Su nombre se hizo famoso cuando Hugo Chávez le
recomendó uno de sus libros a George Bush. El libro era Cómo los ricos
destruyen el planeta, y el primero de una trilogía (Para salvar al
planeta, salir del capitalismo y Basta de oligarquía, viva la
democracia) en la que expone con precisión y lucidez que el problema del
mundo no es esto o aquello, sino el imbricado sistema de
hiperconsumismo que aumenta la pobreza, destruye el planeta y reduce las
posibilidades de supervivencia de la especie cada día más. De paso por
Buenos Aires, Hervé Kempf habló con Radar de cómo la humanidad podría
estar a las puertas del cambio de paradigma más importante desde la
Revolución Francesa. Y cómo esa batalla se libra en las protestas
estudiantiles chilenas, entre los indignados españoles, en la revuelta
griega, en las crisis de representación de los partidos políticos, pero
también en el promocionado crecimiento chino, en el modo de sembrar los
campos y en cada shopping donde se venden cifras absurdas de plasmas y
celulares.
Por Soledad Barruti
Tema
ineludible en las cumbres internacionales, motivo de tratados y acuerdos
diversos, el fantasma que más anima las posibles guerras del futuro y
sección fija en los diarios y canales más importantes del mundo: sin
dudas, la ecología vivió más que un ascenso en los últimos años. Pero si
bien quedan muy pocos que no se toman esos asuntos en serio, para
volverla primero interés público cotidiano y después asunto de Estado
todavía hace falta descubrir por completo la relación directa que hay
entre los problemas ambientales y la realidad social. ¿Cuál es la
conexión entre la crisis ecológica y el aumento mundial de la pobreza?
¿Por qué en las naciones más desarrolladas hay una proporción directa
entre el daño ecológico que generan y la desigualdad que promueven? O
incluso, ¿por qué el aumento del PBI lleva inevitablemente a un aumento
de la brecha social, y a la vez disminuye las posibilidades de vida
sobre el planeta?
Esa es la línea de investigación que sigue el periodista del Le
Monde Diplomatique, Hervé Kempf, desde hace más de 20 años: poner en
evidencia la conexión directa entre sociedad y ecología tapada con
bastante éxito desde el destape industrial. Así ha ido denunciando, en
sus diversos libros y artículos, desde los transgénicos hasta la energía
radiactiva. Pero en los últimos años ha logrado ampliar el espectro y
globalizarlo con el lanzamiento de una trilogía editorial: Cómo los
ricos destruyen el planeta, Para salvar al planeta, salir del
capitalismo y Basta de oligarquía, viva la democracia (éste todavía sin
traducción en la Argentina). Con cierta fama mundial luego de que Hugo
Chávez le recomendara públicamente la lectura del primer libro a George
Bush, Kempf se propuso reconstruir el relato de un sistema económico,
político y social inspirado en la oligarquía y el consumo ilimitado que
llevó al mundo a un callejón que parece sin salida.Con claridad y sobriedad francesa, el relato de Kempf empieza abordando el universo de los megarricos: 8,7 millones de personas que ganan más de un millón de veces más que “el resto de sus hermanos humanos juntos”. Empresarios, celebrities, políticos con sus fortunas bien resguardadas en paraísos fiscales. Oligarcas, autoritarios y bastante miedosos. Excéntricos, la mayoría incluso bastante bizarros, mueven sus gustos entre las armas de colección, los tapados de piel de animales en peligro de extinción, las membresías para clubes selectos, el sexo con mujeres u hombres exóticos, las obras de arte más cotizadas o los yates con capacidad para contener canchas de tenis y fútbol. No pisan la calle sino que la compran y la cierran para mirarla de arriba: desde sus helicópteros o aviones privados. Así llegan a sus casas que ahora son edificios enteros, mansiones o reservas ecológicas hechas a medida. Que existan no es una novedad, ni un problema. El problema, plantea Kempf, es que la celebración de esa ostentación allanó el espacio para un histérico juego social de imitación y rivalidad que se practica desde hace demasiados años. Gastos sin límite por un lado y, por el otro, un consumo masivo con precios baratos que esconden las pérdidas que ese sistema de producción tiene para el planeta.
“Sobreexplotación pesquera, degradación de los mares (3 kilos de residuos cada 500 gramos de plancton), contaminación de las aguas subterráneas, emisiones de gas de efecto invernadero (y un calentamiento global ya irreversible), producción de residuos domésticos, difusión de productos químicos, contaminación atmosférica causada por partículas finas, erosión de las tierras y producción de residuos radiactivos en constante aumento desde 1980”, son algunos de los saldos ambientales del capitalismo que enumera Kempf. Y quienes más los sufren son los pobres. Tan es así que “una forma de concebir la pobreza en términos que no fueran monetarios consistiría en hacer una descripción de sus condiciones medioambientales de existencia”. A su vez, la desigualdad entre países del primer mundo y de los otros también se mide en el uso de recursos que pueden hacer unos y otros (por ejemplo, Estados Unidos utiliza más recursos que todo el planeta unido y fue pionero en eso de expulsar a los campesinos y pequeños productores a fin de abrirles paso a las grandes corporaciones agroindustriales).
El sistema tiene un modo de ser, una personalidad individualista, competitiva, ambiciosa y perversa que no se limita a individuos sino que se extiende al comportamiento de naciones enteras. Y lo peor de esa lógica de consumo eterno es que ya no hay modo de seguir abasteciéndolo sin severas consecuencias: no se puede seguir exprimiendo el planeta, estimulando el desarrollo y garantizar a la vez la supervivencia de la raza humana a corto plazo.
En sus libros, Kempf toma estudios que indican, entre otras cosas, que en 1960 la Humanidad utilizaba el 50 por ciento de la capacidad biológica de la Tierra; en 2002 ya había llegado a utilizar 1,2 veces más; es decir que desde entonces consume más recursos que los que puede producir el planeta. Y eso va en paralelo con otros números que también aumentan. Uno de ellos, la emisión de gases de efecto invernadero: el crecimiento de China e India, por ejemplo (“embelesados con el progreso propuesto por el primer mundo”), los han llevado a emitir una cantidad de gas de efecto invernadero: sólo en 2003 lanzaron 3760 millones de toneladas el primero y 1050 millones el segundo; mientras que la Comunidad Europea no se quedó atrás con 3447 millones y el podio lo conservó Estados Unidos con 5841. Otro índice en aumento es el hambre: según la FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura), han alertado que “la cantidad de hambrientos ha comenzado a aumentar nuevamente: 800 millones de habitantes de los países subdesarrollados ya no comen a voluntad, mientras que 2 mil millones de personas sufren de carencias alimentarias”. En ese sentido, los dos símbolos del crecimiento, India y China, también están retrocediendo en el terreno ganado en su primer impulso: “221 millones es el número de subalimentados en India, y China está fracasando en sus intentos por reducir la cantidad de 142 millones”. Conclusión: el desarrollo, lejos de mejorar las condiciones de vida sobre la Tierra, las empeora tanto para las sociedades que lo viven como para el resto.
Así las cosas, la Humanidad en su economía expansiva camina hacia su propia destrucción. Para evitar el colapso, según Kempf, lo que hace falta es que las personas retomen “el control creativo de sus vidas. Que se den cuenta de que hay que salir del individualismo. Que el futuro no está en la industria, ni en la tecnología, sino en la agricultura campesina, en un nuevo sistema económico de responsabilidad social. Y que el cambio debe ser colectivo: exigiéndoles a los políticos para que legislen en esa dirección”. ¿Un pedido demasiado idealista? Todo lo contrario, asegura Kempf: “El adversario está desgastado. En el apogeo de su florecimiento, el capitalismo va a desvanecerse”.
Entonces, en el fondo, ¿cree que vamos bien?
–Creo que están pasando muchas cosas extraordinarias. Hay cada vez más interés mundial por la ecología, porque ésa es la cuestión más importante del tercer milenio. Hace 20 años, la ecología parecía muy teórica, pero ahora se ha vuelto algo cotidiano porque todos los días tenemos un signo nuevo de que algo está cambiando. Hace 20 años uno podía prestar menos atención a las cuestiones de desigualdad, pero hoy son muy visibles en todos los países del mundo. Hace 20 años uno podía no darse cuenta del poder de los bancos y del sistema financiero, pero hoy en día está muy claro que tienen un comportamiento antisocial. Eso hace que haya más gente intentando cambiarlas. Los periodistas, los intelectuales, los que relatan el mundo, tenemos que presentar las perspectivas de una manera muy clara para que la gente entienda qué es lo que está pasando.
En sus libros expone cómo la ecología ha puesto en jaque al sistema capitalista por ser un límite a la posibilidad de explotación expansiva. ¿Eso finalmente ha generado movimientos sociales?
–El vínculo entre la ecología y lo social se ha vuelto cada vez más frecuente y observable, aunque muchos periódicos siguen dejando de lado la cuestión. Por ejemplo, el movimiento que se está desarrollando en Chile desde principios de año se originó como un movimiento en contra de las represas al sur del país. Y después pasó a transformarse en una cuestión social por la educación. Y en ambos casos las problemáticas que se plantean son las mismas: la concentración del poder por parte de las grandes corporaciones, la privatización de los recursos y la ausencia de democracia en la toma de decisiones.
Cuando terminó su libro sobre la necesidad de salir del capitalismo, esos movimientos recién empezaban a asomar. Hoy proliferan en el mundo y tienen a los jóvenes como protagonistas.
–Sí, hay cada vez más partes de la población que se dan cuenta de que el sistema está bloqueado. Podríamos citar también lo que pasa en Grecia o en Francia, donde el año pasado hubo un movimiento social muy importante; en Túnez, en Egipto y en España.
¿Y bajo qué sistema se encuadran esos movimientos?
–Es muy difícil encontrar un enlace político para esa expresión. Por ejemplo, los indignados de Madrid rechazaron a los partidos políticos. Porque la izquierda y la derecha están demasiado cerca. Una gran parte de lo que se llama la izquierda, como el Partido Socialista en Francia, Italia o España, los socialdemócratas en Alemania, los laboristas en Inglaterra, la Concertación en Chile, han aceptado la lógica neoliberal, por lo cual ahora tienen una gran dificultad para cuestionar esa lógica. Y lo que el pueblo está pidiendo es justamente salir de ese sistema neoliberal. El problema es que la oligarquía hoy en día es tan fuerte que controla tanto el sistema político como a los medios: las partes que se expresen de manera muy contundente contra ese poder tienen dificultades para encontrar su lugar.
Lo que nos lleva de vuelta a la importancia del rol de los intelectuales, de los comunicadores.
–Los cambios de conciencia colectiva los promueven quienes relatan el mundo. Escribir libros y artículos genera cambios. Claro que yo respondo como alguien cuyo trabajo es escribir. Un abogado podría optar por no defender a las grandes empresas sino a la gente de una pequeña población que está siendo amenazada.
¿Y cuál sería el rol que deberían asumir los científicos? Porque entre la biotecnología y las investigaciones financiadas por las grandes corporaciones, los científicos tienen mucho poder en este momento.
–En el caso de los científicos es más difícil porque su conocimiento es de naturaleza diferente. El conocimiento de los periodistas, los intelectuales o los políticos se refiere a la sociedad, y aunque pueden estar basados en datos muy concretos, siempre tienen elementos subjetivos y se prestan a diferentes análisis. El conocimiento científico avanza poniéndose de acuerdo en conocimientos objetivos, haciendo mediciones: su conocimiento está en la materia, no en la sociedad que lo utiliza. Pero eso no les quita su responsabilidad. En las últimas décadas se ha sometido a los científicos a intereses financieros. Aunque todavía puede haber quienes asuman riesgos para hablar y realizar investigaciones en ámbitos que los intereses financieros no quieren abordar. En Francia está Gilles Seralini: un biólogo que trabaja sobre los efectos que los transgénicos y el glifosato tienen sobre la salud (entre sus estudios se destaca el descubrimiento de que el glifosato es letal para los embriones y que contamina los alimentos genéticamente modificados para resistirlo). Seralini tuvo muchas dificultades en su carrera porque los organismos universitarios no querían que trabajara en ese ámbito. Es una prueba de que a veces los científicos no privilegian sus intereses o su carrera personal.
Profundizando en ese aspecto, ¿cree en la biotecnología aplicada al desarrollo agroindustrial?
–Yo trabajé mucho sobre ese asunto. Incluso escribí un libro donde cuento la historia de los transgénicos. A priori no estoy en contra de los transgénicos, pero si uno mira la historia de su desarrollo se ve que antes de aprobarlos en Estados Unidos no se realizaron muchos estudios previos sobre sus efectos en la salud, ni de los efectos sobre la vida de los agricultores y los pequeños campesinos. En general se aprobaron de manera muy rápida para beneficio de las grandes empresas. Y por supuesto no se puede decir que los transgénicos aporten un beneficio en materia de alimentación. Entonces, yo estoy bastante de acuerdo con el movimiento ecologista europeo que impidió el desarrollo de transgénicos en ese continente, a diferencia del norteamericano que lo promueve en el mundo. Porque finalmente detrás de las cuestiones de la biotecnología vegetal está la discusión en torno del tipo de agricultura que se quiere en un país, y la agricultura remite a un sistema social siempre.
Usted asegura que el crecimiento del PBI va de la mano con la desigualdad social. ¿Podría desarrollar ese concepto?
–Me parece que la obsesión de los gobiernos por el crecimiento también apunta a invisibilizar el crecimiento de las desigualdades. Y el ejemplo es sencillo: si hay un crecimiento global del PBI, los que están en la parte más baja de la pirámide van a ver un aumento proporcional de su nivel en un 1 por ciento, van a creer que su realidad va mejor y nadie se va a dar cuenta de que las condiciones de los que están en la parte de arriba de la pirámide aumentan en un 4 por ciento. Muchas veces el crecimiento es una manera de volver invisible la desigualdad en la distribución de la riqueza.
¿Qué sucede con la parte media de la pirámide, con esa clase que está adormecida en el consumo y sin ninguna ideología?
–Las clases medias están atrapadas en una contradicción. Ven que el mundo cambia, que la cuestión ecológica se vuelve cada vez más apremiante, que el sistema capitalista no busca mejorar su situación. Al mismo tiempo se han acostumbrado a un alto nivel de confort y tienen dificultades en aceptar que sería necesario perder algo de ese confort, como dejar de cambiar el televisor o el celular a cada rato. En los países del Norte, las clases medias ya están tensionadas por esa contradicción. Eso explica que no encuentren una representación política: esas dos tendencias de la clase media no permiten definir de manera clara cuáles son sus objetivos. Tienen que entrar en una lógica de reducción del consumo material y a su vez entrar en el desafío de reconquistar bienes comunes –como la educación, la salud y el medio ambiente en general– que garanticen una mejor vida social y que en este momento están siendo destruidos por el capitalismo.
En sus libros expone que una de las decisiones más urgentes sería limitar la capacidad de ganancia de los ricos, establecer una Renta Máxima Obtenible. ¿Es un deseo personal o su propuesta ha tenido alguna precisión concreta?
–Está avanzando. En Francia hay un debate actualmente sobre las ganancias máximas. La idea fue tomada por los partidos ecologistas y los partidos de izquierda, que representan cada uno el 8 por ciento del electorado. El Partido Socialista francés ha incorporado la idea de un salario máximo dentro de las empresas públicas. Y cada vez salen más proyectos de reforma fiscal para que los ricos paguen.
¿En ese sentido va el pedido de aumento de los impuestos que hicieron los ricos en Francia un par de semanas atrás?
–No fueron todos los ricos sino algunos de ellos. Pero sin dudas los ricos están sintiendo que viene mucha presión de abajo. Entonces hacen gestos de caridad: “Este año les dejo mil millones”. Pero no hay que tomar esos gestos. Lo que se necesita es una reforma fiscal. Que la sociedad, que es la que elige a los representantes del pueblo, que a su vez votan los impuestos, exija que se modifique esa situación. Y en todos estos temas es igual: el nodo de la democracia es la representación del pueblo para que decidan acerca de las representaciones en común. Eso que era central en la Revolución Francesa vuelve a estar en el centro del debate.
Cómo los ricos destruyen el planeta
Hervé Kempf
Capital Intelectual, 2011
176 páginas
Para salvar al planeta, salir del capitalismo
Hervé Kempf
Capital Intelectual, 2010
176 páginas
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