martes, 26 de julio de 2011

LITO CRUZ: ENTREVISTA.



















El bar portuario de su padre en Berisso donde conoció a Federico Luppi. Su vuelta ritual al barrio todos los años. Su amistad con Robert De Niro. Su lugar como maestro de generaciones. Los mitos del método de actuación y sus comentadas improvisaciones en el set. Cómo es que el público termina de crear los personajes. Por qué nunca va a hacer Shakespeare y por qué prefiere las películas basadas en libros. De todo esto y algo más habla Lito Cruz, que a los 70 años está coronando en El elegido una notable tradición que empezó hace 25 años: la de llenar de aliento divino a un personaje diabólico.

Por Juan Pablo Bertazza

Hay algo celestial en la forma en que actúan los demonios de Lito Cruz, hay algo divino en ese apostolado suyo de interpretar malos malísimos. Condición que empezó a manifestarse con su desempeño en la obra Fausto, reflejos de una vieja leyenda (1988), ese mix de versiones diabólicas de Goethe, Marlowe y Thomas Mann representada en el Cervantes; que continuó con su brillante y reveladora encarnación diabólica de José Sagasti en El garante (1997) traumando al pobre psicólogo de Leo Sbaraglia, y que reencarnó también el vienes pasado, en el demonio metálico y onírico que, en El elegido, se le acaba de aparecer al personaje de Pablo Echarri.

Hay algo demoníaco en Cruz que culmina con ese nombre simbólicamente tan cinéfilo que vino a recuperar, justamente, con su actual personaje, Oscar Nevares Sosa: “Me llamo Lito porque tenía un hermano que se llamaba Angelito y murió, después nació mi hermana María Victoria, le pusieron Lita y nací yo, Oscar Alberto, y también me pusieron Lito por el pibe este que falleció. Pero no lo siento como una carga, es parte de la historia. Yo pedí que Nevares Sosa no se llamara Oscar, pero los productores insistieron. Siempre quise mantener el nombre Oscar, de hecho en las primeras películas como Don Segundo Sombra usé ese nombre pero un día Alejandro Doria me dice: ‘Los periodistas piensan que te llamás Osvaldito o Carlitos, así que ponete Lito y chau’”.
















Hay algo de dios en su presencia multifacética y todoterreno como actor, director de teatro, docente y hasta funcionario público ya que, en medio de la corrupción del menemato, dirigió a partir de 1995 el Instituto Nacional de Teatro en una gestión tan fructífera como honesta, cuyos frutos aún se siguen cosechando en el presente con la llegada, por ejemplo, de Incaa TV. Hay algo de dios en su rostro amplio, anguloso y casi esculpido, en esa estampa de prócer nac&pop que lo llevó a hacer de San Martín, Juan José Castelli (en la todavía no estrenada La revolución es un sueño eterno de Nemesio Juárez, basada en la novela de Andrés Rivera), Facundo Quiroga y Juan Moreira; y también en esa voz cavernosa, íntima y lejana que cuando atiende el contestador de su celular larga un estruendoso y notable Liiiittoooooooo, como si respondiera desde el más allá, un celular que no para de sonar durante los más de sesenta minutos que dura la entrevista y que él sólo atiende en dos oportunidades: una para ayudar a redactar a un asistente la carta de presentación de una nueva casa teatral que también será centro cultural en la localidad de Santa Lucía, partido de San Pedro, provincia de Buenos Aires; y la otra para mentir: “Hola, ¿me llamas en veinte que estoy en una escena?”.
















Hay algo divino, incluso, en el contraste entre todo lo que logró (“Me siento uno de los 10.000 mejores actores argentinos, me gustan mucho Rodrigo de la Serna, Pablo Echarri, Erica Rivas, Norma Aleandro y Leonor Manso”, dirá en esta entrevista) y sus orígenes humildes, esos orígenes a los que siempre está volviendo: “En Berisso, el lugar donde nací, paraban algunos barcos que iban hacia Puerto Nuevo. Venían de la guerra y la miseria a hacerse la América. Estaban de paso pero al final se quedaban porque encontraban lo mejor que un hombre puede tener, que es trabajo. A bordo llevaban chapa y adoquines para nivelar en el mar la infraestructura del barco en casos de emergencia y con eso hacían las primeras casas; así empezó a crecer el pueblo. Yo vivía en una de esas casas de chapa, en la que hoy vive mi cuñada. Mi padre, que antes había sido estibador de frigorífico, tenía un bar enfrente del puerto, el famoso bar Rawson ubicado en la célebre calle Nueva York, donde al principio sólo entraban los ingleses, y cuando él lo compró empezó a dejar entrar a los obreros. Yo era mozo de ese bar y así conocí a Federico Luppi que hacía teatro independiente influenciado por el marxismo y la idea de que el teatro podía cambiar la sociedad, con él empecé a trabajar en una compañía teatral de Berisso. El año pasado hicimos la película El día que cambió la historia, de Jorge Pastor Asuaje con Osvaldo Bayer, Norberto Galasso, Rubén Stella y Amelia Bence. Entre otras cosas, el film muestra cómo la murga Los Martilleros de Berisso –nombre que hacía referencia a los obreros de los frigoríficos– fue a la Plaza de Mayo con bombos y tambores el 17 de octubre de 1945. Yo fui miembro, de más joven, de la murga Los Hijos de los Martilleros de Berisso que era algo así como su continuación: bailando y tocando el tambor. Con tanta emoción me acuerdo que se rompieron todos los bombos y un día vino Evita a Berisso y los repuso; toda mi infancia tuvo que ver con el trabajo, la política, lo popular y hace poco Kirchner declaró la calle Nueva York de interés histórico y nacional. Yo veo muy bien la situación actual, realmente a mí me importa mucho lo que hace Cristina, lo que hizo Néstor, pasa que la gente ve un país virtual, el resultado de la ideología de los diarios. Por ejemplo, salió la ley provincial de teatro independiente y nadie dijo nada. En Berisso una empresa filipina puso dinero para armar por primera vez una terminal de containers para extender la ruta 2 hasta ahí, y eso no sale en los diarios, ahí sólo salen los problemas. Pero nosotros nos damos cuenta de que el país está avanzando, lo ves en las calles, lo ves en la gente. Cristina gana las elecciones por sus acciones: ¿cuándo habíamos tenido un canal como el Incaa o una ley gracias a la cual cobramos cada vez que aparece nuestra imagen por lo que el artista ya no es propiedad de alguien sino propiedad nacional?”.

¿Con cuánta frecuencia vas a Berisso?

–Todo el tiempo: los 1º de Mayo hacemos el asado de todos los barrios de Berisso, somos 500 monos más o menos y ahí nos contamos historias, aplaudimos primero al que se murió ese año y la verdad es que últimamente se están muriendo muchos. Yo por las dudas ya tengo mi lugar en el cementerio. También hago asados con los muchachos del secundario, con los de la colimba y con los de mi primer grupo de teatro. La cuestión es conservar la historia de uno a partir de la presencia de aquellos que fueron partícipes de tu pasado, tené en cuenta que ya tengo 70 años... Qué bajón...

Lito Cruz como Oscar Nevares Sosa, cabeza del diabólico estudio de abogados, junto a su socio, protegido y discípulo, Andrés Bilbao (Pablo Echarri), al que está erigiendo como candidato a presidente de la Nación. Uno, encarnación del poder y del mal. El otro, El Elegido para enfrentarlo.

A lo largo de esos 70 años de notable coherencia, hubo en la carrera de Lito Cruz logros impensados como actuar en varias películas basadas en grandes obras literarias como Facundo de Sarmiento, El juguete rabioso de Roberto Arlt, El sueño de los héroes de Adolfo Bioy Casares y ahora La revolución es un sueño eterno de Andrés Rivera (“me encanta trabajar en películas basadas en libros porque, a pesar de que pueden ser menos entretenidas, siempre resultan más profundas; ésa es la diferencia que puede haber entre dos grandes películas como El Padrino y Casino”, explica); también hubo trabajos que siempre tuvo en claro que no iba a realizar, como dirigir cine (“jamás podría hacerlo porque llevo en la cabeza la estructura de la unidad de tiempo y acción del teatro” dice quien además de en El elegido actualmente trabaja en la obra Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, dirigido por Claudio Tolcachir) y dos cuentas pendientes que, hasta ahora, nunca se animó a saldar, hacer Shakespeare y Discépolo: “Nunca me animé, tal vez algún día haga Discépolo, pero Shakespeare me parece demasiado grande y eso que estudié mucho Hamlet, Macbeth, Otelo. Los personajes están para desafiarte, el tema es ver quién gana; los grandes autores se reconocen por pedirles a sus personajes reacciones enormes, Macbeth ve a las brujas, Hamlet ve a su padre muerto, ellos escribían para personas poderosas y de mucho poder muscular que venían a caballo, peleaban con otros, tenían gran proyección vocal porque carecían de parlantes y, al igual que los griegos, vivían en la intemperie. ¿Cómo hace un tipo que vive entre cuatro paredes de dos por tres para interpretarlos? El actor de ahora no puede porque la civilización tiende a achicar la expresión corporal.”












Vos te interesaste mucho en el teatro comunitario, esas compañías como Catalinas Sur, compuestas de vecinos y que ensayan en espacios abiertos, ¿les atribuís a ellos una especie de retorno a ese poder?

–En el teatro comunitario hay algo de eso, una fuerza que no tiene el teatro urbano. Sobre todo porque el teatro no es algo que se enseña, es algo que se hace por necesidad humana: la necesidad de contar una historia, es un instrumento, no es un fin en sí mismo.

Llama la atención que esas palabras las diga alguien que, desde hace más de cuarenta años ejerce también la docencia, primero en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático, luego en su mítico estudio de Suipacha, volviéndose una marca registrada y generando la sensación de que casi no existe actor joven que, en determinado momento, no haya estudiado con él: “Es que a lo sumo podés guiar a alguien pero nada más: yo fui a Santiago del Estero a dar clases poco más de una semana, pero al tercer día les dije: Muchachos, me voy porque ya hablaban como yo. Sí, siento que todos pasaron por mi escuela. Así como el agua es lo único que te hace nadar, el público es lo único que te hace crecer; si vos no tratás de mantener al público en la platea, la fuerza no se desarrolla, por eso a veces hay alumnos que estudian diez años solos y cuando actúan con público parece que hubieran empezado ayer porque no se trata de estudiar sino de practicar”.

Esa misma práctica, en el sentido más teatral de la palabra, es la que se evidencia cada vez que se lo ve entrar en acción al gran Oscar Nevares Sosa en El elegido, un programa que, según explica el mismo Lito Cruz, “tiene temas sociales muy importantes como la corrupción, los pueblos originarios y la masonería, lo cual hace que las historias de amor estén bien instaladas, no en la televisión sino en la sociedad argentina, en una comunidad determinada”. Pero que también tiene una potente pata de apoyo en su personaje: como un cuento de Cortázar para los escritores, en su rol de este abogado inescrupuloso parece esconderse una verdadera lección de teatro, a tal punto que según cuentan sus mismos compañeros de El elegido, Lito Cruz se la pasa improvisando, en el sentido más teatral de la palabra: “No siento que ahora sea mejor actor que antes pero sí que tengo mayor comprensión de la actuación. Hay escenas en las que te sentís un idiota y otras en las que te inspirás: no hay buenos o malos actores, hay buenos y malos momentos de actuar; Brando tiene momentos sublimes y cosas que no; ayer quedé muy conforme con una escena que improvisé con un champagne. Tomé muchas cosas de Robert De Niro para hacer de Nevares, no volví a ver sus películas pero sí se activó lo que me quedó en la memoria y, sobre todo, algo que me dijo una vez: ‘Aprendé todo lo que puedas y cuando digan acción soltá los cinco sentidos a la vez’”. La amistad de Lito Cruz con De Niro es ya legendaria: “Además de ser un gran amigo, varias veces barajamos proyectos de películas para hacer juntos y colaboró para que actuara junto a Sean Connery en El curandero de la selva: fui a Los Angeles, hice el casting y quedé pero finalmente Connery no quiso que yo estuviera porque en ese entonces llevaba barba y dijo que me parecía demasiado a él pero en joven, y él buscaba a alguien opuesto, por eso el papel finalmente fue para José Wilker. Ahora ya ni pienso en hacer algo allá, para qué, mi lugar está acá y además es muy difícil actuar en otro idioma porque las palabras en inglés no tienen, para mí, historia ni memoria, es decir, no es lo mismo decir ‘casa’ que decir ‘house’. Es cierto que improviso todo el tiempo pero siempre respetando la idea que me guía; como el personaje lo imagino yo, sé cómo habla, sé cómo piensa. Si no lo imaginás, estás en problemas porque decís cosas que no tienen nada que ver, ése es el peligro de la improvisación”.

Nevares Sosa incendiando los cadáveres de los padres de Andrés (Leonor Manso y Patricio Contreras), después de una escena poderosa como pocas en la ficción argentina televisiva.

¿El otro peligro es que no te sigan los demás actores?

–Siempre me siguen porque son todos buenos y muy despiertos, y si alguien no me puede seguir, es como cuando en la vida decís algo y el que te escucha no te sigue: continuás con otra cosa, ¿qué vas a hacer? No seguirte es parte de la adaptación del seguirte. El personaje lo hace la gente, vos sólo les das elementos: es como el gato negro de las películas de terror, la gente lo hace malo pero es sólo un gato; así como hacen bueno al perro de Rin Tin Tín. La gente construye. La gente lo arma a Nevares Sosa: es como un cuadro de Picasso, él hace tres líneas pero la paloma la armás vos.

¿Qué se te pasó por la cabeza en esa escena memorable en que matás a sangre fría a Leonor Manso y Patricio Contreras, es decir, a los padres del personaje de Pablo Echarri y luego quemás sus cuerpos; una escena que generó, entre otras cosas, miles de comentarios en Twitter?

–Sucede como en la vida: uno tiene un pensamiento complejo, es decir, pensás en varias cosas a la vez. Pensás en lo que estás diciendo, en lo que vas a hacer, en las reacciones de los otros actores pero también en la luz, en dónde está la cámara y en cómo está saliendo la escena; es decir sos vos y el personaje al mismo tiempo, como si hubiera un comando que te maneja y que no te deja perder el control. No creo en los que se identifican plenamente con su personaje y están las 24 horas del día conmovidos y shockeados porque el personaje les caló profundo: eso es la psicosis. Yo imaginaba, dentro de la cabeza de Nevares Sosa, que estaba haciendo justicia porque María en su trabajo de abortera asesinaba embriones humanos y Alfredo, su marido, era su cómplice; es decir, eran los peores asesinos porque mataban a los que recién entraban al mundo. Me sentía muy tranquilo con mi conciencia porque, además, no es ningún pecado matar a alguien que desea la muerte de uno, y ellos querían que Nevares Sosa muriera. Después me ayudó pensar algo que nos pasa a todos: cuando pensamos en una cucaracha o una rata decimos qué asco, qué horror. En algún punto, todo el mundo es criminal porque todos matamos en algún momento a una rata o una cucaracha, es más, si prestás atención cuando ves a una persona peleando con un mosquito, en poco tiempo le vas a ver poner una cara de odio tremendo que te puede llegar a dar miedo.

En esas palabras tan líricas –que van del mosquito a la paloma– de Lito Cruz, que cada tanto irrumpen en su discurso directo, cotidiano y brutal subyace casi una poética de la actuación, un pentagrama celestial de su trabajo. Pero si volvemos a hablar de lo celestial, hay que prestar especial atención a su teoría de la hipótesis de Dios: “La hipótesis hace que busques fuerzas para cumplir lo que querés, ya sea construir un puente o conectarte con algo superior, la hipótesis hace que el ser avance. Pero la creencia es una estupidez porque estaciona la mente y, en general, se convierte en fanatismo. La hipótesis de Dios la tuvieron los que creyeron que había algo más que no se podía percibir: así nacieron los sonidos en el aire, el teléfono, los mails que viajan por el espacio virtual. Creo que hay cosas en el organismo humano que todavía no se desarrollaron en nuestra generación pero el ser humano está yendo hacia lugares increíbles que van a probar, por ejemplo, por qué alguien va por una calle y no por otra. Hay algo en vos que te guía, te conduce y hasta ahora uno no tiene contacto con eso.”

¿Cómo es la hipótesis de tu muerte?

–Ya tengo el epitafio: “Fue muy divertido, nos vemos pronto”. Comparto la hipótesis de Borges sobre la muerte en el poema “Milonga de Manuel Flores”: “Morir es una costumbre que sabe tener la gente”. Estoy seguro de que hay un más allá porque los gusanos van a estar contentos conmigo, la muerte no existe, un tigre te mata, tu familia llora, ¿pero los tigrecitos? ¡Qué manjar! Gracias por traerme a Lito, ¡qué rico que es! La muerte no es un concepto de vida, es un concepto cultural, pasa que uno está conectado con su vida y no con la vida en general, la vida es un viaje y la muerte es parte de ese viaje; si te morís das vida, no hay manera de interrumpirla. El problema es que la religión católica es el mal de Occidente, el Papa tuvo que inventar un vestuario para que lo respetaran, muchos sacerdotes abusan de los pendejos, el tipo que habla sobre la bondad y la salvación viaja en un auto con vidrios polarizados. La religión nos mandó a todos a un infierno que no existe.

¿Debería llamar la atención, debería sorprender que alguien que tantas veces hizo de diablo sepa tanto de temas relativos a Dios, la muerte, la vida y el más allá? Es palabra de Lito Cruz, el diablo que, en sus actuaciones, más cerca hace sentir a Dios.












MICHAEL CACOYANNIS SU MUERTE.









El cineasta Michael Cacoyannis, conocido mundialmente por haber dirigido la película Zorba el griego, que forjó la imagen internacional de Grecia, murió ayer en Atenas a los 89 años. El cineasta falleció tras ser internado en el hospital Evangelismos, en el centro de la capital, a causa de problemas respiratorios y cardíacos.






Cacoyannis saltó a la fama mundial tras recibir el mayor galardón de Hollywood, el Oscar, como mejor director, mejor guión adaptado y mejor película por Zorba, el griego (1964), basada en el libro de Nikos Kazantzakis y protagonizada por Anthony Quinn. Una postal de aquella película, la imagen de Quinn bailando en la playa de una isla griega, es una de las más conocidas de la historia del cine.

Además recibió dos nominaciones para el premio de la academia a la mejor película en lengua extranjera por Ifigenia y Electra, basada en la tragedia de Eurípides, también premiada con dos galardones en el Festival de Cine de Cannes en 1962. Trabajó también con actores de la talla de Melina Mercouri, Irene Papas, Candice Bergen y Tom Courtenay.

Nacido en Limassol, en Chipre, el 11 de junio de 1921, Cacoyannis estudió derecho en Londres y trabajó para el servicio en griego de la televisión BBC, primero como presentador de noticias y después como productor de programas culturales.


Michael Cacoyannis (en griego, Μιχάλης Κακογιάννης) (Limassol, Chipre, 11 de junio de 1922 - Atenas, Grecia, 25 de julio de 2011)2 fue un prominente cineasta griego-chipriota, mejor conocido por su película de 1964, Zorba el griego, que llevó a Broadway en 1983 en forma de musical. Buena parte de su trabajo tiene origen en los textos clásicos, especialmente en el autor de tragedias griegas Eurípides. Cacoyannis ha sido nominado en cinco oportunidades para el Premio Óscar, un récord para cualquier artista griego.

















Vida

Nacido en Limassol, Chipre, bajo el nombre Μιχάλης Κακογιάννης (Mikhalis Kakogiannis),1 Cacoyannis fue enviado a Londres para seguir estudios de Derecho; sin embargo, tras producir programas en idioma griego para la BBC durante la Segunda Guerra Mundial,3 Cacoyannis se percató de que su interés estaba en el cine. Así, llegó al teatro Old Vic, donde desarrolló una breve carrera como actor bajo el nombre "Michael Yannis" antes de empezar a trabajar en el cine. Debido a que tuvo problemas para encontrar un trabajo como director de cine en la industria cinematográfica británica, Cacoyannis regresó a Grecia, donde filmó su primera película, titulada Kyriakatiko xypnima (1953).3 Luego, se le ofreció la oportunidad de dirigir a Elizabeth Taylor y Marlon Brando en la película Reflejos de un ojo dorado, pero declinó tal oferta.

Cacoyannis ha trabajado en muchas ocasiones con la actriz griega Irene Papas. En 1971, trabajó con Papas en la película Las troyanas, protagonizada por la leyenda de Hollywood Katharine Hepburn. Cacoyannis fue un amigo cercano de Darryl F. Zanuck y de George Cukor














Filmografía


El jardín de los cerezos (1999): director, guionista y productor
Pano kato ke plagios ("Arriba, abajo y a los lados") (1993): director, guionista y productor
Glykeia patrida ("Dulce patria") (1986): director, guionista y productor
Ifigenia (1977): director y guionista
Attilas '74 (1975): director y productor
Las troyanas (1971): director, guionista y productor
Otan ta psaria vgikan sti steria ("El día que el pez salió") (1967): director, guionista y productor
Alexis Zorbas ("Zorba el griego") (1964): director, guionista y productor
Electra (1962): director, guionista y productor
Il Relitto (1961): director y guionista
Eroica ("Nuestra última primavera") (1960): director, guionista y productor
To telefteo psemma ("Una cuestión de dignidad") (1957): director, guionista y productor
To koritsi me ta mavra ("Una muchacha de negro") (1956): director y guionista
Stella (1955): director, guionista y productor
Kyriakatiko xypnima (1954): director y guionista













Premios y nominaciones

Festival de Cannes

1954: Palma de Oro por "Windfall in Athens" - nominado
1955: Palma de Oro for "Stella" - nominado
1956: Palma de Oro por "Una muchacha de negro" - nominado
1957: Palma de Oro por "Una cuestión de dignidad" - nominado
1961: Palma de Oro por "The Wastrel" - nominado
1962: Palma de Oro por "Elektra" - nominado
1962: Gran Premio del Jurado por "Elektra" - ganador
1962: Premio Técnico por "Elektra" - ganador
1977: Palma de Oro por "Ifigenia" - nominado

Berlinale

1960: Oso de oro por "Nuestra última primavera" - nominado
1963: Premio David O. Selznick por "Elektra" - ganador

Premios Óscar

1963: Mejor película en lengua extranjera por "Elektra" - nominado
1964: Mejor fotografía por "Zorba el griego" - nominado
1964: Mejor director por "Zorba el griego" - nominado
1964: Mejor guión adaptado por "Zorba el griego" - nominado
1977: Mejor película en lengua extranjera por "Ifigenia" - nominado
Premios Globo de Oro

1956: Mejor película en lengua extranjera por "Stella" - ganador
1957: Mejor película en lengua extranjera por "Una muchacha de negro" - ganador
1965: Mejor director por "Zorba el griego - nominado

Premios BAFTA

1966: Mejor película por "Zorba el griego - nominado

Asociación de críticos de cine de Nueva York

1964: Mejor película por "Zorba el griego - nominado
1964: Mejor director por "Zorba el griego - nominado
1964: Mejor guión por "Zorba el griego - nominado

Premio David de Donatello

1964: Placa especial para "Zorba el griego"

Festival de cine de Thessaloniki

1960: Premio por contribución especial - ganador
1961: Mejor director por "Nuestra última primavera" - ganador
1962: Mejor película por "Elektra" - ganador
1962: Mejor director por "Elektra" - ganador
1977: Mejor película por "Iphigenia" - ganador
1999: Premio del Sindicato de técnicos de cine y televisión por "The Cherry Orchard" - ganador

Festival Internacional de Cine de Moscú

1956: Medalla de plata para "Una muchacha de negro"

Festival de Cine de Edimburgo

1954: Diploma al Mérito por "Windfall in Athens"
1962: Diploma al Mérito por "Elektra"

Festival Internacional de Cine de Montreal

1999: Premio a la contribución especial - ganador

Festival de Cine de Jerusalén

1999: Premio a los logros de una vida entera - ganador

Festival de Cine de El Cairo

2001: Premio a los logros de una vida entera - ganador












sábado, 2 de julio de 2011

A CINCUENTA AÑOS DE LA MUERTE DE ERNEST HEMINGWAY.




Historias y combates del último gladiador literario








El autor de El viejo y el mar y ¿Por quién doblan las campanas? se pegó un tiro después de una vida marcada por un nomadismo frenético. La guerra, los toros, la pesca, los amores y el alcohol nutrieron una escritura que se hizo inmortal exaltando el instante.







Por Silvina Friera

Ultimo round de una leyenda: escribir también es callarse, aullar sin ruido. El era el macho que se había creado a sí mismo cazando, pescando, boxeando, toreando y combatiendo. Esa estampa virilizada no podía ser contaminada por el soplo crepuscular de la degradación física y mental, tanto más radical cuanto menos advertida. “El hombre puede ser destruido, pero jamás derrotado.” Esta frase de uno de sus personajes más paradigmáticos, Santiago de El viejo y el mar, podría ser su divisa antropológica. Como los héroes de sus ficciones –guerreros, cazadores, toreros, contrabandistas, aventureros de toda suerte y clase social– no claudicaría. Ya lo había intentado en otras ocasiones, como si hubiera pretendido encarnar lo escrito en uno de sus cuentos, “Un lugar limpio y bien iluminado”. Esta vez no admitiría otra prórroga al knock out que deseaba. Pero el silencio hace ruido. Siempre. Como un cajón cerrándose de golpe. Eso creyó escuchar su mujer, entre sueños, la madrugada del 2 de julio de 1961. Uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo XX, curtido en el fino arte de la necrológica antes de tiempo, esta vez lo hizo. Tal vez su cara era como una fiesta de la cual ya se habían ido todos. Ernest Hemingway, el autor de Adiós a las armas, decidió volarse la cabeza de un certero escopetazo, en su casa de Ketchum (Idaho), hace 50 años.

¿Cuántas veces estuvo en el umbral del knock out este nómada indómito con ganas de comerse el mundo, que había nacido en Oak Park, un suburbio de Chicago, en 1899? Pudo sortear casi todos los golpes fuertes, pudo esquivar a los heraldos negros que le mandó la Muerte, parafraseando al poeta César Vallejo. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, Hemingway se enroló como chofer de ambulancias en el frente de Italia. Una granada de mortero lo hirió de gravedad. El gran desafío de la escritura, postularía en un futuro lejano, sería “la lucha entre la cosa viva que es la experiencia y la mano muerta del embalsamador”. El jovencito impetuoso, convaleciente en el hospital de Milán, se enamoró de la enfermera Agnes H. von Kurowski, que le serviría luego de modelo para la protagonista de Adiós a las armas. Su pasión etílica le propinó otro porrazo. Hacia 1928 sufrió un accidente cuando se asomó al tragaluz del baño. Ezra Pound, medio en broma, medio en serio, comentaba que “debía estar muy borracho para caer hacia arriba”. Al anecdotario de tropezones habría que agregar el impacto que le provocó el suicidio de su padre y el palo que se pegó cuando chocó con su auto, acompañado por John Dos Passos. Pero la mejor –sin dudas– es que el propio escritor, antes de obtener el Premio Nobel de Literatura (1954), leyó las perentorias necrológicas que se redactaron, después de dos accidentes de avión consecutivos que sufrió mientras participaba en un safari africano.

Conviene eclipsar a esos tentadores heraldos de Hemingway para zambullirse en su formación y en sus obras. A los 18 años, entró a trabajar en el Kansas City, uno de los grandes diarios norteamericanos de posguerra. En las mesas de redacción aprendió a escribir frases breves que capturaron de inmediato la atención de los lectores, desechó el barroquismo retórico y desterró esos adjetivos inútiles que cuando no dan vida matan; recursos que pronto se erigirían en la columna vertebral de su poética. Siempre quiso ser escritor; el periodismo sería un ámbito de fogueo. La afectación lo irritaba. Prefería construir las frases como un cristal que logra provocar la emoción, pero sin anunciarla, relatando de manera precisa la experiencia capaz de causarla. “Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir con el principio del iceberg –confesaba el escritor a la revista Paris Review, en 1958–. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato.” En el cuento, precisamente, aplicará esta técnica nueva: mostrar sólo una mínima parte de la historia y hacerla depender de una sólida realidad oculta bajo la diáfana superficie. Hemingway forjó una sólida escuela en la narrativa norteamericana que se prolongaría en autores como Raymond Carver o Richard Ford, herederos legítimos de la teoría del iceberg.

Mucho antes de transformarse en uno de los maestros del cuento, frecuentó la París de los años ’20. Desembarcó en esa ciudad gracias a las cartas de recomendación que Sherwood Anderson le había escrito para Gertrude Stein, Ezra Pound y Sylvia Beach. Una vez más estaba en el lugar indicado, donde se escribía la historia. Hemingway acudía, puntual, a la cita con la bohemia. Por los cafés de Montparnasse y las buhardillas a la orilla del Sena, circulaban también James Joyce, Henry Miller, John Steinbeck, Scott Fitzgerald. París era la meca para los norteamericanos de entreguerras que anhelaban escribir o simplemente beber y realizar un ajuste de cuentas con la vida. Ya era un “piel roja”, el gran macho de la tribu de escritores. En esa época, una de las más prolíficas, publicó dos de sus novelas, Fiesta (1926) y Adiós a las armas (1929), donde consiguió, gracias a la distancia que tanto ponderaba, plasmar sus experiencias en el frente de batalla. En una de sus más célebres recomendaciones sugería: “Nunca escribas sobre un lugar hasta que no estés lejos de él porque ese alejamiento te da mayor perspectiva”.

“Para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!”, es una frase ciento por ciento de Hemingway. A contrapelo del emblema instaurado por Flaubert –quien advertía que para poder crear una obra un escritor necesitaba establecerse en un lugar tranquilo–, “el más borracho del mundo” viviría en una especie de nomadismo frenético. Si la guerra fue uno de los principales tópicos literarios de Hemingway, una década después tropezaría otra vez con una confrontación bélica mayúscula –quién dijo que no se vuelve a tropezar dos veces con la misma piedra– cuando asistió al estallido de la Guerra Civil Española (1936-1939), donde se comprometió con los republicanos españoles. No era un novato extraviado en un territorio desconocido. España fue un cimbronazo existencial mucho antes de esa contienda y de la publicación de ¿Por quién doblan las campanas? (1940), considerada una obra maestra de la literatura universal. Robert Jordan, el protagonista, es un dinamitero de las Brigadas Internacionales que comprenderá tempranamente que su intervención será inútil porque la guerra como tragedia colectiva seguirá su curso inexorable. “La guerra es el mejor tema: ofrece el máximo de material en combinación con el máximo de acción. Todo se acelera allí y el escritor que ha participado unos días en combate obtiene una masa de experiencia que no conseguirá en toda una vida”, escribió Hemingway en una carta dirigida a su máximo contrincante literario, Fitzgerald.

El mundo de los toros lo subyugó en el preciso momento en que lo descubrió, en los sanfermines de 1923. Hasta los años ’50, era común y corriente ver al escritor norteamericano asistir a las corridas de toros, a veces del brazo de otros mitos vivientes como Ava Gardner o Lauren Bacall. La prosa de Hemingway devino, si se permite la metáfora, en un toro de cuernos afiladísimos. Su cornada magistral –quien no ha sentido, al leerlo, que las letras bailan y arden delante de sus ojos– exalta el instante, a través de la repetición de palabras y frases, con una cadencia rítmica tan imitada como bastardeada. Pudo haber emulado, durante buena parte de la década del ’40, a los bartlebys que ha rastreado Enrique-Vila Matas, esos escritores cuya gloria o mérito consiste en no escribir más. Diez años estuvo sin publicar; recién en 1950 llegaría Al otro lado del río y entre los árboles –autoparódica narración de amor otoñal despreciada por la crítica de entonces– y dos años después el clásico El viejo y el mar, novelas escritas en Finca Vigía, la casa en La Habana (Cuba) donde vivió 21 años, entre 1939 y 1960.

“Su vida estuvo determinada por un sentido, a veces épico, a veces infantil, de la contienda”, afirma Juan Villoro en el prólogo a la reedición de El viejo y el mar, novela con la que obtuvo el Premio Pulitzer en 1953. El protagonista es un viejo pescador, Santiago, que lleva casi tres meses sin pescar; hasta que captura, luego de una titánica lucha de dos días y medio, un gigantesco pez al que ata a su pequeño bote. El anciano perderá ese botín al día siguiente, en otro combate no menos heroico, en las mandíbulas de los voraces tiburones del mar Caribe. En las ficciones de Hemingway cabalga una constante: hombres que se enfrentan, en una pulseada sin cuartel, a un adversario brutal. Más allá del resultado, el triunfo o la derrota, esas criaturas acceden a otra instancia gobernada por el orgullo y la dignidad. Aun en las peores tribulaciones y reveses, la conducta de un hombre puede mudar la derrota en victoria. Los imperativos categóricos de la ficción pronto perforarían los límites de las páginas. Aunque antes del fin, hubo un atajo inesperado.

En el sótano del Hotel Ritz de París aparecieron unos baúles viejos con manuscritos mohosos: los cuadernos de notas que Stein aconsejaba llevar consigo a Hemingway. El hallazgo lo animó a pasar en limpio lo que sería París era una fiesta, publicado póstumamente en 1964, texto en el que evocó sus inicios literarios en los cafés del Barrio Latino y sus contactos con los miembros de la Lost Generation. Las enfermedades minaban el cuerpo del escritor: ligera diabetes, hipertrofia del hígado, un curioso mal conocido como hemocromatosis, hipertensión, problemas serios en la vista. En 1960 se fotografió con el joven Fidel Castro para colocarse del lado bueno de la historia, donde no podía ni debía faltar. Pero se avecinaba una larga despedida. Partía de Cuba y regresaba al país donde había nacido para sumergirse en la ruta de la muerte: pérdida de la memoria, entradas y salidas de hospitales y una seguidilla de intentos de suicidios abortados. “Le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar”, decía Santiago. Tal vez con la última chispa de conciencia de la dimensión ética y metafísica de ese combate, la sombra de Hemingway conquistó la inmortalidad de un tiro.