de goma, o apareciéndose en los entrenamientos para increparlo, o pegándole a un gran peluche. En Manila, el 1 de octubre de 1975, ambos hicieron una pelea memorable. Cuando terminó el penúltimo round Alí quiso abandonar, pero un instante antes de que sonara la campana, en el otro rincón tiraron la toalla: Frazier quería seguir, pero por los golpes ya no veía, y su entrenador tomó la decisión. ¿Hubiera seguido aunque estuviera en riesgo su vida?, le preguntan en ese documental. Por supuesto. El mismo martes que murió se presentó en Nueva York When The Smoke Clears (a Frazier lo llamaban Smokin, “porque echaba humo cuando entrenaba”, decían), un documental dirigido por Mike Todd que procura realzarlo por sí mismo y apartarlo de la sombra de Alí, pulirle esa amargura, rebatir incluso aquellas acusaciones sobre su condición racial. “Ya lo perdoné –había dicho Frazier hace poco–. El está muy mal de salud.” “Lo insulté y no debí haberlo hecho –había dicho Alí–. Pido disculpas por eso.” Muchas veces se dijo arrepentido y le reconoció la jerarquía de su boxeo. También se condolió cuando supo de su muerte.
Alí dominó al comienzo y al final de aquella pelea en Filipinas, pero en el medio hubo seis rounds en los que Frazier lo tuvo a maltraer, sobre todo con golpes durísimos al cuerpo. “Cuando detuve los órganos, los riñones y el hígado dejaron de funcionar, y no se pudo mover tan rápidamente”, decía 35 años después, mientras miraba el combate por primera vez en televisión. “No hace falta ir a la cabeza. Si los órganos declinan en su funcionamiento –larga el viejo Joe una risita–, tu contrincante no puede hacer lo que quiere.” Alí presumía de un estilo en el que combinaba el vuelo de la mariposa y la picadura de la abeja: en el mensaje del contestador de su teléfono Frazier aludía a esa frase irónicamente y agregaba que sí, que era “el hombre que lo hizo, ya sabes”, en obvia referencia al Parkinson de su rival. Dos meses atrás a Frazier le detectaron el cáncer de hígado que le cerró la cuenta. “Estoy orgulloso de que puedan ver el daño que le hice a ese hombre en la mente y el cuerpo –dice en Thriller in Manila–. Que lo vean.”

 

MINI BIOGRAFIA

Joseph William "Smokin' Joe" Frazier (n. 12 de enero de 1944, Beaufort, Carolina del Sur, Estados Unidos - f. Filadelfia, Pensilvania, 7 de noviembre de 2011) fue medallista de oro en los Juegos Olímpicos de Tokio 1964 y campeón mundial de boxeo en la categoría de peso pesado.1 Fue profesional desde 1965 hasta 1976, aunque volvió para un combate en 1981.

Durante su carrera derrotó a boxeadores como Jerry Quarry, Oscar Bonavena, Buster Mathis, Eddie Machen, Doug Jones, George Chuvalo, Jimmy Ellis y sobre todo a Muhammad Ali en la que se llamó la "Pelea del siglo" en 1971. Dos años más tarde perdió su título ante George Foreman, ganó a Joe Bugner y perdió en la revancha ante Ali. Tuvo otra oportunidad de ganar el título mundial en el tercer enfrentamiento ante Ali en 1975, pero tuvo que retirarse en el décimo cuarto asalto. Se retiró en 1976 tras volver a perder ante Foreman, aunque retornó en 1981 para empatar ante Floyd Cummings. La International Boxing Research Organization (IBRO) lo ha clasificado entre los 10 mejores pesos pesados de la historia. También está incluido en el Salón Internacional de la Fama del Boxeo y en el Salón Mundial de la Fama del Boxeo.
Su estilo fue habitualmente comparado al de Henry Armstrong y en ocasiones con el de Rocky Marciano. Era un boxeador pequeño pero duro, que agobiaba a sus oponentes con gran cantidad de golpes, incluyendo su famoso gancho de izquierda, con el que derribó a Ali.
Después de retirarse apareció en varias películas de Hollywood y en dos episodios de The Simpsons. Entrenó a su hijo Marvis, que llegó a ser boxeador, pero no pudo seguir los éxitos de su padre tras ser derrotado por Larry Holmes y Mike Tyson. Continuó entrenando boxeadores en su gimnasio de Filadelfia hasta que le fue diagnosticado un cáncer de hígado en septiembre de 2011

“You and me”, el tema de amor que aparece en la película “Blue Valentine”, tiene una historia oculta que desveló este año al mundo de la música..


BLUE VALENTINE. La película que rescató un tema perdido
 
Una de las pesquisas musicales más fascinantes de este año consistió en ubicar a los integrantes de un grupo que nunca publicó discos comercialmente, apenas grabó una audición en una cinta magnetofónica cuya caja quedó marcada a lápiz antes de perderse (casi) para siempre: Penny and the Quarters.
A finales del año pasado, una película llamada Blue Valentine, dirigida por Derek Cianfrance, incluyó como tema central de su banda sonora la canción “You and me”: una voz femenina solista y tres caballeros haciendo armonías al fondo. Los productores cinematográficos descubrieron la grabación en los archivos del sello independiente Numero Group, que a su vez había comprado la cinta original en una venta de bodega del fallecido productor musical Clem Price.
La canción surtió un efecto tan embelesador que pronto se desligó del filme y, para comienzos de enero, era comprada en Internet unas cien veces diarias. Frente a la obligación de pagarles regalías a los artistas, los directivos de Numero Group se estrellaron con la gran pregunta: ¿Quiénes eran Penny and the Quarters? La cinta original había sido grabada a principios de los setenta, pero no habían dejado nombre ni apellido ni dirección ni teléfono. Claramente se trataba de una audición de prueba para el señor Price, que nunca llegó a cristalizarse.
El 18 de enero de 2011 el periódico londinense The Independent cubría la historia. Entrevistaban a Ken Shipley, uno de los fundadores de Numero Group, quien afirmaba haberle hecho escuchar la canción a unas cien personas relacionadas con la industria musical de la época, sin obtener respuesta.
El 4 de febrero, el periódico Columbus Dispatch ofrecía una primera pista. Si la cinta había pertenecido a Clem Price, tuvo que ser grabada en Columbus, Ohio, en algún momento entre 1970 y 1975: ésos fueron los años en que el productor estuvo al frente de los estudios Harmonic Sounds y emprendió una búsqueda de nuevas figuras de la música soul . El artículo anunciaba que las regalías, para entonces, habían ascendido a mil dólares. Y citaba nuevamente a Ken Shipley, en una confesión más sentimental que de negocios: “No es exactamente una tonelada de dinero, pero me encantaría que ellos supieran que su canción es significativa, así se haya tardado cuarenta años”.
¿Por qué tanto empeño en descubrir a las personas detrás de las voces? En instancias administrativas similares, se declara el pago como “no reclamado” y se pierde en el maremágnum de la contabilidad de las editoras musicales. La respuesta está en la música, en esa canción de menos de tres minutos que nos dejaron para luego disolverse. La voz de ella –Penny– transmite la inocencia adolescente en tanto que sus coristas –los Quarters– la respaldan afinados pero un poco más atentos al compás que al sentimiento. Hay una mezcla de talento y timidez que es encantadora.
El pasado 16 de junio el diario inglés The Guardian identificó al autor de “You and me”. Los periodistas rastrearon a los compositores que trabajaban con la industria discográfica de Ohio a principios de los setenta y apostaron por Jay Robinson. Pero Robinson murió en 2009, así que la opción fue hacerle llegar una copia de la grabación a su viuda y esperar respuesta. La señora los contactó para informar que se trataba de una composición de su esposo, pero que no reconocía la versión.
Descubierto el compositor, los sucesos se precipitaron. En Italia, varios coleccionistas de discos antiguos y raros empezaron a correr la voz. Y fue donde se enteró de esta historia la estudiante estadounidense Jayma Sharpe. Movida por la curiosidad, y recordando que su mamá le había contado que de joven participó en un grupo musical sin éxito, buscó la canción en Internet. Al escucharla reconoció la voz que la arrullaba.
El primero de julio, el semanario The Other Paper de Columbus difundió la noticia que daba fin a más de siete meses de búsqueda: Penny se llama Nannie Sharpe, tiene 62 años y vive en Virginia. “Han pasado cuarenta años desde la última vez que escuché esta canción. Estoy sobrecogida y exaltada”. La canción la grabó a sus 22 años en una sola toma. Como nunca llegó el esperado contrato discográfico, Sharpe terminó empleándose en el servicio de correos. El canto lo sigue practicando, pero en la iglesia los domingos.
Por fin la historia puede ser reconstruida. Nannie y sus tres hermanos llegaron una tarde de 1970 a los estudios Harmonic Sounds, respondiendo a un aviso de prensa. El productor Clem Price tuvo la idea de costearles un disco sencillo. Entonces llamó al compositor Jay Robinson “para que los puliera”. Robinson les regaló su canción “You and Me”. La cinta quedó archivada durante cuarenta años, esperando el momento justo para ponerse de moda. ¿Y en cuanto al nombre del grupo? Parece ser que Robinson miró sus bolsillos en busca de alguna inspiración y sólo encontró una moneda de un centavo y tres de veinticinco. En Estados Unidos se le llama “penny” al centavo y “quarter” a la moneda de un cuarto de dólar. En suma, 76 centavos de aquel entonces que este año protagonizaron una de esas búsquedas que, para el amante de la música, no tienen precio.

Aleida y el Che, una historia de amor revolucionario.

LA HIJA DEL CHE. Aleida Guevara March, en Buenos Aires. Es la mayor de los cuatro hijos del matrimonio.

 LA HIJA DEL CHE. Aleida Guevara March, en Buenos Aires. Es la mayor de los cuatro hijos del matrimonio.

 COMPAÑERA MARCH. Aleida March, quien sería la mujer del Che, en el acueducto de Santa Clara.


 Entrevista con Aleida Guevara March, que presentó en Buenos Aires Evocación, el libro en el que su mamá cuenta las memorias de su matrimonio con el Che. “Hablaba de él de una manera que tú lo sentías presente”, dijo. Además, las transformaciones en la Cuba actual y los inéditos de su padre que pronto verán la luz.

Por Horacio Bilbao


Es una historia de amor silenciada y sufrida la que cuenta Evocación, mi vida al lado del Che. El libro de Aleida March, la última esposa del Che, transcurre con prosa transparente y honesta, sin pretensiones literarias. Demoró cuarenta años en escribirlo, fueron los años que a Aleida le tomó decidirse a compartir esos tesoros íntimos, personales. Y si lo hizo, dirá su hija mayor, es porque ellos, los Guevara March, se lo pidieron hasta el hartazgo. “Nos regaló esto, que nos hace sentirlo más humano”, celebra Aleida Guevara March (1960), la primera hija del matrimonio, que vino a Buenos Aires a presentar una historia que en Cuba apareció en 2007 y ya había llegado al país a través de Espasa, pero que ahora Distal publica con una serie de novedades. (Ver recuadro)
Evocación… es un relato de 8 años de convivencia revolucionaria, los últimos del argentino, años muy jóvenes para Aleida. Ambos se conocieron en el Escambray, donde Guevara instaló su campamento base en 1958. Y desde entonces, sus separaciones sólo serían físicas. “Antes que mamá sólo dos mujeres habían subido a encontrarse con el Che. Y eran feotas, mamá había sido reina de la primavera”, recordó Aleida hija, para explicar por qué, pese a que el Che pensaba que se la habían mandado para vigilarlo por comunista, pronto nació entre ellos una historia de amor. Aleida madre venía de Santa Clara, del M26 que se movía en la clandestinidad urbana, y fue luego su guía en la entrada victoriosa a esa ciudad, que convirtió al Che en un estratega de la Revolución.          
Esa historia está muy bien contada. Amenizada con cartas, poemas, anécdotas y reflexiones que muestran algo nuevo del Che. Aleida desgrana un recorrido que no se aparta ni un ápice de la línea revolucionaria, ni de Fidel, ni de Raúl. Si se aparta de lo común el rescate fotográfico, que es novedoso e intimista. Casi tanto como los relatos de sus encuentros clandestinos en Tanzania o en Praga, que ya dejan vislumbrar el final de sus días. Brota emoción de la autora cuando recupera textos como La piedra, escrito por el Che en el Congo y publicado en el libro como apéndice, o en su relato de despedidas que siempre podía ser última, y que lo fue cuando Ernesto partió a Bolivia. "Adiós, mi única, no tiembles ante el hambre de los lobos / ni en el frío estepario de la ausencia / del lado del corazón te llevo / y juntos seguiremos hasta que la ruta se esfume", saludó entonces el Che y Aleida ahora lo cuenta.
Lo cuenta también su hija, que ensalza a su madre y su padre por igual. Y que responde lo que quiere responder en esta entrevista. Ni hablar de los planteos sobre las posibles disputas entre el Che y Fidel, para ella esas son todas sandeces. Ni hablar del fin de esta historia, a su madre ya le están pidiendo más sobre ese cuento de amor que es pasado, presente y futuro.
Diario de un combatiente, Evocación, los libros que estás presentando, se publican muchos años después de la muerte del Che, como sucedió con Pasajes de la guerra revolucionaria (Congo) ¿Cuál es la explicación?
Estos libros no fueron hechos para publicarse, él no los dejó para eso. El problema fue que a partir del Congo, alguien empezó a sacar datos de ese diario, y estando fuera de contexto, podía traer malas interpretaciones. Entonces decidimos publicarlo íntegramente. Fui a hablar con Fidel e hicimos un prólogo, para el que me permitió publicar una carta que él le había mandado a mi papá. Así  se hizo el libro (Pasajes…). Y este nuevo, aunque él no lo dejó para ser publicado, tiene cosas muy frescas, publicadas en el diario. Raúl pidió parte de este diario para hacer uno solo con el diario de él, el de papá y el de Fidel, que se publicó hace poco en Cuba. Y dijimos bueno, pero si ya va a ser publicado con los otros, entonces podemos publicar íntegramente el texto. Lo hicimos. En el caso de Evocación, nos costó mucho convencer a mami, ella nos contaba la historia a nosotros, incluso con muchas más bromas e historias de las que aparecen allí, pero no quería hacerlas públicas.
Contrasta con la velocidad que fue publicado el diario de Bolivia, a menos de un año de su muerte y revisado por tu propia madre…
Claro, es que en aquél momento los cubanos necesitaban conocer ese diario. (se formaban cuadras de cola para conseguirlo) Estos son documentos que quedaron en Cuba guardados, cuidados por mi mamá. No había necesidad ni estábamos preparados para publicarlos, pero desde que abrimos el Centro de Estudios Che Guevara, empezamos a trabajar en todos sus textos. Y todavía nos quedan dos o tres por publicar.
Sorprendente, ¿qué es lo que queda?
Un diccionario filosófico que papi comenzó a los 17 años, pero que  siguió durante toda su vida. Otro libro sobre sus viajes por Africa, por Medio Oriente. Y podría haber también una recopilación de discursos y de cartas que fue dando y enviando durante sus viajes. Todo está allí.
El libro ya desde el prólogo se propone trascender al mito, la imagen crística del Che, las fotos de Korda. Dicen allí que eso es el mito,  y que el mito es el olvido… ¿qué influencia pueden tener en ese sentido?
Desgraciadamente su imagen aparece en muchos lugares pero vacía. La usan comercialmente, o simplemente sin saber de quién se trata. Porque es una moda o porque es un hombre de un rostro hermoso. Y el trabajo que estamos haciendo desde el Centro es para cambiar esa imagen, para que jóvenes de todo el mundo puedan conocer realmente al Che.
Vos tenías apenas siete años cuando el murió, ¿qué recordás de ese último encuentro con él, cuando estaba caracterizado como el viejo Ramón, ya dispuesto a partir a Bolivia?
Una noche, mi mamá nos dijo que íbamos a conocer a un amigo de mi papá. Llegamos  con mis hermanos y él empezó a hablar con nosotros. Y cuando empezó a hablar yo le dije que no parecía español. Todos se quedaron mirando. El me peguntó por qué decía eso, y ya seguimos hablando. Esa noche cenamos juntos. Mi mamá le había advertido que yo conocía muy bien sus gustos y que los defendía mucho. En un momento, él se sirvió el vino tinto puro y yo salté como un resorte. Le dije que no era amigo de mi papá porque papá tomaba el vino tinto con agua, que así es rico,  me levante y le eché agua. Luego me contó mamá que estuvo muy orgulloso de aquello. Más tarde, jugando con mis hermanos me caí y me golpeé la cabeza, entonces me tomó en sus brazos, me palpó y de alguna manera me transmitió algo, porque al rato yo dije: “Mamá, yo pienso que este hombre está enamorado de mí”. Fue muy simpático pero a la vez muy duro, él no podía explicarme porque me amaba. Y me amaba de una manera intensa. Esa noche terminó así y yo no supe que él era mi papá hasta que murió en Bolivia. Entonces mi mamá me contó la historia del viejo Ramón, y me mostró una foto. Me pidió que no contara nada, y no lo hice, hasta muchos años después en que ya empezamos a hablar de eso.
¿Cómo te fuiste haciendo a la idea de quién había sido él, a manejar su ausencia a tomar conciencia de esta familia que te tocó?
Yo leí cosas de él siendo adolescente. A Notas de viaje (Diarios de motocilcleta), mi mamá me lo había dado como a un manuscrito, no me había dicho quién lo había escrito. Me dijo toma, léelo. Tenía 16 años y empecé a leerlo. Y enseguida le dije: Oye, este tipo me encanta. ¿Cómo vas a decir eso? Es tu papá, me dijo. Yo no lo sabía. Qué feliz me hizo, me sentí todavía más orgullosa de ser su hija. Me identifiqué más con él, incluso desde el punto de vista de la edad, fue fantástico. Después fui leyendo cosas más difíciles y profundas, que también me ayudaron mucho, pero yo creo que la más importante fue ella misma, mamá. A pesar de que nunca quiso contar intimidades, ella siempre hizo que mi papá estuviera presente. Hasta que yo fui una adolescente, jamás había sentido la ausencia de mi papá. Y luego, también contribuyó mucho, años después, en el ministerio de industrias, conocer las historias que allí contaban sobre él. Hacíamos el trabajo voluntario el 8 de octubre, en su homenaje, y se reunía medio ministerio, el grupo más viejo. Y al final del día, entre charla y charla, nos contaban anécdotas de mi papá. Muchos años después de que papá desapareciera físicamente, sus amigos lo seguían recordando con mucha ternura. Eso empezó a marcarme, me preguntaba por qué lo recordaban así, por qué para todos ellos seguía siendo un jefe especial. Allí empecé a tener consciencia real de quién era mi papá.
Habrá sido difícil equilibrar esa presencia política tan fuerte con la ausencia de tu papá en casa…
Y sí, es muy difícil explicar esa sensación. Pero es como si él hubiera estado con nosotros siempre, porque mamá hablaba de él de una manera que tú lo sentías en lo cotidiano. Y nunca lo usó para regañarnos, para marcarnos algo. La mala era ella, él era nuestro cómplice, siempre el bueno de la película…

 CLANDESTINOS. Aleida y el Che en Tanzania, caracterizados como Josefina y Ramón. (1966)
    

¿Y vos, alguna vez cuestionaste las reivindicaciones que le hacía el Partido, con esa imagen impoluta que siempre se mostró del Che?
Todo lo que se dijo fue verdad. Una de las cosas más lindas que tiene la revolución cubana es su honestidad y su claridad para decir las cosas. Nunca hubo diferencias.
Supongo que no opinarás lo mismo sobre la cantidad de biografías e historias que se han ido tejiendo alrededor de él.
Y no. Allí si que me enojé. Y con algunos cubanos también. Yo respeto a los que conocieron a mi papá, están en su derecho de contar lo que quieran, aunque exageren, pero algunos que ni estuvieron cerca, que no lo conocieron, escriben y dicen cosas, evalúan, juzgan sin saber. Eso me enoja y me molesta. Pero de algunos aprendo.
Ustedes han leído su propia historia familiar en decenas de biografías ¿la buscan mucho a tu mamá, a ustedes para seguir contando todo esto?
A mi madre sí, pero ella no da entrevistas a nadie, nunca le gustó hablar de mi papá. Y nosotros éramos muy chiquitos…
En el libro de John Lee Anderson, ¿no aparece tu madre?
A él le permitió entrar en los archivos del Centro de Estudios Che Guevara, pero no en su vida personal.
Bueno, para eso está este libro… que incluye un manuscrito del Che en el Congo, La piedra… Allí él habla de lo que quiere para sus hijos, y pide que sean hombres, que no necesariamente sigan su ejemplo, algo que si pide Cuba a través de sus pioneros, niños que prometen el famoso “Seremos como el che”…
Eso fue lo que Fidel nos pidió. No él, el Che no. Fidel, cuando hace el famoso discurso de despedida y se pregunta cómo queremos que sean nuestros hijos, responde que debemos decir con seguridad absoluta queremos que sean como el Che. Y explica por qué. Porque es el ejemplo más completo, Fidel lo realza a más no poder.
Pero el Che no pedía tanto…
Mi papá era un hombre que nunca tuvo falsa modestia. Mi papá sabía lo que él podía dar como ser humano y lo hacía con todo el amor del mundo, se entregaba con todo el amor del mundo. Nunca quiso ser recordado como algo distante. Como todo ser humano, imagino que le gustaría ser recordado por sus hijos, por la gente que lo tuvo cerca, por sus compañeros, por la mujer que amó. Julio Antonio Mella, uno de los artífices de la revolución cubana dijo: Aún después de muertos somos útiles. Y es verdad, papá se ha convertido en una bandera de lucha, de resistencia, de soberanía. Siendo así, viendo todo esto, él no podría negarse.
El mundo hoy es otro, distinto al del 67. Ha caído la URSS, han sobrevivido al período especial, aunque sufren el bloqueo, hay una América latina que vuelve a vincularse con Cuba…
El período especial no ha sido superado totalmente. Era muy distinto este tiempo a cuando vivíamos con la comunidad socialista. Había un intercambio mucho más profundo, todavía nos falta eso en América latina. Nos falta comunicación con Argentina y Brasil, que no son parte del ALBA. Allí sí, la Alternativa Bolivariana para nuestra América es una unidad mucho más fuerte entre los pueblos que la conforman, Nicaragua, Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y dos islitas del Caribe. Brasil y Argentina, los gigantes latinoamericanos, no están dentro de esa organización.
¿Por qué?
Sus gobiernos no son los suficientemente radicales para entrar en este tipo de unión. Imagino que tienen muchas presiones, todavía, por parte de los Estados Unidos. Tal vez no sea el momento todavía, pero para nosotros sí, y estamos en el camino de la unidad latinoamericana.
Hubo un buen revuelo cuando Celia, tu hermana menor, optó hace unos años por la ciudadanía argentina, ¿cómo se entiende aquello?, ¿vos lo harías?
Celia es cubana. Los cubanos no aceptamos doble nacionalidad, los argentinos sí. Ella optó por una nacionalidad más porque se casó con un chileno y ella quiso contar con una nacionalidad más para poder proteger a su familia en el caso de que fuera necesario.
Tu papá se consideraba latinoamericano, pero tenía también nacionalidad argentina…
El era latinoamericano, yo soy latinoamericana también… Y según Fidel somos afrolatinoamericanas.
Me gustaría hablar de los cambios que estamos viendo en Cuba, ¿cómo lo ves?
No usaría la palabra cambio, tal vez lo entenderíamos mejor si pensáramos en soluciones a problemas que se van presentando en nuestra sociedad socialista. Es lo que estamos haciendo, buscar soluciones a cosas que, hemos visto, no funcionan bien. Además, estamos rectificando errores que hemos cometido con la agricultura. Es inadmisible que un país eminentemente agrícola no tenga frutas y verduras suficientes. Es absurdo que en una isla no comamos suficiente pescado.  Además, Raúl ahora está quitando los intermediarios, que son los que encarecen todo. Incluso con los hoteles, ahora un campesino cubano puede venderle directamente a los hoteles.
Eso es un cambio, como la venta de inmuebles habilitada hace poco…
También es una solución a problemas del socialismo. Por qué, si yo tengo una vivienda, no te la voy a poder vender, si es mía. No vendo la tierra, vendo la casa. La propiedad de la tierra sigue siendo común, y resuelve un problema de algo que ya existía y ahora se hace legalmente, ya no hay necesidad de mentir para hacer una venta.

 

   
En el ámbito cultural, también están circulando libros escritos en Cuba que se permiten un espacio de crítica, cito el caso de Leonardo Padura, por ejemplo. ¿Qué opinas?

De Padura me gustaban sus libros anteriores, los policiales. Pero este rollo en el que se ha metido, no se, tiene cosas que no me convencen. (Nota: Se refiere a El hombre que amaba a los perros, un libro que indaga el asesinato de Trotsky a través de la víctima y su victimario, Ramón Mercader).

 

A mí me gustó, es un libro muy crítico de la URSS stalinista, y de algunas decisiones cubanas, pero escrito desde adentro…
Es muy fácil hablar de eso ahora, criticar a la Unión Soviética cuando ya no existe.
El Che también fue crítico, incluso se ve algo de eso en el libro de tu madre…
Sí, pero justamente lo hacía de frente. El anunció temprano que en esa dirección, la Unión Soviética terminaba en el capitalismo…
Pero en Cuba no lo escucharon… Salvo tras la crisis de los misiles, cuando la URSS y los EE.UU. resolvieron todo entre ellos sin consultar a Cuba…
Fidel hizo un discurso muy crítico de aquello
Volviendo al libro, quiero preguntarte de dónde salió la fama de mujeriego que le hicieron a tu papá. Tu mamá, por lo visto, era celosa, habla de Hilda Gadea, su primera mujer, pero ni siquiera menciona a Tania, por ejemplo, una relación de la que se ha hablado mucho…
Es eso, pura fama la que le hicieron. Mi papá fue un hombre íntegro, sumamente honesto. Y en relación a Tania, él la consideraba como guerrillera, la prueba está en su diario de Bolivia, cada vez que la nombra es en relación a los compañeros. Si hubiera tenido otra relación, la hubiera escrito, él escribía todo, y era muy severo con él mismo, no se hubiera permitido mentir.
La escritura de tu mamá también tiene un tono feminista, reivindica a la mujer guerrillera, y al único que le permite cierto machismo es al Che, supongo que porque es el Che…
Mi mamá es una mujer que siempre ha defendido sus derechos como mujer, pero entiende que él es más importante para el proceso revolucionario. Mi tía tenía un dicho: La tierra es mejor que yo y sin embargo la piso. Es correcta la observación, porque ella siempre lucho por las mujeres, pero al ser una mujer revolucionaria antepone lo que es más importante para el pueblo, para el proceso revolucionario. Y mi papá era más importante, más necesario, más útil. Y no le importa por lo tanto quedar en un segundo plano, siempre lo ayuda.
El otro punto fuerte, es la reivindicación de la guerrilla urbana, de la lucha clandestina…
Esa es una de las críticas que le hago a ella: tendría que haber profundizado más en ese aspecto, porque ella fue una combatiente desde la clandestinidad, pero el libro tenía otro objetivo, contar toda esa historia de la convivencia con mi papá. Ahora, a lo mejor logramos que haga algo más profundo sobre la clandestinidad, porque es muy necesario para las nuevas generaciones. Es una historia poco conocida, y es necesario reivindicar a esos jóvenes que tuvieron un papel extraordinario, a veces más difícil que el de la guerrilla, porque en la guerrilla tu sabes quién es el enemigo. Es muy importante que se conozca bien esa historia.
Para darles un lugar junto a los barbudos…
Claro. Porque lo tienen ganado. Y para mi gusto se ha hablado poco de esto, y todavía tenemos mucha gente que puede hablar de aquello, como el caso de una mujer que pierde a su hijo en la clandestinidad y sin embargo sigue adelante.

 


CINE: SE REESTRENA EL PADRINO.





Puesta una y otra vez en el podio de las mejores películas de la historia, plagada de escenas memorables y frases citadas hasta el cansancio, entre la tragedia griega y la isabelina, homenajeada y parodiada, El Padrino es la película con que Francis Ford Coppola le dio a la generación del ’70 la entrada a las grandes producciones, una oportunidad de oro a Al Pacino y a Robert Duvall, un papel que Marlon Brando volvió icónico y cambió para siempre las películas sobre el poder. La semana que viene, en la línea de los rescates que ya devolvieron Volver al futuro, El Padrino vuelve a los cines. Acá, el propio Brando y Vito Corleone cuentan cómo la hicieron y lo que aprendieron en el camino. ¿A quién hay que pedirle El Padrino II para el año que viene?



Cómo me hice Corleone

 

Tras leer el libro vi que el papel de Don Corleone se prestaba perfectamente para una interpretación sin énfasis. En lugar de representarlo como un pez gordo, pensé que sería más eficaz interpretarlo como un hombre modesto y tranquilo, tal como aparece en la novela. Don Corleone formaba parte de la ola de inmigrantes que llegaron a los Estados Unidos hacia principios de siglo y que tuvieron que nadar contra la corriente para sobrevivir lo mejor posible. Tenía para sus hijos las mismas esperanzas y ambiciones que Joseph P. Kennedy para los suyos. Cuando era joven, seguramente su intención no era llegar a ser un criminal; y cuando lo hizo, esperaba que se tratara de algo transitorio. Como le dice a su hijo Michael, interpretado por Al Pacino: “Nunca quise esto para ti. Quería otra cosa. Siempre pensé que llegarías a ser gobernador, o senador, o presidente, algo... Pero no hubo tiempo suficiente..., no hubo tiempo suficiente”.
Pensé que sería interesante interpretar a un gangster, quizá por primera vez en el cine, que no fuera como los individuos desalmados que interpretaba Edward G. Robinson, sino como una especie de héroe, como un hombre respetable. Además, como él tenía tanto poder y tanta autoridad indiscutible, me pareció que sería un contraste interesante interpretarlo como un hombre amable, a diferencia de Al Capone, que se cargaba a la gente con bates de béisbol. Sentía un gran respeto por Don Corleone; lo veía como un hombre sólido, con una tradición, una dignidad, un refinamiento, un hombre de instinto infalible que casualmente vivía en un mundo violento y que tenía que protegerse a sí mismo y a su familia. Me parecía una persona decente, dejando de lado lo que tenía que hacer; un hombre que creía en los valores de la familia y que quedó condicionado por los acontecimientos, como todos nosotros. En aquellos tiempos los que se unían a la mafia lo hicieron porque eran atacados por otros que querían explotarlos. En Little Italy había una guerra; los miembros de un grupo llamado La Mano Negra le sacaban dinero a los inmigrantes, que tenían que pagar para salvaguardar a sus familias y para ganarse la vida. Algunos se sometían; otros, en cambio, como Don Corleone, se resistían: he aquí la historia que narra El Padrino. El no se sometió a los hombres que le exigían una parte de sus bienes. Se vio obligado a proteger a su familia y a causa de eso cayó en el mundo del crimen.
En la época en que rodamos la película, a principios de los ‘70, casi todas las cosas que se decían de la mafia se podían aplicar a otras instituciones de los Estados Unidos. ¿Existía una gran diferencia entre los asesinatos del hampa y la Operación Phoenix, el programa de asesinatos de la CIA en Vietnam? Como en el caso de la mafia, sólo se trataba de un asunto de negocios y no de algo personal. En muchos sentidos, la gente de la mafia vive de acuerdo con un código más estricto que el de los presidentes y otros políticos; me preguntó qué ocurriría si en lugar de hacerles jurar sobre la Biblia, exigiéramos a los políticos que prometieran ser honestos al precio de quedar cubiertos de cemento y ser arrojados al Potomac en caso contrario. La corrupción de los políticos descendería notablemente.


Lo que sé

 






 Por Vito Corleone

Nunca quisieron mi amistad. Y siempre temieron estar en deuda conmigo.
Encontraron un paraíso en Estados Unidos. Un buen negocio, una buena vida. La policía los protegía y también los tribunales y la ley. Así que no necesitaban un amigo como yo. Pero ahora vienen y dicen, “Don Corleone, deme justicia”. Pero no lo piden con respeto. No ofrecen amistad. Ni siquiera piensan en llamarme “padrino”. Vienen a mi casa el día del casamiento de mi hija a pedirme que asesine por dinero.
¿En eso te has convertido? ¿En un hombre que solloza por las mujeres? ¡Actúa como un hombre!
Tengo una debilidad sentimental por mis hijos y los malcrío, como pueden ver. Hablan cuando deberían escuchar.
Nunca le digas a nadie fuera de la Familia lo que pensás.
Hablan de venganza. ¿Pero la venganza va a devolverles a sus hijos? ¿O al mío?
Un hombre que no pasa tiempo con su familia nunca puede ser un hombre verdadero.
Soy un hombre supersticioso. Y si un accidente desgraciado le sobreviniere a mi hijo, o si le dispara en la cabeza un oficial de policía, o si se cuelga en su celda de la prisión, o si lo alcanza un rayo, entonces voy a culpar a alguna de las personas que están en esta habitación, y eso no lo perdonaré.
No vamos a sacarnos la foto sin Michael.
Como el hombre razonable que soy, estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para encontrar una solución pacífica a nuestros problemas.
No somos asesinos, a pesar de lo que crea el sepulturero.
Comprenda: no es que me importe lo que un hombre hace para ganarse la vida. Pero su negocio es un poco peligroso.
Pasé toda mi vida tratando de no ser descuidado. Las mujeres y los niños pueden permitirse ser descuidados, pero no los hombres.
Trabajé toda mi vida, y no pido disculpas, para proteger a mi familia. Y me negué a ser un tonto que baila en los hilos sostenidos por los peces gordos. Esa es mi vida y no pido disculpas por eso. Pero siempre pensé que, cuando fuera el momento de mi hijo, él sería quien tuviera los hilos. Senador Corleone, gobernador Corleone, algo.
El que te proponga la reunión es el traidor. No lo olvides.
Nunca pensé que Tom fuera un mal consigliere. Creía que Santino, Dios lo tenga en la gloria, era un mal Don.
Así es la vida. Todos tenemos nuestro círculo de tristeza.


Me llaman Padrino

 

 

  


 Por Marlon Brando

Cuando la película quedó concluida, la secretaria de Sam Spiegel me llamó y me informó que un agente del FBI quería mantener una entrevista conmigo; me preguntó si estaba dispuesto a hablar con él. Le contesté que sí, y ella me dijo que el agente me llamaría desde San Diego. Así fue, y mantuvimos una conversación de cinco o seis horas sobre diversos temas. Quería saber todo lo que yo sabía sobre la mafia, sobre la realización y la financiación de El Padrino, si yo había hecho alguna contribución secreta a alguien, etcétera, etcétera. Me dio muchas oportunidades para delatar a la organización, pero algo me olía mal.
—Oiga —dije finalmente—, tengo hijos y una buena vida, y no querría que nadie quedara perjudicado ni amenazado; de modo que si supiera algo, que no es el caso —lo cual no era del todo cierto—, no se lo diría.
Llegué a la conclusión de que se trataba de un miembro de la mafia que quería averiguar si yo daría o no al FBI información que pudiera perjudicarlos. Conocía a unos cuantos mafiosos y todos ellos me dijeron que les encantaba la película porque había interpretado el papel del padrino con dignidad. Hasta el día de hoy me resulta imposible pagar una cuenta en Little Italy. Si voy a un restaurante a comer un plato de espaguetis, el encargado siempre me dice:
—Vamos, Marlon, aquí tu dinero no sirve... Oíganme todos: aquí está el padrino, aquí está el padrino.


Filmando con la mafia




Desde el principio la mafia real se interesó vivamente en nuestra descripción de la mafia de ficción; muchas escenas se filmaban en su territorio de Little Italy en Nueva York. Por eso envió una delegación para, según me dijeron cuando la película estuvo terminada, entre otras condiciones, que no se mencionara la palabra “mafia” en toda la película. Estoy seguro de que les hicieron saber que a sus amigos de los sindicatos de Nueva York no les resultaría difícil paralizar el rodaje, y supongo que como pago parcial la Paramount les prometió darles algún trabajo en la película. Varios individuos del equipo técnico pertenecían a la mafia, y cuatro o cinco mafiosos interpretaban papeles secundarios. Mientras rodábamos en la calle Mott, en Little Italy, Joe Bufalino se presentó en el set y envió dos emisarios a mi casa rodante con el mensaje de que quería conocerme. Uno de ellos era un sujeto con cara de rata que tenía el pelo impecablemente peinado y llevaba un abrigo de pelo de camello. El otro, menos elegantemente vestido, tenía el tamaño de un elefante; al entrar en la casa rodante estuvo a punto de volcarla y me dijo:
—Hola, Marlo, eres un gran actor.
Cuando llegó Bufalino, lo primero que noté fue que uno de sus ojos miraba a la izquierda y el otro a la derecha. Como no sabía a cuál de los dos mirar, miraba a uno y a otro alternativamente, procurando no ofenderlo. En cuanto se sentó empezó a quejarse por lo mal que lo trataba el gobierno de los Estados Unidos. Tras envolverse en la bandera norteamericana, afirmó que era un buen ciudadano y un buen padre de familia, pero que el gobierno quería deportarlo. Levantó los brazos y exclamó:
—¿Y ahora qué hago?
Sabía que no tenía respuesta, de modo que no dije nada. A continuación cambió de tema y en un susurro ronco comentó:
—Se dice que le gustan los calamares...
Aquello me sorprendió. De algún modo se había enterado de que solía encargar un almuerzo de calamares a uno de los restaurantes italianos de la calle Mott.
Entonces, como si los dos formáramos parte de una conspiración, añadió:
—Verás, Marlo, me encantaría que pasaras por casa y conocieras a la patrona. Una noche los tres podríamos salir a cenar. Me gustaría que conocieras a mi familia.
—Señor Bufalino...
Hizo un gesto de impaciencia con la mano y me dijo:
—Llámame Joe.
—Bueno, Joe, ¿ves este guión? —se lo enseñé y pasé las páginas de lo que íbamos a rodar aquel día— Joe, esto es sólo lo de hoy; se trata de los diálogos que tengo que aprender para hoy, y son muy difíciles. No voy por ahí persiguiendo chicas. Lo que hago es quedarme sentado en esta casa rodante aprendiendo los diálogos.
Bufalino pareció decepcionado.
—Bueno —dijo—, quizá podamos almorzar en algún momento.
Como no sabía qué añadir, le pregunté:
—¿Has visto alguna vez un set?
—No, nunca.
—Bien, con tu permiso. Subamos y te lo mostraré todo.
Subimos las escaleras y atravesamos una jungla de luces y cables hasta el set del despacho de la compañía de aceite de oliva de la película. Sin moverse de mi lado, miró a su alrededor y comentó:
—No sé cómo no te vuelves loco con toda esta gente, todos estos cables y todo lo demás.
—Tienes razón, Joe. Todo esto es para quedarse bizco, ¿no crees?
Entonces lo miré a los ojos y me di cuenta de lo que acababa de decir. Giré bruscamente esperando distraer su atención hacia el set y para ver cómo reaccionaba. Parpadeó durante un instante y me pareció ver una expresión de dolor en su cara, pero el momento pasó y farfullé un montón de estupideces, sin saber lo que estaba diciendo.
Por fin Joe sonrió, me dio las gracias por la excursión y me dejó para que me preparara para la siguiente toma.
—Hasta pronto, Marlon —se despidió—. No te olvides de que a la patrona y a mí nos gustaría cenar contigo.


Un gangster contra los cowboys




Cuando fui nominado por El Padrino, me pareció absurdo ir a la ceremonia de entrega de los Oscar. Resultaba grotesco festejar una industria que había difamado y desfigurado sistemáticamente a los indios norteamericanos a lo largo de seis décadas, mientras en aquel momento doscientos indios se hallaban sitiados en Wounded Knee. Pero comprendí que si ganaba el Oscar, podía aprovechar la primera oportunidad en la historia para que un indio americano hablara a sesenta millones de personas: una pequeña compensación a los años de difamación por parte de Hollywood. De modo que le pedí a Pequeña Pluma Sacheen, una amiga, que asistiera a la ceremonia en mi lugar, y le escribí unas líneas denunciando el tratamiento que recibían los indios y el racismo en general para que las pronunciara en mi nombre. Pero Howard Koch, el productor del espectáculo, se interpuso en su camino y se negó a permitirle que leyera mi discurso. En lugar de eso, bajo una enorme presión, tuvo que improvisar unas breves palabras en nombre de los indios norteamericanos. Me sentí orgulloso de ella.
No sé qué ocurrió con el Oscar. La Academia del Cine seguramente me lo envió, pero no sé dónde está ahora.
 

La película que ni siquiera Coppola quería realizar

 

 



Sergio Leone, Peter Bogdanovich, Arthur Penn y Costa-Gavras fueron sólo algunos de los directores que le dijeron no al proyecto, cajoneado por la Paramount, boicoteado por la mafia y para el cual Marlon Brando... ¡tuvo que hacer una prueba de cámara!


 Por Horacio Bernades

En 1970 nadie quería filmar El Padrino. Los dueños de la Paramount, porque las películas de mafiosos no estaban rindiendo bien en boleterías. El director de la Gulf & Western, la compañía petrolera que desde tres años antes era dueña de la Paramount, menos, porque entre sus mejores amigos había muchos “buenos muchachos”. Ningún director famoso quería filmarla y ni siquiera quería Francis Ford Coppola, por entonces un treintañero que, aunque venía de ganar un Oscar al mejor guión (por Patton) como realizador, no tenía un solo éxito encima. Por eso se la ofrecieron: porque era barato. Barato e ítalo-americano. El único que quería que El Padrino se filmara era el autor de la novela original, Mario Puzo, interesado en sumar suculentos royalties a las descomunales ganancias que la novela le estaba deparando: 13 millones de ejemplares se habían vendido ya. ¿Por qué entonces terminó filmándose El Padrino? Por el motivo por el que tantas películas se realizan en Hollywood: para que no la filmara otro.
El que quería filmarla era Burt Lancaster, quien le ofreció un millón de dólares a la Paramount para comprarla, con intención de producirla y, sobre todo, protagonizarla. Allí todo se aceleró. Co-ppola, que tenía deudas para levantar, aceptó la oferta, con la condición de reescribir el guión junto a Mario Puzo y, sobre todo, reenfocar el tema. El Padrino no sería una película sobre la mafia (Coppola siempre dijo que la mafia jamás le interesó, hasta el punto de no haber visto en su vida ni un solo episodio de Los Soprano), sino una crónica familiar, que sirviera de metáfora para hablar del desarrollo del capitalismo en Estados Unidos a lo largo del siglo XX. Ese enfoque llevaba a pensar a Robert Evans, director de la Paramount –venía de producir, al hilo, Descalzos en el parque, El bebé de Rosemary y Love Story–, que Co-ppola estaba lisa y llanamente loco.
Pero Coppola era lo que había, y había que decidir pronto. No fuera que los ejecutivos del estudio aceptaran la oferta de Lancaster y a Evans El Padrino se le fuera de las manos. Al fin y al cabo, él había reservado los derechos de la novela, cuando la novela no era todavía una novela ni se llamaba El Padrino. Mafia era el título que llevaban las cien páginas manuscritas que el ignoto ítalo-americano Mario Puzo le había alcanzado al famoso productor en 1968, con la única intención de que le adelantaran 10 mil dólares. Ese era el monto total de las deudas de juego que Puzo había contraído con parientes, amigos y financistas de toda laya. Diez mil dólares le dio Evans a Puzo. Diez mil dólares y un compromiso por 75 mil más, en caso de que la novela se publicara.
Dos años más tarde, los derechos de El Padrino no se vendían ni por un millón. La película terminó costando seis millones y recaudó, hasta el día de hoy, unos 250 millones. Lo que para Coppola era una metáfora del capitalismo se había convertido en paradigma de la multiplicación capitalista.

Los enanos también nacen Corleone

Sergio Leone, Peter Bogdanovich, Arthur Penn, Costa-Gavras, Fred Zinnemann y Richard Brooks fueron sólo algunos de los directores que le dijeron no al ofrecimiento de Evans & Cía. Aprobado Coppola tras una reunión con Charles Bludhorn –aquel señor con buenos amigos–, faltaba la aprobación de, justamente, los buenos amigos. Los muchachos de la Organización se habían mostrado inquietos con la novela, y más lo estaban ahora con la película. Una denominada Liga por los Derechos Civiles Italoamericanos (¡!) hizo oír su voz. Primero con una carta dirigida directamente a la Paramount, enseguida con una reunión en el Madison Square Garden y, ante la falta de respuesta, seguimientos no muy sigilosos a algunos de los productores, rematados con un atentado contra el auto de uno de ellos. “Suspendan la película o van a ver”, decía un mensaje hallado dentro del auto.
Pero no fueron necesarias cabezas de caballo. La Paramount acordó con los muchachos de la Liga que las palabras “Mafia” y “Cosa Nostra” no se mencionarían jamás en la película, que se usarían como extras a miembros de la Organización y que la recaudación de la première neoyorquina de la película iría a parar íntegramente a la caja fuerte de la honorable Liga. Ahora sólo había que reunir el elenco y el equipo técnico. Por el lado del elenco, todo bien con James Caan, Robert Duvall (ambos habían actuado en The Rain People, la película previa de Coppola) y hasta Talia Shire, hermana del realizador, que junto con papá Carmine (autor de la música de la secuencia de la boda y a cargo también de un breve cameo) y la pequeña Sofia (es la nena a la que bautizan sobre el final de la película) aseguraban una siempre deseada presencia familiar en el rodaje.
Nadie puso objeciones al director de fotografía Gordon Willis y al director de arte Dean Tavoularis, que contaban con las mismas ventajas que el propio Coppola: eran desconocidos, eran baratos. La cosa empezó a complicarse a la hora de elegir a los protagonistas. Cuando Coppola les presentó a los productores a un tal Alfredo James Pacino –cuyo único antecedente era a esa altura una aparición en un episodio de la serie N.Y.P.D.–, éstos pusieron el grito en el cielo. “Un enano no va a ser Michael Corleone”, resumió Robert Evans a Coppola, y de inmediato se barajaron alternativas: Robert Redford, Warren Beatty, Jack Nicholson, Ryan O’Neal. Finalmente optaron por alguien más cercano: James Caan. El protagonista de Permiso de amor hasta medianoche llegó a hacer pruebas de cámara no sólo para interpretar a Michael, sino también a Tom Hagen, el consigliere de origen irlandés que –después de que Paul Newman y Steve McQueen resultaran descartados, tal vez por ser demasiado caros– quedaría en manos de Robert Duvall.
Coppola se puso firme: el papel de Michael, el más “siciliano” de los hijos, no podía interpretarlo nadie que no fuera ítalo-americano. ¡Y Caan era judío! Finalmente, Evans aceptó al enano, a cambio de que Caan hiciera a Sonny, el hermano “americanizado”. Faltaba decidir nada menos que el protagonista. Esa sí que fue una guerra aparte.

¡Brando no!

Si en algo coincidían Coppola y Mario Puzo era que Vito Corleone no podía ser otro que Marlon Brando. Así se lo había hecho saber el propio autor de la novela al actor de Nido de ratas, a quien el papel le interesó. Había un pequeño problema: por muy actorazo que fuera, desde hacía un rato largo Brando estaba considerado “veneno de boleterías”. Eso, sumado a que siempre fue caro e inmanejable, y en ese momento estaba, además, gordo, olvidadizo y depresivo. “No vamos a financiar a Brando en el protagónico. Caso cerrado”, decía un telegrama que los capitostes del estudio hicieron llegar a Coppola.
Mientras tanto tenía lugar un nuevo desfile de posibles candidatos para el papel de Don Vito: Laurence Olivier, Ernest Borgnine, Anthony Quinn y hasta Carlo Ponti (¡sí, Carlo Ponti!) eran para la gente de la Paramount mejores opciones que el díscolo superactor del Actor’s Studio. “Hubiera vendido mi alma al diablo con tal de conseguir el papel”, confesaría más tarde alguien a quien los productores no llamaron: Orson Welles. Finalmente, y a pesar de todo, una vez más the winner was... Francis Ford Coppola. No se sabe muy bien cómo hizo, pero el hecho es que el hombre de los viñedos insistió, insistió... y al final convenció a los mandamases de que estaba todo bien con Brando. Iba a adelgazar para el papel, se iba a presentar todos los días a horario, iba a recordar sus líneas de diálogo y, sobre todo, iba a empezar trabajando... ¡gratis!
Los ejecutivos bufaron un poco, rumiaron otro poco y finalmente pidieron algo que una estrella no podía aceptar: una prueba de cámara. Coppola le vendió a Brando la prueba de cámara como si se tratara de metraje para la película, apersonándose en casa del ex Stanley Kowalski con una cámara y un par de ayudantes. Brando apareció en kimono y con el pelo larguísimo, recogido con una colita. Se ató el pelo sobre la coronilla, se lo oscureció ahí mismo con pomada para zapatos, tomó unos pañuelos carilina y se los metió en la boca: según él, Corleone había recibido un disparo en la garganta, y por ese motivo tenía que hablar medio raro. Coppola llevó la prueba de cámara a Mr. Bludhorn, y cuando éste vio a Brando casi le dio un infarto. “¡No, no!”, se limitó a musitar el pobre hombre. Tras un par de minutos de verlo como Corleone, sin embargo, no había quien lo convenciera de que Brando no era la persona más indicada en todo Hollywood para el papel.
Brando adelgazó, se portó bien y empezó trabajando gratis (más tarde Coppola gestionó para él 50 mil dólares y un 5 por ciento sobre las recaudaciones). Lo que nunca hizo fue llegar al set a horario. Mucho menos, recordar sus líneas de diálogo: en cada plano/contraplano de El Padrino, son legendarias sus miradas por detrás del interlocutor, para leer los carteles que algún asistente sostenía pacientemente.

Boccato di mafiosi

“Me despedían todas las semanas”, contó Coppola años más tarde. Estuvieron a punto de despedirlo ya en la primera semana de rodaje, porque el enano de Pacino no tuvo mejor idea que lastimarse seriamente, obligando a parar la filmación. Después siguieron con ganas de despedirlo por los motivos más diversos: porque el rodaje se estiraba, porque no terminaban de estar convencidos del elenco, porque el directorcito sin antecedentes se metía en gastos innecesarios. Presuntamente tenían a un director de reemplazo en línea de largada, algunos dicen que se trataba nada menos que de Elia Kazan.
Finalmente el hombre de la barba volvió a capear el temporal, mostrando astucia, temple o muñeca corleoneanos. Hasta terminó consumiendo para el rodaje menos tiempo que el estipulado: 77 días en total, desde fines de marzo hasta comienzos de agosto de 1971, en lugar de los 83 días pautados por contrato. Tras el estreno (15 de marzo de 1972), los ejecutivos de la Paramount respiraron aliviados. El público se retiraba exultante, las críticas coincidían en señalar la grandeza de la película, fue postulada a ocho Oscar y terminó ganando tres: mejor película, guión adaptado y actor protagónico. Brando, claro. ¡Hasta los mafiosos estaban chochos con ella!
Salvatore Gravano, segundo al mando de la familia Gambino, dijo: “Salí de verla como flotando. Puede que fuera ficción, pero para mí ésa era nuestra vida. Era increíble. Hablé con un montón de muchachos bien curtidos, que me dijeron que habían sentido exactamente lo mismo al verla”. Se reportó incluso a más de un mafioso que, a partir de ese momento, comenzó a hablar de modo sospechosamente parecido al de Don Vito. Al día de hoy, El Padrino está considerada una de las mejores películas jamás realizadas. La segunda después de El ciudadano, de acuerdo con la más reciente encuesta del American Film Institute. La cuarta mejor de la historia, según se desprende del último ranking de la revista especializada Sight and Sound.
El único que no piensa lo mismo es Francis Ford Coppola, que considera a toda la serie El Padrino películas de encargo y por lo tanto no tan personales como The Rain People, La conversación, Apocalypse Now! o sus bodrios más recientes. A pesar de ello, uno de los deportes favoritos del hoy septuagenario cineasta es, desde hace treinta y cinco años, remontar, restaurar y retocar la más famosa, aunque no la más querida de sus películas.