Las aventuras de la razón
En plena era cinematográfica de superhéroes que luchan contra los peores villanos (como hizo él en su época) y de médicos televisivos que resuelven casos imposibles aplicando la deducción y la ciencia (como hizo él en su época), Hollywood decide resucitar al personaje más filmado de la historia del cine: Sherlock Holmes. El hombre que encarnó el saber del siglo XIX y marcó el del siglo XX, da su primer paso en el XXI.
Por Mariano Kairuz
La racionalidad deductiva de Sherlock Holmes ha atravesado el siglo XX dando forma a nuestra percepción del mundo. La psicología y la semiología han acompañado (o han sido posibles gracias a) el triunfo de esa lógica y de esa obsesión: la de interpretar, interpretar, interpretar. Hasta sobreinterpretar. Una sombra es el signo del objeto que la proyecta, una huella de zapato en el barro indica el paso de un hombre y quizá también una lluvia reciente, y por lo tanto tal vez incluso la hora en que tuvo lugar la pisada. En la mota de polvo de ladrillo sobre la ropa de un personaje puede empezar a develarse su biografía, partiendo de su posición social (si acaso el polvo de ladrillo proviene de una cancha de tenis). Si la interpretación es uno de los rasgos fundamentales de la modernidad –profundizado por el desarrollo de la genética–, los Sherlock Holmes de la cultura popular contemporánea son los detectives forenses de todas esas series televisivas –CSI y sus ramificaciones geográficas a la cabeza– multiplicadas al infinito y, por supuesto, el Dr. House, que está explícitamente inspirado en la creación de Conan Doyle.
Es decir, por un lado, la policía especial, científica –por delante o por encima de las banales e ineficientes fuerzas de la ley, como lo estaba Holmes por encima o delante de Lestrade, el oficial londinense en los cuentos y novelas del detective– que buscan en los cadáveres mismos el relato de quienes los convirtieron en tales. Si en la primera aventura de Holmes, Watson lo encuentra saltando de alegría porque el deductivista acaba de dar con un reactivo que certifica la presencia de partículas invisibles de sangre, ciento veinte años después ese tipo de detección se ha vuelto real, perfectamente posible. Como en Holmes, en lo ínfimo se cifran las claves del cuadro mayor: una huella dactilar, un pelo, lo que sea que haya bajo las uñas; cada partícula cuenta una historia, y lo que es dudoso o aparentemente inmaterial –porque es invisible para el ojo desnudo– revela en un estudio cercano su inapelable solidez.
Por otro lado, House es el médico que mejor aplica la máxima holmesiana de desconfiar de lo obvio: sus inferencias lo ponen siempre varios pasos adelante de los diagnósticos de sus colegas y de casi toda la práctica médica. El tributo de House a Holmes es el de un fan confeso, como se ha declarado su creador David Shore, quien con su personaje cierra un círculo que arranca en el profesor de medicina Joseph Bell, a quien Conan Doyle (que era médico) admiraba. Para no dejar lugar a dudas, en varios episodios se muestra el domicilio del personaje interpretado por Hugh Laurie: el número 221B, el mismo en que, sobre la calle Baker, se alojaba el detective victoriano.
Y junto a la genética y a series de televisión como Dr. House, probablemente no haya nada más moderno en el siglo XX que los estudios en comunicación, y ahí está el divertido ensayo escrito por el semiólogo y lingüista norteamericano Thomas Sebeok (1920-2001), titulado Ya conoce usted mi método en el que cruza a (el detective) Charles S. Peirce y a (el semiólogo) Sherlock Holmes y sus universos de conjeturas, deducciones, abducciones y adivinaciones allí donde sólo hay sombras y huellas.
El espacio en la cabeza
Hay en Sherlock Holmes desde su primer libro, Estudio en escarlata, una filosofía tan central al personaje, su método y su aventura como la lógica deductiva: la idea de que el saber ocupa lugar. De que nuestra capacidad para acumular información es limitada, y por lo tanto tenemos que elegir nuestras batallas, y concentrarnos con todas nuestras fuerzas mentales en un tema. En ese primer libro, Watson –la voz narrativa de la gran mayoría de las aventuras de Holmes– lo describe, un poco asombrado y admirado, así:
“Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. (...) Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir, de manera casual, que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno.” “Pues bien”, contesta Holmes, “ahora que lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo”.
Acto seguido, el detective se explica: “Yo creo que, originariamente, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serle útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas, que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien: el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático de su cerebro. Sólo admite en el mismo las herramientas que puedan ayudarlo en su labor; pero de éstas sí que tiene un buen surtido y las guarda en el orden más perfecto. Es un error creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que pueden ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles”.
Y alguna vez el propio Conan Doyle debió explicar –casi disculparse ante su público– por haber intentado sacarse de encima a su personaje más famoso. “No quiero ser ingrato con Holmes –escribió– que ha sido un buen amigo para mí de tantas maneras. Si en alguna ocasión me he sentido inclinado a dejarlo de lado es porque su carácter no admite luces ni sombras. Es una máquina de calcular, y cualquier cosa que se le agregue a eso simplemente debilita el efecto. Por eso la variedad de las historias dependen del romance y el manejo compacto de los argumentos. Para crear un personaje real uno debe sacrificar todo en nombre de la consistencia.”
Suma y resta
Las expectativas que podía despertar Sherlock Holmes, la primera superproducción hollywoodense basada en el personaje de Conan Doyle en más de veinte años (es decir, sin contar las numerosas y a veces muy buenas adaptaciones de la televisión inglesa que se hicieron en este tiempo) eran enormes: cómo refundar a un personaje clave de la modernidad ahora que sus mejores discípulos se han apoderado de la ficción; cómo adaptarlo al hiperbólico cine digital sin despojarlo de ese rasgo fundamental que es la resta de atributos y la concentración sin destruir su irreductible particularidad.
El Sherlock Holmes dirigido por Guy Ritchie tiene sus aciertos: ésta es la primera entrada del personaje a un cine que se encuentra en pleno reinado de los superhéroes, un universo al que Robert Downey Jr. no es ajeno. Es moderna en tanto la sola presencia de este gran actor suple sugestivamente lo que la película, producción de la Warner que por su presupuesto enorme está obligada a alcanzar al público más masivo posible, no dice sobre la relación del personaje con las drogas (que reflejaba la de su autor, que tanto preocupaba a Watson y que sí fue abordada sin pudor en La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder, en 1970). Es moderna porque no puede dejar de bromear sobre el filo homoerótico de la estrecha amistad que une al detective y su fiel ladero. Pero en su afán de llegar al público contemporáneo, la máquina de calcular del estudio suma donde no debió haberlo hecho, convirtiendo a su protagonista en un improbable héroe de acción en quien el método deductivo ya no es su acto exclusivo, y hasta parece haber sido incluido un poco por la fuerza, casi por obligación. No es moderna porque este empeño en convertirlo en algo “más grande” lo deja a la zaga de todo lo que los detectives forenses y Dr. House han hecho por llevar sus ideas hasta nuestros días, reemplazando esas ideas por la pura prepotencia tecnológica hecha de los dibujos digitales retrofuturistas de una Londres en plena expansión industrial –el Tower Bridge con sus metales aún desunidos sirve de escenario al clímax de la aventura–. Un recurso “hipermoderno” que de tan abusado en el cine de los últimos años ya es un poco antiguo.
Incapaz de sentirse nuevo sin desplazar la filosofía holmesiana de restar y concentrar, el nuevo Sherlock Holmes suma deslumbrantes pericias jamesbondescas que ocupan su lugar desplazando a los saberes que de verdad importan (llenando el ático cerebral de mobiliario innecesario), y se pierde de seguir siendo para el siglo XXI lo que fue en el XIX y casi todo el XX: el signo absoluto de la verdadera modernidad.
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