sábado, 22 de octubre de 2011

VIOLETA SE FUE A LOS CIELOS, NUEVO FILM DEL DIRECTOR CHILENO ANDRES WOOD.


Intratable, tierna, bohemia, áspera, aguda, frágil, indomable, Violeta Parra fue una de las artistas populares más emblemáticas de Chile y a la vez profundamente ignorada por décadas de cultura pinochetista. Capaz de sacrificar sus propias canciones para recopilar el cancionero popular por la cordillera, de alzar una carpa con la Universidad del Folklore, de exponer en el Louvre, de enloquecer de amor en París y de suicidarse a los 49 años, su vida es cinematográfica y a la vez un peligro para los lugares comunes de las buenas intenciones. De la mano de decisiones artísticas casi impecables y de una actriz notable capaz de interpretarla, el director chileno Andrés Wood filmó Violeta se fue a los cielos, una biopic que captura las mil aristas de la artista sin perder el filo.


Por Mariano Del Mazo

“El riesgo era alto, pero también la inconciencia. La película es una mezcla de libertad y rigor”, dice, para empezar, Andrés Wood, director de Violeta se fue a los cielos, extraordinaria biopic de una artista inabarcable, contradictoria, áspera y brillante, que se estrena en Argentina el 27 de este mes. La película fue vista por 350 mil espectadores, va a representar a Chile en los próximos Oscar y está basada en el libro homónimo de uno de los hijos de Violeta, Angel Parra. El libro fue apenas un punto de partida: la película es finalmente un abordaje sesgado de algunas de las características del complejo temperamento de una mujer incómoda. “Violeta Parra no cabe en una sola película”, razona Wood. Y vaya que razona y razonó: demoró siete años en decidirse a hacerla. Mientras tanto se consolidó como uno de los realizadores más interesantes de su país con films como El desquite, La buena vida y, sobre todo, Machuca.
¿Cómo contar la vida de Violeta Parra? ¿Qué elegir, qué descartar? Desde la niña campesina con la cara mordida por la viruela que veía cómo su padre se emborrachaba guitarra en mano hasta la mujer abatida por el desamor y la tristeza que se pegó un tiro a los 49 años, en 1967, toda la existencia de la Viola aparece atravesada por condimentos cinematográficos: la infancia pobre, su pasión por los hombres –especialmente por hombres más jóvenes que ella–, la tragedia de la muerte de una hija bebé, el exilio, el descalabro económico, la política, la compositora sorprendente, la artista plástica intuitiva que llega a exponer en el Louvre... En fin, ¿cómo contar el escarpado y ancho espacio que queda entre la engañosa esperanza de “Gracias a la vida” y el espíritu proto punk de “Maldigo del alto cielo”?

SEGUN EL FAVOR DEL VIENTO

Violeta se fue a los cielos terminó de definirse en el exacto momento en que el casting del protagónico llegaba a su fin y Wood entendió que había encontrado a su Violeta Parra. La elegida fue Francisca Gavilán, una hermosa actriz de teatro que cantaba aceptablemente y tocaba la guitarra... como zurda. Con maestría, Gavilán se va devorando pacientemente la película. No sólo cantó todas las canciones que integran la banda de sonido sino que también aprendió a tocar la guitarra como diestra. La interpretación dramática es soberbia y es posible que funcione como un boomerang que se dirige hacia su nuca profesional, como ocurrió por caso con Edgardo Nieva y Gatica: para bien y para mal, esta morocha afeada nunca va a dejar de ser Violeta Parra. Dice Francisca: “Crecí escuchándola. Creo que nos pasa a la mayoría de los chilenos: está en nuestro oído desde siempre. Pero ahora mi admiración ha crecido enormemente. Durante el proceso de filmación me dediqué a estar enfocada todo el tiempo en ella, fue una etapa de concentración máxima. Lloré mucho. Leía las escenas y me involucraba profundamente. Fue un reto total. Y además, cómo aprender a tocar la guitarra siendo zurda... Fue durísimo: ¡a los 37 años no es fácil aprender nada! Con mucha aplicación logré sacar algo de Violeta y dar con la voz que quiso mostrar Wood”. Técnicamente, el canto de Gavilán es más dotado que el de Violeta. Asombra su parecido tímbrico y la diferencia con la original es, tal vez y sin hacer poesía barata, la ausencia del dolor y el resentimiento implosivo que Violeta dejaba drenar por su voz. La asesoría de la banda de sonido fue de Chango Spasiuk. “Necesitaba un referente un poco más alejado del proyecto que me diera una visión de lo que debería ser la música y la sonoridad general. Chango fue esa persona”, dice Wood.
Si bien el film rastrea una vida a través de un montaje que alterna planos realistas y oníricos, sin coherencia cronológica y haciendo eje en el volcánico estado emocional de la protagonista más que en cuestiones de tiempo y lugar –el rodaje se realizó en Chile, en la Argentina y en Francia–, hay una entrevista televisiva editada en viñetas a lo largo del film que funciona como eje narrativo, casi como separadores que unidos captan la fragilidad de la artista y los ánimos alterados por distintos acontecimientos (rupturas, muertes, fracasos). Como una fiera arrinconada, Parra logra empero exhibir en vivo y en directo su humor feroz y su inteligencia impiadosa ante los prejuicios y la imbecilidad supina del periodista. La entrevista ocurre en el marco de un programa de la TV argentina y el rol de periodista lo cubre un efectivo Luis Machín en su estereotipo de porteño soberbio y engolado.
Periodista: Sin ánimo de ofender... ¿usted es india?
Parra: ¿Por qué me voy a ofender? Soy india, pero no totalmente. ¡Siempre estuve enojada con mi madre porque no se casó con un indio!

AMBAR VIOLETA

“Ella es la película”, subraya Wood sobre Francisca Gavilán. “Hicimos un casting y un montón de actrices se parecían más o cantaban más al estilo de Violeta. Pero había algo en ella que la hacía diferente a todas las demás. Francisca me ayudó a construir secuencias, a encontrar cosas que yo no veía.”
La aproximación de Wood a la compositora es puramente emotiva y privilegió lo episódico a lo biográfico, el mundo interior probable de Parra a datos de los diarios de época. Los folklorólogos trasandinos habrán perseguido con lupa los contenidos. Vano esfuerzo. “Cuando sentíamos que estábamos siendo biográficos, parábamos. Hay un aspecto que dudamos mucho de incluir o no, y que finalmente dejamos afuera: la influencia explícita de su hermano mayor Nicanor. Ella misma lo decía: ‘Sin Nicanor no hay Violeta’. De alguna manera, la estructura de la película no pudo contener a este hermano/padre. Y sí resalta a Hilda, una hermana que la historia sitúa en una posición secundaria”, explica Wood. En esta frase, el director deja espiar las barajas de su arte: la estructura es la que manda, la estética, siempre en tensión entre –como dijo al principio– “el rigor y la libertad”.
Frágil y tempestuosa, irascible, intratable, tierna y despojada, bohemia y provocadora, “áspera y fea” (como la definió María Elena Walsh citando el poema “La higuera” de Juana de Ibarbourou luego de un encuentro –más bien un choque– en París, cuando lo más dulce que les dijo la chilena a ella y a Leda Valladares fue “argentinitas burguesas”), la Violeta de Wood aparece lejos del poster, extremadamente humana se diría, y en ese trazo que nunca es grueso y que por el contrario está formado por líneas sutiles, por silencios, por una poética cinematográfica que en los mejores momentos se acerca a Leonardo Favio, la artista gana paradójicamente en realismo: no es el icono de la canción latinoamericana, la heroína de izquierda, ni la arpillerista que épicamente expone en el Louvre; es una mujer atenazada por sus propias contradicciones y debilidades, y a su vez una mujer blindada en sus convicciones: una mirada social que siempre partió del campesinado y los mineros; una inclaudicable decisión de evitar un destino de “esposa que envejece criando hijos y fregando calcetines”, y más. Fue, claramente entonces, también, entre muchas otras cosas, feminista, vanguardista, liberal, rebelde... No: Violeta Parra no cabe en una película.
La verdadera Violeta Parra tejiendo los tapices en arpillera que terminaría exponiendo en el Louvre.

CHILLAN-PARIS-SANTIAGO

La película tiene un abordaje triple que, en la edición final, aparece organizadamente fragmentado: la infancia en Chillán –donde tal vez Wood tropieza con algunos símbolos redundantes–, su relación con el músico suizo Gilbert Favre, a quien conoce luego del tremendo impacto de la noticia de la muerte de su pequeña hija, y el regreso final a Chile para montar la carpa artística en la comuna de La Reina, en las afueras de Santiago.
Las tres son situaciones biográficas insoslayables, poderosas. La niñez transita entre una orgullosa pobreza y la mezcla de miedo y admiración que le despertaba su padre, un profesor de carácter dulce que se volvía temerario por el alcohol: de él sacó los primeros rudimentos musicales, de él heredó la primera guitarra. También aparece su desapego por la escuela, la necesidad de trabajar. La vida de Violeta, hay que decirlo, se puede seguir paso a paso en sus extraordinarias Décimas. Autobiografía en verso: “Semana sobre semana / transcurre mi edad primera. / Mejor no hablar de la escuela; / la odié con todas mis ganas, / del libro hasta la campana, / del lápiz al pizarrón, / del banco hasta el profesor. / Y empiezo a amar la guitarra / y adonde siento una farra / allí aprendo una canción”.
La infancia operó en ella como plataforma de un conocimiento profundo del chileno rural y por añadidura del folklore. Ya era Violeta Parra cuando abandonó toda veleidad de compositora para transformarse en una recopiladora tenaz, una mezcla de Atahualpa Yupanqui y Leda Valladares que recorrió montañas y valles buscando a los viejos de cada comarca para que le pasaran relatos y canciones. Iba con un cuaderno y un lápiz y, en el mejor de los casos, más acá en el tiempo, con un precario grabador. También tuvo un programa de radio semanal, muy escuchado, que difundía sus hallazgos de campo.
La relación con Gilbert Favre (interpretado por el francés Thomas Durand) se asentó sobre un volcán en erupción. Violeta ya se había separado dos veces, ya tenía tres hijos, y fue en París donde se desarrolló gran parte del romance con el que sería el gran amor de su vida. La irrupción de Gilbert –clarinetista, carilindo, 18 años menor que ella– le otorga a la película otro ritmo, una impronta mundana que funde cierta descontractura algo impostada del sudamericano en el exilio –un clima que bien podría haber filmado Pino Solanas– con una melancolía extrema de nieve cayendo sobre el Sena. En este tramo ocurre la exposición de arpilleras y esculturas de alambre en el Museo de las Artes Decorativas del Palacio del Louvre, una muestra consagratoria que sin embargo no rescató a Violeta Parra de un ostracismo que, si bien en parte era forjado por ella, potenciaba el destrato de las autoridades culturales de su país. Violeta Parra fue un personaje central en la vida cultural de Chile que, sin embargo, diseñó su obra artística desde los márgenes.
El amor por Gilbert estuvo sellado por la pasión y, también, por celos insondables. En el muy buen libro Las cuerdas vivas de América (Sudamericana), de Guillermo Pellegrino, se narra una anécdota patéticamente extraordinaria del nivel de celos que corroía la relación. Habla Favre: “Estuve muy enamorado de ella. El problema radicó en la convivencia, nos peleábamos mucho. Violeta era muy celosa, me acuerdo de que cuando me enseñó a tocar la quena me decía que era mejor cerrar los ojos, y yo le hacía caso. Con el tiempo advertí que me daba esa indicación para que en las actuaciones yo no mirase mujeres”.
Al final, harto de los desplantes, de la paranoia y de la locura posesiva, el suizo se fue con una boliviana. Ya Violeta había empezado a descender a los infiernos. Lo perseguía, lo increpaba. En la película aparece preguntándole, desesperada: “¿Es joven? ¿Es joven?”. Y más adelante, ya desquiciada: “¡Tráela, tráela, vivamos todos juntos!”.
El final de Violeta se fue a los cielos llega después de su última obcecación: la carpa de La Rueda. Un emprendimiento con una intención altruista: formar una Universidad de Folklore, y tener todas las noches actuaciones en vivo mientras se servían comidas típicas. Gilbert Favre iba a tocar a menudo y la relación con Violeta no terminaba de cortarse: entre sinuosas idas y vueltas, Parra sentía que la pareja podía ser posible. Cuando Favre tomó una decisión definitiva y se fue a vivir a Bolivia, Violeta cayó en un pozo irreversible. Eso se sumó al fracaso económico de la carpa y a la indiferencia del entorno cultural chileno. Un momento memorable del film es cuando una tormenta cordillerana cae pesadamente sobre la carpa y Violeta (Francisca Gavilán) canta una demoledora versión de “Maldigo del alto cielo”.
Maldigo la primavera
con sus jardines en flor;
y del otoño el color,
yo lo maldigo de veras;
a la nube pasajera
la maldigo tanto y tanto
porque me asiste el quebranto.
Maldigo el invierno entero.
con el verano embustero.
Maldigo profano y santo:
¡cuánto será mi dolor!

El revólver estaba ahí, en un cajoncito, y no tardará en detonar. La película se desliza sobre el final hacia un desasosiego existencial en el que sobra la metáfora del gavilán matando a una gallina (“El gavilán” es una de las canciones más emblemáticas de Violeta). Queda una sensación de amarga belleza que es, finalmente, lo que subyace en la obra de la chilena. Queda, dice ahora Francisca Gavilán, el legado de una mujer libre: “Libre en la creación, en el amor, en su manera de vivir y ser. Recopiló, pintó, escribió, fue madre, esposa, mujer intensa. Un genio. En Chile se la valora poco: somos mezquinos con nuestros genios. Se nos olvidan rápido. Por eso esta película es importante”. “Para mí, Violeta –completa Andrés Wood– no es un símbolo de nada. Es algo bien concreto. Es una luz hacia donde nos deberíamos mover como cultura. Para reconocernos y profundizar en lo que somos.”
Más allá del inobjetable valor cinematográfico, la película puede servir como disparador para volver a explorar una obra algo oculta: nunca fue valorada en su justa –gigante– medida debido en parte al devastador efecto de tantas décadas de cultura pinochetista. Por otra parte, siempre resultó torpe ubicarla como bandera política, a pesar del contenido testimonial de algunas pocas canciones. En todo caso es una obra política en el amplio sentido capaz de saltar sobre su cancionero más conocido (la perfección del repertorio que eligió Mercedes Sosa en su insuperable homenaje de 1971, las experimentaciones lúdicas como “Mazúrkica modérnica”, la protesta de “Qué dirá el Santo Padre”, tantas más). Ese salto, sin contar la labor de artista plástica, llegaría hasta sus recopilaciones folklóricas, las Décimas y las increíbles Centésimas –que acaba de musicalizar y presentar Carmen Baliero en Buenos Aires–, una extenuante progresión numérica en verso: “Una vez que me asediaste / dos juramentos me hiciste / tres lagrimones vertiste / cuatro gemidos sacaste / cinco minutos dudaste / seis más porque no te vi / siete pedazos de mí / ocho razones me aquejan / nueve mentiras me alejan / diez que en tu boca sentí / once cadenas me amarran / doce quieren desprenderme / trece podrán detenerme / Catorce que me desgarran / Quince perversos embarran”... Y así, 300 números en 600 versos.
Los hilos conductores de la obra nunca son aislados y se los puede relacionar con otra de sus facetas artísticas: los tapices. Cada aspecto forma una trama, la trama es un conjunto. El caos –“hago lo que me sale: una canción, una arpillera, un tapiz, qué más da”– aparece ordenado en la sensibilidad arrebatada de una artista total.
Periodista: ¿Tiene algún consejo para los jóvenes creadores?
Parra: ¿Un consejo...? Tal vez les diría que escriban como quieran, que usen los ritmos que les salgan, que prueben instrumentos diversos, que se sienten en el piano y destruyan la métrica, que griten en vez de cantar, que soplen la guitarra y que tañan la trompeta, que odien la matemática y que amen los remolinos. La creación es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta.
Pájaro sin plan de vuelo, Violeta está en los cielos. Distingue dicha de quebranto con sus dos luceros. Y maldice.

PARA VER EN VIDEO: CARNE, CLASICO NACIONAL DE ARMANDO BO, CON ISABEL SARLI





A dúo con Intimidades de una cualquiera, film indudablemente menor dentro de la obra del binomio, Carne inaugura la colección dignamente llamada “Isabel Sarli, diosa nacional”, que el sello Video Digital comenzó a lanzar hace unos días.


Por Horacio Bernades

“¡Canalla!, ¿qué pretende usted de mí?”, le pregunta la morocha de tailleur Jaumandreu al tipo que antes de eso la violó dos veces y se le viene al humo por tercera vez. La frase es, por derecho propio, la más mítica en la historia entera del cine argentino, pero ciertamente no la única memorable de Carne. Más tarde, cuando se cruce con su novio Víctor Bo, a quien acaban de rajar a cuchillo, la Sarli le preguntará, señalándole la panza como al descuido, “¿Y esto?”, como si en lugar de sangre la mancha fuera de birome. Como corresponde, Carne inaugura la colección dignamente llamada Isabel Sarli, diosa nacional, que el sello Video Digital comenzó a lanzar hace unos días. Lo hace a dúo con Intimidades de una cualquiera, film indudablemente menor dentro de la obra del binomio, pero nunca del todo carente de los habituales shocks de desconcierto que la pareja proveía como nadie. Para el mes próximo se anuncia un nuevo tándem, integrado por otra de sus cimas (Fiebre) y otro film menor pero de ningún modo descartable (La tentación desnuda). Y es sólo el comienzo.
“Sarli & Bo, hecho maldito del cine burgués”, podría haber poetizado un John William Cooke cinematográfico, viendo los sacudones que el cine de la pareja produjo durante décadas a la corrección fílmica nacional. Versión criolla de Sternberg & Dietrich, Sarli & Bo fueron una pareja tan ilegal en términos de moral convencional como de buenas maneras estéticas. Formado a los trompazos –no sólo en los rings, por donde pasó, antes de comenzar a lucir sus músculos en la pantalla, a fines de los años ’30–, desde el momento que se puso detrás de una cámara (fines de los ’50) para hacer rendir la voluptuosidad de su compañera, a Bo le importó poco lo que los manuales de cine prescribían. El, que desde una década atrás venía produciendo algunas de las películas más populares y rendidoras del cine argentino (Pelota de trapo, El hijo del crack, Adiós muchachos), sabía lo que había que hacer. Había que desnudar a esa morocha argentina, ex Miss sin la menor experiencia en actuación, sumergirla en algún lecho de agua (aprovechando que la chica sí sabía nadar), ponerle un jabón en la mano y hacer que se lo refregara como si fuera algo bien distinto de un jabón.
Lo demás –el estilo, el verosímil, la gramática– era una terra incognita que debía conquistarse, del modo en que hombres embrutecidos conquistan a la Sarli en estas ficciones: por la fuerza y sin miramientos. Al ubicar la acción en un frigorífico, instalando el desbordante cuerpo de la Sarli entre cortes vacunos, Carne plantea la definitiva erótica nacional, en términos de crudeza total. Literalmente dicho. “Carne sobre carne”, se ilumina el reiterado violador (a quien sus compañeros llaman El Macho), tras tumbar a la Coca (Delicia es el nombre del personaje) sobre una res. ¿Y qué decir del cartel de “Carne en tránsito”, al que la cámara le dedica un plano detalle, sobre la carrocería del camión que transporta a “la ternera más linda y más jugosa”? En medio de la serie de violaciones, del llanto, de los ruegos y retorcimientos de Delicia, aparece Juan Carlos Altavista y hace de Minguito. Se baja, sube un ruso y canta en su idioma, antes de violarla. Atrás viene Vicente Rubino y se entrega a un numerito como de La tuerca. Después, vuelta a la tragedia, el tango, la sangre. A nadie que no fuera Armando Bo se le hubiera ocurrido jamás algo así.

domingo, 2 de octubre de 2011

ENTREVISTA A HERVE KEMPF, EL HOMBRE QUE EXPLICA COMO LOS RICOS DESTRUYEN LA TIERRA



Su nombre se hizo famoso cuando Hugo Chávez le recomendó uno de sus libros a George Bush. El libro era Cómo los ricos destruyen el planeta, y el primero de una trilogía (Para salvar al planeta, salir del capitalismo y Basta de oligarquía, viva la democracia) en la que expone con precisión y lucidez que el problema del mundo no es esto o aquello, sino el imbricado sistema de hiperconsumismo que aumenta la pobreza, destruye el planeta y reduce las posibilidades de supervivencia de la especie cada día más. De paso por Buenos Aires, Hervé Kempf habló con Radar de cómo la humanidad podría estar a las puertas del cambio de paradigma más importante desde la Revolución Francesa. Y cómo esa batalla se libra en las protestas estudiantiles chilenas, entre los indignados españoles, en la revuelta griega, en las crisis de representación de los partidos políticos, pero también en el promocionado crecimiento chino, en el modo de sembrar los campos y en cada shopping donde se venden cifras absurdas de plasmas y celulares.

Por Soledad Barruti

Tema ineludible en las cumbres internacionales, motivo de tratados y acuerdos diversos, el fantasma que más anima las posibles guerras del futuro y sección fija en los diarios y canales más importantes del mundo: sin dudas, la ecología vivió más que un ascenso en los últimos años. Pero si bien quedan muy pocos que no se toman esos asuntos en serio, para volverla primero interés público cotidiano y después asunto de Estado todavía hace falta descubrir por completo la relación directa que hay entre los problemas ambientales y la realidad social. ¿Cuál es la conexión entre la crisis ecológica y el aumento mundial de la pobreza? ¿Por qué en las naciones más desarrolladas hay una proporción directa entre el daño ecológico que generan y la desigualdad que promueven? O incluso, ¿por qué el aumento del PBI lleva inevitablemente a un aumento de la brecha social, y a la vez disminuye las posibilidades de vida sobre el planeta?
Esa es la línea de investigación que sigue el periodista del Le Monde Diplomatique, Hervé Kempf, desde hace más de 20 años: poner en evidencia la conexión directa entre sociedad y ecología tapada con bastante éxito desde el destape industrial. Así ha ido denunciando, en sus diversos libros y artículos, desde los transgénicos hasta la energía radiactiva. Pero en los últimos años ha logrado ampliar el espectro y globalizarlo con el lanzamiento de una trilogía editorial: Cómo los ricos destruyen el planeta, Para salvar al planeta, salir del capitalismo y Basta de oligarquía, viva la democracia (éste todavía sin traducción en la Argentina). Con cierta fama mundial luego de que Hugo Chávez le recomendara públicamente la lectura del primer libro a George Bush, Kempf se propuso reconstruir el relato de un sistema económico, político y social inspirado en la oligarquía y el consumo ilimitado que llevó al mundo a un callejón que parece sin salida.
Con claridad y sobriedad francesa, el relato de Kempf empieza abordando el universo de los megarricos: 8,7 millones de personas que ganan más de un millón de veces más que “el resto de sus hermanos humanos juntos”. Empresarios, celebrities, políticos con sus fortunas bien resguardadas en paraísos fiscales. Oligarcas, autoritarios y bastante miedosos. Excéntricos, la mayoría incluso bastante bizarros, mueven sus gustos entre las armas de colección, los tapados de piel de animales en peligro de extinción, las membresías para clubes selectos, el sexo con mujeres u hombres exóticos, las obras de arte más cotizadas o los yates con capacidad para contener canchas de tenis y fútbol. No pisan la calle sino que la compran y la cierran para mirarla de arriba: desde sus helicópteros o aviones privados. Así llegan a sus casas que ahora son edificios enteros, mansiones o reservas ecológicas hechas a medida. Que existan no es una novedad, ni un problema. El problema, plantea Kempf, es que la celebración de esa ostentación allanó el espacio para un histérico juego social de imitación y rivalidad que se practica desde hace demasiados años. Gastos sin límite por un lado y, por el otro, un consumo masivo con precios baratos que esconden las pérdidas que ese sistema de producción tiene para el planeta.
“Sobreexplotación pesquera, degradación de los mares (3 kilos de residuos cada 500 gramos de plancton), contaminación de las aguas subterráneas, emisiones de gas de efecto invernadero (y un calentamiento global ya irreversible), producción de residuos domésticos, difusión de productos químicos, contaminación atmosférica causada por partículas finas, erosión de las tierras y producción de residuos radiactivos en constante aumento desde 1980”, son algunos de los saldos ambientales del capitalismo que enumera Kempf. Y quienes más los sufren son los pobres. Tan es así que “una forma de concebir la pobreza en términos que no fueran monetarios consistiría en hacer una descripción de sus condiciones medioambientales de existencia”. A su vez, la desigualdad entre países del primer mundo y de los otros también se mide en el uso de recursos que pueden hacer unos y otros (por ejemplo, Estados Unidos utiliza más recursos que todo el planeta unido y fue pionero en eso de expulsar a los campesinos y pequeños productores a fin de abrirles paso a las grandes corporaciones agroindustriales).
El sistema tiene un modo de ser, una personalidad individualista, competitiva, ambiciosa y perversa que no se limita a individuos sino que se extiende al comportamiento de naciones enteras. Y lo peor de esa lógica de consumo eterno es que ya no hay modo de seguir abasteciéndolo sin severas consecuencias: no se puede seguir exprimiendo el planeta, estimulando el desarrollo y garantizar a la vez la supervivencia de la raza humana a corto plazo.
En sus libros, Kempf toma estudios que indican, entre otras cosas, que en 1960 la Humanidad utilizaba el 50 por ciento de la capacidad biológica de la Tierra; en 2002 ya había llegado a utilizar 1,2 veces más; es decir que desde entonces consume más recursos que los que puede producir el planeta. Y eso va en paralelo con otros números que también aumentan. Uno de ellos, la emisión de gases de efecto invernadero: el crecimiento de China e India, por ejemplo (“embelesados con el progreso propuesto por el primer mundo”), los han llevado a emitir una cantidad de gas de efecto invernadero: sólo en 2003 lanzaron 3760 millones de toneladas el primero y 1050 millones el segundo; mientras que la Comunidad Europea no se quedó atrás con 3447 millones y el podio lo conservó Estados Unidos con 5841. Otro índice en aumento es el hambre: según la FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura), han alertado que “la cantidad de hambrientos ha comenzado a aumentar nuevamente: 800 millones de habitantes de los países subdesarrollados ya no comen a voluntad, mientras que 2 mil millones de personas sufren de carencias alimentarias”. En ese sentido, los dos símbolos del crecimiento, India y China, también están retrocediendo en el terreno ganado en su primer impulso: “221 millones es el número de subalimentados en India, y China está fracasando en sus intentos por reducir la cantidad de 142 millones”. Conclusión: el desarrollo, lejos de mejorar las condiciones de vida sobre la Tierra, las empeora tanto para las sociedades que lo viven como para el resto.
Así las cosas, la Humanidad en su economía expansiva camina hacia su propia destrucción. Para evitar el colapso, según Kempf, lo que hace falta es que las personas retomen “el control creativo de sus vidas. Que se den cuenta de que hay que salir del individualismo. Que el futuro no está en la industria, ni en la tecnología, sino en la agricultura campesina, en un nuevo sistema económico de responsabilidad social. Y que el cambio debe ser colectivo: exigiéndoles a los políticos para que legislen en esa dirección”. ¿Un pedido demasiado idealista? Todo lo contrario, asegura Kempf: “El adversario está desgastado. En el apogeo de su florecimiento, el capitalismo va a desvanecerse”.
Entonces, en el fondo, ¿cree que vamos bien?
–Creo que están pasando muchas cosas extraordinarias. Hay cada vez más interés mundial por la ecología, porque ésa es la cuestión más importante del tercer milenio. Hace 20 años, la ecología parecía muy teórica, pero ahora se ha vuelto algo cotidiano porque todos los días tenemos un signo nuevo de que algo está cambiando. Hace 20 años uno podía prestar menos atención a las cuestiones de desigualdad, pero hoy son muy visibles en todos los países del mundo. Hace 20 años uno podía no darse cuenta del poder de los bancos y del sistema financiero, pero hoy en día está muy claro que tienen un comportamiento antisocial. Eso hace que haya más gente intentando cambiarlas. Los periodistas, los intelectuales, los que relatan el mundo, tenemos que presentar las perspectivas de una manera muy clara para que la gente entienda qué es lo que está pasando.
En sus libros expone cómo la ecología ha puesto en jaque al sistema capitalista por ser un límite a la posibilidad de explotación expansiva. ¿Eso finalmente ha generado movimientos sociales?
–El vínculo entre la ecología y lo social se ha vuelto cada vez más frecuente y observable, aunque muchos periódicos siguen dejando de lado la cuestión. Por ejemplo, el movimiento que se está desarrollando en Chile desde principios de año se originó como un movimiento en contra de las represas al sur del país. Y después pasó a transformarse en una cuestión social por la educación. Y en ambos casos las problemáticas que se plantean son las mismas: la concentración del poder por parte de las grandes corporaciones, la privatización de los recursos y la ausencia de democracia en la toma de decisiones.
Cuando terminó su libro sobre la necesidad de salir del capitalismo, esos movimientos recién empezaban a asomar. Hoy proliferan en el mundo y tienen a los jóvenes como protagonistas.
–Sí, hay cada vez más partes de la población que se dan cuenta de que el sistema está bloqueado. Podríamos citar también lo que pasa en Grecia o en Francia, donde el año pasado hubo un movimiento social muy importante; en Túnez, en Egipto y en España.
¿Y bajo qué sistema se encuadran esos movimientos?
–Es muy difícil encontrar un enlace político para esa expresión. Por ejemplo, los indignados de Madrid rechazaron a los partidos políticos. Porque la izquierda y la derecha están demasiado cerca. Una gran parte de lo que se llama la izquierda, como el Partido Socialista en Francia, Italia o España, los socialdemócratas en Alemania, los laboristas en Inglaterra, la Concertación en Chile, han aceptado la lógica neoliberal, por lo cual ahora tienen una gran dificultad para cuestionar esa lógica. Y lo que el pueblo está pidiendo es justamente salir de ese sistema neoliberal. El problema es que la oligarquía hoy en día es tan fuerte que controla tanto el sistema político como a los medios: las partes que se expresen de manera muy contundente contra ese poder tienen dificultades para encontrar su lugar.
Lo que nos lleva de vuelta a la importancia del rol de los intelectuales, de los comunicadores.
–Los cambios de conciencia colectiva los promueven quienes relatan el mundo. Escribir libros y artículos genera cambios. Claro que yo respondo como alguien cuyo trabajo es escribir. Un abogado podría optar por no defender a las grandes empresas sino a la gente de una pequeña población que está siendo amenazada.
¿Y cuál sería el rol que deberían asumir los científicos? Porque entre la biotecnología y las investigaciones financiadas por las grandes corporaciones, los científicos tienen mucho poder en este momento.
–En el caso de los científicos es más difícil porque su conocimiento es de naturaleza diferente. El conocimiento de los periodistas, los intelectuales o los políticos se refiere a la sociedad, y aunque pueden estar basados en datos muy concretos, siempre tienen elementos subjetivos y se prestan a diferentes análisis. El conocimiento científico avanza poniéndose de acuerdo en conocimientos objetivos, haciendo mediciones: su conocimiento está en la materia, no en la sociedad que lo utiliza. Pero eso no les quita su responsabilidad. En las últimas décadas se ha sometido a los científicos a intereses financieros. Aunque todavía puede haber quienes asuman riesgos para hablar y realizar investigaciones en ámbitos que los intereses financieros no quieren abordar. En Francia está Gilles Seralini: un biólogo que trabaja sobre los efectos que los transgénicos y el glifosato tienen sobre la salud (entre sus estudios se destaca el descubrimiento de que el glifosato es letal para los embriones y que contamina los alimentos genéticamente modificados para resistirlo). Seralini tuvo muchas dificultades en su carrera porque los organismos universitarios no querían que trabajara en ese ámbito. Es una prueba de que a veces los científicos no privilegian sus intereses o su carrera personal.
Profundizando en ese aspecto, ¿cree en la biotecnología aplicada al desarrollo agroindustrial?
–Yo trabajé mucho sobre ese asunto. Incluso escribí un libro donde cuento la historia de los transgénicos. A priori no estoy en contra de los transgénicos, pero si uno mira la historia de su desarrollo se ve que antes de aprobarlos en Estados Unidos no se realizaron muchos estudios previos sobre sus efectos en la salud, ni de los efectos sobre la vida de los agricultores y los pequeños campesinos. En general se aprobaron de manera muy rápida para beneficio de las grandes empresas. Y por supuesto no se puede decir que los transgénicos aporten un beneficio en materia de alimentación. Entonces, yo estoy bastante de acuerdo con el movimiento ecologista europeo que impidió el desarrollo de transgénicos en ese continente, a diferencia del norteamericano que lo promueve en el mundo. Porque finalmente detrás de las cuestiones de la biotecnología vegetal está la discusión en torno del tipo de agricultura que se quiere en un país, y la agricultura remite a un sistema social siempre.
Usted asegura que el crecimiento del PBI va de la mano con la desigualdad social. ¿Podría desarrollar ese concepto?
–Me parece que la obsesión de los gobiernos por el crecimiento también apunta a invisibilizar el crecimiento de las desigualdades. Y el ejemplo es sencillo: si hay un crecimiento global del PBI, los que están en la parte más baja de la pirámide van a ver un aumento proporcional de su nivel en un 1 por ciento, van a creer que su realidad va mejor y nadie se va a dar cuenta de que las condiciones de los que están en la parte de arriba de la pirámide aumentan en un 4 por ciento. Muchas veces el crecimiento es una manera de volver invisible la desigualdad en la distribución de la riqueza.
¿Qué sucede con la parte media de la pirámide, con esa clase que está adormecida en el consumo y sin ninguna ideología?
–Las clases medias están atrapadas en una contradicción. Ven que el mundo cambia, que la cuestión ecológica se vuelve cada vez más apremiante, que el sistema capitalista no busca mejorar su situación. Al mismo tiempo se han acostumbrado a un alto nivel de confort y tienen dificultades en aceptar que sería necesario perder algo de ese confort, como dejar de cambiar el televisor o el celular a cada rato. En los países del Norte, las clases medias ya están tensionadas por esa contradicción. Eso explica que no encuentren una representación política: esas dos tendencias de la clase media no permiten definir de manera clara cuáles son sus objetivos. Tienen que entrar en una lógica de reducción del consumo material y a su vez entrar en el desafío de reconquistar bienes comunes –como la educación, la salud y el medio ambiente en general– que garanticen una mejor vida social y que en este momento están siendo destruidos por el capitalismo.
En sus libros expone que una de las decisiones más urgentes sería limitar la capacidad de ganancia de los ricos, establecer una Renta Máxima Obtenible. ¿Es un deseo personal o su propuesta ha tenido alguna precisión concreta?
–Está avanzando. En Francia hay un debate actualmente sobre las ganancias máximas. La idea fue tomada por los partidos ecologistas y los partidos de izquierda, que representan cada uno el 8 por ciento del electorado. El Partido Socialista francés ha incorporado la idea de un salario máximo dentro de las empresas públicas. Y cada vez salen más proyectos de reforma fiscal para que los ricos paguen.
¿En ese sentido va el pedido de aumento de los impuestos que hicieron los ricos en Francia un par de semanas atrás?
–No fueron todos los ricos sino algunos de ellos. Pero sin dudas los ricos están sintiendo que viene mucha presión de abajo. Entonces hacen gestos de caridad: “Este año les dejo mil millones”. Pero no hay que tomar esos gestos. Lo que se necesita es una reforma fiscal. Que la sociedad, que es la que elige a los representantes del pueblo, que a su vez votan los impuestos, exija que se modifique esa situación. Y en todos estos temas es igual: el nodo de la democracia es la representación del pueblo para que decidan acerca de las representaciones en común. Eso que era central en la Revolución Francesa vuelve a estar en el centro del debate.
Cómo los ricos destruyen el planeta
Hervé Kempf

Capital Intelectual, 2011
176 páginas
Para salvar al planeta, salir del capitalismo
Hervé Kempf

Capital Intelectual, 2010
176 páginas