miércoles, 22 de septiembre de 2010

MURIO CLAUDE CHABROL, EL HITCHCOCK FRANCES






Irrumpió como el miembro fundador más irreverente e incluso revulsivo de la nueva ola francesa. Desde entonces, no paró de filmar más de medio centenar de películas y trabajos para TV. Y aunque abordó todo tipo de géneros y personajes, nadie fue tan preciso y acertado al momento de diseccionar ese monstruo educado que es la alta burguesía. La semana pasada, a los 80 años, el padre de la nueva ola volvió al mar.













Por Alfredo Garcia

“El nuevo film francés Los primos ofrece otro mórbido retrato de jóvenes estudiantes de ambos sexos y sus jergas nocturnas. Está producido, escrito y dirigido por Claude Chabrol, de 27 años, que en su reciente film Le Beau Serge retrató la decadencia y apatía de los jóvenes franceses de provincia. Juzgando por estos dos films, ambos pertenecientes a la llamada nouvelle vague francesa –de la que también surgió la brillante Los 400 golpes–, Chabrol es el más oscuro y pesimista en este círculo creativo: su actitud es enfocar la derrota y la miseria.”

En noviembre de 1959, Bosley Crowther, del New York Times, explicaba con un tono casi horrorizado la segunda película de Claude Chabrol, dedicando prácticamente la mitad de su artículo a describir la orgía con jóvenes estudiantes de derecho vestidos de uniforme nazi, y escuchando a Wagner: “Al lado de estas parrandas francesas, ¡Greenwich Village no tiene nada que ofrecer!”.

El artículo da una idea de la audacia que destilaban estas películas.

Sin embargo, para ser el director que fundó formalmente la nouvelle vague, Claude Chabrol es mucho menos conocido que sus colegas François Truffaut o Jean-Luc Godard. No sólo fue el fundador de esa nueva ola, también fue el primero que se animó a apartarse de ese rótulo para intentar hacer películas para el gran público. Lo que en forma casi automática le valió otro rótulo: “El Hitchcock francés”.

Pero Claude Chabrol, fallecido el domingo pasado, a los 80 años, es un director con personalidad propia, que se reinventó a sí mismo más de un par de veces a lo largo de su carrera, en ocasiones corriendo el riesgo de hundirla sin esperanza. En este sentido, basta señalar que una de sus películas favoritas, Les bones femmes (Las buenas mujeres), provocó tal indignación en Francia que en algunos cines el público rompía las butacas expresando su descontento.

Las bonnes femmes, su cuarta película, era una historia sobre gente estúpida, cuatro vendedoras de una tienda parisina. “Quería hacer una película sobre personas estúpidas, realmente ordinarias. Totalmente idiotas. Por eso había gente que detestó la película, pero dada la idea de la que partía, nadie podía acusarme de hacer un film sobre gente estúpida, dado que justamente ése era el asunto. La estupidez es infinitamente más interesante que la inteligencia: la inteligencia tiene sus límites, mientras que la estupidez puede no tener fin. Observar a un individuo profundamente estúpido puede ser muy enriquecedor, así que no sería justo despreciarlos...” Los críticos fueron particularmente duros con el film, y de hecho, incluso cuando se la incluye en alguna retrospectiva, suele cosechar pésimos comentarios de lo más granado de la crítica moderna, acusándola de misógina.

El hecho de que tanto el público como la crítica detesten Les bones femmes debe haber sido un golpe para el ex crítico de Cahiers du Cinema, que ya se estaba acostumbrando a las odas apologéticas de sus antiguos colegas: “Escribían cosas como que yo era como Balzac, Beethoven y Velázquez, todo al mismo tiempo”, recordó alguna vez, en los tiempos en los que ya los críticos no eran tan amables con su obra.

En todo caso, si bien el resto de su carrera abordó todo tipo de géneros, incluyendo comedias, parodias de James Bond y hasta películas fantásticas, como su homenaje al Mabuse de Friz Lang, Docteur M., Chabrol se concentró en distintas variaciones del thriller y los temas macabros, generalmente dotados de los apuntes sociales vistos en sus primeros films. “Me siento cómodo utilizando el thriller como género, porque cuando la gente va a ver una de suspenso, nunca piensa que ha perdido el tiempo –excepto que sea un film pésimo–. Es una buena manera de mantener a la gente en el cine sin que se queje demasiado. Es que yo no hago películas para expresar mis ideas; creo que uno debe hacer películas para distraer un poco a la gente, interesarla en algo, con un poco de suerte hacerlos pensar, ayudarlos a ser menos ingenuos, hasta lograr que sean un poco mejores de como eran antes de entrar a ver la película. Me parece inmoral tratar de influir en el público escondiendo tus propias ideas o tesis detrás de los ‘grandes temas’; me parece tan inmoral como confesarse en público. La noción del film con mensaje es algo que me da risa.”

Se podría decir que hay algo de irónico en este tipo de afirmaciones del director, ya que siempre parece haber algún tipo de mensajes detrás de los asesinos, psicópatas paranoicos, criminales, mujeres infieles y traidores de todo tipo y calibre que pululan por sus films, empezando por algunos homicidas célebres como el mismísimo Landrú de su film de 1963, que a lo largo de las dos horas de proyección se despachaba unas 16 mujeres. En todo caso, mensaje o no mensaje, de lo que se puede estar seguro es de que en una película de Chabrol el espectador casi siempre va a encontrar homicidas de buen comer. Es que por algún motivo, quizá para demostrar la humanidad de sus monstruosos personajes –como el ex soldado de le guerra de Indochina convertido en asesino serial de Le Boucher–, Chabrol suele permitirles un buen atracón de sus manjares favoritos antes o después de liquidar a alguna de sus víctimas.

Una de las escenas que sirve como perfecto ejemplo de estos asesinos cuyos crímenes no les quitan el hambre es la terrorífica comida que devora con una voracidad animal la joven Isabelle Huppert de Violette Nozière (Niña de día... mujer de noche), justo luego de asesinar a su padre y de intentar hacer lo mismo con su madre.

En esta, tal vez una de las obras maestras del cineasta, coincidieron dos de sus actrices esenciales, ya que la madre de Violette estaba interpretada por Stéphane Audran, su segunda esposa, con quien empezó a trabajar desde Los primos. “Me separé de ella cuando me di cuenta de que me estaba interesando más como actriz que como esposa”, dijo alguna vez Chabrol. Pero mientras que los personajes de Audran –generalmente llamados Helen– exponían el lado más frágil, ambivalente y sexy de la naturaleza femenina, a Isabelle Hupert le tocaron los personajes más sórdidos, con una amplia gama de actividades delictivas, como la última mujer decapitada en la guillotina, la abortista de la Francia ocupada de otra obra maestra, Un asunto de mujeres, la asesina psicópata de La ceremonia, o la estafadora de No va más, con la que finalmente se atrevió al desafío del “gran tema”, su brillante adaptación de Madame Bovary de Gustave Flaubert –recientemente editada en dvd en la Argentina, igual que La ceremonia, dos de las escasos títulos de Chabrol que pueden encontrarse en algún videoclub argentino.

Como señalábamos antes, es alarmante lo poco conocida que es la obra del llamado padre de la nouvelle vague francesa. En su cuerpo de obra, de más de medio centenar de títulos, más una buena cantidad de trabajos para TV prácticamente desconocidos entre nosotros, se incluye de todo, incluso producciones internacionales buenas, regulares y algunas realmente malas como Le sangue des Autres (La sangre de los otros, 1984), con Jodie Foster y Sam Neill. Chabrol era adicto a filmar lo que fuera, y él mismo se ocupó de explicar hacia el final de su carrera que el asunto era no parar de filmar, aceptando lo que se le pusiera a tiro. “Pero siempre ocupándome de que haya un par de escenas realmente buenas, como para que el asunto haya tenido sentido.”

Este punto de vista lo separa de sus colegas sobrevivientes a la nueva ola –Jean Luc Godard y Alain Resnais. Igual, ya hace mucho tiempo Chabrol explicó que “no existe la nueva ola. Las olas están en el mar”.


Lo que sé


Por Claude Chabrol

Yo soy un comunista, pero eso no significa que tengo que hacer películas sobre la cosecha de trigo. Creo que los films políticos de Godard son confusos. Hoy en día, Jean-Claude parece tener una duda de soltero: ¿debo casarme con la política o seguir siendo libre?

Vivimos en una época en la que las pizzas aparecen más rápido que la policía.

¿Cómo se convierte uno en director? Primero hay que empezar. Después hay que encontrar a un productor que sea un ser humano. Andre Genovese es un ser humano. Puedo decir de todos mis productores previos que los odiaba, y que ellos me odiaban a mí.

Cuando el productor Jay Kanter produjo mi película The Champagne Murders, trajo a un editor al que describió como “doctor”. El hombre tenía que sacar una película de mi película. ¿Entonces qué hizo? Un popurrí. Para la versión en inglés, le cortó 20 minutos. Y eran los 20 minutos por los que hice la película. Los editores tienen una habilidad sobrenatural para encontrar aquello que uno cree que es lo más importante, y sacarlo.

Tal vez no sea el purista que debería ser. Cuando todos escribíamos en Cahiers, veíamos las películas de Hollywood que todos creían que eran comerciales, y descubríamos arte y moralidad en ellas. Quince años más tarde, con mis películas, tal vez estaba tomando el arte y la moralidad y las volvía comerciales.

Durante la Guerra me mandaron al campo. Yo debía tener unos 10 años, y leía novelas de detectives todo el día. Cuando no estaba leyendo, estaba en el cine. Debo haber visto Blancanieves y los siete enanos al menos diez veces entre 1937 y 1940, y creo que influenció mi trabajo un poco. Era un buen film de terror. La muerte de la bruja fue lo mejor que hizo Disney jamás. Por supuesto, el asesinato siempre realza el interés en una película. Hasta una situación banal cobra importancia cuando hay un asesinato involucrado.

El asesinato es un área de la actividad humana en la que las decisiones son más cruciales y tienen las mayores consecuencias. No me interesan los quién-lo-hizo. Si uno oculta la culpabilidad de un personaje, está implicando que esa culpa es lo más importante de ese personaje. Yo quiero que el público sepa quién es el asesino, para que podamos considerar su personalidad. No me interesa resolver rompecabezas, sino estudiar el comportamiento humano.

Mi madre me explicó que el cine estaba lleno de homosexuales. En lo que a mí respecta, o bien yo era un homosexual o bien no lo era, por lo que hacer películas no iba a cambiar nada.

Al principio fui a La Sorbona a hacer mi licenciatura en Letras, pero también empecé a estudiar derecho. Ahí duré dos días, estaba tan molesto que me fui. No sólo me molestaba el trabajo, también la gente.

En lo personal, no me gustan los monstruos, pero un crimen es un vehículo para describir personajes y un ambiente. Me gusta deconstruir la historia, pero si se la presenta de una manera extremadamente intelectual, termina pasando por encima de la cabeza de la gente.

No soy uno de esos directores como Bergman, que se sienten obligados a dormir con sus actrices protagónicas. No me gustan los sets agitados.

Aunque hice muchos thrillers, no me interesa realmente la trama. Lo que me interesa es el misterio intrínseco de los personajes. El mejor libro de Agatha Christie es Pension Vanilos: Poirot investiga un hostal estudiantil. Descubre al asesino, un joven que va por su décimo asesinato. Nadie había notado su monstruosidad. La idea es magnífica.

Con cada una de mis esposas hubo una sorpresa: la primera tenía mucho dinero, la segunda resultó ser finalmente una actriz brillante y la tercera es una esposa maravillosa, que además cocina de forma increíble, y ésa es la mayor suerte que tengo en la vida.

Siempre he disfrutado la compañía femenina. Una mujer es tema suficiente. Una mujer confrontando a los hombres es un tema en sí, inagotable. También estoy fascinado por los homosexuales. Incluso escribí una película acerca de dos hombres que quieren tener un bebé. Debo haber estado borracho una noche y dejé escapar al gato de la bolsa. El verdadero tema era el vacío de las cosas, comparado con los seres humanos. Alguien hizo la película, con Souchon. La arruinaron por completo.

Acababa de ver El testamento del Dr Mabuse, de Fritz Lang, y ya casi había decidido convertirme en un director. Cuando vi Amanecer, de Murnau, todo tuvo sentido. De hecho, por eso es que me casé con mi mujer Aurora. Lo extraño de Amanecer es que es una pieza simple, banal, íntima, muy fácil de entender, pero consigue convertirse en una historia sobre la naturaleza humana. Jamás conocí a nadie que la haya visto sin sentir que vio algo muy importante.

Si en mis últimas películas hablé más de personajes jóvenes, lo hice por puro egoísmo. Tengo la impresión de que hablar sobre jóvenes me rejuvenece.

Prefiero situar en provincias las historias que tratan de la influencia de otros sobre nosotros. Las capitales se prestan más a contar historias sobre incomunicación. Ese es un problema sobre el que no estoy muy versado.

Un cineasta que no admire a Hitchcock parte de una concepción del cine que me resulta muy difícil de comprender. Esa influencia ha ido evolucionando con el tiempo. En este momento, intento aprender de su arte para crear personajes secundarios con personalidad propia.

Me gusta dirigir de la misma manera que me gusta comer, hacer el amor, reírme e incluso ver televisión. He cambiado muy poco en mis gustos con la edad.

Dirijo muy poco a Isabelle Huppert en el set. Nos entendemos mutuamente sin necesidad de sentarnos en una esquina y discutir las cosas.

El cine norteamericano no ha perdido nada de su eficiencia pero ha perdido parte de su encanto. El film americano que más me impresionó en los últimos años es Little Odessa, de James Grey, pero lo cierto es que se sintió como una excepción a la regla.

La burguesía es la única clase que queda. Estoy convencido de que no hay más que dos clases de personas: los burgueses y los que quieren llegar a serlo. Por eso es que ya no existe la lucha de clases: los que están afuera quieren entrar, eso es todo. Así que cuando me señalan que soy crítico de la burguesía, yo pienso más bien que lo que hago es un simple llamado al deber. El hecho de ser la única clase genera deberes.

Si tuviera que escenificar mi propia muerte, me gustaría morir víctima de mis defectos o debilidades.

Pretendo llegar a la sencillez más absoluta.

No hay Nueva Ola, tan sólo el mar.





jueves, 2 de septiembre de 2010

CINE: PETER GREENAWAY Y REMBRANDT’S J’ACCUSE, SU FILM SOBRE LA RONDA DE NOCHE.



“Trabajé como un detective forense buscando cada pista”

El realizador inglés trabajó su documental, que se estrena hoy, sobre la base de una hipótesis: la famosa obra de Rembrandt denunciaba elípticamente una conspiración y un asesinato. “El artista debe persuadir a la gente y cuestionar al establishment”, dice.


Por Oscar Ranzani

La obra del pintor holandés Rembrandt Harmenszoon van Rijn, figura indiscutida de las artes plásticas, trascendió a su propio creador, como suele suceder con los grandes artistas. Su mayor aporte fue La Ronda de Noche, que Rembrandt dibujó entre 1640 y 1642 y donde retrató una escena de una milicia, comandada por el capitán Frans Banning Cocq, una de las figuras principales del cuadro. Si bien algunos pensaron que La Ronda de Noche engrandecía a este grupo de la sociedad holandesa de hace cuatro siglos, el realizador inglés Peter Greenaway vio en ella algo que no pudieron vislumbrar los mayores estudiosos del artista. Director de clásicos como El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante y El vientre del arquitecto, Greenaway estudió minuciosamente el cuadro, más allá de lo que puede verse a simple vista. Y llegó a la conclusión de que la obra incluye misterios sin resolver y algo peor aún: una trama siniestra que encierra un asesinato. Y el cineasta deja entrever que Rembrandt podría haber tenido evidencias de este acto criminal. Esta joya del arte marcó una bisagra en la vida de Rembrandt, que tenía una reputación ganada y, sin embargo, desde entonces, comenzó su derrumbe estrepitoso. Greenaway, pintor desde los dieciséis años y dueño de un profundo conocimiento de las artes plásticas, buscó las pistas visuales de la teoría conspirativa de La Ronda de Noche y realizó el documental Rembrandt’s J’accuse, donde a través de treinta indicios que va rastreando como un detective presenta las evidencias de su descubrimiento. Y lo hace sin recurrir a estudiosos del artista sino a su propio relato, que se combina con dramatizaciones.

Rembrandt’s J’accuse se estrena hoy en la cartelera porteña e inaugura el ciclo “El documental del mes”, un proyecto generado por la compañía española Parallel 40, cuyo objetivo consiste en estrenar documentales en cuarenta ciudades de España y en Chile a través de estrategias innovadoras de promoción y difusión que permitan conquistar nuevas audiencias y circuitos de exhibición. Y este año se suman Argentina y Uruguay, gracias a la asociación con la compañía distribuidora Bellasombra.

Greenaway, que vino a la Argentina a presentar su documental, ya había realizado el film de ficción Nightwatching, donde abordó la figura de Rembrandt y La Ronda de Noche. Pero en el caso de Rembrandt’s J’accuse va más lejos y despliega su capacidad intelectual para probar su teoría. El proyecto cinematográfico nació en 2006, cuando se estaban celebrando en Holanda los cuatrocientos años del nacimiento del artista. “Había exhibiciones sobre la madre de Rembrandt, sobre el perro de Rembrandt y estoy seguro de que hasta había alguna sobre las pulgas en el perro de Rembrandt”, bromea Greenaway en diálogo con Página/12. “En el centro de Amsterdam está el Rijksmuseum, que es el equivalente del Museo del Prado de Madrid, y allí está La Ronda de Noche. Mi casa está justo enfrente de Rijksmuseum. Y tengo en mi bolsillo una llave que me permite entrar en cualquier momento del día y la noche. Y lo digo porque quiero que sepan cuán cerca estoy de la obra”, relata Greenaway. En ese año, las autoridades del Rijksmuseum le encargaron a Greenaway que hiciera “una especie de diálogo artístico con la obra. Hice una instalación cambiando la luz, el color, haciendo que los personajes se movieran. Pasé ocho horas por noche durante ocho semanas trabajando sobre el cuadro para esta instalación. Y, entonces, empecé a conocer más la obra. Y descubrí que, en realidad, esa pintura era sobre una conspiración y un asesinato”, reflexiona Greenaway, quien agrega que el documental “surgió luego de ese proceso de estar tanto tiempo frente a la obra”.

–Usted comenta que La Ronda de Noche esconde un guión. ¿Cree, entonces, que es una obra muy cinematográfica y por eso decidió abordar su análisis en este documental?

–Sí. Hay una serie norteamericana, CSI, sobre investigaciones de crímenes, que es muy popular en Holanda. Los detectives forenses pasan todos los detalles de los crímenes: si tal objeto estaba así o asá, si el vaso estaba medio lleno o completamente vacío. Se meten en todos los detalles de un crimen. Y ése es el modelo que tomé. Fue algo similar: una investigación sobre un asesinato, señalando quién era la víctima y cuál era el asesinato.

–¿Cómo fue el trabajo de investigación sobre su teoría de la conspiración?

–Rembrandt es muy famoso en Europa y hay miles de libros sobre su obra. No digo que leí todos esos textos pero sí muchos de ellos. Entonces, trabajé como un detective forense buscando cada pista y armando en orden cada una de ellas, de manera que permitiese observar la evidencia de lo que sucedió. En la película se presenta prueba por prueba. En la primera versión, había cincuenta pistas y al final quedaron treinta. No inventé nada ni hice trampas. Todo lo que menciono en la película se ve en la pintura.

–¿Cómo llegó usted a la conclusión de que La Ronda de Noche tenía misterios no resueltos y mensajes ocultos?

–Los historiadores de arte venían preguntándose detalles desde hacía cuatrocientos años sobre por qué, por ejemplo, en la pintura de Rembrandt tal hombre está mirando sobre tal lado, por qué hay otro llevando su pistola de determinada manera, por qué está un hombre tirado en el piso, por qué hay lanzas. En definitiva, quiero decir que muchos historiadores se preguntaron por cada una de estas situaciones. Yo me pregunté por todas y armé el film como una respuesta total a todas esas preguntas. Intenté explicar todos esos misterios con una gran teoría. Si usted se fija lo que pasó con la histórica filmación de la cinta sobre el asesinato del presidente de Estados Unidos John Kennedy, todo el mundo analizó las pistas sobre quién lo mató. Y este documental tiene el mismo proceso: toma algo visual para encontrar la respuesta al enigma. Y si recuerda Blow up, de Michelangelo Antonioni, es una película que trata sobre el examen de una fotografía para descubrir un asesinato. Entonces, yo estoy examinando una pintura para encontrar un crimen.

–¿Qué cree que motivó a Rembrandt a utilizar La Ronda de Noche como una acusación?

–En ese momento Rembrandt tenía 36 años. Era muy famoso, muy rico. Diría que era el equivalente hoy en día a una combinación entre Bill Gates y Mick Jagger. Era muy arrogante y por esos años tuvo un hijo (estaba desesperado por tenerlo desde hacía tiempo porque sus otros niños murieron). Y pensó que era un gran momento para desafiar a las autoridades de Amsterdam de entonces. Había treinta y cuatro personas en la obra. Y él creía que todos estaban haciendo una conspiración para esconder un asesinato. Para Rembrandt era un desafío, como una especie de cruzada para exponer a esa gente.

–Rembrandt tenía en su época una muy buena reputación, pero prácticamente después de hacer ese cuadro se derrumbó. ¿Cree que su caída tuvo que ver con que este pintor vulneró las reglas de la sociedad holandesa de entonces y hubo como una especie de castigo hacia su manera de ver las cosas?

–Sí, estaba atacando al establishment. Empezaron a arruinarlo con tres cosas. Primero, tuvo una amante y comenzaron a exponerla en público y a insultarla. El segundo aspecto es que Rembrandt tenía una mansión enorme y lo forzaron a pagar la hipoteca en ese momento. Y tercero, robaron los honorarios de todas sus pinturas. Ese fue el comienzo de su derrumbe en aquel momento.

–¿A través de la investigación del significado del cuadro usted también busca demostrar cómo Rembrandt se convirtió en un investigador de la corrompida sociedad de Amsterdam de hace cuatro siglos?

–Es verdad. Siempre fui de pensar que los artistas estamos ajenos a la sociedad. Y yo puedo simpatizar con el rol que adoptó Rembrandt, como alguien ajeno a la sociedad que decidió atacar a sus autoridades.

–¿Por qué cree que los artistas son ajenos a la sociedad?

–Bueno, primero puedo decir que un artista siempre tiene que ser un provocador. Segundo, es alguien que tiene que persuadir a la gente y cuestionar al establishment. Ese es el rol que yo considero que debe tener el artista. Por ejemplo, para mencionar artistas que hablan español, puedo mencionar a Luis Buñuel, Salvador Dalí, Pedro Almodóvar: todos ellos son antiestablishment.

–Usted señala en el documental que “no porque tengamos ojos significa que podamos mirar”. ¿Buscó, entonces, ver lo que otros no veían en este cuadro famoso? Y en ese sentido, ¿apela a una mirada crítica del espectador?

–Sí. Pero también creo que la mayoría de la gente es visualmente analfabeta. La mayoría no sabe cómo mirar el cine. Y no es culpa de la gente sino del sistema educativo. Por ejemplo, usted y yo nos estamos comunicando, pero siempre con palabras, con texto. Pero poca gente sabe entender el lenguaje visual del cine. En general, los niños hasta aproximadamente los doce años, entienden muy bien las imágenes. Además, hoy en día, la nueva generación –que la llamo “La laptot generación”–, está muy rápida para mirar y entender las imágenes. Pero cuando llegan más o menos a los doce o trece años, en las escuelas les dan una “cachetada” y tienen que dejar eso para concentrarse en aprobar los exámenes, y hacer de todo para luego tener un trabajo, y también todas las cosas de la vida. Entonces, yo creo que la mayoría de la gente está muy poco informada sobre cómo mirar y examinar lo que ve. Y esto se nota más cuando tiene que analizar pintura o cine. Todo el mundo debería tener una formación básica en el estudio de la pintura.

–¿Haber estudiado artes plásticas lo impulsó a que sus puestas en escena utilicen la estética de la pintura?

–Fui pintor antes que cineasta. Creemos que el cine se basa en imágenes pero, en realidad, es sobre el texto, porque siempre lo que estamos mirando en las películas es texto. Por ejemplo, films como El señor de los anillos y Harry Potter no son imágenes, son textos, libros ilustrados en movimiento.

–¿Y usted aboga por un cine estrictamente basado en la imagen?

–Para mí el cine es muy aburrido, muy tedioso. El cine ya está muerto y sólo hay un modelo en todo el mundo, que es el norteamericano. Todos hacen películas del estilo de Hollywood. Por eso pienso también que la crítica de cine es un arte muerto.

–¿Cree que el uso de las nuevas tecnologías puede facilitar un cambio en el cine?

–Sí, la revolución digital está preparándonos para arrancar de nuevo. Y todo lo que vimos antes era un prólogo.

–¿Considera que disminuyó el nivel de imaginación en el cine?

–El mejor momento fueron los últimos diez años de cine mudo, ya que no usaban texto, sino que contaban todo a través de la imagen. Por ejemplo, cuando Tim Burton hace Alicia en el País de las Maravillas, las ideas no son de él: son de Lewis Carroll.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

CINE: LOS HEROES DE ACCION DE LOS ‘80 VUELVEN CON STALLONE



Piñas y mas piñas

El cool de los ‘90 se tragó a una especie que la década anterior había tomado el cine de Hollywood de los pies a la cabeza, desde sus mejores películas (Duro de matar, Terminator) hasta sus bajezas más irredentas (Fuerza Delta): el héroe de acción musculoso. Pero ahora, gracias a una pirueta y mucho sentido del humor de Sylvester Stallone, Los indestructibles los traen de vuelta, y juntan a Sly con Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger y un puñado de segundones que vimos hace décadas dar patadas y piñas a rolete. Radar los recuerda (a ellos y a los que tonta y orgullosamente no aceptaron estar en la película).




Por Mariano Kairuz

Cuenta la leyenda que Sylvester Stallone escribió el guión de Rocky en tres días corridos, en una época en la que estaba tan muerto de hambre que había tenido que vender hasta a su perro.

La leyenda continúa seis años después: Stallone se va a las manos con el director de Rambo, Ted Kotcheff. Entre otras desavenencias, el “semental italiano” se negaba a filmar el final de la película basada en la novela Primera sangre tal como estaba escrito: con el suicidio del ex veterano de Vietnam cazado por policía y ejército. “Artísticamente estaba todo bien, emocionalmente todo mal”, explica Sly.

Luego, los años, las secuelas y los millones de dólares se apilaron sobre el recuerdo de aquellas dos grandes primeras películas hasta aplastarlo. Stallone había forjado su propia leyenda proletaria con sentimiento, pero si su boxeador y su soldado con la cabeza quemada eran carne de los ‘70, se volvieron respectivamente millonario y mercenario patriotero en los ‘80, apropiados por la consigna reaganiana guerrera y triunfalista.

Fue hace poco que Stallone encontró la manera de devolverle a Rocky algo de su humanidad perdida. Lo volteó, lo hizo besar la lona, le inventó un desafío como el de sus inicios. Lo puso de nuevo, con 60 años, arriba de un ring. Y funcionó.

Lo que no funcionó tan bien fue lo de volver a Rambo, pero los éxitos de ambas resurrecciones confluyeron hacia un experimento potencialmente más insolente: un regreso auténtico, no sólo nominal, a los ‘80. Co-guionada y dirigida por Stallone, Los indestructibles (traducción local de The Expendables, “Los sacrificables”) se monta sin pudor sobre unos de esos argumentos que parecía que ya nadie se animaría a escribir: el de un comando mercenario al que la CIA contrata para derrocar a un dictador latinoamericano. A quién se le ocurre.

Ochentosa también en su berretez sin culpa –nada de la sofisticación importada de John Woo–, Los indestructibles amontona iconos del cine de acción: un cameo de sus socios de Planet Hollywood, Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger; un “heredero” (Jason Statham), un internacional (Jet Li), y varias pelotas de anabólicos como relleno (Terry Crews, Steve Austin, Randy Couture). También aprovecha al revivido Mickey Rourke y reencuentra a Stallone con Dolph “Drago” Lundgren 25 años después de Rocky IV y su guerra fría sobre el cuadrilátero. El truco –una reunión de Titanes en el ring, con mercenarios de guerra interpretados por mercenarios de la actuación– funcionó y hoy tiene a todo el mundo preguntándose dónde están los que no están: Van Damme, Seagal, Wesley Snipes, Vin Diesel, The Rock (y Chuck Norris, y esto sigue descendiendo).

El periodista ultraconservador Bill O’Reilly le preguntó a Sly si había una agenda política detrás de este regreso a un mundo que ya no existe, a lo que Rocky Rambo contestó que “ya quisiera ser yo así de inteligente: es sólo una de tiros y de volar cosas por los aires y pasarla bien”. Estrenada la semana pasada en Estados Unidos, Los indestructibles ya es un éxito enorme, y Stallone decidió enterrar su proyecto para Rambo V y avanzar con “su plan radical” para The Expendables 2, con más personajes (entre ellos, el luchador Hulk Hogan y Carl “Apollo Creed” Weathers).

Más corazón que odio, a los 64 el héroe que se hizo de abajo en el Hollywood careta encontró una clave en su sentido del humor, su capacidad para mirar atrás y saber que buena parte de lo que hizo es horrible, y reciclarlo para el mercado de la nostalgia. El mismo humor que lo rescatará del desastre cuando vuelva a meter la pata, como lo hizo hace poco cuando se fue de Brasil –uno de los sets de The Expendables– debiéndole dinero a una productora y diciendo cosas como ésta: “Uno podría volar el país entero e igual le dirían: ‘Gracias, ahí tienen, llévense un mono’”. Testimonio del renacido Rocky al que cada tanto se le escapa una rambeteada, el actor-director-mercenario formuló la correspondiente disculpa pública: “Perdón”, dijo, el labio torcido, la jeta deforme y esas cejas descosidas. Y: “Sí, creo que ese fui yo tratando de hacerme el gracioso”.

Los Temerarios Joe de los ‘80, muñeco por muñeco:

SYLVESTER STALLONE

Su primera película fue como actor porno (en The Party at Kitty and Stud’s, 1970); hizo un papel mínimo en Bananas de Woody Allen y filmó con Corman y David Carradine (la gran Carrera mortal). Cuando creía que no iba a despegar nunca, Rocky fue Oscar a mejor película y nominación a mejor actor, y probó que no había sido un accidente dirigiendo La taberna del infierno (sobre tres hermanos italianos en el Hell’s Kitchen neoyorquino). Trató de venderse como el musculoso-que-piensa, coleccionando pintura moderna, paseando con Warhol, posando para Annie Leibovitz y hablando en las entrevistas sobre Edgar Allan Poe (la biopic que todavía sueña realizar). Fracasó violentamente como comediante (Para o mi mamá dispara) y los ‘90 se le pusieron duros (sí, El demoledor era graciosa, y El Juez de tan mala era buena). Para cuando llegó su oportunidad de reinventarse (el policía gordo y sordo de Tierra de policías, el villano en Mini Espías 2) ya era tarde. Pero a los 60 se levantó de sus cenizas, él solo, como Balboa. Los años le pasaron factura durante el rodaje de The Expendables: se rompió el cuello, le drenaron las rodillas, se agarró una bronquitis, pero dice con humor que así es como tiene que ser: “Cuando no me lastimo haciendo una película, la película es mala”.

STEVEN SEAGAL

El momento de este instructor de aikido, nacido en Michigan hace 58 años, duró poco. Empezó supuestamente como un favor a un famoso productor, ex alumno suyo, protagonizando el que hoy es un clásico catódico: Nico. Pero su primer verdadero blockbuster fue Alerta máxima, que era algo así como “Duro de matar en un barco”. Poco después sacó papada, peló la guitarra (y sus propias canciones country) y vocación de militante ambientalista e impregnó sus films de tiros con sus nuevas filosofías. Hace una década que sus películas (más de dos por año) van directo a video. Hace poco hizo un reality show en el que trabaja para el sheriff de una localidad de Louisiana post-Katrina. No está en Los indestructibles por diferencias con su productor, Avi Lerner.

BRUCE WILLIS

Cuando Duro de matar irrumpió en los cines en el ‘88, Willis no era un héroe de acción sino una gran promesa de la comedia norteamericana en la serie Luz de Luna, donde replicaba la velocidad y la gracia de los personajes de Howard Hawks de los ‘40. Y cuando parecía que el cambio de rumbo lo iba a echar a perder, la película resultó estar muchos pisos arriba del thriller del montón y se convirtió en una de las mejores de la década que llegaba a su fin: los tiros empezaban a ceder algún minuto para la observación inteligente. Al mismo tiempo que Reagan se despedía, los terroristas de Die Hard confirmaban su legado: no eran más que codiciosos ladrones de banco enmascarados de idealistas ponebombas de la vieja Europa. Nuestro héroe John McClane salvaba las papas (y su matrimonio), pero estaba claramente incómodo en la otra costa norteamericana, donde política y show business se dan la mano. Willis sacó chapa de estar para mucho más que películas de músculo trabajando con Tarantino, Shyamalan, Rodriguez, Hill, Besson; hizo algunos superéxitos horribles (Armageddon) y, ahora que su carrera está en baja, alterna producciones medianas con lejanas continuaciones de Duro de matar. Su cameo en The Expendables es un gesto de “estrellita”: debería haberla coprotagonizado mano a mano con Stallone.

ARNOLD SCHWARZENEGGER

Alguien escribió hace poco que del triunvirato de héroes de acción consolidado en los ‘80, Stallone era el que tenía corazón, Willis el ídolo cool de la nueva era y Ahnold la máquina inoxidable. Hace 40 años, La Máquina ya era Mr. Universo, poco después Hércules en Nueva York, Conan, y hace 25 entraba en la historia con su cyborg del futuro. Sacó partido de sus limitaciones –ese rostro de piedra, ese acento– al demostrar que sí podía hacer comedia (Junior, Gemelos, Un detective en el kinder) y cuando se terminó la guerra fría (Comando, Infierno rojo) se mantuvo a la vanguardia de la ciencia ficción y la aventura (Mentiras verdaderas, El vengador del futuro). Más impresionante aún fue que, compartiendo techo y cama con una chica nada menos que de la familia Kennedy (Maria Shriver), ascendiera en el Partido Republicano hasta quedarse con la gobernación de California. Hoy al Governator le toca el mejor chiste de Los indestructibles, cuando Willis los convoca a él y a Stallone para encargarles una misión, y Arnold da a entender que no puede, que tiene otras cosas que hacer. “¿Qué le pasa?”, pregunta Willis. A lo que Sly responde, no tan en broma, claro: “Quiere ser presidente”.

CHUCK NORRIS

A los 70 años, el más vejete del grupo de los que no están pero podrían haber estado sigue ordeñando en formato telefilm su Walker Texas Ranger. Católico devoto, republicano y militante contra el casamiento gay, además de los dibujos animados con su nombre y los muñequitos articulados con su barbeta colorada, deja para bien o mal hitos como Desaparecido en acción, Invasión USA y Fuerza Delta.

DOLPH LUNDGREN

Es sueco, pero para todos será siempre el ruso Iván Drago que se enfrentaba con Rocky como quienes se jugaban en el ring la suerte “del mundo libre”. Filmando mandó a Stallone al hospital con un desgarro en el pecho que casi lo manda más lejos aún. Nadie lo sabe (y tal vez a nadie le importe) pero, además de luchador profesional, es ingeniero químico y políglota, debutó en cine con una de Bond, y después de Drago fue dos superhéroes (He-Man y The Punisher); actuó en Soldado universal, y en más de 30 películas de las que dirigió seis bien trash. En Los indestructibles lleva con gracia uno de los mejores personajes: Gunnar, el mercenario sin códigos que termina enfrentado a los suyos. Ahora dice que quiere dirigir su primera película sueca: un drama de época.

JEAN CLAUDE VAN DAMME

La estrella belga se inició en el cine de artes marciales (Aguila Negra, Kickboxer), picó alto en los ‘90 (Timecop, Soldado universal, y Operación cacería, de John Woo) y hasta dirigió una de aventuras bastante buena (The Quest, 1996), pero en la última década quedó relegado al séptimo círculo del videoclub. Hace un par de años quiso reinventarse con un golpe de autoconciencia haciendo de sí mismo en el film JCVD, pero se quedó a mitad de camino. Le dijo que no a Stallone y sus Expendables porque le parecía que su personaje no tenía suficiente “sustancia” (aunque se rumorea que lo que no le gustó fue tener que pelear y perder con Jet Li) y objetó el guión diciendo que “los mercenarios deberían estar salvando chicos en los barrios bajos de South Central”. Le dirán “El Musculoso de Bruselas”, pero sus argumentos huelen más bien a repollito hervido.


LOS AÑOS 60´EN EL CINE: ESPARTACO DE KUBRICK.




Superproducción épica sobre la lucha de clases








Por A. G.

Con Stanley Kubrick llegó el peplum políticamente correcto, sin necesidad de dejar de lado el splatter, el sexo y las batallas espectaculares de dimensiones bíblicas, pero justamente sin las típicas referencias religiosas al estilo Cecil B. De Mille: había nacido el thinking man’s peplum, la película de sandalias y espadas para el hombre pensante (¡mens sana in peplum sano!). Espartaco adaptaba al cine la novela de Howard Fast sobre la rebelión de esclavos liderada por un gladiador rebelde (interpretado por Kirk Douglas) que puso en jaque al Imperio Romano unos 70 años antes de Cristo.

También fue la primera superproducción hollywoodense en convocar y darle el crédito en títulos a un guionista prohibido desde la caza de brujas macartista; nada menos que Dalton Trumbo, que a pedido de Kubrick enfocó el tema histórico desde un punto de vista contemporáneo: Spartacus era una película épica sobre la lucha de clases.

Se supone que como Kubrick no se llevó nada bien con el productor y factótum de Espartaco, es decir Kirk Douglas, luego de esta experiencia no volvió a filmar nada sin asegurarse el control total de todos los aspectos de la producción de sus películas.

Sin embargo, en el momento del estreno de Espartaco, Kubrick –“joven cineasta de 31 años a cargo de una superproducción de 12 millones”– dio una entrevista al New York Times confirmando orgullosamente –“whisky con soda de por medio”– la autoría del film. “Es tan bueno como La patrulla infernal y es una obra igual de personal. Igual que los protagonistas de La patrulla infernal, o Casta de malditos, o mi próxima película, Lolita, Espartaco es un marginado, un poeta, amante, loco, revolucionario que lucha por algo imposible enfrentando al orden social establecido, ya sea intentando salvar inocentes de un fusilamiento, lograr el robo perfecto o sostener una relación amorosa con una niña de 12 años.”

En los ’90 Anthony Hopkins dobló un par de diálogos del difunto Sir Laurence Olivier para restaurar una escena de acoso sexual gay dirigido a su esclavo Tony Curtis. Olivier se debe haber divertido bastante, ya que además, cuando degollaba al gladiador africano Woody Strode, un chorrito de sangre negra le salpicaba el rostro. La escena en la que Woody vence a Espartaco, pero se niega a ultimarlo, y en cambio ataca al perverso romano encarnado por Laurence Olivier, es una de las mejores escenas en la historia del cine épico.

Espartaco ganó varios Oscar, incluyendo el de Mejor Actor de Reparto (Peter Ustinov), fotografía, vestuario y dirección de arte. Como se podía esperar, a Dalton Trumbo ni siquiera lo nominaron.

Según Variety, el film de Kubrick era “un nuevo tipo de producto hollywoodense; un superespectáculo con valores morales y fuerza espiritual”.

Según la revista Times, el mensaje de Trumbo se sintetizaba en la imagen del “gladiador revolucionario crucificado por su lucha libertaria”.

En cambio, según el New York Times, era el equivalente multimillonario de un acto amateur de colegio secundario. Algunos meses después de su lapidaria reseña, en febrero de 1961, el NY Times publicaba un curioso titular referido al presidente y el peplum en cuestión:

“Kennedy va al cine en la capital. Se escapa de la Casa Blanca para ir a ver Espartaco”.

O JFK tenía un genuino interés por el film de Kubrick, o las tres horas de metraje servían de coartada para escabullirse hacia asuntos más libertinos que libertarios. Fuera como fuese, el dato debería servir para confirmar a Espartaco como el primer peplum para el espectador pensante y buena onda, empezando por el mismísimo John F. Kennedy.



LOS AÑOS 60´EN EL CINE: PEEPING TOM DE MICHAEL POWELL.



Mirarlos morir







Por A. G.

El cine dentro del cine no había dado muchas películas hasta entonces. Wilder había volcado una mirada oscura sobre la industria en Sunset Boulevard, pero Michael Powell fue el primero que se animó a explorar los desquiciados resortes de la psiquis de un cineasta.

Peeping Tom no es una película sobre un asesino sádico. Es una película sobre un cameraman..., dijo Michael Powell.

En muy contadas ocasiones la crítica dejó fuera de combate a un director genial. Uno de estos casos lamentables es el de Michael Powell y Peeping Tom. Con flema típicamente británica, Powell esbozó declaraciones como la de arriba y las amplió luego explicando que ésta era su obra más sensible, tierna y romántica.

Pero, ups: Peeping Tom escandalizó a los críticos ingleses de su tiempo y éstos lo castigaron tanto que no sólo consiguieron anular las posibilidades comerciales del film, sino que también convirtieron a Powell (pese a haber realizado obras maestras como Las zapatillas rojas, Narciso negro y El ladrón de Bagdad) en un cineasta acabado, que apenas logró filmar un par de modestos títulos más antes de retirarse para siempre.

En realidad Powell debería haber sospechado que algo andaba mal cuando Dirk Bogarde salió corriendo luego de echarle una ojeada al guión. Otra opción, el elegante Laurence Harvey, no estaba disponible, lo que Powell consideró una lástima, ya que, como dijo con enigmática certeza: “Harvey era el hombre con perfecto aspecto de foquista”.

A pesar de esos precedentes ominosos, nada podía preparar a Powell para la reacción de la crítica. Por suerte, para lo que quedaba del prestigio de Powell, en su momento no se difundió que las tremendas escenas infantiles del protagonista con su padre fueron interpretadas por el propio director y por su hijo.

Pero el paso del tiempo hizo justicia, y con los años este implacable film de suspenso, pasiones deformes y voyeurismo terminal comenzó a ser considerado una obra maestra de vanguardia. La historia de un cineasta depravado y obsesivo, que filma a sus víctimas antes de matarlas y durante el acto mismo del asesinato, sigue siendo tan perturbadora como hace cuatro décadas. Debe decirse, incluso, que la descripción de los traumas infantiles responsables de las andanzas de este cameraman serial es más convincente y está mejor elaborada que la de varios psychothrillers recientes. La espeluznante actuación de Carl Boehm, con sus estremecedores primeros planos en momentos clave, es capaz de provocar un terror más eficaz e inquietante que cualquier efecto especial del cine moderno.

LOS AÑOS 60´EN EL CINE: LOS SIETE MAGNIFICOS DE JOHN STURGES





Este Oeste







Por Mariano Kairuz

Estrenada en Argentina con el título Siete hombres y un destino, pero en general recordada con la traducción literal del original, The Magnificent Seven marcó varios comienzos, finales y retornos con su exitoso estreno en 1960. La aventura de un grupo de mercenarios convocados para defender a los habitantes de un pueblo mexicano de los abusos violentos de un tal Calvera estaba directamente adaptada de Los siete samurais, el clásico de Akira Kurosawa estrenado seis años antes. Lo cual probó la universalidad de su tema, no sólo porque se trataba de un western que trasladaba a Occidente una historia de guerreros japoneses trocando espadas por escopetas, sino porque como remake estaba de algún modo volviendo a su ámbito de origen. Fanático declarado de las películas del Oeste –y en especial de las primeras obras de John Ford–, Kurosawa había filmado Los siete samurais con la estructura de un western. El traspaso de un lado a otro del mundo fue uno de los más naturales del cine moderno; mucho más que buena parte de los que hacen las producciones contemporáneas que trasplantan sin más cualquier éxito extranjero (y en especial oriental) sin la menor consideración sobre las diferencias idiosincrásicas. Los siete magníficos le gustó tanto a Kurosawa que éste le regaló una espada de samurai al director John Sturges, en expresión de admiración y agradecimiento.

La lista de los siete es conocida por sus muchos fanáticos pero acá va una vez más: Yul Brynner –la mayor estrella del reparto–, Steve McQueen, Charles Bronson, Robert Vaughn, Brad Dexter, James Coburn y Horst Buchholdz. Ni Coburn, ni Vaughn, ni Bronson ni McQueen eran estrellas de cine todavía, apenas rostros televisivos inaugurando una era en la que la pantalla chica –la mayor amenaza del cine en la década previa– empezaba a aportarle algo a su hermana mayor. El villano era Eli Wallach, otro de origen catódico que con este papel y el posterior en Lo bueno, lo malo y lo feo quedó grabado en el imaginario básico del western tardío.

El legado de Los siete magníficos no se terminó ahí: luego tuvo una remake espacial (Batalla más allá de las galaxias, 1980) producida por Roger Corman, y en el ’98 inspiró Bichos, la segunda película de animación de Pixar, cambiando pueblerinos, villanos y héroes por hormigas, saltamontes e insectos varios. En los ’60 fue el modelo evidente de varios films de mercenarios de guerra, como Los doce del patíbulo, de Aldrich (1967), con su grupo de descastados; y sentó un precedente para otra remake (esta vez no autorizada) de un film de Kurosawa: la de Yojimbo (1961) en Por un puñado de dólares (1964), de Leone, lo cual le da la razón al director John Carpenter cuando dice que Los siete magníficos marcó “el comienzo del fin del gran western norteamericano”. De allí en más casi todo sería spaghetti, posmodernidad e ironía. En conjunto, el gran combo pop del que se han alimentado cinéfilos voraces como Quentin Tarantino, reciclador de orientales, tanadas y mercenarios.

La película tiene un octavo magnífico: Elmer Bernstein, compositor de esa banda sonora que se convirtió en un leitmotiv inolvidable (el mismo que unos años más tarde identificaría al Marlboro Man, el cowboy de las publicidades de cigarrillos). Bernstein y su tema, uno de los más silbados del cine mundial, encontraron su lugar en la historia cuando Sturges echó al compositor original, Dimitri Tiomkin. De su épico soundtrack, Eli Wallach llegó a decir: “Si hubiera sabido que la música iba a ser así de buena, hubiera montado mi caballo mejor”.

LOS AÑOS 60´EN EL CINE: LA FUENTE DE LA DONCELLA DE BERGMAN.



Un manantial de sangre








Por Alfredo García

Inspirado por una canción folklórica medieval, y también por el cine de Akira Kurosawa, Ingmar Bergman emprendió una de sus películas más fuertes y polémicas, Jungfrukallan (La fuente de la doncella, 1960). El argumento era simple: unos bandoleros violaban y asesinaban a una joven, luego gozaban de la hospitalidad de su familia, pero al ser descubiertos eran masacrados espantosamente por el padre, interpretado por Max Von Sydow.

La violencia del film estaba al límite de lo que podía soportar el público en aquellos tiempos, generando una fuerte polémica en la prensa sueca, que incluso llegó a pedir al Parlamento de su país que tomara alguna acción censora en contra del film (cosa que no llegó a suceder). La película exhibe con maestría el genio narrador del director sueco y también su capacidad para imponer su tema dilecto, “el silencio de Dios”, en un tipo de película mucho más ascética que obras maestras anteriores de corte más complejo y contemporáneo como Cuando huye el día o Un verano con Mónica.

En todo caso, los supuestos excesos de sexo y violencia sirvieron para sellar definitivamente el prestigio de Ingmar Bergman. El film ganó un premio honorario de la crítica en Cannes y se llevó el Oscar al mejor film extranjero en 1961 (curiosamente también tuvo una nominación no ganadora al mejor vestuario para un film blanco y negro). Previamente también había ganado el Globo de Oro a la producción extranjera.

Tal vez el incremento en la violencia gráfica del film para los niveles de Bergman esté relacionado con la fuente: los films de samurais de Kurosawa. Al menos en una ocasión Bergman expresó su deuda con Rashomón para lograr el clima de La fuente de la doncella.

La violación y la sangrienta venganza posterior de este clásico bergmaniano son responsables del fenómeno gore que aún salpica desde el celuloide al público mundial. En 1972, un joven Wes Craven revolucionó los niveles de truculencia en el cine norteamericano con su temible Last House on the Left (La última casa de la izquierda), que no era otra cosa que una remake bastante lineal –aunque contemporánea, y sin que el tema de “el silencio de Dios” apareciera por ningún lado– de La fuente de la doncella. Craven era un cinéfilo sin un centavo, y convenció al productor Sean Cunningham (luego culpable de la saga de Jason y los Martes 13) para que financie con un puñado de dólares su film ultrabarato en el que lo más caro del presupuesto eran los litros de sangre. Créase o no, un clásico de Bergman inspiró un film que, entre otras bellezas, incluye una castración realizada en forma oral

LOS AÑOS 60´EN EL CINE: L’AVVENTURA DE ANTONIONI.




Salto al vacío







Por Mariano Kairuz

En mayo de 1960, Antonioni fue abucheado en masa por parte de uno de los públicos presuntamente más exigentes del mundo: el del Festival de Cannes. Luego la película se llevó el Premio del Jurado, pero el mundo del cine salió de la experiencia dividido. Para muchos L’avventura consiguió –según lo expresó recientemente un crítico inglés– subvertir “sistemáticamente los códigos, las prácticas y las estructuras fílmicas corrientes en su época”; había inventado un lenguaje nuevo, inauguraba una vertiente de la modernidad cinematográfica. Para otros, si algo inventó Antonioni con esta película es el aburrimiento.

Lo cual no es necesariamente un comentario en contra: no es que antes de La aventura no hubiera películas aburridas, sino que Antonioni fue uno de los primeros en proponer el aburrimiento como programa estético y narrativo. Su argumento es mínimo: durante una jornada de ocio en una isla siciliana con su novio y unos amigos, una chica desaparece sin dejar rastros. Durante un tiempo, una amiga y el novio de la desaparecida intentan averiguar qué fue de ella, pero pronto parecen olvidarla sin más. La intriga inicial no sólo no se resuelve, sino que para el final ya ni siquiera importa. Lo cual irritó a sus detractores, no sólo por la renuencia de la película a resolver el misterio planteado, sino por los tiempos largos en los que sus personajes y situaciones parecieron dirigirse a la nada.

Las críticas a ese cine en el que “parece no pasar nada” se prolongan hasta el día de hoy y se le han asignado, con mayor o menor justicia, tanto a las películas de Kiarostami como al nuevo cine argentino. Pero, se sabe, la nada es un problema filosófico, y la nada en La aventura es o puede ser un vacío existencial. En una entrevista del ’69, Antonioni ensayaría una respuesta acerca del origen de esa angustia: “Estamos atados a una cultura que no ha avanzado tanto como la ciencia. El hombre de ciencia ya ha llegado a la Luna, mientras que acá abajo estamos viviendo con los mismos conceptos morales de Homero. De ahí esta molestia, este desequilibrio que vuelve a la gente más débil, ansiosa y aprehensiva, que les hace tan difícil adaptarse a los mecanismos de la vida moderna”. También dijo: “No pretendo ni podría ofrecer una solución. No soy un moralista”.

Son definiciones que sonarán un poco pretenciosas, pero lo cierto es que toman un contorno muy preciso en la película: sus protagonistas pertenecen a una clase social acomodada y ociosa, que no saben qué hacer de sus vidas. El crítico Roger Ebert la ve como “el reverso de La Dolce Vita de Fellini: ambas italianas, mostraban a sus personajes en la vana búsqueda de un placer sensual, y terminaban al amanecer con un vacío y malestar espiritual”. Para Ebert, L’avventura estaba en sintonía con “la época en que los beatniks cultivaban el distanciamiento, y el jazz moderno mantenía una distancia irónica respecto de la melodía: estaba de moda ser cool”. Para sus admiradores, la ausencia de resolución era uno de sus hallazgos justamente porque llevaba el misterio planteado al extremo; para otros no era más que la traición de una promesa como la que hacían films como Psicosis, con la cual comparte más de un elemento: al principio, ambas ofrecen a su pareja de protagonistas algo más inquietante que una chica muerta: una chica desaparecida.

La polémica ayudó a L’avventura a convertirse en un éxito comercial a nivel internacional. Y este suceso hizo de su protagonista una estrella, aportando una sofisticada bomba sexual europea –junto con Anna Karina y Jeanne Moreau– a la década que recién empezaba. Así que La aventura probablemente inventó muchas cosas, pero, por encima de todo, inventó a Monica Vitti, deslumbrante, excitantemente fría, inalcanzable.

LOS AÑOS 60´EN EL CINE: PISO DE SOLTERO DE BILLY WILDER.



Mad Man







Por Marcelo Figueras

En Piso de soltero la serie Mad Men tiene el más perfecto de los antecesores.

La película de Billy Wilder se siente suave al tacto, como esos abrigos de piel que las mujeres lucían entonces hasta en la oficina: el relato adopta los ropajes de la comedia, con ires y venires a través de las mismas puertas (la del ascensor de la oficina, la del apartamento del título) que tienen incluso algo de vodevilesco. Pero lo que hay por debajo de esos atuendos es de una tristeza insondable. Lo cual constituye un acto de coraje de parte de Wilder y de su coguionista I. A. L. Diamond, que venían de esa copa de champagne que fue Una Eva y dos Adanes. El éxito fenomenal (Piso de soltero recibió varios Oscar, entre ellos los de Mejor Película y Mejor Guión Original) aventó las sospechas que pesaban sobre su argumento risqué, pero el actor Fred McMurray no olvidó nunca los carterazos de una mujer que, al cruzárselo en la calle, lo acusó de haber participado en “una película sucia”.

El impulso original de Wilder fue el de trabajar otra vez con uno de sus Adanes, Jack Lemmon. (Que paradójicamente se quedó sin Oscar.) ¿Quién mejor que Lemmon para suministrarnos una cucharada amarga a fuerza de simpatía y buen humor? Su C. C. Baxter es un cagatintas, a quien Wilder deposita en una oficina infinita que quizás haya inspirado al Welles de El proceso (1962). Baxter ya ha comprendido que para llegar a ejecutivo debe producir méritos extralaborales: cuando el relato arranca, lleva ya tiempo cediendo el apartamento en que vive para que sus jefes (casados, por supuesto) lo utilicen con sus amantes.

Fran (Shirley McLaine) es otra criatura desvalida: ha tratado de sumarse al rebaño de secretarias de la empresa, pero como no puede deletrear bien se la ha relegado al limbo de los ascensoristas, que asoman al cielo de los poderosos sin que se les permita cruzar el umbral. Tanto ella como Baxter están decepcionados de sí mismos, sólo toleran su reflejo en espejos rotos. Y se abrazarán en pleno descenso hacia el fondo de sus vidas, proporcionándose una primavera que apunta a ser breve.

El final de la película no puede ser menos edulcorado. A la declaración de amor de Baxter, Fran responde: Shut up and deal. Lo cual hace referencia al juego de naipes que están retomando (“Cállate y sigue repartiendo cartas”), pero que literalmente significa: Cállate y acepta tu situación. No cuesta nada imaginar el futuro de Baxter y Fran: la partida de ella una vez que entiende que no puede sostener la relación, más alcohol, más pastillas, más bailes con desconocidos en vísperas de Navidad y quizás hasta nuevos intentos de suicidio. Wilder y Diamond fueron sabios al desprenderse de la historia entonces, cuando el film todavía podía inspirar una sonrisa.

Pocos meses después se editaría Revolutionary Road, que seguiría el recorrido de otra pareja hasta el fondo del abismo. Richard Yates habla del mismo asunto que Piso de soltero, pero con ferocidad: los sueños que al ser alcanzados no alcanzan y los sueños para los que no se da la talla, el peso abrumador de las indignidades que se han padecido y propinado para llegar a ese lugar que, al fin y al cabo, resulta tan falso como la mayoría de los abrigos de piel. Cuando Yates dijo que su relato hablaba de un tiempo caracterizado por “la necesidad desesperada, ciega de aferrarse a la seguridad a cualquier precio”, podía haber estado hablando de Mad Men. Y de Piso de soltero, que no sería más contemporánea aunque filmasen la remake mañana.

LOS AÑOS 60´EN EL CINE: PSICOSIS de ALFRED HITCHCOCK.



Ya nunca te ducharás tranquila







Por Carlos Gamerro

Psycho tiene, entre otros, el dudoso mérito de haber convertido en uno de los lugares de mayor resguardo e intimidad, la ducha, en –como corresponde a los caprichos de nuestro inconsciente– el de mayor vulnerabilidad. Después de Psycho, cada vez que en una película vemos a un personaje duchándose, nos crispamos en espera del latigazo de la cortina corrida, el grito y el cuchillo. Y en la vida real ducharse ha pasado a ser algo levemente inquietante, nunca exento de peligros siniestros (no el de resbalarse, que es apenas uno de esos deleznables riesgos físicos, como el de nadar después de comer, que nuestros padres inventan). Así también –no sólo mediante la ideología– coloniza el cine nuestro inconsciente.

La de Psycho es la sorpresa mayor y mejor preparada en la historia del cine. Porque cuando todos (especialmente, pero no exclusivamente, los miembros masculinos de la platea) tienen sus cinco sentidos e ingenios tensados al máximo para ver si se le “ve algo” a la estrella (el truco no hubiera funcionado tan bien en el cine posterior, en el cual ponerla en bolas se hizo costumbre, si no obligación), de la nada entra una desgarbada vieja borrosa y la achura. Hitchcock pensaba la película como Poe pensaba el cuento: desde las reacciones del espectador, y nos conoce como si nos hubiera parido: por algo decía que podía tocarnos como a un piano.

Toma, por ejemplo, la frase que todos nos decimos, y que a todos nos han dicho, cuando el héroe peligra: “No se va a morir ahora, es la estrella”, y nos contesta: “¿Ah, sí? Miren”. Jamás, en el cine al menos, habrá, ni podrá haber (porque él ya lo hizo) un retruque más contundente y más fino. Psycho, como saben, cuenta la historia de Marion, una chica que, tentada por una ocasión inesperada, roba el dinero de su jefe y huye para encontrarse con su amante en una ciudad vecina; conoce en un motel, en el que debe guarecerse por la lluvia, a un joven tímido y sensible, parece decidida a regresar, devolver el dinero y enmendar su vida... y de golpe está muerta en la bañera, su ojo redondo de incredulidad apenas menos abierto que los nuestros. ¿Cómo? ¿Esta no era una película sobre los dilemas morales y amorosos de la joven? Ehh..., se complicó. ¿Y ahora cómo devuelve el dinero?, trata de engranar nuestra mente atontada, como si quisiera resolver ecuaciones de segundo grado después de una piña de Tyson; para darnos tiempo, Hitchcock nos muestra en tiempo real (o casi) al joven Norman Bates ocultando las huellas del crimen, haciendo la limpieza concienzudamente, como corresponde a quien repite tareas similares todos los días. Hitchcock nos toca como un piano, y de la misma manera nos cuida. Sabe que quedamos tontitos, y que necesitamos tiempo para volver a la película.

Lo mismo se aplica al tema sangre. Los tempranos ’60 pertenecían todavía a esa época arcádica en la cual los baleados se llevaban una mano al agujero para taparlo y morir sin ofendernos (hoy en día sólo les creemos si empapelan las paredes con sus sesos). Hitchcock sabía que si su bañera se llenaba de sangre roja, la misma sangre roja que enloqueció a los Macbeth, el asco o la impresión de los espectadores podía desviar su sensibilidad de lo que está teniendo lugar en primer término: una reflexión filosófica, realizada por medios puramente cinematográficos, sobre el poder de la muerte para cortar cualquier lógica, cualquier plan, cualquier hilo. Por eso filmó la película entera en blanco y negro. Sólo por eso. Para no empañar la pureza de uno de sus momentos.

Y una más: cuando en las escuelas de guión se enseña a pensar la identificación del espectador con el personaje, suele explicársela, conscientemente o no, en términos de identificación moral: me identifico con los buenos y me aparto de los malos (no por casualidad estas fórmulas fueron inventadas por los puritanísimos estadounidenses). Hitchcock, inglés y católico al fin, prueba que la identificación es, ante todo, física y emotiva: cuando Norman ha echado al pantano el auto de Marion (con dinero y cadáver incluido), y de golpe éste deja de hundirse, y el techo queda al descubierto, ¿quién, de los millones de espectadores que han visto la película, exclamó para sus adentros “¡Qué bueno! Ahora van a descubrir el crimen, y recuperar al dinero, y castigar a la mamá asesina!”. Hitchcock siempre sabía qué tecla tocaba: en este caso, la que nos llevaba a rogar, casi: “¡Hundite, hundite!”.

LOS AÑOS 60´EN EL CINE: Rocco y sus Hermanos de Visconti.



Una de llorar







Por Guillermo Saccomanno

Como toda obra de arte excepcional, Rocco e i suoi fratelli se presta a varias lecturas y diversos niveles de análisis. Es el punto máximo del realismo que venía explorando el cine italiano de posguerra. Más que neorrealismo, Visconti acá hace otra cosa: un realismo crítico. Vista en perspectiva, Rocco tal vez está más relacionada estéticamente con el free cinema inglés (Saturday Night to Monday Morning, de Lindsay Anderson) que con el cine de Rossellini. Rocco se inicia con la sirena de una fábrica y termina con otra. Es un film de clase obrera, fue creada por un marxista, pero aristócrata. Visconti lo era. Y no se limita a crear un film de mera denuncia, va más allá. Además de denunciar los enfrentamientos y quiebres que provoca en una familia campesina del sur que viene a buscar un futuro económico en la ciudad industrial del norte y termina marcada por el crimen, además de denunciar, digo, Visconti persigue otro objetivo: la creación de un fresco que tiene el aliento literario de las grandes novelas Decimonónicas (pienso ahora en una de hermanos, Los Hermanos Karamazov). No es ajeno al argumento de la película Vasco Pratolini, uno de sus guionistas. Pratolini es uno de los narradores paradigmáticos del dopo guerra junto con Vittorini y Pavese. Pratolini había escrito, además de múltiples guiones para el cine, novelas proletarias y de barrio. Crónica familiar es quizá, una de las más entrañables en cuanto a la relación entre hermanos, sus afinidades y diferencias.

Pero hay más en el film de Visconti. Considerada desde la mirada más desprejuiciada de nuestro tiempo se pueden ver las axilas de Delon, el torso de Salvatore, sus cuerpos buscándose en un abrazo desesperado donde se exaspera lo fraterno como signos de una sensualidad de género. Porque acá Visconti insinúa con sutileza su interés homoerótico por las clases bajas, interés que será estallido en Pasolini, otro marxista, pero católico.

También hay que detenerse en su música, ese ritornello típico de Nino Rota, que conjuga la alegría fugaz con la tristeza irreparable, una quintaesencia de la melancolía con golpes de orquesta para las inflexiones pasionales del guión. No es casual que Rocco sea el film que anticipa El Padrino. La saga de Coppola, además contar también con una música de Rota, reminiscente de Rocco, es otro fresco social y familiar notable, hijo dilecto de Visconti. Como Visconti, antes de esta obra, supo adaptar a James Cain (Obsesión, de 1942, es una adaptación de El cartero llama dos veces), Rocco tiene también momentos en los que se aparta del cine de denuncia y agarra para el lado de la serie negra (el submundo del boxeo) y también el melodrama: el triángulo amoroso entre Rocco y Simone, ambos enamorados de una puta impresentable para la familia, Nadia.

Una disgresión, si cabe. Mientras interrumpo estas anotaciones para hacerme un café reparo que tanto Rocco como Santino son dos nombres que la clase media está poniendo de moda al bautizar sus vástagos. Me pregunto qué relación puede haber (no ya la familiar entre las dos películas) sino en las proyecciones de los padres en sus hijos, portadores de dos nombres clave. Rocco Parodi deberá inmolarse en el boxeo. Santino Corleone, a su vez, será ametrallado. ¿Saben los padres argentinos de clase media del destino que les espera a sus vástagos? Tal vez, sí, me digo. Por eso les eligen el nombre de un boxeador o un pistolero.

Volviendo a Rocco: es también una película de llorar. El calvario de los hermanos Parodi no es otro que el de una familia bajo los efectos arrasadores del capitalismo. Rosario Parodi, la madre de Rocco y sus hermanos, sueña para sus hijos un destino de trabajo. Pero la sociedad capitalista, se sabe, por más que propale cháchara en nombre de la familia, la destruye vía la explotación o los albañales de la marginalidad. Rocco también cuenta esto. No se trata sólo de los sentimientos de la ciudad triunfando sobre el campo. Se trata de la Fiat: la escena final del descanso de los obreros, Ciro, el obrero, en un descanso de la fábrica, diciéndole a su hermanito Luca que tal vez él pueda volver a la tierra añorada, ese sueño omnipresente de los del interior.

Inevitable repetir la palabra familia una y otra vez al escribir sobre esta película. Y al escribir familia me acuerdo también del antipsiquiatra Ronald Laing y de mi padre llorando en la penumbra de una sala viendo Rocco. Laing escribió que la familia es una institución mafiosa y que aquel que la deja, aquel que se va, aquel que huye, debe ser liquidado allí donde se encuentre porque es portador de un secreto. Esa noche que con mi padre entramos a un cine de Corrientes a ver Rocco creo que los dos sabíamos lo que nos esperaba. Mi padre tiene algo más de cuarenta. Pero no los parece. Yo debo andar por los dieciséis. A mi padre le gusta que nos confundan, que los demás piensen que somos hermanos. Por esa época mi padre termina de tener una gresca más con sus hermanos. Ellos se movían en una zona donde se entreveraba la clase obrera con el lumpenaje. Mis tíos trabajaban en el frigorífico Lisandro de la Torre. Uno, Pantaleón, fue delegado, estuvo entre quienes les pusieron el pecho a los tanques cuando la huelga del ‘58. Pero le atrajo más el boxeo que el trabajo: la misma estrategia de Simone, le tiraba una salida fácil, pero a las trompadas. Mi padre, mayor, lo rezongaba. Lo veía cerca del mal camino. Una mañana de domingo, el tío Panta lo desafió a mi padre. Se calzaron los guantes en el patio de la casa de Mataderos. Mi tío superaba en estatura y corpulencia a mi padre. Pero mi padre tenía rabia contra el destino que acechaba a su hermano menor. Y lo derribó. Sangrando, lo noqueó. Después, me acuerdo, mi padre puso la cabeza bajo la canilla de un piletón: el agua y la sangre chorreaban. Escribí varias veces esta historia. Una y otra vez. Me repito, sé que me repito. No puedo asegurar que no vuelva a intentarlo. Por supuesto, esta historia, la de mi padre, forma parte de mi mitología personal y literaria. Rocco, con su aura de tragedia griega (porque Rocco es también una tragedia), ha contribuido a que las derrotas de mi padre se convirtieran para mí en una épica: es que si yo no las volvía épicas, esas derrotas me hundirían como lo hundieron a él. Y también a sus hermanos. Finalmente el mal camino, como lo llamaba mi padre, pudo a sus hermanos. Y ahora estábamos los dos en un cine de Corrientes. Mi padre lloraba en silencio, con pudor. Creo haber buscado su mano. Creo que debe haber apartado la mía. Mi padre, a su modo, era un tipo recio. Tenía motivos para llorar con Rocco, pero no le gustaba que lo vieran. Eso era revelar un secreto. Y yo lo sabía.

Del mismo modo que seguramente intentaré escribir otra vez aquella pelea entre el tío Panta y mi padre, seguramente volveré a ver Rocco. Es una de esas películas que veo todos los años. Como me ocurre con El Padrino, aunque ya esté empezada, igual quedo pegado. Me conmuevo. ¿Por qué?, me pregunto. Una respuesta cómoda es que los films de familia me emocionan. Y que me gusta emocionarme con ellos, sentirme, como tantos, sensible. Pero no, no es así. Si hay un mensaje clave en Rocco (y es un mensaje mafioso), es que el capitalismo, esta mafia en la que vivimos, nos ha despedazado los sueños de un pasado idílico, se trate del pasado en el interior, del pasado en el barrio, del pasado. De ser así, lloramos por la identidad perdida. Y necesitamos ver esta película para recordar quiénes éramos cuando queríamos ser otros.