martes, 28 de agosto de 2012

NARCISO IBAÑEZ MENTA: El hombre que volvió de la muerte y vive en el recuerdo.




A CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DE NARCISO IBAÑEZ MENTA



 

Español de origen, Ibáñez Menta le aportó a la radio, el cine, el teatro y la televisión argentina su personalidad inigualable. Fue pionero del género de terror en América latina, pero también hizo textos de Arthur Miller y Jean-Paul Sartre.


Por Oscar Ranzani

Fue el hombre que, sin proponérselo, sirvió de excusa para que los padres obligaran a sus hijos pequeños a tomar la sopa, porque si no el miedo sería más fuerte: Narciso Ibáñez Menta, el actor que impuso el género del terror en la Argentina, mañana cumpliría cien años. Dueño de una máscara poderosa y temible que, junto con su tono de voz tan particular, causaban escalofríos en quienes presenciaban alguna obra suya, brilló en el teatro, el cine y la televisión. Y dejó una marca imborrable en varias generaciones, algunas de las cuales crecieron con sus memorables interpretaciones. Había nacido el 25 de agosto de 1912 en Asturias, producto del matrimonio de Narciso Ibáñez y Consuelo Menta, quienes eran artistas y, entonces, lo condujeron al estrellato casi desde la cuna. Su filmografía abarca 37 películas, aunque el cine no fue el espacio donde más desplegó el género del terror. Más bien, el medio donde sus personajes maléficos causaron estragos fue la televisión, que lo terminó consolidando como un referente del género, clasificación de la cual el propio Ibáñez Menta con el tiempo buscaría liberarse. Una cifra redonda marca el camino recorrido desde el momento en que apareció por los aparatos de rayos catódicos: 25 fueron las series que protagonizó.


 

 

Infancia en las tablas

 

¿Actor por elección? Esa es la pregunta que cualquiera puede hacerse cuando indaga cómo eligió Ibáñez Menta dedicarse al espectáculo. “Hay dos posturas a seguir: fue una vocación propia o bien, como yo pienso, fue una adaptación a circunstancias ineludibles, porque él tenía que acompañar a sus papás al teatro desde la panza de su madre”, comenta Graciela Restelli, una de las personas que más conocen la vida del asturiano y que investigó en el libro Esencialmente un hombre de teatro. “El fue viendo todo ese mundo. No vivió virtualmente otro mundo que no fuera el del teatro. Lo que sí disfrutaba era hacer imitaciones, improvisaciones en el escenario cuando era chico. Eso, para él, era una disfrute”, señala Restelli.
Con la compañía de sus padres, viajó por varios países. Hasta que llegaron a la Argentina. Los más memoriosos recordarán el nombre de esa compañía: Narcisín. Un empresario lo bautizó así porque había dos personas con el mismo nombre en la cartelera de las obras: su padre y él. El problema se generó cuando el niño comenzó a causar más interés que los actores adultos y la prensa llenaba los titulares con comentarios de ese niño prodigio. “Pero empezó a mutar a las transformaciones, a lo que es la máscara, cuando comenzó a crecer y como para que la gente no dijera ‘Narcisín, el niño prodigio’”, comenta Leandro D’Ambrosio, autor del libro El artesano del miedo, que se reeditará próximamente. Es que la actuación en el género de terror fue una manera de tomarse revancha por los papeles inocentes de su infancia. “Ibáñez Menta decía siempre: ‘Yo quise matar a Narcisín y no había otra forma de matarlo que con un monstruo’.” Darío Lavia –responsable del sitio Cinefania.com, sobre cine fantástico y de terror– agrega que “lo que más le gustaba era el folletín antes que el terror. Y una manera que encontró de hacer que la gente dejara de verlo como Narcisín, ya siendo una persona de más de veinte años, fue realizando esos papeles”.


 

 

Las máscaras en el escenario

 

Luego de unas temporadas en Buenos Aires, Narciso Ibáñez Menta se radicó en la Argentina por más de tres décadas, desde enero de 1931 hasta diciembre de 1963, cuando se volvió a España. Luego regresaría esporádicamente al país, aunque se sintió un tanto defraudado cuando no se concretó la puesta de Ricardo III en el Teatro San Martín, a pesar de que estaba todo planificado. “En 1933 hizo El hombre y la bestia tomando como modelo la caracterización que John Barrymore había hecho para la película. Fue muy comentada la obra después del estreno en el Teatro Apolo. Y luego, al año siguiente, hizo El fantasma de la Opera y El jorobado de Notre Dame, tomando como modelo las caracterizaciones de Lon Chaney”, destaca Restelli. No hacía cualquier papel, sino personajes que ya habían sido consagrados durante el cine mudo como, por ejemplo, los de las tres obras mencionadas.
A diferencia de lo que sucede en la actualidad, cuando prácticamente el terror está al servicio de los efectos especiales, Ibáñez Menta, si bien se caracterizaba, sobresalía más que nada por la composición interior y la psicología de los personajes que encarnaba. Gustavo Mendoza, director del notable documental Nadie inquietó más –sobre la vida y obra de Ibáñez Menta–, subraya que el actor “decía que lo importante no es maquillarse por fuera sino por dentro. En muchas películas se ve a un actor maquillado, pero se nota que es un tipo disfrazado, pero cuando ves a alguien que, a través del maquillaje y de su actuación, puede llevar un personaje y que te dé miedo por su personalidad y por la manera de actuar, ahí está la diferencia entre un actor y alguien que tiene puesto un disfraz”. De todos modos, Lavia comenta que, igualmente, Narciso utilizaba efectos especiales. “En las obras de teatro hacía trucos visuales. Por ejemplo, en una escena de Miguel Strogoff, al personaje le ponen un hierro caliente y lo ciegan, que es algo que figura en la novela de Julio Verne. Y él hizo un truco que consistía en que le apoyaran una espada, y alguien detrás de escena tenía que echar un pedazo de carne a la plancha; entonces, el sonido era de fritura de carne. Y también se olía la carne quemada.” Lavia recuerda que desde los años ’20, el terror tenía que ver con el monstruo y, por lo tanto, los actores tenían que tener un maquillaje monstruoso. “Y eso, Ibáñez Menta también lo entendió y lo hizo”, comenta. Pero en el teatro también hizo clásicos como La muerte de un viajante, de Arthur Miller, y Manos sucias, de Jean-Paul Sartre.

El recorrido por el Séptimo Arte

 

El inicio de Narciso Ibáñez Menta en el cine argentino se produjo por partida doble en 1942, cuando dio el sí para participar en dos films de Manuel Romero: Una luz en la ventana e Historias de crímenes. D’Ambrosio sostiene que Una luz... es considerada la primera película de terror de la Argentina. “En ese momento, la prensa decía: ‘Al fin debutó Ibáñez Menta en cine’. Era como que la misma industria cinematográfica estaba esperando que él apareciera porque ya tenía bastante fama teatral. Sin embargo, esa es una peliculita dentro de su filmografía”, considera el autor de El artesano del miedo. Mendoza va más lejos que D’Ambrosio y, según su información, “hasta se dice que es la primera película de terror su-damericana. Ahí hacía el papel de un acromegálico, una suerte de científico loco que le quiere sacar la glándula pituitaria a una chica que él contrata. Después, aparece un galán y la protege. Es una película muy divertida. Es la primera película donde Narciso ya aparece como un actor asociado al género fantástico y de terror”, destaca Mendoza.

Para D’Ambrosio, la primera película “importante” que realizó Narciso fue Cuando en el cielo pasen lista, donde interpretó al educador William Morris. “Pero la mejor de todas creo que fue Almafuerte, sobre la vida de este poeta muy criticado en su momento. El tiene muchas transformaciones de maquillaje y es una muy linda biografía”, dice D’Ambrosio. Otro film ineludible en la carrera cinematográfica de Ibáñez Menta fue La bestia debe morir. Restelli cree que forma parte de las vitrinas de sus éxitos y que además, “en ese largometraje actuó su segunda esposa, Laura Hidalgo, y él hizo la adaptación del libro. Fue una película muy bien hecha para su época”. Luego de considerar que es “extraordinaria”, D’Ambrosio señala que no es una película de terror, pero que tiene mucho de policial porque refiere a una venganza. “Es un hombre que jura vengarse de la persona que atropelló a su hijo, la busca incesantemente hasta que la encuentra. Tiene muy buenas actuaciones. Es una película que, sin ser de terror, es oscura y muy interesante.”


 


De todos modos, hay quienes consideran a Obras maestras del terror como la película más importante de este género en la Argentina. “Es una película notable, con grandes actuaciones y tiene buena dirección. Hoy uno la puede ver y no perdió mucha vigencia”, considera Lavia sobre este film que dirigió Enrique Carreras, cuyo nombre despertó más de un debate acerca de si efectivamente fue el responsable del rodaje. “Para mí, la dirigió Carreras. Lo que pasa es que como la gente tiene asociado a Enrique Carreras con un mal director por las películas que hizo en los últimos años, se olvida de que también dirigió películas buenas”, explica Lavia. Obras maestras del terror fue previamente un programa televisivo que había resultado un éxito en 1959 por la pantalla de Canal 7, cuya puesta en escena la hicieron el propio Narciso y su hijo, Chicho Ibáñez Serrador, quien también hacía los libros y las adaptaciones. “Entonces, habiendo hecho previamente en televisión las tres historias que componen la película, Carreras habrá dejado hacer lo que ya habían hecho. Además, Narciso tenía cuarenta años de carrera, sabía de puesta en escena, había sido director teatral. Entonces, Carreras fue el director, pero las cosas que tenía que armar Narciso, lo dejaba hacer.” Lavia establece una comparación con las películas de los Hermanos Marx, que todas tenían directores, pero se considera que los autores de las películas son los Hermanos Marx, a pesar de que ellos sólo actuaban.


 

 

Más terror catódico

 

Además del programa mencionado, Ibáñez Menta triunfó con el género del terror especialmente en la TV argentina. Es difícil elegir uno, pero muchos creen que El fantasma de la Opera –versión en serie del folletín de Gastón Leroux– fue su mayor éxito televisivo. A tal punto que, según comenta Lavia, “se decía que los cines empezaban las funciones más tarde porque la gente, a la hora que la daban, estaba viendo televisión”. Era el boom de la compra de televisores y El fantasma... fue la gran apuesta del nuevo Canal 9. Restelli también coincide en que fue tal el éxito “que los teatros también pedían por favor cambiar de horarios para las funciones porque los sábados no aparecía nadie, ya que tenían que ver El fantasma de la Opera, de Narciso Ibáñez Menta, en televisión, que iba a las 22 por Canal 9. Así que fue una revolución en los medios porque también tomaba la misma caracterización que había hecho para el teatro”.

A pesar de que se emitió sólo una temporada, se dice que tenía tal calidad técnica que, incluso, fue uno de los pocos programas que se grabaron dentro del Teatro Colón. “Consiguieron el permiso y filmaban a la madrugada. Se habla de que había un gran despliegue de actores, de escenografía, de vestuarios y aparte la composición del rostro de Eric, que Narciso la mantuvo en secreto, ya que prácticamente no dejó sacar fotografías. Y treinta años después se descubrieron dos fotos que un fan le sacó a la pantalla del televisor. Eso da una idea del fanatisno que despertaba Ibáñez Menta en aquella época”, comenta D’Ambrosio, quien si bien es consciente de que El fantasma... es considerado un programa de culto en la televisión, también menciona otro al mismo nivel, como El muñeco maldito (1962). “Beatriz Día Quiroga, que fue la intérprete femenina en El fantasma de la Opera y en El muñeco maldito, dijo que éste programa lo superó técnicamente. Y para fines de la década del ’60, los que vieron El hombre que volvió de la muerte hablan de ese programa inolvidable.”

Si los tres vértices El fantasma de la ópera, El muñeco maldito y El hombre que volvió de la muerte conformaron el triángulo de grandes éxitos televisivos de Ibáñez Menta, los años ’80 fueron el momento del declive con El pulpo negro, que se emitió en 1985. D’Ambrosio explica que al verlo hoy “llorás porque tiene muchas fallas técnicas. Y es un programa fallido, lo que no quita que, en su momento, tuvo mucha audiencia. Era un programa que superaba los 20 puntos de rating”. Lavia, en cambio, explica que al estar perdido el 90 por ciento del material no sólo de Ibáñez Menta, sino de la televisión argentina, “no se puede hacer una evaluación así”. En su esencia, El pulpo negro “es un folletín, que es el género que más le gustaba. Tiene partes policiales, fantásticas, de terror. Y en su momento fue muy exitoso porque el último episodio era el comentario de la gente al otro día. Fue muy exitoso, lo que pasa es que no envejeció bien. Cuando lo empezaron a repetir no tenía tanta calidad como anteriores trabajos de él”.


viernes, 3 de agosto de 2012

A LOS 82 AñOS, Y EN SAN SALVADOR DE JUJUY, MURIO HECTOR TIZON.



  
Martes, 31 de julio de 2012

“Sólo está muerto aquello que definitivamente hemos olvidado”

 

La iniciación, el amor, la traición, la locura y el exilio encontraron en su pluma una forma de retrato personalísima, en la que tenía que ver su percepción del entorno y un lenguaje formado en el castellano de la biblioteca y la oralidad quechua de su pueblo.


Por Silvina Friera

Ningún paisaje está en un solo sitio; se desplaza en los ojos de quien lo contempla. Las pupilas entristecidas por la partida del sabio y magistral narrador que fue Héctor Tizón rememoran Yala, Casabindo, Humahuaca, Cochinoca; silabean bajo el temblor de la emoción la aridez de esa geografía atravesada por la melodía del viento, la polvareda del camino y el compás minucioso que teje el silencio. El árbol de la infancia vuelve a crecer en otros suelos. Cualquier tierra puede ser propia y extraña. Vivir es olvidar, viene a la mente lo que propone el protagonista de uno de sus relatos. El arte del escritor jujeño, que murió ayer en San Salvador de Jujuy a los 82 años, consistió en alivianar su equipaje para viajar con mayor comodidad a través de una red de cuentos y novelas en los que configuró una intensa épica de la austeridad desde experiencias de alcance universal como la iniciación, el amor, la traición, la locura y el exilio. Su escritura se forjó en el cruce de dos lenguas –el castellano de los libros que leyó mestizado con las inflexiones de la oralidad quechua– en las que resplandece lo dicho, pero también aquello que permanece en los márgenes, lo que no es audible o no tiene expresión. El refinamiento, la belleza poética, emerge justo en el preciso instante en que la lengua apenas puede emitir susurros desperdigados sobre las páginas, al pie de la letra. “Las palabras sólo son sombras de los hechos”, postulaba en otro de sus relatos. El olvido no comienza en la tumba, como creía. Mientras haya un solo lector memorioso, la llama de Tizón seguirá encendida.

El lugar de nacimiento a veces es accidental. Si en todo escritor anida un gran mitómano, la biografía puede estar intervenida por lo que el interesado prefiere orquestar. Aunque en este caso es otro cantar. A diferencia de lo que se cree, Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Rosario de la Frontera (Salta), en el Hotel de las Termas, durante un viaje de sus padres, oriundos de Jujuy, el lugar en el mundo que siempre consideró como su tierra de pertenencia. El mismo se enteró cuando necesitó ordenar papeles para rumbear hacia el exilio, en 1976, y pidió una partida de nacimiento. “Como no me la daban, le dije a mi padre: ‘¿Qué pasa, se han olvidado de inscribirme o qué?’. ‘No –dice–, no la vas a encontrar nunca porque naciste en otro lado.’ Y cuando di con ella, le pregunté: ‘¿No encontraron a ningún criollo para ponerme de testigo de mi nacimiento?’. No, porque mis padres eran los dos únicos pasajeros del hotel.” El abuelo paterno del escritor –“español cubano casado con cristiana vieja”– llegó a Yala (Jujuy) por error, buscando Africa, el calor y las palmeras. Los habitantes del pueblo lo evocaban como el primer plantador de bananas de la zona. Algunos de sus mejores libros como Fuego en Casabindo (1969) y El gallo blanco (1992) son lecturas obligatorias en las escuelas del Noroeste. Vivió en Salta, entre 1943 y 1948, donde cursó el secundario y publicó sus primeros cuentos en el diario El Intransigente, relatos que nunca quiso editar en un libro. Intuía, no obstante, que no faltará algún investigador entusiasta que escarbe en los archivos hasta dar con esos textos. “Uno empieza dando tropiezos memorables. Tanto el bípedo como el ave: se empieza a los golpes”, reconocía el escritor con esa sencillez que lo caracterizaba. La expectativa literaria era como una olla a presión donde se cocinaban los sueños y deseos del joven Tizón, que estudió Derecho en La Plata y arrancó con su periplo diplomático en 1958. Estuvo en México, donde fue agregado cultural y conoció a Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Ernesto Cardenal y a Ezequiel Martínez Estrada, entre otros autores. Dos años le bastaron para decidir regresar nuevamente a Jujuy, en 1962.

 

Afiliado a la UCR –solía definirse como “yrigoyenista”–, fue juez de la Corte Suprema jujeña. No se refugiaba en el impacto de una metáfora para escamotear el humus de sus pensamientos. Le gustaba tirar del hilo para desembrollar la madeja convulsionada del tiempo que le tocó vivir, como lo hizo en los ensayos de No es posible callar, donde reflexionó sobre el lugar que ocupa el artista, el destino de la sociedad occidental y el discurso tramposo de la globalización. En 2003 inauguró la Feria del Libro en el predio de La Rural. “Hubiese preferido un tiempo diferente para abordar el lema ‘Los argentinos y los libros’, pero ni siquiera en ceremonias como ésta es posible callar ante actos tan brutales; hacernos los distraídos sería, más que una mera cobardía, un acto inmoral”, dijo el autor de La casa y el viento (1984) por la invasión de los EE.UU. a Irak. Esgrimía que no podía hablar de la literatura cuando “los pistoleros cibernéticos aplastan pueblos y amenazan con asolar al mundo”. La memorable ovación estalló cuando afirmó que el cinismo del discurso único ya no puede disfrazarse: “La fuerza imperial no necesita a un Conrad o a un Kipling. Le basta apelar a citas de Al Capone”.

Tizón ha profesado su orgullo y devoción por la majestuosidad del paisaje donde vivió; atesoraba las voces de los relatos con los que las niñeras indias esculpieron su infancia y reconocía que la mujer introduce al hombre en la tierra, que transmite la palabra. “El mundo –decía Strasser, uno de sus personajes– es siempre lo que una mujer ha hecho de él.” Más que un paisaje o frontera geográfica, su obra se construye a través de un narrador que asume una condición lingüística al proclamarse parte de la cultura altoperuana. Mientras bosquejaba los cuentos del que sería su primer libro, A un costado de los rieles, publicado en México en 1960, zanjó la tensión entre la lengua libresca, aprendida en la biblioteca paterna –el castellano de Calderón, Quevedo, Lope–, con la lengua de los indígenas, “el dulce habla de las criadas”. Cuando esos mundos aparentemente contradictorios se contaminan –comprendió–, se reconocen mejor. El escritor no se cansaba de repetir que la materia de su oficio son “las imágenes mentales que fija con palabras”. Sin embargo, era consciente de la tentación a la que está sometida la literatura que se amasa lejos de las grandes urbes, esos focos de irradiación que toman una parte por el todo de la literatura argentina. “En las provincias podemos ver los pecados capitales caminando por las calles, con nombre y apellido. Y aprender a observarlos, conviviendo con ellos, es una de las grandes primeras lecciones para el incipiente escritor”, señala en un ensayo. “La segunda es olvidarlo para que de todo ello quede su esencia y poder usar libremente esos atributos, huyendo de la perspectiva provinciana.”

 

En “Más allá del regionalismo: las transformaciones del paisaje”, texto de Enrique Foffani y Adriana Mancini que integra el volumen La narración gana la partida de Historia crítica de la literatura argentina, se plantea que el jujeño ejecutó el gesto sugerido por Roland Barthes. En uno de los ensayos de El grado cero de la escritura, el crítico francés asegura que la novedad en el pensamiento proustiano es haber desplazado el problema del realismo y haber ubicado “el lugar de lo imaginario en el significado; no en la relación entre ‘la cosa y la forma’, sino en el signo, en la relación del significado con el significante. ‘El lenguaje del escritor no tiene como objetivo representar lo real sino significarlo’”. Foffani y Mancini subrayan que la literatura de Tizón “significa un paisaje, un lenguaje, historias y personajes que responden por sus características a ese espacio referencial al que el escritor pertenece”. En la configuración espacial de sus cuentos y novelas –precisan– es donde con mayor nitidez “se observa el trabajo a partir del cual el lenguaje actúa como mediador que procesa la belleza natural del paisaje original”. En la premura con la que se rebobinan fragmentos, frases, remates o principios, tal vez los lectores recuperen esa sensación de que todos los sentidos oscilan por el entredicho. “Acaso la historia podría ser sólo este mismo paisaje, las montañas sombrías de un color confuso cambiante hora a hora desde el amanecer al crepúsculo, el valle verde y el río y las dos, tres, cinco casas desperdigadas...; queremos decir: un escenario donde es casi obligado imaginar personajes como los protagonistas de esta historia que se va a narrar. Por otra parte, todos estos personajes fueron aquí ellos mismos, con sus nombres y circunstancias reales. Gente que quizás en otras tierras no hubiera despertado la atención de nadie”, se lee al comienzo de La mujer de Strasser (1997).

“A veces, percibimos la vida más intensamente cuando la recordamos, con más tranquilidad que en el momento en el que transcurre”, postula en El resplandor de la hoguera (2008), que aglutina sus memorias, anticipo crepuscular de la despedida, donde despliega perspectivas sobre lo real y lo ficticio, lo biográfico y lo literario. “Este es el impulso que lleva a un escritor a escribir diarios o anotaciones autobiográficas; esto y la certeza de que el pasado no permanece en su lugar, nunca se mantiene estático. Sólo puede revivirse en la memoria, y la memoria es un mecanismo que nos permite tanto olvidar como recordar; la memoria es arbitraria: redescubre, inventa, organiza. El verdadero instrumento de la creación es la memoria y de allí también que todo lo que un escritor escribe sea autobiográfico, con más o menos matices.” En este libro –donde logra estar “mano a mano con los fantasmas, regresado a lo que más quise y dispuesto a desaparecer como una sombra, sin ruido, sin memoria, por esa misma rendija de la vida que lograra vislumbrar y convertir en palabras”– desfilan el niño que se subía a los techos para pasar horas leyendo, su visita a la casa de Benito Lynch en La Plata, los prolegómenos de la publicación de Fuego en Casabindo, la amistad con Martínez Estrada y Rulfo y su encuentro con Onetti en Madrid, donde se exilió durante la dictadura.

 

Tizón conjuró la inexorable sensación de epílogo –la antesala al silencio– con un tímido anhelo del porvenir. Acaso pasado cierto umbral, la memoria se vuelve silenciosa y opta por callarse. La prórroga al silencio, esas páginas que de pronto reparó que valía la pena escribir, está en Memorial de la Puna, de reciente publicación, seis bellísimos relatos imbricados por la Puna, tierra “lijada por los vientos y la sal”, “el gran desierto lunar cálido y frío”, región que asume como destino vital y literario. “Nacer es una casualidad, pero también una fatalidad, puesto que nadie elige por sí mismo el lugar donde nacer. De modo que un escritor ronda y da vueltas sobre el mismo tema, los mismos hombres y las mismas cosas”, escribió en un ensayo de los ’90. La Puna es la Comala o la Santa María de viento y polvo; las luces y sombras de una obsesión –todo transmite una especie de “mensaje cifrado”– que sólo la muerte vino a clausurar. Quedan los gestos modestos, las pinceladas mínimas con las que labraba la densa complejidad de sus criaturas y ese cielo tramando preguntas durante el atardecer. ¿O serán los lectores que miran esas puestas de sol con el interrogante a flor de piel, como si estuviéramos ahí mismo, contemplando los murmullos de la tierra cuando se abre a la noche?

Al principio no quiso irse: continuaba presentando hábeas corpus por sus amigos perseguidos en 1976. Su mujer, Flora Guzmán, lo interpeló con la espada de Damocles de un terror letal. Le dijo que estaba loco si pensaba discutir con Hitler. Y lo convenció. La familia se exilió en Madrid; recién volvió tras la guerra de Malvinas. El viejo soldado (2002), “el menos querido de mis libros, si ello fuese posible”, es la única novela que escapa a las reglas del mundo tizoniano. Quizá por eso eligió publicarla casi veinte años después de escribirla. Como el protagonista Raúl –que para sobrevivir en un país ajeno se emplea como escritor a sueldo de un viejo fascista decidido a publicar sus memorias–, Tizón se las ingenió en España para hacerse del dinero para subsistir sin dejar de escribir. “Fui un negro de la literatura. Presté mi pluma a otros que ni siquiera pensaban como yo, y eso es tremendamente humillante”, recordaba. El también, como Raúl, soportó en tierras lejanas el tedio, el miedo y la tristeza.

 

El autor de Sota de bastos, caballo de espadas (1975), El hombre que llegó a un pueblo (1975), Luz de las crueles provincias (1995), Extraño y pálido fulgor (1999) y La belleza del mundo (2004), entre otros títulos notables, despliega en Memorial de la Puna una meditación “casi póstuma” sobre la muerte: “Nada ni nadie puede reprimir los recuerdos que iluminan de pronto aquello que creíamos perdido y desaparecido. El olvido es más fuerte e irremediable que la muerte. Sólo está muerto aquello que definitivamente hemos olvidado”.