domingo, 17 de junio de 2012

PROMETEO: RIDLEY SCOTT Y LA PRECUELA DE ALIEN

 


La caverna de los sueños

 

Ridley Scott había hecho sólo dos películas de ciencia ficción, y había sido hace 30 años, pero le alcanzaron para entrar en la historia: Alien y Blade Runner. Ahora, después de una vida de éxitos tan disímiles como Gladiador y Thelma y Louise, vuelve a las fuentes. Aunque él y sus productores niegan que sea una precuela oficial, Prometeo es un regreso al origen de todo: de la vida humana, del universo y de aquel universo sexual y violento que insinuaba el bicho de Alien.

Por Mariano Kairuz

Primero se anunció que sería una precuela. Después sus productores y realizadores dijeron oficialmente que no, que se trataba de una película enteramente nueva e “independiente”. Ahora que ya está, que ya se estrenó en parte del mundo y llega el próximo jueves a Argentina, no quedan dudas: Prometeo, la nueva película de Ridley Scott –apenas la tercera de ciencia ficción en su larga y profusa filmografía, la primera del género en treinta años–, es inequívocamente una precuela de Alien, el clásico inoxidable que lo hizo famoso y lanzó su carrera en 1979.

En todo caso, dicen Scott y sus guionistas, Prometeo es un regreso al “mismo universo” de la película que acá se estrenó con el recordado subtítulo “El octavo pasajero”: comparte su adn con aquélla. Y la elección de palabras desoxirribonucleicas no es casual, porque Prometeo trata justamente sobre eso: sobre la materia prima, los elementos originales, la helicoidal cadena de gestación de vida, de formas de vida. Formas de vida bien específicas: en pantalla vuelven a reconocerse los oscuros, perturbadores y explícitamente sexuales diseños del artista suizo H. R. Giger, cuyo estilo “biomecánico” sugiere no sólo sexo en sus formas y metal en sus estructuras y texturas, sino una salvaje combinación de una cosa y la otra (sexo duro y potencialmente doloroso). La “concepción”, después de todo, estuvo siempre en el centro de la primera Alien, como recordarán todos aquellos que alguna vez temblaron ante la tremebunda escena de la criatura ciega y dentada que sale a la luz haciendo estallar el pecho de John Hurt. Y la concepción vuelve una y otra vez, de diversas y a menudo temibles maneras, en Prometeo, que no por nada toma su título del mito griego del titán que les roba la llama de la creación a los dioses para dársela a los humanos. No sólo la creación de vida como posibilidad, sino también la pregunta de qué se hace con esa vida que se ha creado. Puede sonar a palabrerío New Age existencialista y pseudofilosófico, pero Scott sabe –ya lo probó antes y vuelve a hacerlo– cómo convertir todo esto en un espectáculo absorbente.

Lo que Scott procura no hacer, en última instancia, es una precuela en el sentido más abusado en los últimos tiempos, es decir, no usa los-mismos-personajes-en-versiones-jóvenes, y fundamentalmente, casi no recurre al bicharraco titular, al “xenomorfo”, es decir, al extraterrestre de cabeza fálica, múltiples mandíbulas y baba ácida, porque, dice, su imagen ya ha sido quemada: demasiadas secuelas –tres, ninguna del todo mala, alguna muy buena–, un par de derivaciones –los dos cruces con Depredador, el segundo un caso barato y vergonzante de explotación de marca– y múltiples historietas y videojuegos, terminaron por quitarle a esa figura sombría que en la primera película acechaba en la oscuridad, todo el misterio. Y el misterio es la clave de la perdurabilidad, la contundente vigencia de esa obra maestra que ya tiene 33 años pero todavía funciona tan bien como la primera vez.

 

 

EL HORROR, EL HORROR

 

Prometeo marca su filiación desde los créditos iniciales, cuando el título empieza a revelarse lentamente y por partes, replicando en pantalla los de la primera Alien. Lo que la película, ni ésta ni ninguna otra, puede replicar es el impacto que tuvo el original en su momento, porque Alien es inevitablemente un producto tardío del cine de los ’70, una época única en el cine de estudios. Hay que recordar que cuando 20th Century Fox decidió financiarla, el blockbuster, la superproducción multimillonaria y vacacional tal como las conocemos y se impone hoy en Hollywood, era todavía una novedad: la habían inventado Spielberg (con Tiburón) y George Lucas (con La guerra de las galaxias) en la segunda mitad de la década. Scott (South Shields, Inglaterra, 1937) era un realizador publicitario relativamente joven convocado para el proyecto por productores que habían visto su notable ópera prima, Los duelistas, basada en el relato The Duel, de Joseph Conrad. El guión de Alien, de Ronald Shusset y el siempre insuficientemente acreditado Dan O’Bannon, fallecido hace un par de años, había sido concebido como un pequeño proyecto clase B, con un presupuesto limitado y una estructura tipo “misterio del cuarto cerrado”. Unos pocos personajes, un puñado de ambientes aislados. Claustrofobia, oscuridad y miedo a lo desconocido, y también miedo a la naturaleza humana. Eso y poco más, la feroz contundencia de lo sencillo. Un par de sets sofisticados y un par de efectos mecánicos habían encarecido el proyecto. La Fox le dio luz verde, sin embargo, porque necesitaban capitalizar el éxito inesperado de La guerra de las galaxias con cualquier cosa que se pareciera a una aventura espacial, y necesitaban hacerlo ya mismo.

El resultado fue extraordinario, uno de esos casos en los que un director les saca chispas a sus limitaciones de producción. Una película de atmósfera, que describe la tensa, paranoica relación entre sus protagonistas. Su escenario era el espacio exterior y el futuro pero, como en la mejor ciencia ficción, no se trataba de otra cosa que una proyección del acá y ahora: la nave espacial, la Nostromo, era un enorme carguero interestelar, y su tripulación –un grupo de obreros y técnicos, “camioneros siderales” de poco o nulo espíritu científico– están desde un principio a merced no tanto del monstruo como de la corporación industrial que les paga el sueldo. Como descubría horrorizada Ripley (la debutante Sigourney Weaver), la compañía había supeditado a sus trabajadores a sus propios intereses y los consideraba “sacrificables”. Como corresponde al cine de los ’70, el mundo del trabajo, del egoísmo y la codicia, lo más sucio de la naturaleza humana estaba ahí, pero en el espacio, donde, decía el slogan de la película, nadie escucha nuestros gritos.

Siempre se señaló entre las influencias más directas de Alien a otro clásico, El enigma de otro mundo, de los ’50, basada en el relato de John W. Campbell Jr. (todavía faltaban un par de años para la extraordinaria remake de John Carpenter), y con la cual compartía, además de sus “diez indiecitos” en el entorno cerrado, el tema central de las víctimas como anfitriones de un monstruo-huésped. Un tema que Alien llevaba al extremo, ofreciendo una perspectiva por lo menos incómoda sobre la noción de embarazo. Pero además, como bien señaló el crítico Aníbal Vinelli en la hoy legendaria revista El Péndulo (diciembre de 1979), en un entusiasta anticipo de la que ya era sin dudas la película del año, Scott contaba con otras influencias más difusas pero también más prestigiosas: Scott había vuelto a Joseph Conrad una vez más después de Los duelistas. “Maestro de la aventura, ex capitán de barco –escribe Vinelli–, a 55 años de su muerte, su apasionada exploración del interior humano ambientada en territorios coloniales sigue atrayendo la atención de cineastas como Francis Ford Coppola, que llevó El corazón de las tinieblas al Vietnam de los ’70. Según dicen, Apocalypse Now conserva de Conrad el espíritu trágico, la convicción de lo inexorable. Alien es también conradiana, y lo es en más de un sentido. Se nota en la humorada que implica bautizar como Nostromo y Narciso a la nave espacial y a la cápsula de desembarco, respectivamente, los títulos de otras tantas novelas del polaco. Pero es, si se quiere, no más que una divertida alusión, un simpático homenaje que palidece frente a toda la concepción del film. Si bien Conrad jamás escribió libros de terror, el miedo, la angustia, la sensación del horror antes que el horror mismo, se intuían en sus relatos, que en numerosas oportunidades se caracterizaron por una condición: el poder de lo inexorable. En Alien lo inevitable es deliberado y la ingenuidad aparente, un engaño.”
Hoy, 33 años después, Alien sigue siendo un artefacto perfectamente aterrador cuya puesta en escena funciona por sustracción: hasta uno de los últimos planos de la película no sabemos qué forma tiene el extraterrestre. Para entonces lo que vimos fue ese artrópodo que se prende con fuerza a la cara de John Hurt para “inseminarlo”. Después la criatura serpenteante que sale de su pecho. Y luego el monstruo faliforme, cuyo cuerpo, agazapado en las sombras, sólo podemos ir reconstruyendo de a poco, lo que le exige a cada espectador que lo complete con las formas de sus pesadillas más personales. Al final, tras su tenso e irreductiblemente erótico tête à tête con Ripley –la muchacha apenas vestida y su gatito Jones contra el monstruo con cabeza de pija– expulsa al bicho de la nave, y entonces lo vemos de cuerpo entero y descubrimos, para nuestro horror, que el alien en cuestión era más bien antropomorfo, algo así como un tipo alto y cabezón que no se corta las uñas. Hay maestría en ese golpe final, que, aunque no es el que quería Scott inicialmente –Scott quería que el bicho le arrancara la cabeza a la teniente y luego pusiera rumbo a la Tierra– termina por abrir la puerta, sin sospecharlo, a la lejana Prometeo.

 

 

PROMETEO EN EL DESIERTO

 

Prometeo se llama la nave que en el año 2093 arriba en un lejano planeta perteneciente a un sistema parecido al nuestro, con su propio sol. A bordo viajan un grupo de expedicionarios, y los técnicos y obreros sacrificables de siempre, en busca del origen de unas elocuentes pinturas rupestres que anteceden a todas las conocidas por el hombre, y en las que vemos representados a unos hombrecitos que parecen venerar a otros hombres más altos que señalan una constelación en el cielo. La hipótesis de la doctora Shaw (la sueca Noomi Rapace, la Lisbeth Salander de la primera versión para cine de la saga Millennium) y su colega y pareja es que esos hombres altos de la pintura son nuestros diseñadores. Nuestros “ingenieros”, los llaman. Ellos nos hicieron a nosotros, así como nosotros fabricamos robots perfectamente humanos (y, salvando las distancias, así como no-sotros tenemos hijos). Así que allá vamos, al encuentro de nuestros hacedores. Un rato más tarde, ya inmersos en una cueva inconfundiblemente gigeriana, se topan con una cápsula de navegación y lo que parece ser el esqueleto, de cabeza elefantiásica, de su piloto. Una imagen que les resultará más que familiar a los fanáticos de Alien: se trata de un piloto como el piloto muerto con el agujero en el pecho que encuentran los tripulantes de la Nostromo al comienzo de Alien. Bueno, ocurre que eso no era un esqueleto ni una cabeza elefantiásica, sino un raro traje de astronauta. La precuela diseñada por Scott –escrita por el ignoto Jon Spaihts y reescrita por Damon Lindelof, uno de los principales factótum de la serie Lost y seguramente responsable de los pasajes de charlatanería religiosa de esta película– parte de una pregunta que todas las secuelas de Alien habían ignorado: ¿quién era ese piloto muerto, ese otro alienígena? Y de ahí, al misterio de la creación, casi sin escalas.


Es bastante impresionante que Ridley Scott se haya convertido en uno de los mayores referentes del cine de ciencia ficción a pesar de que, hasta Prometeo, sólo había filmado dos películas de este género. Pasa que se trata de dos de las películas más importantes del cine contemporáneo: después de Alien, Blade Runner. No es difícil ver la correlación entre una y otra, porque más allá de los futuros apestosos que pintan ambas, la adaptación de la novela de Philip K. Dick le permitió retomar uno de los temas de Alien que era, claro, el encuentro con nuevas formas de vida, tanto naturales como artificiales. Las de este último tipo estaban encarnadas en Ash, el robot enviado de incógnito por la corporación para cumplir con una misión y vigilar a sus empleados (gran interpretación de Ian Holm). Remitiéndonos por supuesto a Ash pero no menos a los sufridos replicantes de Blade Runner –a quien su creador ha dotado de vida, de sentimientos, hasta de “alma”, a la vez que de un ciclo vital cruelmente corto–, Prometeo incorpora su propio androide, que termina por apropiarse de la película. Michael Fassbender (el irlandés a quien conocimos en Bastardos sin gloria hace un par de años y hoy está hasta en la sopa) interpreta a David, el mayordomo todoterreno de la Prometeo, conocedor de infinitas lenguas y culturas y técnicas, con una ambigüedad sugestiva y perturbadora. Algo en el fondo de su mirada presuntamente vacía parece activarse cada vez que algún personaje le recuerda que lo que lo diferencia de los humanos es que él no tiene alma. Cuando aparece por primera vez, parece un personaje de 2001, odisea del espacio, pero enseguida advertimos las grietas humanas en la máquina: mientras el resto de la nave duerme su sueño criogénico, David recorre pasillos y salones vacíos y se solaza de una manera por lo menos llamativa: proyectándose en pantalla grande Lawrence de Arabia, imitando el acento de Peter O’Toole, aprendiendo sus diálogos, caracterizándose como él, con elementos de –según el propio Fassbender– el Rutger Hauer de Blade Runner (que cumple 30 este año) y el David Bowie de El hombre que cayó a la Tierra. En su no-humano David, en su irritante perfección motora y su frialdad se cuela cierta vulnerabilidad y cierta humildad fingidas, detrás de las cuales se adivinan una tremenda altanería y un profundo resentimiento que sólo pueden ser humanos. (En espejo, no falta quien sospeche que la otra jefa enviada por la compañía, Meredith Vickers, interpretada por Charlize Theron, sea acaso una autómata.) “En el desierto no hay nada, y ningún hombre quiere nada”, dice David. “Es algo salido de una película que me gusta mucho”, explica. David es el androide que sueña con ovejas eléctricas.

 

Y mejor no contar más. Sólo que habrá un par de escenas gore absolutamente aterradoras, dignas del primer Alien, una en particular que involucra un intento de aborto que lleva un paso más allá las violentas ideas sobre la concepción que han atravesado la saga desde sus inicios.

Con todos sus defectos y traspiés –que los tiene y los da–, Prometeo es una de las pocas películas adultas de la ciencia ficción contemporánea y una de las pocas aventuras espaciales genuinamente ambiciosas y –a pesar de su carácter de precuela– originales, que ha dado el género desde Matrix y a su discutible manera Avatar. Un espectáculo único que nace de la cruza entre una pregunta trillada y grandilocuente pero igualmente inagotable e inexorable sobre el misterio original, y un bienvenido regreso a ese espectáculo único y hermosamente obsceno de vulvas y falos hipertróficos que les rompió la cabeza a varias generaciones de espectadores a lo largo de más de tres décadas.

ADIOS A RAY BRADBURY (1920-2012)

  


 Ultimos atardeceres en la Tierra

No era devoto de la tecnología, no manejaba ni le gustaba viajar en avión, sin embargo se adueñó del espacio y del futuro de la vida en la Tierra como pocos. Unió su nombre a Marte para siempre con Crónicas marcianas. Nunca más se podrá quemar un libro sin pensar en Fahrenheit 451. La ciencia misma explica fenómenos con su teoría del “efecto mariposa”. Y sin embargo, se negaba a ser considerado un escritor de ciencia ficción. Entusiasta irrenunciable, autor de decenas de libros que esconden –todos– algo memorable, lírico, elegíaco, tan cerca de una galaxia remota como de Huckleberry Finn, quizás el secreto de Ray Bradbury sea que convirtió sus propios libros en máquinas del tiempo perfectas que, sin importar los escenarios, los planetas ni los años, viajan siempre al mismo lugar: la infancia perdida. Quizá por eso miles de chicos entraron a la literatura por sus libros y muchos –hoy escritores reconocidos– decidieron quedarse a vivir ahí y sentarse a escribir. La semana pasada, a los 91 años, murió el único humano que llegó a Marte.

Por Mariana Enriquez

“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?” Así, impactado, perplejo, escribía Jorge Luis Borges el prólogo a la edición argentina de Crónicas marcianas, libro que leyó en los últimos días del otoño de 1954, apenas cuatro años después de la publicación original. Y su pregunta apunta al centro del misterio de la literatura de Ray Bradbury: por qué sus historias sencillas, clásicas, de enorme belleza lírica, producen revelaciones, provocan vívidos desasosiegos, reviven terrores atávicos y deliciosos, urgen, también, a contar. No hay escritor cuyo impacto, especialmente en la adolescencia, pueda compararse al que produce Ray Bradbury. Murió esta semana a los 91 años y su muerte era esperada, pero en las demostraciones de duelo afectuoso que se propagaron hubo una tristeza genuina y cierta sorpresa, como si este hombre de Illinois pudiera vivir para siempre. Parte del misterio –insoluble por lo demás– de la literatura de Bradbury es que parece transcurrir en otro tiempo: el de la infancia. No la infancia idealizada que imaginan los adultos sino la infancia real: la época en que se conoce la muerte y la pérdida, cuando hacen falta la magia y los amuletos, los años de esperar el verano y los disfraces y los cumpleaños y el regreso de los padres. Los cuentos de Bradbury vienen de ese país perdido para siempre, pero que él recuerda en cada uno de sus accidentes y sus milagros. Todos los cuentos de Bradbury son acerca de la muerte de la infancia, aunque escriba sobre la muerte de un planeta, de una casa o de una pila de libros que arden. Ese es parte –sólo parte– del impacto de sus ficciones: el reconocimiento. Es el hombre que recuerda. Un emisario que trae olores y colores y voces que se creían perdidos desde un lugar que queda en el más lejano de los territorios: el pasado.
Es extraño que el hombre que volvió respetable la ciencia ficción se haya preocupado tan poco por el futuro (o por la ciencia). Es casi gracioso recordar hoy que, por ejemplo, en aquellos años pioneros, muchos puristas de la ciencia ficción renegaban de Crónicas marcianas porque en el planeta la atmósfera era respirable y a Bradbury nunca le importó explicar por qué. Jamás se preocupó por los años luz y las nebulosas y las matemáticas. A Bradbury sólo le importaba la gente y las metáforas.

 

Ray Bradbury nació en Waukegan, Illinois, de clase trabajadora. Como muchas familias del Medioeste durante la Gran Depresión, los Bradbury dejaron su pueblo buscando trabajo. Primero se fueron a Tucson, Arizona. Y cuando Ray tenía trece, se instalaron definitivamente en Los Angeles. La constante durante estos viajes, solía contar Bradbury, eran las bibliotecas. Allí pasaba todo el tiempo posible leyendo a Poe, Verne, Edgar Rice Burroughs. Bradbury no fue a la universidad, ni tuvo educación terciaria: se formó leyendo en bibliotecas públicas. Su adolescencia y toda su vida adulta fueron californianas, pero sin embargo a Bradbury se lo identifica como la quintaesencia del escritor del Medioeste, el hombre candoroso de pueblo chico, nada que ver con la opulencia playera del rico estado del sol. Sucede que su ficción está anclada en Illinois, en Ohio, en Indiana; de ahí vienen sus personajes, ésos son los pueblos que los marcianos construyen para atrapar a los confiados colonizadores, que creen estar viendo Grinnell, Iowa o Green Bluff, Illinois y no imaginan la trampa (“La tercera expedición”, de Crónicas marcianas). Hay un motivo personal para este anclaje. Hay un Santo Grial en la vida de Bradbury, un personaje de su infancia llamado Mr. Eléctrico. Era un mago de feria ambulante que llegó a Waukegan en el otoño de 1932. Su truco más importante era la silla eléctrica: sentado, dejaba que la electricidad pasara por su cuerpo y le erizara los pelos. Ray lo vio, y quedó fascinado. Pero al día siguiente tuvo una mala noticia: su tío favorito había muerto y debía ir a su funeral. Cuando volvía del cementerio, en el auto de sus padres, alcanzó a ver las carpas del modesto circo y le pidió a su padre que parara. Salió corriendo del coche, escapando de la tristeza y de la muerte. Mr. Eléctrico estaba sentado en un banco y, por decir algo, le pidió que le enseñara algunos trucos de magia. Mr. Eléctrico lo hizo y después le presentó a los integrantes de la troupe. Al hombre tatuado que más tarde sería “El hombre ilustrado”. Al enano que luego sería el protagonista de uno de los más crueles cuentos de Dark Carnival (El país de octubre, 1943). Caminaron juntos por la costa del lago Michigan y Mr. Eléctrico se agachó y le dijo a Ray: “Me alegro de que hayas vuelto a mi vida. Fuiste mi mejor amigo en París en 1918. Te vi morir en mis brazos en las Ardennes. Me alegra que hayas vuelto al mundo. Tenés una cara y un nombre diferentes, pero la luz que brilla en tu rostro es la misma”.

 

Años después, Bradbury se preguntaba por qué le había dicho eso. “A lo mejor tenía un hijo muerto, o se sentía solo, o me estaba haciendo una extraña broma. A lo mejor vio la intensidad con la que yo vivía. Lo que sé es que, cuando me fui, me acerqué al carrusel que tocaba ‘Beautiful Ohio’ y me puse a llorar. Algo importante me había pasado. Me sentí cambiado. Ese hombre me dio importancia, inmortalidad, un regalo místico. Volví a casa y empecé a escribir. Nunca paré”.
Mr. Eléctrico le otorgó el don. Su primer éxito literario se lo dio Truman Capote, que eligió la historia “Reunión de familia” de entre una pila de basura para publicarla en Mademoiselle, una revista más prestigiosa que los pulps donde Bradbury vendía cuentos anteriormente. “Reunión de familia” es una de sus historias encantadoras, de las que le ganaron la fama de escritor delicioso. Que lo es. Es la delicia de “La mañana verde” de Crónicas marcianas, de “La última noche del mundo” de El hombre ilustrado (1951), con esa pareja que antes de irse a dormir, en el final de sus vidas –y de la vida de la Tierra–, no se olvidan de cerrar la canilla; son los cuentos protagonizados por Poe, por Picasso, por la familia Elliot; es El vino del estío, la hermosa recreación de su infancia que lo emparienta con Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain. Pero Bradbury era notable, y perverso, con sus historias de horror: “El pequeño asesino”, donde un bebé camina por la casa y abre el gas para matar a sus padres; “La multitud”, pesadilla urbana en la que quienes se juntan alrededor de las víctimas de accidentes automovilísticos son siempre los mismos –las mismas, fantasmales caras– y estos seres deciden la vida y la muerte. Los horribles niños de “La pradera” o de “La hora cero”, cuentos cuya trama es de ciencia ficción, pero su tema es el más horrible y violento egoísmo.

Y es aún más brutal en la tristeza de sus cuentos de soledades. La mujer y el hijo que ven al padre abandonarlos, de a poco, porque prefiere el vacío del espacio al calor de la familia en “El hombre del cohete”; los chicos que no le dejan ver el sol a la niña inmigrante, en Venus, ese planeta donde llueve sin parar y todo es blanco; la niña de la Tierra que recuerda la tibieza en “Verano todo el año” de Remedio para melancólicos (1959). Esa casa vacía que sigue funcionando después de la bomba, una casa inteligente que no puede detener su propia muerte, que está sola hace tanto tiempo, en “Vendrán lluvias suaves”, uno de sus mejores cuentos.

Su novela más famosa, Fahrenheit 451 (1953) es su única distopía y probablemente su único texto de ciencia ficción pura. Da la impresión que él le estaba muy agradecido al libro, pero no le tenía un gran afecto. “No soy un novelista –solía decir–, corro los cien metros, no el maratón.” Escribió anticipación de una manera oblicua: “El caminante”, por ejemplo, de Las doradas manzanas del sol (1953), anticipa el sedentarismo de los suburbios de Estados Unidos y la inquietante soledad de esas calles por las que nadie camina. También inventó teorías que, con los años, nadie asociaría con su nombre, como la del “efecto mariposa” –formulada diez años antes de que lo hiciera el matemático Edward Lorenz– en el cuento sobre viajes en el tiempo “El ruido de un trueno” (1953), que Stephen King estuvo leyendo con atención para su última novela, 22/11/63.
Ray Bradbury nunca aprendió a manejar (lo que en Estados Unidos es tan raro como estar vivo y no tener pulso). Se resistió a viajar en avión hasta que se hizo muy anciano: prefería, y usaba, el tren. No leía a escritores jóvenes, pero conversaba con ellos durante horas, si le parecía que brillaban, que tenían ese ardor que, por cercano, por propio, sabía reconocer. Su nombre jamás se relacionó con ningún premio importante: ni siquiera ganó el Pulitzer. Contaba que Mr. Eléctrico, en aquella feria ambulante, lo tocó con una espada cargada de electricidad en la frente, en la nariz y en el mentón. Le dijo: “Que vivas para siempre”. El prometió intentarlo.
Y lo logró.

 

La ciencia ficcion en el closet

Por Ray Bradbury
 

La ciencia ficción satisface una necesidad de los lectores que no puede saciar la ficción mainstream porque, sencillamente, la ficción mainstream no les ha prestado atención a los cambios de nuestra cultura en los últimos cincuenta años. Las ideas mayores de nuestro tiempo –el desarrollo de la medicina, la importancia de la exploración del espacio para el avance de nuestra especie– han sido relegadas. Los críticos en general están equivocados o atrasan veinte años. Es una gran pena. Se pierden de tanto. Por qué se deja de lado la ficción de la ideas es algo que me supera. No puedo explicarlo, salvo por el esnobismo intelectual.

Hubo un tiempo en que quería el reconocimiento de todos, de críticos e intelectuales, por supuesto. Pero ya no. Si mi trabajo le hubiese gustado a Norman Mailer, me hubiera suicidado. Pienso que estaba demasiado atrasado. Me alegro de no haberle gustado a Kurt Vonnegut. El tenía problemas, terribles problemas. No podía ver el mundo del modo en que yo lo veo. Supongo que yo soy demasiado Pollyana y él era demasiado Cassandra. Aunque, en realidad, prefiero pensarme como un Jano, un dios de dos caras, que se preocupa por el futuro y quizá vive demasiado en el pasado. Una combinación. No creo ser demasiado optimista.

Cuando era un escritor joven, si iba a una fiesta y decía que era un escritor de ciencia ficción, me insultaban. A mí y a cualquier otro, por supuesto: te llamaban Flash Gordon toda la noche o Buck Rogers. Sesenta años atrás no se publicaban libros de ciencia ficción. En 1946, recuerdo, se habían publicado sólo dos antologías de ciencia ficción. Y no podíamos comprarlas, porque éramos demasiado pobres. Así de escaso y poco importante era el campo. Cuando se empezaron a publicar libros, a principios de los ’50, no se reseñaban en revistas literarias. Todos éramos escritores de ciencia ficción en el closet.

Yo soy como Verne, en muchos sentidos –un escritor de fábulas morales, un instructor de humanidades–. El creía que el ser humano está en una situación muy extraña en un mundo muy extraño, y cree que puede triunfar comportándose moralmente. Su héroe Nemo –de alguna manera la otra cara del enloquecido Ahab de Melville– anda por el mundo sacándole las armas a la gente para enseñarles la paz.

 

Todo empezó con Poe. Lo imité desde que tenía 12 años hasta los 18. Me enamoré de la joyería de Poe. Es un incrustador de gemas, ¿no? Lo mismo que Edgar Rice Burroughs y John Carter. Y los comics. Y los programas de radio imaginativos, especialmente Chandu, El Mago. Estoy seguro de que era bastante berreta, pero no para mí. Cada noche, cuando el show terminaba, me sentaba y escribía de memoria todo el guión. No podía evitarlo. Soy un conglomerado de basura pero también tengo mis amores “literarios”. Me gusta pensar que soy un tren que atraviesa Estados Unidos a la medianoche y conversa con sus escritores favoritos. Y en ese tren iría gente como George Bernard Shaw. Frost, Shakespeare, Steinbeck, Huxley, Thomas Wolfe. Cuando uno tiene 19 años, Wolfe abre puertas. Usamos a ciertos autores en ciertos momentos de nuestras vidas, pero con otros, el romance es hasta el fin. Thomas Mann, por ejemplo. Leí Muerte en Venecia a los 20 y mejora cada año. El estilo es la verdad. Una vez que uno sabe qué decir sobre sí mismo y sus miedos y su vida, eso se convierte en el estilo de uno, y uno recurre a esos escritores que pueden enseñar las palabras para armar esa verdad. Yo aprendí de Steinbeck y de mujeres que amé locamente, como Eudora Welty o Katherine Anne Porter.

Soy un bibliotecario. Me descubrí a mí mismo en una biblioteca. Cuando me gradué de la secundaria en 1938 empecé a ir a biblioteca tres noches por semana y lo hice durante diez años, hasta que me casé. Tenía veintisiete años. La biblioteca es la escuela. No se puede aprender a escribir en la universidad. Es un pésimo lugar para los escritores porque los profesores creen saber más que los alumnos –y eso es falso–. Tienen prejuicios. Les puede gustar Henry James pero, ¿quién quiere escribir como Henry James? No entiendo por qué se enseñan la mayoría de los escritores que se dan en las universidades en los últimos treinta años. No sé por qué la gente los lee ni por qué se los estudia.

Puedo trabajar en cualquier lado. Escribí en habitaciones y en livings cuando era adolescente en la casa de mis padres, una casa pequeña en Los Angeles. Trabajaba en mi máquina de escribir, con la radio a todo volumen y mi hermano y mis padres hablando todo el tiempo. Después, cuando quise escribir Fahrenheit 451, fui a la UCLA y encontré una habitación de tipeo en el sótano; se insertaban monedas de 10 centavos en la máquina de escribir y así se compraba media hora de tipeo por vez.
Escribo todo el tiempo. Me levanto sin saber qué voy a hacer. Usualmente tengo una percepción al amanecer, cuando despierto. Tengo lo que llamo “el teatro de la mañana” en la cabeza, todas estas voces que me hablan. Cuando vienen con una buena metáfora, salto de la cama y las atrapo antes de que desaparezcan.

Es obvio que disfruto de escribir. Es la exquisita dicha y la locura de mi vida y no entiendo a los escritores que lo sienten como un trabajo. A mí me gusta jugar. Me interesa divertirme con las ideas, echarlas al aire como papel picado y correr bajo ellas. Si tuviera que trabajar, habría abandonado la escritura. No me gusta trabajar.
Estas palabras de Bradbury están tomadas de fragmentos la entrevista que Sam Weller le hizo para la revista Paris Review en la primavera de 2010.

 

 

viernes, 15 de junio de 2012

DISPAROS EN LA PANTALLA

 MIENTRAS LA CIUDAD DUERME. Un clásico de John Huston, de 1950, con Marilyn      Monroe en un papel menor


Resulta poco menos que imposible enumerar las muchas y fecundas relaciones entre la literatura de intriga y el cine. El autor de esta nota, igualmente, lo intenta.

Por Javier Porta Fouz

 Enormemente fructíferas, las relaciones entre novela negra y cine exceden por mucho, muchísimo los límites de este artículo. Tanto que incluso exceden, vuelven irrisorio este lugar común de decir que son inabarcables. A estas alturas, las conexiones directas y también las sinuosas, las adaptaciones, las inspiraciones y las aspiraciones, las citas, los sedimentos temáticos y de estilo dan para unos cuantos libros. En estas líneas, entonces, recortaremos salvajemente (¿cómo, y no están tal y cuál?), con la intención de no convertir esta página en un mero listado.

Philip Marlowe

Sin el detective creado por Raymond Chandler no se puede empezar. Sí, el primero en interpretarlo fue Dick Powell en El enigma del collar (Murder, My Sweet, 1944) de Edward Dmytryk. Pero el primer gran hito de Marlowe en el cine fue Al borde del abismo, o sea The Big Sleep, de Howard Hawks, de 1946, con Humphrey Bogart como el detective. Bogart es un Marlowe memorable, de palabras mordidas, sólidas, además de un poco cínicas. The Big Sleep es una película intrincadísima argumentalmente, que ha recibido muchos certeros “no se entiende”. Hawks mismo dijo: “después de esto, jamás me lamentaré de ser lógico”. Hay muchas anécdotas sobre el mítico rodaje, y hubo varios otros Marlowe, pero saltemos a la década del setenta, clave en el cine estadounidense por su modernidad combinada con gran cercanía y conciencia del clasicismo.

 En esa década hay tres películas con el detective, dos interpretadas por Robert Mitchum en 1975 y 1978. Mitchum, neto recurso natural cinematográfico nacido en 1917 estaba ya de vuelta de todo. La película de 1978 es otra versión de The Big Sleep, aquí titulada No llores más, muñeca. Pero esa película de Michael Winner –más allá de que transcurre en Inglaterra y no en California– no es clave. El que quizás sea el Marlowe definitivo es el que Mitchum hizo bajo las órdenes de Dick Richards en 1975: Farewell, My Lovely (aquí llamada Adiós muñeca): los mejores diálogos, las mejores reflexiones, más el cuerpo trajinado, cansado de Mitchum, que se conecta como nadie con la idea que de Marlowe se podía tener en los setenta, con esa cruza eléctrica de desesperanza, raíces clásicas y convicción honorable que tienen tantos títulos de la década. Farewell, My Lovely (basada en la novela homónima que también dio origen a Murder, My Sweet) es una película que ha resistido como pocas el paso del tiempo, a diferencia de la tercera (y primera cronológicamente) con Marlowe de los setenta: The Long Goodbye (1973) de Robert Altman. A pesar de que el guionista fue Leigh Brackett (The Big Sleep, Rio Bravo, Hatari!) la película de Altman, vista hoy, es un experimento estéril en su afán de transportar a Marlowe a la década 1970, vacía y canchera antes que astuta, y con un error de casting tal vez histórico: Elliot Gould como Marlowe, tanto él como los demás parecen estar en una fiesta de disfraces. Pero volvamos a Farewell, My Lovely, y a la mujer que ahí se busca, la mujer fatal: Charlotte Rampling en este caso (quizás nunca haya estado tan seductora), como Helen Grayle / Velma Valento.

Mujeres fatales

No debería hablarse de cine y novela negra sin prestarle la debida atención a la mujer, la femme fatale fundamental. De hecho, es imposible sustraerse a ella: se impone a base de curvas, insinuaciones, planes pérfidos no enteramente visibles para quienes caerán en sus redes. En el número 23 de la revista española Nosferatu dedicado a “Malas en el cine”, en el artículo “Cherchez la femme – La mujer en el cine negro”, Antonio Weinrichter , se dice: “Contra lo que pudiera parecer, esta figura de mujer no es proclive al crimen pasional (…): en ella prima lo deliberado. La codicia, la venganza y el ‘odio controlado’ dictan, más que la pasión, sus manejos.” La femme noir expresa así uno de los peores miedos del macho: que la sexualidad de la mujer tenga otro fin que el de satisfacer la suya. Que no sea ‘víctima’ de su sexualidad, que pueda incluso utilizarla, es algo que le da a la mujer una insólita autonomía dramática”.  Entre todas ellas, dos de entre las insoslayables son Barbara Stanwyck en Pacto de sangre (Double Indemnity, 1944, Billy Wilder) y Jane Greer en Retorno al pasado (Out of the Past, Jacques Tourneur, 1947). Si bien había algo ya torcido en el rostro de la Stanwyck, que difícilmente vendiera inocencia a quien no estuviera ya predispuesto a comprarla, el rostro angelical de Jane Greer es toda una invitación a ser engañado, y así lo es el detective interpretado por un joven Mitchum. Un fragmento de Pacto de sangre puede verse en ese compendio, pastiche de “mujer en el cine negro” –también autocompendio y autopastiche– de Brian De Palma llamado Femme Fatale (2002). La conciencia de que es una película hecha sobre lo ya contado mil veces lo lleva a De Palma a elevar su manierismo hasta el vértigo, e incluso a que el trailer de la película fuera la propia película contada –claro– a velocidad de rayo. Habría que nombrar a muchas otras, incluso a otros grandes epígonos, como Jessica Rabbit (la femme noir es tan arquetípica que llego a la animación, literalmente, sin despeinarse).

John Huston y después

Una de las adaptaciones de Dashiell Hammett (y no la primera) fue El halcón maltés de John Huston (que tampoco fue la primera adaptación de esa novela). Sí fue la primera película de Huston, y ha sido señalada hasta el hartazgo como uno de los hitos del cine negro, un hito fundacional. Sin embargo, la película se apoya demasiado en cataratas de diálogos teatrales y en lugar de en el clima, el tono, el ambiente, se cargan las tintas sobre “el enigma”. Tanto su protagonista Bogart como Huston tendrían mejores relaciones con el cine negro más adelante. Huston haría Mientras la ciudad duerme en 1950, (The Asphalt Jungle), una película realmente fundamental, en la que los temas del noir están imbricados en una estética y una forma claras y contundentes.

Hasta ahora, si bien Femme fatale es de producción francesa, hemos hablado de cine de Estados Unidos, cuna de la novela negra, pero uno puede aventurarse con cine negro en otros países. Y otro recorte salvaje: diremos que hay 4 películas de Truffaut como Disparen sobre el pianista, La novia vestía de negro, La sirena del Mississippi y Una chica tan decente como yo, todas basadas en novelas de autores estadounidenses como David Goodis, Cornell Woolrich y Henry Farrell. La idea de Truffaut era, al adaptarlas, que “las imágenes narren una historia policial y el diálogo una historia de amor”. Godard, desde otro ángulo, trabajó en varias películas sobre el cine negro, y también lo hicieron José Giovanni y Jean-Pierre Melville, pero cerremos con una pequeña muestra negra argentina. Hay un par de películas de Adolfo Aristarain insoslayables, con personajes podridos, desesperados, hechas durante la dictadura: La parte del león y Ultimos días de la víctima, gran cine de género con síntomas de los tiempos. En los ochenta estuvo también Noches sin lunas ni soles, de José Martínez Suárez, y recientemente pudo detectarse en El aura de Bielinsky una lógica de cine negro, y no podemos no mencionar que en los cuarenta y principios del cincuenta hubo una producción sostenida de cine negro argentino: un cine clásico que se miraba en el espejo del americano. Entre otras, es muy destacable No abras nunca esa puerta (basada en relatos de William Irish), de Carlos Hugo Christensen. Y hay muchísimo más, aquí y allá, antes y después, la influencia de la novela negra en el cine es tremendamente fecunda: quizás sea por eso que las mejores películas de los hermanos Coen fueron dos de sus noir, cuyos títulos de estreno en Argentina indican un cierre posible para los temas de esta nota: Simplemente sangre y De paseo a la muerte.