domingo, 29 de agosto de 2010

GASTON DUPRAT Y MARIANO COHN, DIRECTORES DE EL HOMBRE DE AL LADO



“Es una película incómoda, si te reís es por incomodidad”



Los cineastas convocaron a Rafael Spregelburd y a Daniel Aráoz para protagonizar un film que plantea un conflicto, en principio trivial, entre dos vecinos muy diferentes entre sí. “La película desenmascara la doble moral burguesa del que la ve”, señalan.


Por Oscar Ranzani

No hay duda de que cualquier persona ha tenido, en determinado momento, problemas y discusiones con sus vecinos, ya sea por la música fuerte de quien vive tras la medianera, porque los ruidos de los arreglos no dejan dormir la siesta o porque entra y sale gente todo el tiempo. Andrés Duprat capitalizó esa experiencia propia en la escritura del guión de El hombre de al lado. Es el tercer largometraje de los cineastas Gastón Duprat (hermano de Andrés) y Mariano Cohn, quienes se dieron a conocer en el mundo audiovisual con el ciclo Televisión abierta, y luego en el cine con el documental Yo Presidente y la ficción El artista. Una de las novedades que trae la dupla radica en la convocatoria a actores profesionales para los protagónicos del film que se estrena el jueves próximo en la cartelera porteña: Rafael Spregelburd y Daniel Aráoz. Ambos provienen de ámbitos distintos: mientras el primero tiene una destacada trayectoria en el teatro, el segundo es más conocido como comediante de programas televisivos. Y otra de las novedades es que Aráoz demuestra un potencial dramático en El hombre de al lado que seguramente le terminará abriendo más de una puerta en un futuro cercano.

Esta nueva ficción focaliza en un conflicto entre vecinos: Leonardo (Spregelburd) es un joven de clase acomodada, diseñador industrial con un prestigio ganado en el medio donde se mueve, y un respetado profesor académico que decidió vivir junto a su mujer Ana y su hija Lola en la Casa Curutchet en La Plata, la única que diseñó el gran arquitecto suizo-francés Le Corbusier en América. Del otro lado de la medianera llega a vivir Víctor (Aráoz), un vendedor de autos que no tiene los pergaminos de Leonardo y que un día decide construir una ventana justo enfrente de la que tiene la habitación del matrimonio. Indignado por la decisión, Leonardo comienza a explicarle a Víctor que su deseo no podrá consumarse porque estaría violando su derecho a la privacidad. Pero Víctor elabora una estrategia de seducción tendiente a lograr que la pareja cambie de idea. Allí entrarán en disputa dos formas de vivir y de pensar: la situación irá subiendo de tono y hará tambalear a Leonardo, que tratará de mostrar seguridad a pesar de no lograrlo, mientras que Víctor buscará poner paños fríos, aunque por momentos se verá como desafiante. Ese vaivén en la actitud de los personajes genera un juego en sí mismo para el espectador: cuesta tomar partido por uno de los protagonistas, ya que la elección va variando a la hora de sentirse identificado. Con un humor sutil, El hombre de al lado es, sin embargo, un drama con toques de comedia oscura.

“En principio, es un problema minúsculo y mundano entre vecinos pero tiene aristas que se disparan para todos los lugares y lo convierten en un problema general y social”, destaca Gastón Duprat en la entrevista con Página/12. “Nosotros también cargamos con muchas mudanzas a lo largo del tiempo y entonces también era muy sencillo inyectarle ideas. Todo el mundo tuvo experiencias propias con los vecinos”, agrega su coequiper Cohn.

El hombre de al lado se presenta en Buenos Aires tras un periplo por diversos festivales. Obtuvo el Premio a la Mejor Película Argentina en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata 2009 (Ex Aequo con TL-2: La felicidad es una leyenda urbana, de Tetsuo Lumière). Gracias a ese galardón, la dupla pudo ampliarla a 35 mm y presentarla en el Festival de Sundance 2010 –la Meca del cine independiente–, donde obtuvieron el premio a la Mejor Fotografía y algo más: pudieron posicionarla a nivel internacional. “Tiene estreno asegurado en Estados Unidos y la compró HBO. También se va a estrenar en Francia, España, Portugal. Y tenemos garantizado el estreno mundial en Sundance de la próxima película que vamos a hacer”, cuenta Cohn. “En Sundance, El hombre de al lado tuvo muy buena repercusión y todas las salas estuvieron siempre llenas. Los problemas con los vecinos se repiten en Argentina o en Estados Unidos: es universal”, agrega Cohn.

–John Nein, el programador del Festival de Sundance, dijo que El hombre de al lado “es un film intenso e incómodo que, con su humor caústico, desenmascara la doble moral burguesa”. ¿Coinciden con este análisis?

Gastón Duprat: –En las pocas proyecciones que tuvo la película en Estados Unidos generó mucho debate. Se podría decir que también desenmascara la doble moral burguesa del que la ve.

Mariano Cohn: –Te hace tomar partido.

–Es difícil tomar partido por un personaje o el otro porque la sensación es que, a lo largo de la película, la identificación va variando.

G. D.: –Esa fue una idea que se construyó en el guión: esa cosa sinuosa de empatía con el espectador que va pasando por un personaje, luego por el otro... y así. No es que te hacés amigo de uno. La idea no fue hacer una cosa maniquea y simple, sino compleja como la realidad.

M. C.: –Que tengas que tomar posición ideológica mientras la ves.

–¿Una discusión, en apariencia pequeña, termina desenmascarando ideologías?

G. D.: –Sí, y problemas más generales y sociales como el miedo a lo distinto, las cuestiones de clase, las diferencias culturales. Por cómo están diseñadas las ciudades modernas, uno vive a un metro y medio con un absoluto desconocido y finge que no lo conoce, que no existe y, sin embargo, está conviviendo. Muchos problemas aparecen simbolizados.

–¿La idea fue generar un tipo de humor que resulte incómodo en el espectador?

M. C.: –Sí, pero más sutil, no un humor subrayado.

G. D.: –No es que dijimos: “Vamos a hacer una escena humorística”, sino que resulta humorística después por una cantidad de tensiones que hay dentro de la escena. Toda la gente que la ha visto coincidió en que es una película incómoda: si te reís, también lo hacés un poco por incomodidad. Es una risa para adentro.

–¿Por qué la película busca establecer una mirada sobre el miedo a lo diferente?

G. D.: –Porque Leonardo vive en esa casa hiperdiseñada, muy bella, plásticamente equilibrada y un vecino abre un boquete porque necesita un poquito de luz y ahí se enteran los dos de que existe el otro. Son diferentes códigos, diferentes culturas, diferentes gustos y maneras de pensar, de comer, de vivir. Además, ambos toman conciencia de la existencia de ellos mismos ante la mirada del otro. Y empiezan los problemas. La película es como una bola de nieve: empieza un conflicto chiquitito y cada vez es más grande, más grande y más grande, con un final inesperado. Eso fue premeditado desde el diseño de la película: algo chiquito que se va poniendo más engorroso, más incómodo.

–¿A su vez el film propone que el espectador se cuestione por qué el otro suele presentársele como una amenaza?

G. D.: –Bueno, en general, todos tenemos miedo a lo que es distinto, a lo que no conocemos. Justamente por eso elegimos que el que le abra la ventana al personaje de Spregelburd fuera una persona distinta y no otro diseñador industrial. Si no, no hubiese habido problema y, con un poco de comprensión, se hubiera solucionado. También nos interesaba buscar un conflicto en el que la justicia, la policía y toda la cosa de control no pudieran hacer demasiado. Es la instancia de un problema donde uno se la tiene que aguantar con su vecino, cara a cara, y resolverlo de manera humana, gestual. No es que puede poner un intermediario como un abogado: todas esas cosas no sirven.

–La historia presenta dos personalidades muy diferentes: si bien Leonardo busca mostrar carácter frente a Víctor, termina resultando inseguro. En cambio, Víctor, a pesar de su seducción amistosa, demuestra temperamento.

G. D.: –Queríamos plantear dos personajes antagónicos pero con muchos matices.

M. C.: –Y por momentos, cada uno de ellos resulta indescifrable. No es que corresponden a un estereotipo.

G. D.: –Nos parecía que el hecho de poner dos personajes antagónicos profundizaba más esa cosa del miedo a lo distinto, a lo que uno no conoce, a lo culturalmente opuesto. Uno siempre se rodea de gente afín. Están elegidos esos personajes para potenciar esa diferencia.

–¿Por qué si Leonardo tiene un prestigio ganado en su profesión no logra hacerse respetar en su vida? Y no sólo por el vecino que lo apabulla sino también por su mujer que lo domina y su hija que no lo quiere.

G. D.: –Vivir en esa casa, ser exitoso en la profesión, ganar dinero, ser un prestigioso profesor académico, todo eso va en contra de cualquiera.

M. C.: –Ya creerte ese personaje te anula para un montón de cosas más normales y diarias.

G. D.: –Al tener todo calculado, armado y diseñado, mostramos en la película cómo eso atenta contra lo humano.

–¿Cómo surgió la idea de la convocatoria a Rafael Spregelburd y a Daniel Aráoz para que trabajaran juntos, teniendo en cuenta que vienen de ámbitos diferentes?

M. C.: –Nos parecía que eso también era la parte interesante: convocar a un actor que viene de la televisión y a otro que viene del teatro. Ya ahí había un choque de por sí. También conocíamos el potencial que tenía Daniel: avasallante, carismático, con una voz y una máscara impresionantes. Y Gastón también había estado en contacto con Rafael, conocíamos su obra y nos interesaba ver qué pasaba. Y los juntamos por primera vez en un ensayo y ya ahí vimos que había chispazos naturales.

–¿Por qué decidieron que la vivienda de Leonardo y su familia fuera la única casa que construyó Le Corbusier en América? ¿Fue como una especie de juego porque el protagonista es diseñador industrial, o había otros motivos?

G. D.: –Primero, nos pareció ideal porque acrecienta el conflicto. No es lo mismo que te hagan un boquete en una casa común que en una obra maestra de la arquitectura mundial. Por otra parte, es una casa que está un poco soslayada. Cuando la mostramos en Estados Unidos se fascinaban.

M. C.: –Es una obra muy poco difundida. No saben que existe esa casa.

G. D.: –Y también queríamos tratarla como un personaje más y no como un mero decorado. Hay muchas escenas donde está la casa sola sin personajes. Además, la plasticidad, la luz y la calidad espacial que propone esa casa son infernales. Y eso está plasmado en la película.

CINE › LA REALIZADORA ESTHER ROBINSON HABLA DE A WALK INTO THE SEA: DANNY WILLIAMS AND THE WARHOL FACTORY




Una nueva mirada sobre la Factoría





La documentalista neoyorquina recuperó unas home-movies de su tío que dan cuenta de un costado desconocido de la legendaria Warhol Factory. “En la visión de Danny, los famosos se ven todos muy distintos, son sólo personas”, explica.


Por Leonardo Ferri

Cuando Esther Robinson llevó a su abuela para que conociera su lugar de trabajo –ahora que tenía un horario fijo y un lindo escritorio– no pensó que ese tour de oficinas terminaría por revelar una vieja historia familiar oculta, y que a su vez le daría la inspiración para hacer su primera película. Cuando la ahora cineasta le presentó a su jefe, el presidente de la Warhol Foundation for the Visual Arts –un hombre mayor pero todavía sexy, impecablemente vestido con su camisa perfecta y con un encanto natural–, la abuela le confesó: “Mi hijo Danny fue el novio de Andy Warhol, vivió con él y su madre”. Robinson, la nieta, no salía de su asombro por ver a su abuela de 92 años en pleno juego de seducción, pero mucho más por la revelación. A Walk into the Sea: Danny Williams and the Warhol Factory es el resultado en forma de documental que da cuenta de aquella Edad de Plata rebosante de fiestas, dinero, droga y fama que rodeaban a la Factory de Warhol, y que se verá hoy y mañana en el Puma Urban Fest, en el Auditorio Buenos Aires.

“Danny Williams desapareció en 1966, antes de que yo naciera, y crecí sin que nadie de mi familia hablara de él”, cuenta Robinson desde Nueva York, en charla con Página/12. “Creo que en todas las familias pasa eso de tener a alguien que todos conocemos o algo que todos sabemos, pero de lo que no se habla, y en mi familia, ese alguien y esa cosa eran Danny y su desaparición”, explica. No fue hasta 1999 que se topó con su historia, cuando trabajaba en una organización que funcionaba dentro del mismo edificio que la Fundación Warhol. Hasta ese momento había trabajado como productora de películas, tarea que su abuela consideraba poco seria. Pero como en este nuevo trabajo tenía un horario y un escritorio, ella, que en ese entonces tenía 92 años, fue a visitarla. Y allí sucedió el encuentro.

–¿Y qué sintió cuando escuchó semejante declaración?

–Quedé shockeada.

A partir de ese momento sucedieron varias casualidades, o quizá no tanto, dado que estaban hablando de Warhol y Williams en un lugar en el que era muy posible que alguien los haya conocido. Como fuere, alguien que pasaba por ahí escuchó la conversación, y una vez que la abuela se fue, le dijo a Robinson que tenía que contactarse con una tal Callie, que no era otra que la encargada del archivo fílmico de la Fundación, porque tenía información acerca de su tío. “Tardé tres semanas en llamarla”, cuenta Robinson. “Fue todo muy desestabilizante y raro: pasó de ser un tema del que no se hablaba a de alguna manera ‘encontrar’ a mi pariente, y conocer a mi abuela de otra manera... Necesité un tiempo para procesar toda esa información, porque cuando uno empieza a desentrañar este tipo de historias, nunca sabe con lo que se va a encontrar”, dice.

Cuando Robinson finalmente llamó a Callie, recibió una de esas respuestas que sólo podrían darse dentro de un guión: “Estoy muy contenta de que hayas llamado, estuve tratando de ubicarte desde hace siete años: tengo las películas de tu tío”.

A Walk into the Sea –que ya se vio en el Bafici 2008– cuenta la historia de dos jóvenes Williams y Warhol en pleno apogeo de ese estudio de arte que se llamó The Factory y que era frecuentado por nombres como Bob Dylan, Mick Jagger, Brian Jones, Truman Capote, Joe Dallesandro (la entrepierna protagonista de la tapa de Sticky Fingers, de los Rolling Stones) y Lou Reed. Justamente en la película es que se ven las primeras filmaciones de la Velvet Underground, antes de que se convirtiera en banda de culto y emblema de la ciudad de Nueva York. Lugar de vanguardia por excelencia, La Factoría era un lugar forrado íntegramente de papel de estaño, espejos rotos y pintura plateada, que le valieron su nombre alternativo de Silver Factory (Factoría de plata). Era también donde Warhol promocionaba a las llamadas Warhol Superstars, a las que les permitía gozar durante cierto tiempo de su estrellato (los famosos 15 minutos de fama), para luego elegir a otra.

El film intercala las entrevistas a algunos de los sobrevivientes de aquella época con imágenes de los veinte rollos de Williams, recuperadas por la directora. “Conocemos a la gente que aparece en los films gracias a Andy Warhol, pero con la visión de Danny se ven todos muy distintos, son sólo personas”, explica.

–Cuando vio los films, ¿qué descubrió en ellos?

–Parecía que alguien me estuviera hablando directamente. Obviamente no era mi ojo, pero me era muy familiar y me di cuenta enseguida de qué era lo que estaba tratando de contar. A veces las historias son cuestiones de ego de quien las hace, pero la historia de Danny era la de esa persona invisible que mira desde afuera.

* La tercera edición del Puma Urban Fest se llevará a cabo hoy y mañana en el Auditorio Buenos Aires (Av. Pueyrredón 2501). Además de la proyección de A Walk into the Sea, estarán también The Pixar Story y New Born. Habrá conferencias y proyecciones de reconocidos artistas urbanos, como Leslie Iwerks, el brasileño Calma y el argentino Liniers. Musicalizarán en vivo Charlie 3, Lucas Martí, 107 Faunos, Polen y Carca, entre otros. Para ver la programación completa, ingresar a urbanartfest.com.

miércoles, 25 de agosto de 2010

SE PUBLICO MEZCOLANZA, QUE REUNE LAS MEMORIAS DE LEONIDAS LAMBORGHINI



“La poesía es una recreación del mundo, tiene ese poder”

El libro es producto de las conversaciones que mantuvo el poeta con Santiago Llach, entre 2007 y 2008. Allí están los temas que lo marcaron, desde el peronismo hasta el exilio, con la oralidad irreverente que fue también un sello de su notable obra poética.




Por Silvina Friera

La risa de Leónidas Lamborghini –el “crack peronista” de la poesía argentina del siglo XX– devora lo momificado, lo consagrado, lo institucionalizado. Nunca se quedó en el molde esta maravillosa termita. Nadie como este poeta ha practicado la risa –como poética y política–, tan empecinado en resistir al poder “que utiliza una máscara para disimular sus estropicios tras la fachada de lo ‘serio’”. Hay palabras –como estropicios– que tienen el inconfundible sabor de la oralidad lamborghiniana. Hasta cuando estaba en la lucha por el mango y vivía en una pensión –a fines de los años ’50–, de noche leía el Quijote. Y se reía a carcajadas. Tanto se reía que le golpeaban la puerta para que bajara el volumen. Es probable que los lectores que se sumerjan en Mezcolanza (Emecé), las memorias de Lamborghini, sufran, por momentos, tremendos ataques de risa. Mejor que así sea; que la risa de cada uno se funda con la del poeta. Santiago Llach se encontró muchas veces con el autor de Las patas en las fuentes entre marzo de 2007 y septiembre de 2008. Leónidas, que entonces ya había pasado los ochenta años, desgranó recuerdos de infancia y de juventud. Y habló de todo, desde su experiencia en el exilio en México, hasta el modo en que escribió y reescribió sus libros. El desparpajo, esa cosa casi inmoral con el lenguaje, el no respeto de la sintaxis, los juegos –inscriptos en sus poemas– se pueden apreciar en estas páginas, en la oralidad irreverente de un poeta que hilvana los retazos de su vida. “La ensalada rusa que tengo es arlteana. Mi obra está cruzada por Arlt, Discépolo, las letras del tango, Dante... Es una mezcla que yo tengo, un epigrama que se llama: ‘Edificio en construcción. Guarda con la mezcladora’; le dijo el constructor al de la máquina mezcladora.”

La incalculable virtud de Mezcolanza es haber preservado esas perlas del habla de Leónidas. Las jergas, giros y muletillas. Quien lea estas memorias –y quien haya gozado del placer de haber charlado largo y tupido con este bufón gigante de la poesía argentina en su modesto departamento de la calle Laprida– se encontrará con la inconfundible dicción del poeta. “El tono –afirma Llach en el prólogo– es el de una deriva en la que priman los saltos azarosos que la mente le sugiere a la voz antes que el orden lógico de un relato sistemático.” El libro –como la memoria– es un montaje que en ciertas instancias repone cierto orden cronológico y temático. Este loable montaje es el testimonio de un hombre atravesado por las peripecias públicas de la Argentina del siglo pasado. Poeta fundamental de este país –cómo pensar la poesía sin sus balbuceos, sin el tronche abrupto, el corte de verso que deja al lector sin aliento–, Leónidas murió el pasado 13 de noviembre de 2009 sin llegar a revisar la versión final del texto. Su hija Teresa se encargó de la tarea, amén de introducir numerosas precisiones. También de Teresa fue la idea de incluir un delicioso bonus track: la reescritura de un pasaje del Finnegan’s Wake, de James Joyce, del que Lamborghini habla en sus recuerdos. Como complemento ineludible, se agregó, además, la entrevista realizada por Daniel García Helder para Diario de poesía en 1996 y una cronología centrada en la obra de Lamborghini.

El título de estas evocaciones es de cuño discepoliano. No podía ser de otra manera. La mezcla, epigrama o ensalada rusa, la “mezcolanza” –aclara el poeta– se la debe a Discépolo. “¿Y si toda nuestra literatura fuera una mezcolanza? Porque Arlt decía que era el Dostoievski argentino. Pero antes fue el folletinista, de allí sacó El juguete rabioso, y con esa especie de lenguaje de cosa rocambolesca. La mezcolanza tiene ese dejo italiano, casi despectivo. Lo gauchesco tiene esa misma connotación, grotesca. En Hernández tenés una mezcla de Dante con el poema clásico, la invocación y todo eso que está como transportado a nuestra realidad, hay transposiciones, en Borges también las hay. Borges será más fino, tiene cuidado con las mezclas. En química no es la combinación, en la combinación no notás los elementos, es una síntesis. En la mezcla o mezcolanza, notás los elementos que la componen”, explica Leónidas.

Tenía 9 años cuando garabateó unos poemas, imitando a Lugones. Era un adolescente cuando un tipo de la barra le dio la letra de un tango. Esta donación sellaría un destino. El tango fue algo entrañable para Leónidas, especialmente las letras (no tanto la música), a las que tempranamente relacionó con Baudelaire y Rubén Darío. La picaresca está a la orden de cada página, como un extraño dispositivo que eleva cómicamente aún más el anecdotario. “Yo siempre dije que tendría que haber sido tenor. Soñé con ser cantor de tango, creo que ese sueño lo ha frecuentado mucha gente. Y hasta pensaba en ganarme la vida con el tango. Porque uno en el baño canta fenómeno...”. En la zona del deseo de Leónidas, el tango fue un poderoso imán. Confiesa –porque su voz resuena en tiempo presente– que tenía el prurito de sentir que no era un buen balarín. “Siempre admiré a los bailarines de tango y quería imitarlos, pero nunca alcancé esa elegancia.” “Elegancia”, “seriedad”: se llevan a las patadas en esa “lucha paralela” con el poema que entabló Lamborghini.

El repaso de su experiencia en la fábrica textil del padre –llamada Terecar–, donde se hacían casimires hacia mediados de los años ’40, parece una “pieza de museo” de la memoria –lamentablemente– del país industrial en el que se fogueó el poeta. Leónidas intentó estudiar Agronomía en la facultad, pero se tuvo que retirar “porque ahí eran todos gorilas”. Ese joven, que entonces ya se proclamaba peronista, era considerado por sus “compañeros” como un “fascista”. La imagen de mochilero sería “futurista” para este señor de bigotazos militantes que nació en 1927. Como si fuera un precursor hasta en esos trotes, se podría decir que Leónidas tuvo una etapa de “mochilero peronista”, entre los 22 y 23 años, cuando anduvo “vagabundeando” por el norte: Salta, Jujuy, Tartagal. Su marca de fábrica, asume el poeta, fue haberse puesto “siempre a favor del laburante”, tanto en las fábricas donde puso el cuerpo como en su condición de delegado en los diarios Crítica y Crónica. Ingresó a los 30 años al diario que fundó Botana y trabajó en la sección policiales, donde antes había estado nada menos –vaya coincidencia– como Roberto Arlt. El periodismo –para él que entró “sin saber un carajo”– fue una tabla de salvación. Es una pena que las notas que escribió –muchas ni siquiera estaban firmadas– no se hayan conservado. Al menos sus hijos hurgaron en los archivos de Crónica, pero no encontraron nada.

Si los recuerdos son como hebras muy frágiles, Leónidas los potencia con el tamiz de lo cómico. No se cansaba de repetir ciertas frases –la de Nietzsche, “tenemos el arte para que la verdad no nos destruya”– que fueron y son como el abecé de su existencia poética. “Creo que el artista siempre es el bufón de la corte. Como el bufón de Shakespeare en Rey Lear, al servicio de controlar la locura o la imbecilidad de los que tienen el cetro, respondiendo a la distorsión con la distorsión multiplicada, viendo en lo cómico lo trágico y en lo trágico lo cómico.” Su padre –que le habló tempranamente de literatura– había fracasado como escritor –aunque llegó a publicar Memorias de un pobre hombre–; pero por esas cosas de la vida tuvo dos hijos escritores. “Yo, el hijo mayor, un día le vine con una imitación de Almafuerte y me corrió por las escaleras. Yo no entendía un carajo.” Lamborghini fue entendiendo, tal vez demasiado rápido. Pero siempre explorando en los márgenes, desde su primera obra-plaqueta el Saboteador arrepentido (1955). No entraba en la generación del ’40, tampoco en la del ’50. Ese joven repudiado casi por unanimidad –salvo honrosas excepciones, como la de Juan Jacobo Bajarlía– estaba mancillando la poesía. La risa, el grotesco, la parodia, la caricatura, eran perturbadores, incómodos, incomprensibles. Eso no era poesía, escupieron los “más piadosos”. Aunque lo cagaron a palos y lo sopapearon para toda la cosecha, Lamborghini se levantó todas las veces que fue necesario. La ruptura que representaba su propuesta –intuía– sería, tarde o temprano, comprendida.

De principio a fin cultivó una política de reescritura de los modelos que le interesaban: el Martín Fierro y la gauchesca, Discépolo, Eliot, Quevedo y Luis de Góngora, entre otros. Rompió la sintaxis de esos modelos, recombinó los elementos verbales para ver qué otro sentido podía surgir, o qué sentido se escondía detrás de la materia verbal. Generoso a la hora de permitir conocer la cocina de su escritura, el poeta revela cómo trabajaba en Al público la variante con el poema clásico en la segunda estrofa: “En vez/ tú no tienes voz propia/ni virtud/dijo/ y escribes sólo para”. “Tanto en el Martín Fierro como en Homero o en Virgilio se le pide a la musa, y se da por sentado que el poema sigue y la musa lo ayudó –recuerda–; acá la tensión se forma cuando él le pide a la musa y la musa le dice que no es poeta, que no sirve para nada, no tiene virtud, virtud como fuerza. Además lo acusa, le dice que escribe sólo para figurar, por vanidad. Esas son cosas que hice como una variante del poema clásico. Invocar a la musa, y la musa que no lo apoya.”

El lector puede escuchar las “sabias enseñanzas” de Lamborghini. No vendría mal precisar que nunca apela a un tono pedagógico de maestro ciruela, sino que opta por transparentar los materiales y el sentido de sus operaciones. Es encomiable su fundamentación del “tronche” con el que tajeaba el verso. “Si vos decís: ‘Aquí me pongo a cantar...’ Si uno hace el experimento y pone, ‘aquí me pongo’, punto... El tronche en ‘pongo’ tiene una fuerza de la gran puta... una fuerza terrible... hasta erótica.” Esa fuerza de la gran puta –en la que se cruzan lo más alto con lo más bajo– es inagotable: sorprende y estremece al lector adicto y reincidente de Leónidas. También al lector que arremete con la frescura de la primera exploración. Cómo se divertía el poeta jugando como un chico con el modelo para ver cuánto rinde en una lectura que se dé a la par de una escritura, una relectura. Qué manera de hacer taquitos a las prohibiciones y amonestaciones a las “momias”, esos poetas-fósiles que lo ningunearon. Sólo entonces, cuando recordaba cómo lo maltrataron, se ponía “serio”. Contraía el rostro por el dolor de una vieja herida que nunca terminaría de cicatrizar. ¡Pero qué joven es y será la voz de Leónidas! “A cierta altura, un escritor debe conocer los trucos como para no caer en la trampa de explicar o poner cosas de más. Llega un momento en que uno es el crítico indicado de lo que está haciendo, si no, es un boludo.”

Quizá porque se extraña mucho a Leónidas cuesta abandonar Mezcolanza. Pero el libro invita a cada lector a ser testigo y escucha de una remembranza exquisita. “A mí un verdulero me dijo: ‘Lambor, ¿qué es la poesía?’; y yo le dije: ‘Esto que pasa cuando entramos a joder y yo le pido, y usted me atiende, y le digo que estas manzanas y estas frutas son joyas, y usted me lo admite’. Es una recreación del mundo, tiene ese poder. La poesía es un pájaro del asombro, lo ves, está al lado tuyo, y te atrae, está vigilando.”

martes, 10 de agosto de 2010

M. Night Shyamalan: "Crecí con el cine de Spielberg"

10/08/10

El regreso del director de “Sexto sentido”. Este jueves se estrena “El último maestro del aire”, superproducción en 3D en la que el realizador, tras varios fracasos, intenta volver al éxito.

Basado en la serie animada de Nickelodeon, El último maestro del aire es un filme de acción, el primero de una historia en tres partes de artes marciales, mitología y religiones orientales con un héroe que busca salvar al mundo. En un lugar en que el Agua, la Tierra, el Aire y el Fuego pueden ser dominados por aquellos conocidos como “maestros”, la Nación del Fuego le ha hecho la guerra durante 100 años a las otras tres naciones. La última oportunidad para alcanzar la paz descansa en el joven Aang, el único que tiene poder para dominar y unir los cuatro elementos.

¿Qué es más fácil, dirigir una película escrita por usted o, como aquí, trabajar desde una adaptación? Shyamalan: Es la gran pregunta. En el proceso de la toma de decisiones siempre aparece el temor a trabajar en algo que no es mío. Por ejemplo, que un día me levante y no sepa cómo dirigir o cómo contar la historia porque no fui yo quien la inventó. Pero después escribí Stuart Little , y fue una experiencia muy divertida y satisfactoria. Sentí que la hice mía, lo que me llevó a sentirme cómodo en el desarrollo. Además hay muchas cosas inherentes a El último maestro del aire que tienen que ver con mis intereses: las artes marciales, el hinduismo, el budismo y el poder otorgado a los niños. Dicho esto, sigue siendo apabullante tomar la historia de otro y darle vida.

Los niños siempre tienen un papel preponderante en sus películas. ¿Podría explicar por qué? Crecí con Steven Spielberg relatándome todas sus historias; vino con los planteos de la vida de un chico de 12 años y de cómo ese chico ve al mundo: E.T., Poltergeist . Siempre desde ese punto de vista narrativo y así es como me llamó la atención. Yo tenía entre 10 y 12 años, y era el público destinatario de sus películas. Me abrió la cabeza con su narrativa. También me parece que hay un momento de cambio natural del niño como ser humano, cuyo mundo puede ser cualquier cosa, donde todo es posible. El niño que cree en la magia, luego crece y tiene que soltar todas esas creencias es un momento muy triste. Me gusta contar historias sobre esas personas que no sueltan ese momento.

¿Qué tiene esta película que lo decidió a realizarla? Tenía ganas de experimentar con una película más épica que mis thrillers, con más proyección. Conversé con varios estudios acerca de algunas grandes películas que tenían esa calidad épica; estaba esperando el momento justo cuando de pronto todo se dio, y éste fue el momento.

¿Como fue el proceso del casting? Esta vez fue diferente porque apuntaba a un sujeto que ya existía, por la serie animada. Tenía parámetros específicos y era entre escabroso y divertido buscar si esos personajes animados existían en el mundo real. Y no hablo sólo de la parte física. Muchas veces había gente que decía, “Pero... el Tío Iroh no es gordo como en la serie”. Es que buscaba el espíritu del personaje. Todo lo contrario de mis historias anteriores en que los personajes evolucionan a medida que los voy creando.

De los cuatro elementos que constituyen las naciones en el filme (Aire, Agua, Tierra, Fuego), ¿qué elemento dominaría si pudiera? Esa es nuestra típica charla de la cena. El Aire, pero es porque soy minimalista. ¿No es elegante? Y está en todas partes.

¿Siempre pensó en hacerlo con actores en lugar de continuar dentro de un marco de animación? La serie en Nickelodeon era un dibujito de estilo animé. Pero inmediatamente que lo vi, sentí que se traduciría perfecto en una acción épica en vivo. Y podríamos lograr muchos de esos efectos con la capacidad técnica que existe hoy.

¿Podría explicar su decisión de aplicar 3D en posproducción? Hay dos formas de hacer una película en 3D. Una es rodarla de esa manera con dos cámaras. Y eso es lo que exploramos en la preproducción. Y en ese momento resultaba muy pesado para lo que yo estaba haciendo con los niños y las tomas largas, etc. Hay que aceptar el proceso de 3D, saber que llevará mucho más tiempo y será muy complicado. Definitivamente me saco el sombrero ante James Cameron por su increíble logro con Avatar y la cantidad de trabajo que le dedicó. Mi única opción para el 3D era hacerlo después de que la película estaba terminada. Y dudaba de ambos. Pese a todo, tuve en cuenta hacerla en 3D porque sentía que era especial para eso, su estilo, la fantasía, la épica y los elementos.

¿Qué lo decidió a sumarse al 3D? Estaba editando cuando me mostraron pruebas de 3D. Lo que realmente me superó, por extraño que parezca, fue ver Alicia en el País de las Maravillas , de Tim Burton, que había hecho este proceso en post-producción. Disfruté totalmente del filme, realmente aprecié de qué manera hermosa se transmitió el punto de vista de Tim. Usó la herramienta 3D como otro dispositivo de narración que realzó la experiencia. Fue Tim quien tomó la decisión por mí. No hay que temerle a la herramienta 3D, es como cualquier otra. Se puede usar torpemente o con habilidad. Y por suerte trabajé con gente muy seria. Espero que los fans la vean en 3D y en 2D y que después me digan cuál es mejor para ellos. 3D es una novedad para todos nosotros en la industria. Es un momento fascinante, un momento de giro en la historia del cine y estamos todos en busca de información.

¿Puede hablar sobre cómo se hace una película equilibrando los elementos más densos y que el filme siga siendo apropiado para niños? Para mi hay dos lados. Uno es el chico del thriller oscuro y pavoroso y el otro es el chico de Stuart Little , de El último maestro del aire . La gran noticia es que este filme incorpora a ambos. Es el dibujito que veía mi hija a los siete años y las cosas de las que se enamoró viendo ese programa. Pero también incluye temas de pronto conmovedores y más complicados, que interesan a una población un poco mayor.

¿Hay planes de secuela? Igual que la serie de tres partes de Nickelodeon, se trata de que Aang aprenda a dominar estos tres elementos antes de que se acabe el tiempo, que llegue el cometa y les dé a los Maestros del Fuego su última ventaja. Entonces en la primera película trata de dominar el Agua, en la segunda la Tierra y en la tercera el Fuego. No es una película con dos secuelas, es una historia en tres partes. Y como en la primera temporada de la serie de TV, este filme es el Libro Uno, el Agua.


domingo, 1 de agosto de 2010

VINCERE: BELLOCCHIO FILMA LA VIDA OCULTA DE MUSSOLINI



DETRAS DE TODO GRAN HOMBRE

Marco Bellocchio, uno de los mejores directores italianos vivos, vuelve a los cines argentinos tras casi una década de ausencia, y lo hace con una película inesperada, extraña y arrolladora: la historia –hace poco revelada– del hijo oculto de Benito Mussolini y de la desconsolada historia de Ida Dalser, la mujer a la que hicieron pasar por loca con tal de esconderla.

Por Mariano Kairuz

“¡Con las tripas del último Papa estrangularemos al último Rey!” Ahí está el futuro Duce, todavía un militante socialista al que no conoce nadie, gritando enardecido por las calles de Trento consignas que más tarde habrá de borronear y reescribir con similar furia. El joven Mussolini tiene una mirada que se irá desencajando más y más hasta convertirse en esa caricatura que testimonian las imágenes de archivo. Así arranca Vincere, la película con la que Marco Bellocchio sorprendió a todos en la Competencia Oficial de Cannes el año pasado: con un presagio de la locura que se apoderaría de Italia las siguientes tres décadas.

Con Vincere, Bellocchio (1939), uno de los mejores directores italianos de la generación de Bernardo Bertolucci, vuelve a los cines argentinos por primera vez en casi una década. Su regreso se abre paso como un huracán: una puesta operística, expansiva como un himno guerrero, atravesada por poderosas imágenes de archivo y una gráfica que remite a las formas avasallantes del futurismo. Pero aunque empieza como un relato de la locura en cierne del monstruo, la historia que cuenta la película es otra: no la biopic del Duce sino la historia real –desconocida hasta hace apenas unos años– de Ida Dalser, la mujer que fue una de las amantes de la juventud de Mussolini, que enloqueció por él, y que le dio un hijo que las versiones oficiales mantuvieron tan oculto como a ella. A la demencia en la mirada de Benito Mussolini, le sucede la de sus seguidores, y luego la que le inventaron (y en la que terminaron sumiendo) a Dalser quienes se encargaron de apartarla del entorno del Duce. Encerrada en un manicomio por más de una década, habiendo perdido todo contacto con su hijo, Dalser murió de un derrame cerebral en 1937, a los 57 años.

Bellocchio conoció esta historia hace unos años a través de un par de libros: La esposa de Mussolini, de Marco Zeni –el periodista que reveló todo el asunto hace una década–, y El hijo secreto del Duce, de Alfredo Pieroni, y del documental de la RAI El secreto de Mussolini, que intentó reconstruir el caso con las escasísimas evidencias disponibles (fotos, cartas, una entrevista a una sobrina de Dalser). Por lo que se sabe, Ida Dalser era la dueña de un salón de belleza de Milan cuando conoció a Mussolini en 1914, y él trabajaba en el periódico del Partido Socialista y ya era todo un agitador profesional. En las escenas iniciales de Vincere ella aparece hipnotizada por la personalidad intensa y la violencia apenas contenida de este hombre que todavía parecía no importar. La investigación de Zeni indica que de la pasional relación entre ambos nació en 1915 Benito Albino, mientras su padre estaba en el frente. En un principio, el futuro Duce reconoció su paternidad, pero más tarde, cuando ya se encontraba forjando su ascenso al poder (que completó en 1922), Isa lo descubrió casado con otra mujer, su esposa oficial, Rachele Guidi. Se cree que, para no poner en peligro la estratégica alianza que el Duce estableció con la Iglesia, a partir de ahí decidió sacudirse toda posible acusación de adulterio y escándalos por el estilo. Mussolini no mandó matar a Dalser (la película indica que la idea sí se le cruzó), pero en su lugar se la hizo pasar por loca, mientras el pueblo italiano se entregaba a la locura guerrera de su líder.

Bellocchio construye con fuerza su relato apoyándose principalmente en la gran Giovanna Mezzogiorno, quien interpreta a Dalser a lo largo de más de dos décadas. El recuento de su encierro da lugar a algunos momentos aterradores, como cuando, ante uno de sus insistentes pedidos de ayuda, una de las monjas que atienden el hospicio le responde: “Tienes un hijo del hombre al que todas las mujeres del país quieren como marido o como amante. Sé feliz con tu recuerdo”. Ese instante cruza la película con un escalofrío que recuerda al de esos films de usurpadores de cuerpos cuando los protagonistas descubren, con pavor, que todos a su alrededor han sido infectados (en este caso por el virus del fascismo); que ya no hay salida.

Pero más extraña es la manera en que Bellocchio retrata a Mussolini: el menos conocido Filippo Timi se caracteriza primero como el joven Benito, para después desaparecer y dar paso a su imagen de archivo, ya en el poder. A la fascinación romántica y erótica de Dalser la reemplaza la fascinación colectiva a través de la pantalla de cine, que magnifica la pose y los gestos ampulosos, cercanos al absurdo, que son los que quedaron de la imagen pública del Duce. Si hace unos años se discutió al film La caída por “humanizar” a Hitler mostrándolo como una persona verdadera y no una mera abstracción icónica del Mal, el desafío asumido por Vincere consistió en darle verosimilitud al retrato de un personaje que –ahí están las fotos, las filmaciones y sus increíbles discursos para probarlo– fue en la vida real una caricatura increíble. En los tramos finales, Timi reaparece dándole otra vuelta a la representación, interpretando esta vez a Benito hijo en su juventud, ya un poco alienado, convertido en un experto y obsesivo imitador de los gestos y el modo de hablar de su padre.

Si algo puede objetársele a Vincere es un ligero desequilibrio entre su segunda y su mucho más poderosa primera parte. Los 30 minutos iniciales se concentran en el intenso relato de los encuentros sexuales entre Ida y Benito; un torrente pasional representado en una refriega entre sábanas, ella totalmente entregada y él con la mirada en otro lado (probablemente en su futuro). Si Hitchcock confesaba que no sabía hacer films de época porque no conseguía imaginarse a personajes históricos yendo al baño, Bellocchio sí pudo imaginárselos por lo menos desnudos y en plena batalla carnal. La fuerza arrolladora de esas primeras imágenes conduce sin solución de continuidad a la escena en la que asistimos al principio de la caída en desgracia de Dalser. Ella, desnuda sobre la cama, le dice a su amante que lo ha vendido todo –el salón de belleza, el departamento, todo– para financiar la edición de Il Popolo d’Italia, órgano de difusión que apuntaló el ascenso del fascismo. Con todas sus pertenencias, y poco después con su salud y su vida, Dalser empezaba a pagar uno de los capítulos más oscuros de la historia europea del siglo XX.



LA AUTOBIOGRAFIA DE LA MONA JIMENEZ


EL MAS BANANA


Personaje mítico de Córdoba que se fraguó en dictadura, estalló con la democracia alfonsinista y se consolidó en el menemismo, en Buenos Aires apenas se conoce el eco de lo que significan las canciones y los rituales en los que se transforman sus recitales. En La Mona (Editorial Raíz de Dos), Juan Carlos Jiménez Rufino firma una autobiografía jugosa en anécdotas de esa vida marginal que lo llevó a la cima pagana de la cultura popular, de sus relaciones con el hampa, la Córdoba aterradora de Menéndez, la censura y los desaparecidos, las noches de fernet, cabaret y cocaína, la discriminación, su relación con el rock, las veces en que estuvo a punto de ser matado y en que se quiso morir.





Por Mariano del Mazo

Si es cierto que la primera frase define el tono de un libro, el comienzo de la autobiografía de Carlos Jiménez marcaría que el tono es de una puerilidad abrumadora: “Toda mi vida quise ser Tarzán y terminé siendo la Mona”.

Sin embargo, esa candidez se va desarmando, o ramificando, a medida que avanza en un anecdotario sesgado que es finalmente La Mona, para llegar a rozar asuntos un tanto más densos como el espesor de la noche cordobesa, la discriminación, la Córdoba atenazada por Luciano Benjamín Menéndez. El libro lo firma Juan Carlos Jiménez Rufino –tal el nombre completo del cuartetero–, como un intento de tomar distancia de la máscara que supone la Mona e incluso Carlitos Jiménez, máscara a la que le dedica la última frase: “... personaje que se devoró todo lo que se le puso enfrente, y con el que he tenido, a la fuerza, que aprender a vivir”. Entre la queja del Tarzanito frustrado y el sujeto omnívoro se desarrolla una fábula atrapante, más elemental que sencilla, en la que se oculta, se pone en foco, se soslaya, en fin, se cuenta lo que se quiere: como cualquier autobiografía o libro de memorias. A ojos porteños, el personaje deja de ser así el mero protagonista en tres dimensiones de una historieta de la revista Hortensia.

La Mona Jiménez es cualquier cosa menos un invento. Tuvo la desgracia o la fortuna de asomar en Buenos Aires en los destemplados años menemistas. Si bien su carta de presentación de cara al país fue en el Festival de Cosquín de 1988, ante un público familiar intoxicado de tradición, el peso específico en la escena nacional se desplegó en los ’90 mezclado y revuelto en el torbellino mediático de la movida tropical que todo lo confundió: Riki Maravilla y Alcides y las bandas de casting, la cumbia y el cuarteto, la bailanta popular y la disco posmo, Los Polvorines y Punta del Este. Todo era parecido, pero nada era igual: la correspondencia política se puede sintetizar en Menem y María Julia Alsogaray. El cuarteto de la Mona estaba tan lejos de Sombras como “Quién se ha tomado todo el vino” de “La ventanita”, o Neustadt del peronismo populista que representaba a priori Carlos Saúl.

En el Festival de Cosquín quedó claro cuál era el basamento social que sostiene –desde siempre, todavía– a Jiménez. Sin eufemismos, la clase baja: entre ellos, obreros, delincuentes, desocupados, barrabravas, desangelados varios. Alguien demasiado bienpensante consideró con razón que el cuarteto es folklore e invitó a La Mona. No pensó demasiado bien los niveles de masividad y graduación alcohólica y el Cosquín de Guarany y Los Chalchaleros fue pisoteado por un aluvión eufórico armado de fernet, ginebra y tetra. En la batahola dos Córdobas se miraron frente a frente, y semejante postal provocó al menos curiosidad en la gran Capital. Ese mismo año La Mona debutó en Buenos Aires: Atlanta y Luna Park. Y el año siguiente provocó el primer acercamiento rocker al actuar en Cemento, el antro under de Katja Alemann y Omar Chabán, entre punks que exteriorizaban cuánto lo adoraban a puro escupitajo. Estratega, Jiménez hacía una doble pinza ofensiva: atacaba por el mainstream y por el circuito alternativo (que en breve sería mainstream). El relato de su cruce con la fauna punkie es uno de los buenos momentos del libro.

El resto es historia más o menos conocida: La Mona como paladín social (sus míticas rifas de taxis), La Mona con la cintura adiestrada para esquivar cualquier tentación partidaria, La Mona manipulador de liturgias populares en cada bailongo de extramuros serranos, La Mona almorzando con Mirtha Legrand pero siempre volviendo a Córdoba, su aleph. Se puede decir que nunca pudo conquistar cabalmente Buenos Aires (como sí lo hizo Rodrigo en sólo un par de años). Sin embargo, esa incapacidad fue una de las causas de una trayectoria perdurable a lo largo de las décadas. Como ocurrió con Sandro, la lealtad al terruño y la relación cercana y cotidiana con la gente colaboraron en galvanizar el mito. La Mona también envejeció con su público. En lo musical, esa fidelidad se trasladó a no extralimitarse demasiado del ya de por sí angosto corredor del cuarteto: alguna variante, algún arreglo jugado, un viento, pero hasta ahí. Nada demasiado innovador. En lo letrístico, sí, subyace una singular fortaleza. Su poder hechizante se basa en el registro minucioso de la vida real, un realismo sucio, combinado con la picaresca, la declamación y el golpe bajo. El aguafuerte de noticiero sin más pretensión que la “cámara testigo” fue su gran hallazgo y el contenido se desprende ya desde los títulos: “Madre soltera”, “Telegrama de despido”, “Fernet con coca”, “Mujer golpeada”, “Por portación de rostro”, etc. En “Aborto”, la canción, no duda: está en contra. Y la letra es una cosa increíble. Sí, una cosa: “Soy un ángel, me contaron / ahora vivo en el cielo / ¿Qué te hice yo, mamita? / ¿Por qué cegaron los sueños?”. El que firma ese verso tiene momentos aún más sorprendentes, como la oda “El pueblo te ama Che Guevara”. “Ese es el que la pifia. Porque La Mona nunca fue progre”, dice uno de su entorno. Temas como “La bombachita” y “Tocame el clarinete” no precisan mayor análisis: es la arcana procacidad de las músicas populares, tango incluido, que comparada con los contenidos de la cumbia villera, aun la televisada por aire los sábados a la tarde, acerca la pluma de La Mona a cierta clase de lirismo callejero no muy lejano al rock chabón.

Las contradicciones se ordenan y se encolumnan como “aristas de personalidad” de su figura. De eso también va el libro. Que se puede leer además como una formidable usina de historias, con personajes que merecen ser exactamente como La Mona los describe. Un sainete lumpen, glamoroso en su decadencia. El pérfido y motoquero hermano mayor, Tito; la Turca Delia, una prostituta “que me enseñó a moverme en la noche”; Chichí, ladrona cocainómana de guantes blancos. El rumor de fondo es de tunga tunga cuartetero, con las miserias del ambiente tropical, entre agachadas y venganzas que van del Cuarteto Berna al Cuarteto de Oro, y un cóctel de drogas, alcohol y cabaret que tiene en los perfiles extraordinarios de la Turca Delia su mayor emblema. Fue ella quien le explicó que si fumaba marihuana podía terminar “encamado” con hombres y que debía tomar cocaína, “que es de machos” (“y yo le hice caso”, dice La Mona). Fue ella, locamente enamorada, quien ante una infidelidad lo corrió a tiros y a machetazos.

Esa alta noche cordobesa de rufianes y rameras despechadas que La Mona narra entre la sangre de Crónica TV y el pulso romántico de Raúl González Tuñón también incorpora el sino de la represión ilegal. Las razzias en el mejor de los casos, y la desaparición en otros, atravesaron la historia del cuarteto de la segunda mitad de los ’70. “Nos perseguían por ser negros, por ser cuarteteros.” El personaje de La Mona se fraguó en dictadura, estalló con la democracia alfonsinista y se consolidó en el menemismo. En ese tránsito se curtió de la política más rastrera, entablando relaciones nunca simétricas con militares de baja estofa hasta llegar a su semblanteo de la dirigencia actual en la que caen desde Ramón Mestre hasta Luis Juez (otro que salió de Hortensia).

En el medio, recibió un botellazo durante un combate entre la hinchada de Belgrano y la policía que casi lo mata y por el cual, dice, quedó tartamudo. Estuvo cinco meses inconsciente. El dato podría ser una anécdota más, pero La Mona lo tomó como que tenía que dar un volantazo en su vida y en su carrera. Y en el libro llega ahí la imagen inmaculada de la Juana, como la princesa de un relato infantil, como la dueña de la moraleja de la fábula. “Mi salvación tiene fecha: el 28 de diciembre de 1973, el día que Dios me puso a Juanita en el camino”.

Juana funciona como la redentora: es, cuenta casi como una obsesión Jiménez, la que lo arrancó de la noche, la que lo puso en la senda del profesionalismo y del éxito, la que le dio tres hijos. Lo cierto es que formaron una sociedad afectiva-comercial. Juana es algo así como una mezcla de la Claudia maradoniana y la Poli ricotera. “Le debo todo. Estoy muy arrepentido de haberle fallado.” A La Mona le apareció una hija natural y Juana, parece, jamás perdonó. “Me costó muy caro, me costó divorciarme de la persona que más me quiso en la vida.”

La Mona, el libro, es finalmente el relato confesional de un héroe de la clase trabajadora que planea al borde de los 60 levantar un museo en su casa con los miles de trajes brillantes originales que viene utilizando en los shows, esos que le valieron el mote de “James Brown de La Docta”. Un hechicero que no menciona en las 224 páginas del libro la palabra Rodrigo. Decíamos: una caricatura de Cognini. Que sacó 80 discos, que vendió tres millones de copias. Un jugador que sabe perfectamente el juego que juega y que puede jactarse, con Pablo Lescano pero sin ironía, del 100% negro tatuado en la piel. Un artista sin artificio que por eso se da el lujo de la repetición alevosa, de la composición como máquina de hacer chorizos. El talento en su caso es ser el chamán que conduce esas extrañas ceremonias del Atenas, el Sargento Cabral, La Kueva, Bomberos de San Francisco, donde no cabe un alfiler. Sólo su verdad.

EL FALSIFICADOR ARGENTINO ADOLFO KAMINSKY: MEDIO SIGLO SALVANDO VIDAS



EL HOMBRE QUE SIEMPRE ESTUVO

Salvó miles de vidas durante la Segunda Guerra Mundial con su talento como falsificador y la suya propia por ser argentino. Renunció a trabajar para el gobierno francés cuando llegó la guerra en Indochina. Siguió salvando a sobrevivientes de campos de concentración al servicio de la emigración clandestina a Palestina e imprimió una cantidad de papel moneda capaz de desestabilizar la economía francesa. Colaboró con el Mayo del ’68 facilitando el regreso de Daniel Cohn Bendit desde Berlín a la Sorbonne. Después, sirvió a la causa del FLN argelino y a los movimientos revolucionarios de Africa y Latinoamérica, hasta que debió cerrar su laboratorio por un exceso de popularidad. A los 84 años, con ayuda de su hija Sarah, este héroe discreto llamado Adolfo Kaminsky acaba de publicar su vertiginosa biografía.


Por Alejo Schapire

Desde Paris

“Permanecer despierto. El mayor tiempo posible. Luchar contra el sueño. El cálculo es simple. En una hora fabrico treinta documentos vírgenes. Si duermo treinta minutos, morirán quince personas.” Es la insoportable ecuación que la Resistencia le impuso a Adolfo Kaminsky, 18 años, un día de enero de 1944 en París. Ante los reveses militares, la Alemania nazi había resuelto multiplicar las razzias, acelerar la Solución Final. Tres días para salvar a 300 niños, es decir falsificar más de 900 documentos falsos: actas de nacimientos, salvoconductos, certificados de bautismo... La carrera contra la muerte culminó esa vez con Adolfo exánime pero victorioso, perdiendo el conocimiento en su laboratorio de fotograbado, disimulado en una mansarda del 17 de la Rue des Saint-Pères. Desde allí puso sus conocimientos de tintorero-alquimista al servicio de la “Sexta”, célula clandestina de la Resistencia conformada por cinco chicos y chicas, científicos o estudiantes de Bellas Artes, que simulaban ser artistas en su atelier para justificar ante los vecinos el vaho tóxico de las sustancias que quemaban en alambiques para encontrar la fórmula que imitaría o erradicaría la tinta de un documento.

¿Cuántas vidas salvó así Kaminsky durante la Segunda Guerra? “El, unas 3000, su red hasta 14.000, según el historiador Pierre Vidal Naquet”, precisa su hija Sarah, 30 años, que mira con orgullo a Adolfo, de 84, en esta tarde de invierno en su cálido y moderno edificio del oeste de París. Durante la entrevista, Sarah orienta las palabras del padre cuando se va por las ramas o, por pudor, minimiza su protagonismo; explica que el artefacto de madera que domina el living es la misma cámara oscura que usaba para fabricar documentos en su buhardilla, financiada, como el resto del material, por la institución que habían infiltrado: la Unión General de los Israelitas de Francia, la estructura legal impuesta por el gobierno de Vichy a iniciativa de los nazis y que tenía la controvertida función de representar ante el Estado a todos los judíos, que debían inscribirse obligatoriamente, lo que de hecho simplificaba la burocracia del exterminio.

Hoy, esta mestiza que heredó los ojos esmeraldas del padre y la piel color café de su madre argelina puede explicar este tipo de detalles, así como entender por qué el día que llamaron del colegio para informar que la niña había falsificado la firma paterna para justificar sus ausencias, él no la retó por copiar su autógrafo, sino “por no haberlo imitado mejor”. De chica, antes de convertirse en actriz y guionista, Sarah creció creyendo que él era profesor o militar, hasta que harta de atar cabos sueltos hechos de silencios y rumores, “antes de que sea demasiado tarde”, decidió armar el rompecabezas de este destino vertiginoso en Adolfo Kaminsky, une vie de faussaire (Ed. Calmann-Lévy), una biografía que se lee como una novela de espionaje que atraviesa, del lado de los perseguidos, los odios raciales y políticos que jalonaron el siglo XX.

En este testimonio histórico privilegiado, estructurado como un diálogo padre-hija, Kaminsky no narra con cifras, sino con imágenes indelebles. Evoca cómo con cara de idiota y el corazón en la boca sorteaba en el metro parisino, con una valijita repleta de sellos y documentos vírgenes, los controles policiales que buscaban al que inundaba con falsificaciones el norte de Europa, o escenas que aún lo habitan, como cuando aquella madre de la calle Oberkampf, desde el umbral de la casa, rechazó ofuscada la entrega de los papeles que habrían podido salvarla a ella y a sus hijos. “¿Por qué me escondería, yo que no hice nada, yo que soy francesa desde hace varias generaciones?”, me dijo. “Tuve el tiempo de ver, por encima de su hombro, la mesa tendida en el comedor, en la que cuatro chicos cenaban tranquilamente”, recuerda, reprochándose el no haber logrado convencerla con la descripción de los tres meses que acababa de pasar en el infierno de Drancy, última escala antes de la cámara de gas.

En ese campo de concentración, Kaminsky vio y supo. Vio a “a una mujer de 104 años sacada del hospital y que tenía que ser transportada por su hija octogenaria en camilla que, como a unos bebés enfermos, eran trasladados con el pretexto de que tenían que ir a trabajar a Alemania...”. Vio “cada día” al director del campo, Alois Brunner, responsable de la deportación de 25.000 franceses a Auschwitz. “Yo trabajaba en la lavandería del campo. Brunner pasaba todos los días a las 11 de la mañana. Todos se ponían firmes y él se paraba delante de mí. Había que bajar la vista, pero yo lo miraba fijo a los ojos. Me observaba de una manera completamente inexpresiva y se iba. Al día siguiente volvía a ocurrir lo mismo. Era inexplicable. Hoy, creo que tal vez lo hacía por mi nombre, Adolfo”, sospecha, quien durante su infancia, incluso a pedido de sus padres, se negó a cambiarse el nombre que compartía con el verdugo. “Sobra un Adolfo, ¡pero no soy yo!”, les repetía. Lo dice entre risas que brotan de su larga barba blanca, un homenaje a la dignidad perdida de un viejo coqueto y burgués conocido en el campo, irreconocible luego de que le afeitaran la cabeza y el rostro, “señal de que ya estaba muerto”, por su inminente deportación. Un destino que los Kaminksy esquivaron por ser argentinos.

Kaminsky hoy.

UNA INFANCIA ARGENTINA

Como tantos otros judíos rusos, los padres de Adolfo buscaron en 1917 mejor suerte en Argentina. Salomón, periodista del diario del Bund, el movimiento sindical israelita de corte socialista, había hecho una primera escala en París, adonde recaló perseguido por la represión zarista. Allí conoció en 1916 a su futura mujer, Anna, que huía de los pogroms cosacos. Pero un año más tarde, con la llegada de los bolcheviques al poder en Rusia, el gobierno francés decidía deshacerse de los rusos “rojos”, y Salomón estaba en la lista negra. El viaje en barco mercante a Sudamérica, entorpecido por los submarinos de la Primera Guerra y las condiciones insalubres, acabó con la vida de Michel, el primogénito de pocos meses, que sucumbió a la gripe española y a la falta de leche de su madre, seca por la desnutrición. En Buenos Aires nacieron Pablo (1922), Adolfo (1925) y Angel (1927), quienes, como sus padres, obtuvieron la nacionalidad argentina. Salomón apostó por una asimilación total trabajando como sastre. Hoy, Adolfo rememora “una infancia bañada por la luz brillante bajo un cielo invariablemente azul”, una escuela donde, “al menos en el mundo de los niños, no había racismo”. Al cabo de una década, sin embargo, la insistencia de León, el hermano de Anna, para que la familia se instalara en Francia, puso fin a la vida porteña de los Kaminsky.

Luego de permanecer un tiempo en París, la inminencia de la guerra los llevó a instalarse en el pueblo normando de Vire, donde vivía León, dedicado a la venta de medias. Pablo debía trabajar con el tío, pero no congeniaron y Anna decidió que Adolfo lo reemplazara. “Alérgico al comercio” y resignado a renunciar a su vocación de pintor, Adolfo prefirió trabajar con 14 años en la fábrica del pueblo, pero la llegada de los alemanes en 1940 significó el despido de los judíos y la obligación de declarar su condición ante la policía. Los Kaminsky, por venir de Argentina, neutral hasta el momento, estaban dispensados, pero Salomón, pese a que el policía de guardia trató de disuadirlo, insistió en inscribirse para evitar favoritismos.

Un domingo, la pareja que regenteaba el burdel de la región golpeó la puerta acompañada por un oficial alemán. Querían ver la casa. Cuando León comprendió que era para convertirla en un prostíbulo, sacó a patadas al soldado. Al cabo de un mes, la policía le anunció que debía esconderse porque su arresto era inminente, por lo que partió a París. Imprudente, Anna le escribió una carta –revelando así su dirección– interceptada por la Gestapo. Cuando comprendió el error, se tomó el primer tren para advertirle, pero jamás regresó. Salomón y Pablo tuvieron que ir a reconocer a la morgue “la cabeza separada del cuerpo y los pedazos de cerebro” de la mujer. Los investigadores aseguran que la madre cayó al vacío al abrir la puerta trasera del tren que la traía de vuelta, pensando que era la entrada del baño. “Para mí la empujaron, fue un asesinato”, asegura Adolfo.

Kaminsky encontró entonces un puesto de aprendiz de tintorero. Su principal función, en aquellos tiempos de escasez, era teñir el caqui o azul de los viejos uniformes militares de la Primera Guerra para uso civil. Al poco tiempo, su pericia para borrar manchas imposibles fue reconocida en los pueblos de los alrededores, que enviaban sus prendas para ser salvadas. “Fue así como encontré mi vía”, cuenta Adolfo, que a partir de entonces absorbió todos los conocimientos sobre química a su alcance, sobre todo haciendo experimentos explosivos en la cocina materna, hasta que un conato de incendio lo obligó a mudarse a una cabaña. Allí montó el pequeño laboratorio que iba comprando por partes a un farmaceuta, que extrañamente le vendía microscopios y tubos de ensayo por la décima parte de su valor real. Pronto puso sus nuevos saberes al servicio de la población, fabricando sal de cocina, jabones y velas.

“¿Si te muestro cómo hacerlo, te gustaría fabricar algo más peligroso que jabones?”, le preguntó un día el farmaceuta, en realidad un agente secreto de De Gaulle. Fue así como empezó a crear sustancias corrosivas y detonadores para sabotear las vías de tren utilizadas por los alemanes. “Ya no me sentía más impotente después de la muerte de mi madre. Tenía la sensación de vengarme. Estaba orgulloso, era un resistente.”

En el verano del ‘43, los Kaminsky y el puñado de judíos que vivían en el pueblo fueron deportados. En el tren a Drancy, Pablo escribió desesperado varias cartas dirigidas al cónsul argentino, que distribuyó entre empleados del ferrocarril e incluso lanzó por las ventanas con la esperanza de que llegarían a la sede diplomática. Tras tres meses de internación en Drancy, el cónsul obtuvo la puesta en libertad de la familia. “De este modo, debimos nuestra liberación a la cobardía diplomática de un gobierno que, para no enemistarse con la poderosa Norteamérica y al mismo tiempo no romper los acuerdos económicos que la vinculaban a la Alemania nazi, había elegido proclamarse neutral. La neutralidad no existe. No hacer nada, no decir nada, es ya ser cómplice”, comenta Kaminsky, con un sentimiento agridulce.

Diez días después de su liberación, su familia volvía a ser enviada a Drancy: los acuerdos con Argentina habían caducado. Sin embargo, la información oficial tardó unas horas en llegar a las autoridades de Drancy, lo suficiente para que la confusión les permitiese dejar nuevamente el campo. A la salida, se cruzaron con otros judíos argentinos menos afortunados que eran ingresados por la policía; para ellos no hubo azar burocrático.

Algunos de los documentos falsos que hizo para el filósofo francés Francis Jeanson.

Falsificador de Estado

De regreso al París ocupado, Salomón reanudó el contacto con sus amigos del Bund y consiguió para toda la familia documentación falsa fabricada por la Resistencia judía. Adolfo tuvo que ir a recogerla, un trámite que le permitió divulgar sus talentos al contacto y obtener una invitación a sumarse a la célula de la Rue des Saint-Pères.

El día que puso su primer pie en el laboratorio, se escandalizó al descubrir que los jóvenes usaban lavandina hervida para borrar la estrella de David estampada por los funcionarios en las identificaciones. Les explicó cómo la marca resurgiría con el ácido úrico de las manos y elaboró una solución probándoles que “las tintas indelebles no existen”. Les mostró cómo el ácido láctico disolvía el “imborrable azul Waterman” de los funcionarios de la prefectura. Armado con una máquina “que le copié a Leonardo Da Vinci”, que combinaba lentes y espejos para proyectar una imagen virtual del dibujo o sello a copiar, puso en pie una pequeña usina “que permitía no sólo falsificar papeles existentes, sino fabricar nuevos, tan verdaderos como los que salían de la imprenta nacional”.

Con el fin de la Ocupación, este pacifista declarado se alistó para ir al frente como camillero, pero el servicio de contraespionaje francés le ofreció en cambio mudar su laboratorio clandestino a las lujosas oficinas del Gobierno para falsificar documentos para los paracaidistas que debían infiltrar las líneas enemigas. Esta labor duró hasta la capitulación del Eje. Su nueva misión, cartografiar Indochina para llevar a cabo “una guerra colonial”, le supuso un problema de conciencia y renunció, encontrándose nuevamente en la calle.

Al poco tiempo, se puso al servicio de las organizaciones sionistas Haganá y Stern para facilitar la emigración ilegal a Palestina de los supervivientes que, pese al fin de la guerra, había visto cómo seguían muriendo en los campos sin que nadie los quisiese acoger. El laboratorio volvió a funcionar para crear visas y documentos que les permitieron embarcar en navíos que desviaban la trayectoria anunciada para apostar en los futuros puertos israelíes. “Querían emigrar a Palestina. Personalmente, poco me importaba el lugar, no era sionista”, aclara Adolfo, que dice que no pudo soportar que Israel eligiese ser un Estado “religioso e individualista, que creaba nuevamente dos categorías de población: los judíos y los demás”.

Porque no soportaba que los mismos que cazaban en las calles las “narices judías” persiguiesen luego las “pieles morenas”, colaboró con el FLN argelino. Para ellos reprodujo “los infalsificables” pasaportes suizos y fabricó toneladas de dinero falso para desestabilizar la economía si el gobierno francés no negociaba. Las quemó el día de los Acuerdos de Evian. Le siguió la lucha contra Franco y Salazar, el apoyo a los movimientos revolucionarios latinoamericanos. “En 1967, suministraba documentos falsos a combatientes e insumisos de 15 países distintos”, resume quien jamás aceptó un centavo por su labor.

Un año después, su talento permitía el mediático retorno a Francia de un judío alemán deportado, un tal Daniel Cohn Bendit, “mi única contribución a Mayo del ‘68”. Después de involucrarse en la Primavera de Praga y el combate contra la dictadura de los Coroneles, en Grecia, y el apartheid, los tiempos cambiaron. El creciente interés de quienes venían a buscarlo fascinados por el dinero o las armas, el haberse vuelto demasiado conocido, lo llevaron a cerrar su laboratorio tras 30 años de servicio. Se retiró y se fue a vivir a Argelia, donde se casó con Leila, la hija de un Imán liberal. Sarah es su última hija, hermana de José, un conocido rapero, y Atahualpa. El ascenso del islamismo lo llevó de nuevo a Francia, país del que recién pidió la nacionalidad en 1992, “por mis hijos”. Consultado sobre lo que piensa de la Francia de hoy, Adolfo Kaminksy sigue indignándose, sobre todo cuando el Estado quiere definir, otra vez, quién es francés: el debate sobre la identidad nacional que desgarra en estos días a su país de adopción. Juzga que con la Historia ocurre lo mismo que con los documentos: “Todo lo que el hombre ha hecho, el hombre puede volver a hacerlo”.

NOOMI RAPACE: LISBETH SALANDER, EL PERSONAJE DE LA SAGA MILLENNIUM




DINAMITA













Por Juan Pablo Bertazza

Da un poquito de impresión rastrear información de Noomi Rapace. No por el riesgo de dar con algún dato morboso de su biografía que coincida con la agitada vida de Lisbeth Salander –apenas podría apuntarse un extraño vínculo con su padre: es hija de un cantaor de flamenco español al que conoció recién a los quince años–, sino más bien por todo aquello que permanece de su personaje apenas vemos y somos observados por su mirada tan distante como invasiva. Lo cual sucede incluso en las pocos fotos en que no está caracterizada y más que sueca parece una francesa, una especie de Amélie con sangre moderna. Cualquiera que intente fisgonear en la vida de la joven actriz sueca que encarna a la detective petacona y bisexual, a la hacker hermética y genial de pocas palabras y banda ancha que descolló en Millennium, la trilogía de Stieg Larsson, se sentiría un espía observado o un voyeur sin gracia. Especialmente ahora que se está por estrenar en nuestro país La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. Si en la primera película la Salander de Rapace es una tipa aún más rapaz, hipnótica, intransigente y egoísta que su par del libro, donde al menos era capaz de reconocer su naturaleza freak, en esta parece dejar de lado los últimos vestigios de fragilidad para volverse una mujer maravilla. Lo interesante es que justo en esta película empieza a revelarse también la tremenda fragilidad de su pasado, un pasado traumático que tiene que ver, precisamente, con su padre.

Si estamos ante un milagro cada vez que un personaje trasciende y se para por encima de una obra, el hecho de que ese personaje sea superado por la adaptación cinematográfica es un milagro al cuadrado muy pocas veces visto. Eso sucedía con la Salander de la película Los hombres que no amaban a las mujeres, que terminaba eclipsando totalmente al periodista Mikael Blomkvist solamente con dos escenas: aquella en que se vengaba de su tutor abusador y, sobre todo, en la que decidía sacarse de un tirón las ganas sexuales con Mikael. ¿Qué más podía esperarse de ese personaje y de esta actriz que, con su estupendo trabajo, complicó sin querer queriendo la elección de la Salander hollywoodense junto a Daniel Craig? Luego de barajarse los nombres de Scarlett Johansson, Natalie Portman y Kristen Stewart, David Fincher se decidió por la inglesa Carey Mulligan y la comparación, antes de empezar a rodar, ya es odiosa.

Luego de haber vivido un año sabático de reina en Australia, Nueva Zelanda y el Caribe, Lisbeth Salander regresa de incógnito a Suecia y las pocas personas que la quieren le echan en cara que nunca le importaron los demás. Por culpa de un arma se ve involucrada en una nueva serie de asesinatos al mismo tiempo que muere también su tutor. Es por eso que Mikael Blomkvist, que no la ve desde hace un año pero se siente eternamente observado por ella, se larga a la carrera de demostrar su inocencia antes de reencontrarla y, sobre todo, antes de que la policía compruebe su culpabilidad.

Aunque no es justo hablar así de una trilogía que, para colmo, fue filmada en simultáneo, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina no es tan buena como Los hombres que no amaban a las mujeres. Sin embargo, hay que decir que sólo la supera en aquello que era lo mejor de la película anterior, es decir, el personaje de Salander. Un personaje innovador dentro del género policial que se vuelve clásico en el cine; una tipa que, al mismo tiempo que denuncia el abuso de mujeres, se convierte en símbolo sexual.

MIKE TYSON: SUPERHOMBRE





Mi vida como hombre










Por Mike Tyson

SUPERHOMBRE La primera parte de mi vida fue puro egoísmo. Tan sólo un montón de regalos para mí y para gente que no necesariamente se los merecía. Ahora tengo 44, y me doy cuenta de que mi vida fue un desperdicio. “¿El hombre más grande del planeta?” No era la mitad del hombre que creía ser. Así que si hay un gran plan ahora es tan sólo dar, sin egoísmo, preocuparme por la gente que lo merece. Porque creo que soy un cerdo. Tengo esta increíble capacidad de mirarme al espejo y decir: “Este es un cerdo. Sos un pedazo de mierda”. Objetivamente. Soy un cerdo. Y es por eso que me es muy difícil cuando la gente me ofrece toda esa adulación y su amor. Me siento sucio. Me quieren tocar y abrazar y yo siento su energía: es mugre y crimen. No porque sean gente mala necesariamente, tan sólo hicieron algo malo y podés sentirlo en ellos. Tengo que ir y lavarme antes de tocar a mis propios hijos.

DINERO Creo que está todo bien. Vivo en una linda casa, en un barrio exclusivo, pero son todas cosas insignificantes. Mi vida es simplemente diferente. Ya ni siquiera me reconozco a veces. Volví a Brownsville con el equipo de mi reality show en Animal Planet, donde están haciendo un segmento sobre las carreras de palomas que armaba en mi infancia, y Brownsville ha progresado mucho. Tienen cámaras de seguridad, los edificios que estaban abandonados cuestan como un millón de dólares, y pienso: mi vida debe haber sido una mentira, porque no hay nada ahí que se parezca a mi infancia. Apareció una mujer blanca y yo pensé: “Cuando yo era chico, a esta mujer la hubieran robado, violado y dado por muerta. Es una situación realmente extraña, y tengo ganas de llorar. ¿Quién soy? ¿Dónde está mi patrimonio?”.

LECHUGUITA Hace ocho meses que estoy con todo este asunto de la comida vegetariana y a veces tengo explosiones de energía. No sé cuánto duran, pero son como explosiones. Muy poderosas. Comí una porción diminuta de carne y me levanté violentamente enfermo, vomitando. Me he dado cuenta de que la carne se ha convertido en un veneno para mí.

HUMILDAD Y TRASCENDENCIA He vivido de los aplausos muchos años, y ya no puedo soportarlos. Todo lo que siento en general es esa mala energía de la gente. Yo sé que no es bueno para mí, y no quiero volver a vivir esa vida. Quiero trascender. No sé a qué, sólo sé que yo no debería estar acá. Debería estar en la cárcel por asesinato. O muerto, o con sida. Nunca creí que llegaría a los 25. Todavía tengo ese fuego en mi corazón, y quema. No quiero que se malentienda: no soy un pacifista y jamás lo seré. Todavía me enojo, y todavía grito. Puedo hablar de la humildad, pero no soy humilde. Pero estoy intentándolo, muy duramente.

UN TORNADO Mi vida es como un tornado, como un puto huracán. Es como si yo fuera un tornado desnudo que atraviesa una ciudad y deja un desastre. Todo queda destruido, y cuando ya pasó, a la mañana siguiente, estás sobrio y te preguntás: ¿qué carajo pasó acá?

MEDICACION Pasé por ese camino. Creo que he sido el boxeador más medicado de la historia del deporte. Si fuera a medicarme, creo que me fumaría un porro. Pero no, lo que tengo es un trauma con el que estoy lidiando. Y es este puto ego que tengo.

ALI A pesar de toda la poesía y las mariposas, lo que aprendí de Alí fue su maldad. Fue el luchador más malo de todos los tiempos. Estuvo ahí con Foreman, que dio los golpes más duros de la historia, estuvo ahí con Frazier, otro duro, y recibió una y otra vez, bum, y luego se daba vuelta, y cuando llegaba su momento, le mirabas la cara y estaba gritando. No me (golpe) das miedo (otro golpe), maldita marica (otro golpe). Maldito estúpido (dos golpes). Soy Dios, venérenme. Soy el más grande (dos golpes). Vos sos un puto niño pequeño. Nadie en el estadio lo contaba, pero nadie insultaba como Alí. Pero no, no es furia y terror: no hay furia ni terror en el boxeo. Si la hay, están contando hasta diez encima de ti.

DISCIPLINA La disciplina es hacer algo que odiás hacer, pero que de todas maneras lo hacés como si lo amaras. Yo aprendí disciplina de Cus D’Amato. Hoy tengo que ser mi propio Cus. Tengo que ser el hombre que toma al chico bajo su ala, lo protege, lo conoce mejor que él mismo. Pero todavía soy aquel chico pequeño, sólo tengo que aprender cómo protegerlo un poco mejor. Tiene que aprender a quererse a sí mismo.

LA CAIDA ANTE JAMES BUSTER DOUGLAS EN 1990 Me había dejado de importar. Dejé de sentir a Cus dentro de mí. Todos esos titulares. Ya no me importaba el boxeo. Y cuando Douglas se levantó después de que lo noqueé y cayó a la lona, y se vino hacia mí, ya no lo tenía dentro de mí. Tampoco lo tenía en mí cuando lo noqueé. Más poder para él: se levantó. Nadie más lo había hecho.

LA OREJA DE HOLYFIELD Estuvo mal hacer eso –todo mal–, un desquicio. Pero no tenía nada que ver con el box. Quería dejarlo lisiado. Ya no tenía nada que hacer arriba de ese cuadrilátero. Llevaba un año, 16 meses fuera de la cárcel, ¿y ya tenía dos cinturones que defender? Ya no tenía nada que hacer con esos cinturones. Ya estaba terminado. Si meten a un escritor en una celda por tres años, con las manos atadas a sus espaldas, después te ponen contra un novato, escribís mucho mejor que él y te dan dos premios... ¿y después te ponen contra un premio Nobel? Es absurdo. ¿En qué pensaba cuando lo mordí? No estaba pensando. No me estaba entrenando para esa pelea. Estaba drogado, creía que era Dios. Debería haberme quedado en casa con mi familia, con mis hijos.

PERFECCION Soy un adicto a la perfección. El problema con mi vida es que siempre he sido también adicto al caos. Un caos perfecto.

LIBERTAD Nunca me sentí libre. Nunca hasta ahora, realmente. Esto es lo más libre que me he sentido en mi vida, y aún no soy libre. Pero es una sensación asombrosa. No tengo dinero. Ya no soy un tipo con glamour. Tengo amigos que tienen dinero, así que parece que yo tengo dinero, pero no lo tengo. Todo el dinero que tuve, olvídenlo. Nunca tuve nada, nunca tuve un gramo en mí que se sintiera libre. Pero tuve alguien a mi lado en las buenas y en las malas. Mi esposa ha vivido conmigo en los lugares en los que no me atrevería a cagar. No me prostituiría siquiera en los lugares en los que hemos dormido mi esposa y yo. Es así: levantarme cada día sintiéndome Dios o un fraude. Espero que no sea así por siempre: quisiera irme a la tumba con respeto.

Estas palabras de Tyson son parte de las respuestas en la extraordinaria entrevista que le dio a la revista norteamericana Details.

LIBROS ELECTRONICOS



Breve historia de la literatura portátil

Esta semana, por primera vez los libros electrónicos vendieron en Amazon más que las novedades en tapa dura. La semana pasada, Stieg Larsson se convirtió, con su saga de Millennium, en el primer escritor en pasar la marca del millón de libros para el e-book Kindle que la librería virtual inventó. Hace poco más de un mes, J. K. Rowling anunció que finalmente permitiría la venta electrónica de la saga de Harry Potter. A eso se suma el éxito del iPad y la inminencia de Google Editions, quienes tras fotografiar el planeta se proponen digitalizar todos los libros del mundo. El e-book ya convive con el libro. Por eso, Radar explora el fenómeno, recapitula todas esas veces que el libro cambió en el pasado, escucha los argumentos de quienes defienden el libro de papel y quienes aceptan el futuro, y habla con las editoriales para saber cómo es y cómo será la cosa en Argentina.



Por Juan Ignacio Boido

La escena es así: un hombre descansa en la cima de una montaña que acaba de alcanzar. Está satisfecho: a sus pies se despliega un escenario sin límites, el cielo está despejado y las cumbres nevadas de los Alpes sólo recuerdan la magnitud de su hazaña. Sin embargo, se ve al hombre absorto y feliz con la mirada fija en el objeto delgado y rectangular que sostiene en sus manos. Por su expresión, uno intuye que la sensación de libertad del paisaje a su alrededor es un eco perfecto de esa otra sensación que lleva dentro. El hombre, por supuesto, está leyendo y nosotros podríamos estar ante una nueva publicidad de e-book, de Kindle o de iPad.

Pero no: el hombre es Petrarca, el año es 1353 y lo que se sostiene en la mano es un libro. Toda una novedad de aquel entonces: un libro pequeño, portátil, en este caso una copia de las Confesiones de San Agustín, un objeto amigable y diferente a los monstruosos ejemplares que habitaban los monasterios.

La escena, que el mismo Petrarca describe en la epístola “Subida al Ventoso”, late en el corazón del Humanismo, una revolución cultural como no hubo otra y que cambió para siempre el modo de leer: rescató a los clásicos griegos y latinos del ahogo de la glosa medieval y los liberó del dogmatismo escolástico; convirtió el saber en un elemento indispensable para la construcción de un hombre, en un instrumento político y en un estilo de vida cotidiano; inspiró la fundación de universidades, la aparición de mecenas, el surgimiento de bibliotecas privadas y la proliferación de traducciones. Se empezó a escribir para ser leído en voz alta, se dejó atrás el latín anquilosado, surgieron las lenguas romances, nuevos idiomas para nuevas ideas y nuevos públicos. Los libros y las libretas para tomar notas se podían llevar a cualquier lado, se desarrolló la ágil cursiva en reemplazo de la letra gótica, y empezó a tomar forma la idea de que el mundo podía corregirse como se corrige un texto. Ese redescubrimiento de la Antigüedad convirtió a la red de bibliotecas de la Iglesia que se desperdigaban por Europa como los servidores de Internet se desperdigan hoy por el mundo, en un manantial inagotable de textos y saber que se podían rescatar y reinterpretar. La revolución motorizada por esas búsquedas llevaría a Europa al Renacimiento y su fuerza se seguiría sintiendo durante siglos.

No es poco lo que tuvo que ver en todo esto un significativo cambio tecnológico: la incorporación del papel, llegado de China a través del mundo árabe, como versión económica del pergamino.

Menos de un siglo después de la caminata de Petrarca, otra escena terminará de acelerar esa revolución: un hombre de 52 años finalmente encuentra el modo de realizar la idea que lo acompaña desde su juventud: es 1450 y Gutenberg sostiene en sus manos el primer libro de la imprenta que acaba de inventar. El libro, ahora, se imprime apenas en un par de semanas y ya no hace falta copiar a mano durante meses. En poco tiempo, las imprentas se esparcirán por Europa y los libros, como envoltorios de cientos de saberes, se multiplicarán por miles. El libro volverá a ser laico y Europa florecerá como nunca en 1500 años. Las innovaciones artísticas y los adelantos científicos serán incomparables. Se ha puesto en marcha el Renacimiento. Apenas pocos años después, un niño genovés descubrirá en casa de sus padres una de esas pequeñas ediciones dedicada a la geografía e imaginará viajes extraordinarios. El pequeño Cristobalito ya sabe leer.

De alguna manera, fue la imprenta la que descubrió América.

Y mientras tanto, en Europa, Lutero y Hamlet, los dos alumnos más célebres de la Universidad de Wittemberg, también se preparán para hacer historia, abriendo cismas cuyos orígenes, como los de su universidad, pueden rastrearse en esa conjunción de humanismo e imprenta.

Durante los últimos seis siglos, el libro, impreso en papel y salido de la imprenta, parece haberse convertido en la materialización inseparable de la escritura: lo escrito sólo perdurará, se cree, si toma forma de libro. El libro es verbo hecho pulpa. Y, sin embargo, ahora asoma el libro electrónico, un soporte tecnológico que podría desembocar (o no) en una democratización inimaginable de todo de tipo de textos, liberados del ahogo de lo inconseguible, de la importación y de los precios desorbitantes, abriendo la posibilidad de una circulación impensada de traducciones, correcciones y creaciones. Pero no por eso dejará de ser libro. A eso se refiere Umberto Eco cuando afirma que “el libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor. El libro ha superado la prueba del tiempo... Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es”. El libro parece ser a la mente lo que la rueda fue al cuerpo. Sólo el tiempo dirá si la aparición del libro electrónico será al libro lo que la cubierta inflable de caucho fue a la rueda de madera.

Por supuesto que muchos querrían leer En el camino en los rollos originales en que Kerouac los tipeó, pero tal vez el libro electrónico nos acerque más a eso que las ediciones de cientos de pesos que, a pesar de ser facsimilares, no se desenrollan (¿no está más cerca de un papiro de Alejandría la función de scrollear para abajo en la pantalla que la de pasar las páginas?). Si durante el Humanismo fue crucial la posibilidad para los artistas y estudiosos de volver a tomar contacto directo con los originales antiguos, liberados de la intermediación escolástica, ¿por qué no imaginar las consecuencias (buenas y malas, pero inevitables) de cientos de miles de alumnos y profesores que podrán, en sus pequeñas pantallas, leer los facsimilares virtuales de papiros griegos, piedras egipcias, pergaminos medievales, papeles chinos, y encima poder anotar, consultar e intercambiar ideas entre todos?

¿Qué sería de los códices de Da Vinci, llenos de dibujos, recetas, diagramas e invenciones, con las posibilidades de la tecnología? ¿Por qué no imaginar una versión aggiornada e interactiva de La evolución de las especies o un libro así sobre la historia del Tiempo o del Universo?

La noción de libro es más amplia que su soporte: Los nueve libros de la Historia de Heródoto, viajero, cronista, historiador, antropólogo, escritor, fueron escritos en rollos de papiro, y no por eso no se llaman libros. Del mismo modo, fueron divididas en nueve libros en la biblioteca de Alejandría. Y hoy, no hay edición que no los reúna en un solo volumen. Nada de eso modifica su contenido: habla en cambio de su circulación y de las épocas que atravesó. El mismo Heródoto escribía en papiros “portátiles” que enrollados cabían en una mano, y cuyo largo estaba calculado para durar una lectura en voz alta. Ya desde entonces el hombre ha vivido bajo la tensión entre el almacenamiento de saber y la posibilidad de transportarlo.

Acaso los cambios que traiga el libro electrónico sean inimaginables, inmensos o modestos, pero lo cierto es que muchos de los problemas que parece plantear ya fueron, en verdad, planteados por el libro antes.

La posibilidad de acceder a todo el conocimiento disponible es algo que ya se había planteado en Alejandría, donde sus copistas copiaban todo lo que conseguían, muchas veces con métodos bastante más ilegales y engañosos que los que hoy se usan para bajar mp3 y películas (y gracias a ello, por ejemplo, sobrevivieron tragedias griegas que si no se hubiesen pulverizado bajo las ruinas de Atenas). Un corte de energía mundial o un virus que fulmine la red serían el equivalente al incendio de la biblioteca, aunque más improbable en la ferocidad de su resultado.

El temor a la circulación desaforada de textos que pierdan su copyright e incluso el nombre de su autor como una etiqueta que se despega de un cuaderno tampoco es nuevo: tenemos siglos de filología tratando de adjudicar con certeza la autoría de textos antiguos (o no tanto, como el Cardenio de Shakespeare), incluso identificando y discutiendo fragmentos de otros autores insertados a lo largo del tiempo en textos originales (como los pasajes de Jenofonte en la monumental obra de Tucídedes).

La idea misma de la riqueza casi infinita del hipertexto, de las múltiples referencias y significados que pueden encerrar cada palabra y las incontables ramificaciones que cada uno puede rastrear, ya se encuentran en el Finnegans Wake de Joyce, un libro de una complejidad a la que Internet todavía no llega.

Incluso el libro con auriculares, ¿no está acaso prefigurado en la Ilíada y la Odisea? ¿No son acaso audiobooks al revés, en los que se fijó por escrito eso que tantos oyeron de boca de los poetas y los rapsodas, historias que pasaban y mejoraban y perfeccionaban de unos a otros sin problemas de copyright?

La circulación de información siempre tuvo resultados inesperados. Shakespeare fagocitó libros de divulgación histórica para algunas de sus piezas sobre reyes antiguos, y hasta libros que recogían noticias y dramones sentimentales para otras como Romeo y Julieta. A mayor información, mayores combinaciones posibles. Una vez, a mediados de los ‘90, Francis Ford Coppola dijo que se sentía un dinosaurio en el cine, porque filmaba a la vieja usanza, mientras probablemente el nuevo Mozart del cine tuviera cinco años y estuviera jugando con una cámara digital en un rancho alejado de las ciudades. Tal vez, esa conjunción de Internet y e-book (difícil no pensarlos juntos) haga lo mismo por la escritura.

Tal vez el e-book signifique libros baratos que uno podrá comprar por poco dinero y entre los que elegirá unos pocos para imprimir a pedido en ediciones a medida o artesanales. Tal vez signifique también varios estantes de libros de consulta menos (igual que Internet fue limpiando los estantes de enciclopedias Espasa y Británicas). Tal vez también signifique la puerta de entrada (sigue teniendo forma de puerta, sigue siendo un libro) a un mundo en el que sea menos probable que las cosas desaparezcan. Es inmensa la cantidad de obras que la humanidad ha perdido por guerras, censuras, imperios derrumbados, piedras rotas, papiros descompuestos, papeles quemados o perdidos. El XX ha sido el primer siglo en dejar un registro de sí mismo en movimiento. No está mal que el XXI perfeccione el modo de almacenar para el futuro todo ese conocimiento, y eso incluye a las palabras. Una palabra incomprensible puede encerrar, incluso, mucho más que un cd sin la tecnología para leerlo. Después de todo, la palabra, mucho antes que la grabación, es un objeto que ha transportado sonidos a través del tiempo: ¿o no son el griego y el latín los únicos sonidos que nos han quedado de Atenas y Roma?

La aparición de la Piedra Rosetta fue aún más proverbial que la de un lector de cds para el arqueólogo que desentierre un Musimundo en el futuro, ya que abrió la puerta a una civilización que estuvo 4000 años cerrada. Y quién sabe si el ebook no tendrá, para entonces, un lugar junto a la Piedra Rosetta en ese inmenso museo de civilizaciones antes que de obras de arte que es el Museo Británico. Ahí se exhiben fragmentos monumentales de paredes talladas en el esplendor de Medio Oriente, jeroglíficos pintados en ataúdes, ideogramas en rollos de papel milenario, cajas con largos rollos de papiros para ser enterrados junto a los muertos como guías para el viaje en el más allá, tabletas escolares del imperio babilónico con acertijos y problemas matemáticos con la solución del otro lado, tabletas de arcilla de 5000 años del tamaño de un iPod. Cada civilización parece representada, también, por sus escritos. Pero si hubiera que elegir uno, quizás sería el Obelisco Blanco, una pieza de 3000 años que muestra que algunos de los primeros libros no eran libros sino obeliscos, con caras en vez de páginas, en el que giran los lectores en vez de las páginas. Bastante se avanzó desde entonces. Sin embargo, ahora, desgastada la piedra, borroneada por el tiempo, imposible de leer, giramos a su alrededor como giran los monos de 2001 alrededor de ese monolito milenario de una civilización desconocida.

A pocos metros, el pequeño Obelisco está custodiado por dos imponentes guardianes en piedra del dios asirio Nabu, el dios de la escritura. Son dos figuras de 3000 años de antigüedad que han mantenido la ferocidad a través del tiempo. Al final de la inscripción que llevan tallada y que todavía se puede leer, advierten al lector: “No confíes en ningún otro Dios”.

El argumento de que el libro se podrá seguir leyendo a la luz de la vela presupone con arrojo que en un futuro sin e-book habrá velas. Tal vez ése sea un apocalipsis optimista. Tal vez, las velas correrán por cuenta de quienes nos vayan a visitar una noche al Museo Británico. Pero eso no será por culpa del e-book.