jueves, 26 de enero de 2012

CLINT EATSWOOD: 41 AÑOS COMO DIRECTOR DE CINE.




Con el estreno de “J. Edgar”, el director Clint Eastwood marca un nuevo comienzo en su carrera, después De filmar su trilogía testamentaria.

Por Javier Porta Fouz

El octogenario Eastwood siempre mantuvo su propia voz y tuvo clara la tradición que lo predecía. Nunca vendió otra cosa que su propio cine.


Este 2012 Clint Eastwood cumple 41 años como director de cine. Dirigió su primer largometraje en 1971, año en el que cumplió, justamente, 41 años. Ya se puede decir entonces que Eastwood ha pasado la mitad de su vida como director. Ese primer largometraje en cuestión, el muy recomendable Play misty for me , se adelantó varios años a Atracción fatal y a otros thrillers de acosadores (acosadoras). También hay que decir que el título de estreno en la Argentina de Play misty for me fue pionero en el uso de algunas de las palabras más repetidas de los títulos locales: se llamó Obsesión mortal . No se puede decir que Eastwood haya sido inmediatamente reconocido como un gran autor. Para decirlo con velocidad, a pesar de Bronco Billy (1980) y Honkytonk man (1982), en general, se lo empezó a considerar con mayor estima a partir de Bird (1988) y Cazador blanco , corazón negro (1990), para considerárselo un consagrado con Los imperdonables (1992), Un mundo perfecto (1993) y Los puentes de Madison (1995). Ahí, con esas tres enormes películas seguidas, ya era difícil “negar a Eastwood”. De todos modos, aún hay gente que hoy cree, automáticamente, que Eastwood es un cineasta de importancia menor, menor a Michael Haneke o Woody Allen. Allá ellos. Más allá ellos.

Pero lo que nos ocupa en esta nota no es la reivindicación de Eastwood (cuando llueve, uno se moja) ni un recorrido cronológico de su carrera como director (apenas podríamos mencionar sus más de tres decenas de títulos) sino poner en perspectiva su estatura cinematográfica hoy, su evidente sabiduría, a partir de sus últimas películas. La última es la novedad, la que se estrena: J. Edgar (ver recuadro). Pero esa novedad es doble. No sólo es una nueva película sino además un nuevo comienzo para un director octogenario. ¿Por qué un nuevo comienzo? Por la lógica de las tres películas anteriores a J. Edgar , por su sistema. Veamos.

Con Gran Torino , 2008, hasta el momento su última película en la que también actuó, Eastwood proponía un manifiesto sacrificial no exento de gruñidos (su Walt Kowalski era un perfecto cascarrabias).

Gran Torino era una película explícita –para algunos que la objetan, demasiado explícita– a favor de la justicia y de la convivencia pacíficas: relataba la conversión de Walt Kowalski, que de ser un viejo recalcitrante, terco y cerrado y con todos los prejuicios raciales posibles se convertía en algo así como un mentor o padre sustituto de una familia asiática un tanto desprotegida. En esos cambios de Walt Kowalski podían verse ecos de cambios ocurridos en Eastwood. En el pasado, como actor y director, Eastwood solía apostar a la violencia como método para terminar con la violencia: sí, por supuesto, en Harry el sucio (1971, dirigida por Don Siegel) pero también en Los imperdonables (en donde no quería pero tenía que). En Gran Torino hubo un gran cambio (que ya estaba de manera más compleja en Un mundo perfecto ): Eastwood muestra el sacrificio del viejo Walt Kowalski para terminar con el ciclo de la violencia, para apostar a la convivencia futura. Como buen cineasta clásico –imbuido de ese espíritu y no clasicista de gesto clásico sobreactuado (sólo una vez Eastwood sobreactuó ese gesto, en Río místico , 2003)–, en Gran Torino presenta los temas fuertes de la película detrás de disputas y convivencias familiares y vecinales, detrás de un coche.

De todos modos, Gran Torino terminaba con una revancha, aunque sacrificial, contra los delincuentes. La siguiente película de Eastwood fue Invictus , 2009. Sudáfrica vista desde Eastwood, Mandela y John Carlin (autor de Playing the enemy , libro aquí editado como El factor humano y en el que se basa Invictus ). El Mandela de Eastwood, al salir de la cárcel y al convertirse en presidente, decide abandonar cualquier plan de venganza (por justa que pudiera ser). Decide jugarse por el factor (humano) sorpresa: incluir a los afrikaaners para lograr un objetivo mayor, superador: la reconciliación de una nación.

Según John Carlin, Nelson Mandela creía que Sudáfrica, en los noventa, necesitaba esa reconciliación y de forma acelerada. Sin olvidar pero con la capacidad de saber perdonar. Sin negar el conflicto ni las diferencias pero sí encararlas de forma inteligente, constructiva. Nada debía impedir el inicio de la construcción de una nueva nación, multicolor, multicultural, tolerante. Para eso había que asegurar la paz, apaciguar el rencor, alejar y anular la amenaza de una guerra civil. Eastwood, en Invictus , decide contar algo de todo eso, las tácticas y estrategias de Mandela, centrarse en el gran plan de utilizar de forma arriesgada –y a fin de cuentas inteligentísima– al rugby y a la Copa del Mundo de ese deporte de 1995. El libro de Carlin, con múltiples historias, ramificaciones y declaraciones, tal vez tenía como destino natural una miniserie, pero Eastwood lo elevó al rango de cine. Para eso hubo que simplificar, podar, ir al hueso. Había un gran riesgo de caer en lo inverosímil: la Copa del Mundo de rugby, el deporte de los afrikaaners , se juega en la Sudáfrica gobernada por Mandela. Y Sudáfrica, que no era favorito en absoluto, gana la copa, en la final contra los All Blacks, que tenían al que se considera uno de los más grandes jugadores (o el más grande) de toda la historia del rugby: Jonah Lomu, que venía de marcar una cantidad enorme de tries y que a Sudáfrica en esa final no pudo marcarle.



Eastwood tenía que relatar política increíble y deporte inconcebible, basado en una historia real. Tenía que condensar tremendamente, convencer a pesar de simplificar. Sin su extraordinaria capacidad narrativa Invictus podría haber sido una película imposible por abarcar demasiado. Y fue una, otra, gran película-testamento de Eastwood. Sin embargo, esa capacidad narrativa para contar sin grandes estruendos historias gigantes, esa mano maestra, sabia, para pasar del dolor social al apunte deportivo, o para pasar de las heridas al apunte cómico con aparente sencillez, no es de lo más valorado por estos días. Eastwood hoy no es festejado como hace algunos años. ¿Sus películas se hicieron peores? No lo creo. La sabiduría y el clasicismo cinematográficos no parecen estar de moda y pocos saben venderlos como James Cameron o remozarlos como J. J. Abrams.

Por otra parte, Eastwood nunca supo vender otra cosa que su su propia mirada. Pocos cineastas han sido menos “derivativos”, menos deseosos de “parecerse a”. Sin dudas aprendió de trabajar con dos grandes como Don Siegel y Sergio Leone pero siempre tuvo su propia voz por tener clara la tradición que lo precedía: su variedad temática habla de su variedad de intereses y no de su variedad de disfraces.

En su siguiente película, Más allá de la vida , 2010, jugó aún más fuerte en cuanto a la osadía temática, se metió con el “después de la muerte”. Pero, gran distractor porque es un gran narrador, un gran creador de diversión cinematográfica, Eastwood hizo en realidad una película sobre lo que hacemos en la vida, no más allá, no después de ella. Más allá de la vida (un título engañoso como guía de lectura, como Gran Torino ) apenas muestra unas breves, efímeras imágenes borrosas de la vida después de la vida: Eastwood no gasta en ellas ni efectos especiales. Es que su objetivo no es contar y pensar ese más allá, sino meditar sobre las vidas de personas que han sentido a la muerte cerca: una periodista francesa (Marie LeLay: Cécile de France) que está técnicamente muerta unos segundos, casi ahogada por un tsunami (que Eastwood filma mucho mejor que lo que lo podría hacer el ruidoso Michael Bay); un niño inglés (Marcus) al que se le muere su hermano gemelo; un hombre estadounidense que tiene el don (o la condena) de comunicarse con el más allá (George Lonegan: Matt Damon). Esa cercanía con la muerte, como se puede apreciar, no es equivalente: Marie tuvo una experiencia límite que cambiará sus intereses y prioridades; Marcus está en estado de shock por un dolor tan enorme que es difícil de enfrentar y necesita vivir el duelo; George quiere retirarse definitivamente de su trabajo de médium , de comunicarse con el otro mundo: quiere una vida normal en este mundo, en esta vida. Marcus, a diferencia de los dos adultos protagonistas, busca comunicarse con su hermano muerto y la seguridad acerca de esa posibilidad tiene que ver con la fe y no con la experiencia. Con Más allá de la vida , Eastwood completó lo que podríamos denominar su tríptico testamentario, su trilogía legado. Y no ha filmado esa sucesión de películas solamente por su propia cercanía con la muerte, Eastwood filma porque está vivo y es sabio.

Con su capacidad de síntesis narrativa para proponer riqueza de ideas y sentimientos (como Nick Hornby y Adolfo Bioy Casares, como Aníbal Troilo, como muchas películas de Pixar) y con la osadía temática de John Huston (no por nada lo interpretó en Cazador blanco, corazón negro ), Eastwood terminó su trilogía testamentaria con Más allá de la vida , que podríamos denominar su “legado filosófico”, y cierra la película en la feria del libro, es decir con una celebración de uno de los más preciados legados humanos. Antes había hecho su legado social con Gran Torino y un sereno y sabio testamento político con Invictus . Como buen hombre sabio, Eastwood hizo su testamento con tiempo para seguir viviendo. Y ahora hizo J. Edgar , un nuevo comienzo.

miércoles, 25 de enero de 2012

J. Edgar, el nuevo film de Clint Eastwood.



Ver sin ser visto

El próximo jueves se estrena J. Edgar, la película de Clint Eastwood que retrata al hombre que creó el FBI y permaneció como su director durante cuarenta y ocho años, desde 1924 hasta su muerte, en 1972, casi medio siglo de extorsión, vigilancia y control que marcó, y cambió, a la política y la sociedad de los Estados Unidos. Con Leonardo DiCaprio como el paranoico John Edgar, Eastwood construye un relato sombrío, intimista, que se apoya sobre todo en la vida oculta del personaje y en la relación homosexual que habría mantenido con su secretario Clyde Tolson. Y José Pablo Feinmann repasa la vida y la influencia del hombre que consolidó su poder, y lo mantuvo, encarnando la figura del panóptico de Bentham según Foucault: ese ojo que todo lo ve y jamás es visto, esa mirada que persiguió y expulsó como un silencioso perro de presa.

Por José Pablo Feinmann

Desde hace largo tiempo todos sabemos algo: no hay un decurso necesario que –interno a la Historia– la conduzca hacia metas que coronarían ese decurso con un estadio final de plenitud. A esto se le llamaba “el sentido de la Historia”. No hay tal cosa. Pero eso no lleva a un caos de sucesos incomprensibles y desligados unos de otros. La Historia no tiene un sentido “inmanente y necesario”, pero tiene coyunturas que con total coherencia producen algunos sucesos que derivan de ellas. Hay hechos que una vez transformados en hegemónicos probablemente darán luz a otros que les están subordinados y son coherentes con “el estado de las cosas” que se ha establecido. Si aclaramos este punto es por la aparición de un film sobre un oscuro personaje que manejó durante 48 años las acciones de todo tipo emprendidas por el FBI. Por ejemplo: que en medio de la Guerra contra el Terror, en medio del sistema de seguridad interna más duro que alguna vez el Imperio haya aplicado sobre sus ciudadanos, en medio de una ciudad como Nueva York atiborrada de camaritas que te filman vayas donde vayas, aparezca una película sobre John Edgar Hoover, el hombre que manejó el FBI durante 48 años y que consolidó ese poder y consiguió esa permanencia por medio del arte de vigilar y controlar a los otros, de saber sus secretos más íntimos y amenazar con develarlos si se lo atacaba fieramente, está dentro de las cosas más lógicas, más previsibles que podían ocurrir. Creemos que el director del film, el talentoso Clint Eastwood, pone a Hoover en el centro de la escena y lo hace con lucidez, con gran sentido de la oportunidad. Hay que exhibirle al ciudadano común que la sociedad –si quiere ser libre– tiene que vivir segura. Que la seguridad siempre implica una devaluación de la libertad. Pero es preferible vivir menos libre y vivir. Que vivir libre en una sociedad democrática y celosa de la intimidad de sus ciudadanos y morir. Los tiempos son los tiempos y cada temporalidad exige lo que necesita para desarrollarse sin sobresaltos, sin tragedias, sin altas torres que se derrumben. ¿Cómo no recordar a Hoover? Nadie como él vigiló y controló a su país, lo protegió de los gangsters del ‘30, aniquiló nada menos que a John Dillinger en las puertas de un cine de nombre Biograph Theater en que daban un film de gangsters con William Powell, que protagonizaría las películas de Nick Charles, el personaje de Dashiell Hammett, adornadas por la gracia de Mirna Loy y la aún más divertida perrita Asta. Pero no se detuvo ahí. Siguió persiguiendo a los malvivientes que crecían al calor de la Ley Seca. Así se cargó a Alvin Karpis y al famoso Machine Gun Kelly (Ametralladora Kelly). Esto le dio un gran prestigio y consiguió que el Congreso apoyara decididamente al FBI. Su poder crecía.

Durante la década del ‘40 colaboró con todo lo que le pidieron para ganar la World War II y no fue poco lo que hizo. Aunque su meta ya era otra. Como Patton, como numerosos “americanos patriotas”, advirtió tempranamente que el verdadero enemigo era la Unión Soviética. Estudió textos de Marx, Engels y Lenin, y en todos ellos subrayó el ansia del comunismo por expandirse. No sólo era una doctrina. Era una doctrina en plan de conquista. Su objetivo era dominar el mundo entero. “America” no debía permitir tal cosa. Pero no se trataba de una lucha contra un enemigo externo sino también interno. Esta poderosa mecánica de la internalización del enemigo (“están entre nosotros”) lo habilitó para vigilar a todos los ciudadanos del país y a sus políticos, a sus millonarios y a la Meca del Cine, presa codiciada porque llevaba fácilmente a la primera plana de los diarios.



La colaboración con el senador por Wisconsin, Joseph McCarthy, era inevitable, coherente al extremo. Hoover y McCarthy estaban hechos de la misma materia prima: la paranoia. La propia y la de todos los asustadizos ciudadanos. Voy a seguir algunas páginas de un español macartista que sacó un libro que viene a decir claramente (los tiempos inescrupulosos que vivimos dan para todo): “McCarthy tenía razón. Hoy podemos saberlo. Han aparecido nuevos documentos sobre la infiltración comunista durante los años ’50 y no queda duda alguna: McCarthy no se equivocó. Es un patriota incomprendido”. McCarthy estaba bastante loco, sufría constantes depresiones y tomaba alcohol de la mañana a la noche. Eso lo mantenía bien. Hoover le fue indispensable a McCarthy. “Para entonces (para cuando McCarthy inicia su ofensiva, JPF), el FBI con Edgar Hoover al frente (...) había empezado a suministrar al senador datos vitales de sus archivos” (Fernando Alonso Barahona, McCarthy o la historia ignorada del cine, Criterio, Madrid, 2001, p. 49). Los enemigos de McCarthy también apelan a recursos espurios: lo acusan de ser homosexual (terrible insulto en la “America” de los ‘50) y de tener relaciones con su colaborador más fiel, el brillante y maligno Roy Cohn. (Hay una miniserie con un trabajo espectacular y profundo a la vez del gran James Woods.) Les decían “Jack and Jill”. Sin embargo, el pueblo “americano” (muy manipulable, naïf, temeroso y patriotero) revela en una encuesta de 1952 que sólo hay tres personas para enfrentar con dureza la invasión comunista: J. Edgar Hoover, Dwight Eisenhower y Joseph McCarthy. ¡Adelante con los duros! Queremos vivir tranquilos. Aunque restrinjan libertades. ¿Quién quiere ser libre? En cambio, todos queremos vivir seguros.

Tristemente, en todas partes, los que luchan por ser libres en contra de la seguridad son los que quieren expresarse sin miedo, sin tener que ir a la cárcel por una imagen, una frase o una asociación por los derechos humanos o contra la censura. Pero esa permisividad espiritual no se vivía bajo tipos como el trío de perseguidores que nombramos. A ellos se sumaba –desde la prensa, desde todos los medios que controlaba– William Randolph Hearst (el “ciudadano” elegido por Orson Welles para su admirado film). Estos personajes no han cesado. Se fueron multiplicando en la exacta medida en que el Imperio se metía en conflictos guerreros de mayor peligrosidad. En 1997, Charlton Heston publica un libro que lleva por título To Be a Man (Letters to my Grandson). Y en 2000, su “obra maestra”: The Courage to be Free, al que Alonso Barahona considera una cumbre del pensamiento conservador, un aldabonazo: “¡Despierta América! ¡Estamos en peligro!” (ob. cit., p. 181). McCarthy muere el 2 de mayo de 1957. Tenía 48 años. A su funeral faltaron muchos. Pero otros estuvieron ahí, firmes como centuriones de una causa sagrada: Goldwater, Nixon, Hoover y Roy Cohn.

 

La obsesión de Hoover por las zonas opacas de los otros se puede resumir como sigue: “Quiero ver y no ser visto”. El jefe del FBI encarna esa figura que desarrolló –hacia fines de la década del ‘70– el joven Michel Foucault: el panóptico. Foucault recurre a un arcaico libro de Jeremy Bentham, un inglés que entregó a la sociedad del Leviatán un instrumento para llevar a cabo el deseo que constituye a todo poder: vigilar, controlar, tener un solo Ojo que esté en todos lados, que todo lo vea y que nadie lo detecte, ya que será –a fuerza de su omnipresencia– invisible. La obra se publica en 1791 y la toma Foucault como medio de agredir a la razón iluminista. El panóptico es simple: se ubica en la centralidad –alto como una torre– y la prisión es un anillo que lo rodea. Desde el panóptico, el Ojo controlador puede ver todo lo que sucede en las celdas. Desde éstas no pueden ver qué sucede en el panóptico pues sus vidrios oscuros lo impiden. “El panóptico (escribe Foucault en Vigilar y castigar) es una máquina para disociar el par ver/ser visto: en el anillo periférico se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre central se ve todo, sin ser nunca visto.” Hoover, entonces, es el hombre de la torre central del panóptico. La sociedad es el anillo que se despliega en círculo a su privilegiada posición. La pasión por vigilar a los otros es una patología. Un hombre completamente sano no puede hacer ese trabajo. Implica penetrar en la intimidad de los otros, violarla. Es una intrusión, una invasión. El hombre que sabe todo sobre los demás, ejerce el control sobre el todo. No es azaroso que Hoover haya durado 48 años en su puesto. A cada presidente que accedía a la Casa Blanca le mostraba el prontuario, siempre frondoso, que poseía sobre él: “Si usted me desplaza, la sociedad americana se va a enterar de todo esto que usted ha hecho y creía que era secreto. Lo era y lo es. Pero no para mí. No hay cosa que yo no sepa. Es mi trabajo”. Luego de la muerte de Hoover, Richard Nixon (entusiasta colaborador de McCarthy) reduce a diez años la duración de todo sujeto que se ponga al frente del FBI. Otro Hoover, no. Pero otro Hoover, siempre. Porque se lo necesita. Sólo hay que limitar sus poderes, impedir que se tornen absolutos.

Que Eastwood haya hecho con semejante personaje un film casi intimista y aburrido es imperdonable. En otros tiempos, Hoover habría sido confiado a actores como Broderick Crawford o Lee J. Cobb. Aun Marlon Brando pudo haberlo abordado con grandeza. Con la baby face de DiCaprio no hay grandeza posible. Ni para el Mal ni para el Bien. No mete miedo, ni atrae. DiCaprio exige –para colmo– un enorme esfuerzo de make up para dar viejo y un poco feo. Ese make up es indigno de un cine tan profesional como el de Hollywood. O, cuanto menos, un cine que cuenta con los mejores profesionales. El film no profundiza en nada. Eastwood no parece decidirse: ¿qué tiene entre sus manos?, ¿un patriota o un canalla enfermo? Acaso los norteamericanos deseen hoy –para protegerse del terrorismo– un Hoover en el FBI. Y ese loco paranoico merezca ser tratado con cautela porque su figura retorna y busca encarnarse en alguien que crea en sus valores y haga del FBI un arma de control, espionaje. Un arma destinada a encontrar enemigos donde los haya y donde no también. De aquí el cauteloso tratamiento que le concede Eastwood. Tan cauteloso que el film aburre de una punta a la otra. Apena ver a Naomi Watts, no sólo después de los títulos sino envejecida o, sin duda, maltratada por la cámara y por la luz.

 Arriba, el verdadero Hoover, con su cara de bulldog. Abajo, Leonardo DiCaprio como J. Edgar, en una caracterización convincente a pesar de los peterpanescos rasgos del actor.

  
Hoover tenía sus aristas tenebrosas. Era homosexual y eso –en los ‘50– derruía toda honra. Nadie ignoraba que tenía relaciones sexuales con Clyde Tolson, su asistente más cercano y permanente. Pero nada pudieron hacer. J. Edgar se mantuvo en la cima del FBI durante 48 años y con ocho presidentes. Murió en 1972 a la edad de 79 años. Su fiel amigo Clyde Tolson quemó todos sus archivos para que nadie los profanara.

viernes, 13 de enero de 2012

FOTOGRAFIA: LOS ROLLOS DEL SIGLO XX.



Fundada poco después de la Segunda Guerra por un grupo de fotógrafos entre los que se contaban Henri Cartier-Bresson y Robert Capa, la agencia Magnum tenía un propósito sencillo que cambiaría el fotoperiodismo del siglo XX: armar una cooperativa que protegiera los derechos de autor de sus miembros y les diera control artístico sobre los contenidos que vendían a los medios para los que trabajaban. Desde hace 70 años, sus miembros le han ofrecido al mundo imágenes únicas de los hechos más significativos de cada época, han retratado la violencia en todas sus formas y han dado un encuadre original al tan visto mundo del espectáculo. Ahora, la edición del monumental Magnum. Hojas de contacto (Ed. Blume), permite asomarse a los contactos descartados a la hora de elegir esas imágenes, además de leer a los mismos fotógrafos explicando cómo las consiguieron. En estas páginas, apenas algunos fragmentos y fotos de ese archivo crucial para mirar el siglo en todo su horror y humanidad.


PHILIP JONES GRIFFITHS
Vietnam





Jones Griffiths tomó fotografías en Vietnam y Camboya, primero durante la guerra, pero también en las décadas subsiguientes. El escritor John Pilger recuerda que, al final de su primer encargo conjunto en Saigón, Jones Griffiths le entregó “no un paquete de rollos de película, sino un gran sobre marrón que contenía seis fotografías... Me quedé horrorizado..., hasta que las vi. Cada una de ellas era exquisita en su simbolismo y fiel a todo aquello que habíamos visto en Vietnam”.

El pie de foto de Civil vietnamita herida, la fotografía con la que Jones Griffiths termina su libro retrospectivo Recollections, dice: “Esta mujer fue clasificada, posiblemente por un comprensivo miembro del cuerpo, bajo la denominación VNC (“Civil vietnamita”). Esto no era lo normal. Los civiles heridos solían clasificarse como VCS (“Sospechoso de ser el Vietcong”), y todos los campesinos muertos eran elevados a título póstumo a la categoría de VCC (“Miembro confirmado del Vietcong”)”.

Jones Griffiths reconocía: “Lo grandioso de la fotografía es que tienes que estar allí. ¿Son tendenciosas? Desde luego. Cuando miras por un visor, lo que decides ver es un hecho subjetivo”.


BURT GLINN

La revolución cubana




“Cuando llegué, ya había amanecido en La Habana, y Batista había huido. Fidel estaba a cientos de kilómetros, pero nadie sabía exactamente dónde. El Che Guevara se dirigía hacia La Habana. Parecía que nadie estuviera a cargo de nada. En el momento en que llegué a la habitación del hotel, había disparos en la calle. Había multitudes sin control, armadas con todo lo que tenían a mano; pistolas, escopetas, machetes.

Todo el mundo llamaba a Fidel, pero nadie sabía dónde estaba. No había oficina de prensa, no era una operación de relaciones públicas: era una verdadera revolución. Entretanto, el equipo de la revista Life había organizado su propio sistema de transporte y se había incorporado con un fotógrafo venezolano al que todo el mundo llamaba Caracas. Fue él quien, finalmente, localizó a Fidel en la carretera entre Camagüey y Santa Clara.

Tras una reunión durante toda la noche en Sancti Spiritus, el grupo de Castro se había distribuido en cuatro coches, que llevaban a Fidel, a su ayudante Celia Sánchez y a una escolta de unos once barbudos. Habíamos establecido contacto con Fidel, pero era difícil seguirle el rastro. Había partido de Sierra Maestra sin vehículos oficiales, pero a medida que avanzaba por Santiago, Camagüey, Santa Clara y Cienfuegos rumbo a La Habana, la columna fue creciendo. El entorno rebelde se hizo con tanques, camiones, autobuses, jeeps, coches, taxis, limusinas, motocicletas y bicicletas.

Castro continuó cambiando de vehículo, y nosotros seguimos jugando al escondite con él, intentando encontrarlo en la columna que se desplazaba por la carretera. A su paso por la campiña, la caravana se hacía sentir en los pueblos, donde la gente se agolpaba en las calles, aclamándolo... En Cienfuegos, empezó a hablar a las 23.00 horas y continuó hasta las 2.00 horas de la madrugada. Involucraba a los oyentes, pidiéndoles consejo sobre el mejor modo de conducir el país. Se bajaba del estrado, se mezclaba con la gente y debatía con ella sobre técnicas agrícolas o intercambiaba chistes sobre el depuesto Batista. Era una demostración increíble de mutua confianza. Su entorno estaba preocupado porque se pudiera atentar contra su vida, pero Castro era muy valeroso... La euforia era inimaginable e impregnaba todo el país.

Tras dejar Cienfuegos, la ruta se hizo tan irregular que perdimos a Fidel hasta que volvimos a ponernos a su altura a la entrada de La Habana. Para entonces el tumulto era tal, y las filas de los que marchaban, tan irregulares, que no se podía distinguir cuáles eran los que marchaban y cuáles los que asistían a su paso. Al llegar a La Habana, la aglomeración a lo largo del malecón era tal que perdí mis zapatos mientras me las veía y deseaba para hacer fotografías.

Recuerdo las desmesuradas esperanzas y los siniestros presagios que se adueñaron del país entero aquellos pocos días. Solamente quisiera que, en los años transcurridos desde entonces, Fidel lo hubiera hecho mejor para su pueblo y que nosotros hubiéramos sido más inteligentes. Renunciaría a todas estas fotografías, mis favoritas, y a todos los cigarros que he recibido de Cuba si todo pudiera repetirse, pero de un modo mejor”.

HENRI CARTIER-BRESSON

La Guerra Civil Española




“Cuando llegó la guerra (que ya se presentía desde hacía bastante tiempo), tomé mis negativos y los destruí casi del todo, con excepción de lo que queda en Images à la sauvette. ¿Las razones para hacerlo? Lo hice del mismo como quien se corta las uñas: ¡allez hop! Conservé las fotos que me parecían interesantes.”

Después de haber recorrido Italia con sus amigos André Pieyre de Mandiargues y Leonor Fini en 1933, Cartier-Bresson emprendió un viaje de tres meses por España. Tras llegar a Avila el 4 de abril, compró un billete kilométrico de 300 km en tercera clase por 300 pesetas y comenzó a recorrer el país. Visitó Madrid, Córdoba y Sevilla antes de pasar al Marruecos español, donde pasó cerca de tres semanas. De regreso en España, fue a Granada, Alicante y Valencia. Sólo en contadas ocasiones pasó más de cuatro días en cada ciudad. Preparó sus rollos de película y reveló sus fotografías personalmente. El escritor Pierre Assouline hizo notar: “Ningún plan, ningún proyecto. Cartier-Bresson se deja llevar por sus propios pasos, viaja en clase económica, se aloja en hoteles de baja categoría, se alimenta frugalmente, pero aprovecha al máximo el espectáculo de la vida”.


ROBERT CAPA
La Segunda Guerra





El 17 de abril de 1945 la Segunda Guerra se acercaba a su final. Capa se había unido a la Segunda División del 1er Ejército a su paso por la periferia de Leipzig, donde entró sin apenas oposición. Acompañó a un pelotón de ametralladoras a un edificio de apartamentos en la esquina de la calle principal. En el quinto piso, dos soldados disparaban con el arma puesta sobre una mesa junto a una ventana. En un momento dado, salieron al balcón del apartamento, desde el que tenían una vista directa a lo largo de la carretera principal sobre el puente, para proporcionar una buena cobertura a las tropas que avanzaban. Capa pensó que desde allí podría tomar una buena fotografía de los soldados que pudieran estar en el puente y que podría ser, tal como refiere en su autobiografía Ligeramente desenfocado, “la última fotografía de la guerra para mi cámara”.

Utilizando alternativamente sus dos cámaras, fotografió a los soldados disparando a través de la ventana y, después, fuera, desde el balcón. De repente, frente a él uno de los soldados recibió un disparo de un francotirador alemán y cayó muerto. Capa disparó algunas fotografías en las que la sangre del soldado fluye en un charco que se extiende por el suelo. Son las fotos más crudas de toda la carrera de Capa.

Life no publicó las fotografías hasta el número del 14 de mayo, que anunció el fin de la guerra en Europa, sugiriendo, como afirmaría el propio Capa, que tenía “la fotografía del último soldado en caer”, aunque lo cierto es que la guerra continuó con numerosas muertes durante tres semanas más.

Life tapó las caras de los dos soldados en el balcón a fin de que la familia del fallecido no supiera de la muerte de su hijo antes de recibir la notificación oficial por parte del Ejército estadounidense. Sobre las fotografías, la revista reprodujo cuatro versos del poema de A. E. Housman

Por tanto, aunque lo mejor es malo,
muchacho, ponte en pie y haz lo mejor;
ponte en pie y lucha y ve a quien te ha de matar,
y recibe la bala en el cerebro


LARRY TOWELL

La guerrilla latinoamericana


 
             
“Tomé esta imagen un año antes de que terminara la guerra en El Salvador. Pasé por los puestos de control del ejército a la zona controlada por la guerrilla tumbado entre plátanos y pollos colgados del techo del autobús. Todos los campesinos que iban en él sabían que estaba allí arriba, pero no dijeron nada. Yo confiaba en ellos y ellos debían de confiar en mí. Una vez cruzado el río Torolla, se estaba a salvo. Estabas en su tierra prometida.

Me bajé en Segundo Montes, un pueblo de refugiados repatriados que habían escapado a las masacres de la década de 1980 y habían establecido recientemente una nueva comunidad en lo que todavía era una zona de guerra. Habían bautizado el pueblo con el nombre de uno de los seis jesuitas asesinados por los escuadrones de la muerte en la ofensiva de noviembre de 1989. El nombre elegido no era del gusto del gobierno.

Para hacer la historia corta, de Segundo Montes pasé a Perquín, un pueblo abajo, en la carretera, que era frecuentado por combatientes. Les di a conocer mis deseos de visitar un campamento, y, como yo tenía buenos contactos, uno de ellos me llevó a las montañas. En una hora estábamos en un campamento y pude tomar fotografías con toda libertad.

Me uní a un grupo de adolescentes de Segundo Montes, dos chicos y tres chicas de 14 a 16 años de edad. Tuve suerte de haber llevado conmigo una manta, ya que dormimos en el suelo y hacía frío. Los chicos estaban recibiendo entrenamiento militar. Las chicas se convertirían en “brigadistas”, auxiliares médicas básicas para atender a los heridos.

Era domingo por la mañana, su día libre. Se cepillaron los dientes y después se bañaron. Debían mantener las armas a su alcance en todo momento. Después, se fueron a recoger flores silvestres con sus amigos.

Más tarde, llamaron a todos a formar. Había soldados gubernamentales en la zona y el comandante decidió retirarse. Me pidió que regresara a Perquín con algunos de los reclutas. Recuerdo que la chica de la fotografía lloraba porque quería quedarse con sus amigos, pero no estaba todavía entrenada para afrontar lo que posiblemente iba a suceder”.


JEAN GAUMY

La muerte de los peces




“Estas fotografías las tomé en el extremo sur de España, en el estrecho de Gibraltar. Este tipo de pesca ha sido fotografiado con frecuencia, pero sobre todo en Sicilia. Aparece en Stromboli, la célebre película de Roberto Rosellini de 1950.

Había visitado ya en una ocasión estos caladeros en mayo de 1982. Desde entonces, el desarrollo urbanístico ha tenido consecuencias catastróficas. Regresé diez años más tarde, en junio de 1992, ya que me había prometido volver a aquel lugar que en mi opinión albergaba uno de los encuentros más bellos y tradicionales entre los hombres y los peces.

La técnica de la almadraba es un tipo de pesca con redes estáticas que ha sido utilizado durante siglos antes de la introducción de los devastadores métodos industriales de pesca en la postguerra y es un proceso sostenible. Una vez fijadas las grandes redes en posición, los pescadores quedan a expensas de los caprichos del tiempo y de los movimientos de los peces que nadan más cerca o más lejos de la costa en función de los cambios en la dirección del viento. Una sana inseguridad, aunque compensada por siglos de observaciones, que representa un juego limpio, en armonía con la naturaleza. Pero desde entonces, la tecnología y los intereses humanos han cambiado las reglas de una manera catastrófica.

Recuerdo que la primera vez que vi el gran remolino de aquellos grandes peces capturados en la bolsa central sentí una profunda emoción. Me hallaba solo con el gran equipo de pescadores (una cincuentena de hombres), que iban levantando lentamente el fondo de la red en la que había docenas y docenas de animales. Los hombres cantaban para mantener el ritmo de sus movimientos repetitivos, tal como han venido haciendo desde los albores de la humanidad. El pánico invadió a los peces a medida que iba quedando menos agua entre ellos y la superficie. De pronto se produjo una increíble vorágine de cuerpos y agua. Los pescadores dejaron de tirar de la red y se produjo el silencio. Durante varios minutos, no había más que el chapoteo del agua y la agonía de los atunes que chocaban como obuses unos con otros. Juan, uno de los pescadores, vio mi mirada. Como sólo los españoles saben hacer, fascinado y orgulloso, me dijo en voz baja: ‘Es la muerte’”.


STUART FRANKLIN

La plaza de Tiananmen




“Estas fotos fueron tomadas en la mañana del 4 de junio de 1989, justo después de que se tomaran las terribles medidas contra los manifestantes en la plaza de Tiananmen. La plaza había sido despejada durante la noche y estábamos atrapados en nuestro cuartel general, el hotel Beijing. Tomé todas las fotografías desde los balcones del hotel, a lo largo de la avenida Chang’an, en dirección a la plaza.

Cuando empecé a tomarlas, no tenía ni idea de lo que iba a suceder, pero vi a gente a lo lejos que continuaba manifestándose y formaba una línea frente a una de soldados. Escuché disparos, pero no puedo confirmar si alguien resultó herido. En un momento dado, los tanques empezaron a avanzar por la avenida y comenzó el ‘duelo’ entre ellos y el manifestante solitario.

Me sentí frustrado: estaba demasiado lejos. Pero después de que las imágenes de televisión dieran la vuelta al mundo, creo que la fotografía del desafío se convirtió en todo un icono y, al mismo tiempo, en símbolo de la fuerza devastadora del Estado chino desafiada por su propio pueblo”.


JEAN GAUMY

Teherán




“Era mi tercer viaje a Irán durante el período posterior a la revolución. En esa época era uno de los pocos periodistas occidentales que permitían entrar en el país, por entonces en el ojo del huracán. Como es habitual en este tipo de situaciones, el Ministerio de la Comunicación sabía que yo estaba allí y me quería mantener en todo momento bajo control. Sin embargo, en países tan complejos como Irán, donde todo parece imposible, resulta que, paradójicamente, al final hay muchas cosas posibles. Por ejemplo, el Ministerio de la Comunicación me anunció que se me permitía ir a un lugar que no había sido abierto jamás a la prensa occidental: un campo de entrenamiento para mujeres basidjis (milicia paramilitar voluntaria) en las afueras de Teherán. Algunos amigos periodistas lo habían solicitado en vano un año antes. Supuse que los iraníes estaban lanzando un globo sonda.

Me encontré acompañado de dos o tres fotógrafos iraníes que colaboraban con periódicos occidentales. Recuerdo que nos llevó bastante tiempo encontrar el emplazamiento exacto del campamento. Cuando por fin llegamos, los instructores insistieron en que trabajáramos a distancia, utilizando teleobjetivos, lo que yo rechacé absolutamente. Tras una buena media hora de negociaciones, se me permitió trabajar con libertad entre las mujeres. A través del visor de mi pequeña Olympus, me di cuenta muy pronto del poder de la escena, y en particular del de un fotograma que me recordó una imagen de una película que había visto en la década de 1960 sobre una antigua tragedia griega.

La serie se publicó por primera vez en la revista Time, y esta fotografía se vio en todo el mundo. Soy consciente de que no estaba ofreciendo una imagen positiva para Irán desde el punto de vista de los lectores occidentales. Para los iraníes era una manera de decir ‘incluso nuestras mujeres están dispuestas a defender nuestro país’. También debieron prever que las fotografías se publicarían en Time, revista para la cual yo trabajaba en aquella época, o en otras publicaciones internacionales, y, de este modo, serían ‘exportadas’ a los países que apoyaban a Irán o que podían ser ganados para su causa. Los iraníes querían que las imágenes fueran la punta de lanza de la revolución islámica, y es que en ese sentido son extremadamente pragmáticos.

Algún tiempo después, un senador estadounidense de la extrema derecha presentó una protesta oficial porque, desde su punto de vista, distorsionaba la imagen de Irán. Afirmó que esta fotografía no se había podido tomar en el país y que, por tanto, debía ser una falsificación. Y lo que es más, creía que la mujer en primer plano parecía demasiado ‘masculina’ para ser realmente una mujer. La revista Time me pidió que confirmara lo que había fotografiado y yo confirmé dónde había tomado la imagen y lo que había visto. Espero que también consiguiera tranquilizar la mente del senador sobre la naturaleza de los sexos en Irán”.

BRUNO BARBEY

El Mayo Francés




“Cuando los manifestantes se iban a dormir, tenía que volver a la agencia para revelar las películas y editarlas. Fue un ritmo de vida atroz. Las hojas de contactos no eran gran cosa: a menudo eran demasiado densas y oscuras; escogía aquellas que parecían más interesantes a primera vista. Sólo en 2008 me tomé el tiempo necesario para reeditar, ya que estábamos preparando dos libros y varias exposiciones. Encontramos numerosas fotos a las que no había dado importancia en su momento.

En aquellos tiempos no había prácticamente cámaras de filmación. Sólo me acuerdo de ver filmando a William Klein, así como a algunos equipos extranjeros de televisión; la televisión francesa estaba en huelga. Por ello, la fotografía se convirtió en un soporte fundamental. Un pequeño grupo de productores de películas se unió en un colectivo. Fueron Louis Malle, Alain Resnais, Jean-Luc Godard, Chris Marker y otros más. Me uní a ellos con mis fotografías. Chis Marker adoptó la idea puesta en práctica por el realizador soviético Alexandre Medvedkine: durante la década de 1920, filmaba un acontecimiento en un pueblo, viajaba en tren, revelando las imágenes y editándolas durante la noche y mostrando su trabajo en el pueblo siguiente durante varios días. Entregué mis fotos al colectivo y las convirtieron en pequeñas películas. Yo también hice una. Creo que fueron más de treinta en total. Las fotos se utilizaron de forma anónima, los realizadores no aparecieron en los créditos, las películas eran cinetracs o pequeños documentales y se enviaron a las provincias para mostrar lo que estaba ocurriendo en París”.

CHRISTOPHER ANDERSON

Las invasiones en Medio Oriente




“Seis días después del 11 de septiembre de 2001, fui a Pakistán y Afganistán, donde pasé los cuatro meses siguientes haciendo fotorreportajes de guerra. No vi esta hoja de contactos hasta mucho más tarde. Contiene algunas fotografías aceptables, pero nada que pudiera considerar como algo especial. Imprimí el fotograma 15A, que se incluyó en mi gran edición de material sobre Afganistán. Sin embargo, era una fotografía tranquila, del tipo de las que se quedan en el archivo y se publican de vez en cuando, pero a las que no se presta nunca mucha atención.

Un par de años más tarde, volví a examinar la hoja de contactos. El fotograma 27 llamó enseguida mi atención. La fotografía muestra la estela de un bombardero estadounidense que acaba de dejar caer su carga letal sobre una posición talibán y da la vuelta hacia su lugar de origen. No entiendo cómo no había visto esta fotografía con anterioridad. Una imagen de algo tan mortífero y a la vez tan bello. ¿Cuánto tiempo voló el piloto antes de apretar el botón? ¿Cómo se llamaba? ¿Cuántos hombres murieron mientras realizaba el giro hacia la puesta del sol? ¿Como se llamaban? ¿Sabían que el avión iba a por ellos cuando lo vieron por primera vez en el cielo? Ahora estoy seguro de que ésta es la fotografía de guerra más interesante que he realizado”.


CARL DE KEYZER

Ku Klux Klan




“La verdad es que necesité mucho tiempo para encontrar un mitin del Ku Klux Klan. Por suerte el gran mago Tom Robb me informó de dónde y cuándo tendría lugar una de sus poco frecuentes quemas de cruces, hecho simbólico en que la cruz ardiente se convierte en todo un faro para este mundo perdido. Llegué a Hico, un pequeño pueblo en el corazón de Texas. El acto iba a tener lugar en una propiedad privada. Una gran pancarta marcaba la entrada y una cruz de nueve metros, envuelta en arpillera, presidía el evento en la cima de una colina. Más tarde, al gran dragón de Texas le pareció que estaba haciendo demasiadas fotos durante los discursos y pretendía destruir mi cámara. Por suerte, el gran mago puso fin al problema.

Al atardecer, empezaron a llegar algunas caravanas. Todos los miembros uniformados del Klan entraron al bosque. Tras esperar media hora en completa oscuridad, los vi salir de él (eran unos cien, todos de blanco con capirotes: sólo el gran mago y el gran dragón se visten de negro). Empaparon las antorchas con gasolina y se fueron pasando el fuego en un círculo alrededor de la cruz. No podía usar flash durante la quema final de la cruz, pero lo usé de todos modos.

El gran mago prendió la cruz y el grupo empezó a moverse en círculos alrededor de la gran antorcha. La ceremonia era sencilla pero muy impresionante. El círculo cambió de dirección varias veces, y de vez en cuando hacían ondear las antorchas. Un cuarto de hora más tarde, la cruz se había apagado. Entonces, todos se volvieron hacia mí y me temí lo peor, ya que había disparado con flash repetidas veces durante la ceremonia. Pero en lugar de destrozar mi cámara, me dieron las suyas de bolsillo y posaron frente a la cruz. Todos alzaron el brazo izquierdo, no el derecho como los nazis. El izquierdo está más cerca del corazón. Lo mantuvieron en alto hasta que terminé de tomar todas las fotos. Tomé unas veinte, y mi cámara fue la última que utilicé”.



LARRY TOWELL

Gaza




”Fui a Palestina por primera vez en 1993, durante el ramadán, justo antes de la firma de los Acuerdos de Oslo. Pensé que sería importante documentar el nacimiento de una nación. Como todo el mundo, por aquel entonces, pequé de ingenuidad. Me alojaba en casa del Dr. Eyad El Sarraj, el único psiquiatra para miles de seres humanos traumatizados.

El segundo o tercer día de mi estancia en Gaza decidí compartir un vehículo con un fotógrafo francés que había venido de Jerusalén. Vimos a estos niños jugando con armas de juguete, como yo lo hacía cuando jugaba a indios y vaqueros, con la diferencia de que ellos interpretaban el papel de soldados israelitas matando a palestinos. El otro fotógrafo hizo algunas tomas. Yo me bajé del coche y me fui a pie, rodeado de niños. Contemplé aquel remolino de armas de juguete mientras me fijaba en los grafiti que estaban detrás de ellos, intentando encontrar algún sentido a las marcas negras. Después, regresé al coche y nos fuimos.

Aquella noche paseé por la playa. El campamento de refugiados de Shati olía como una cloaca. Lo recorría un reflector israelí desde una torre de vigilancia.

A la mañana siguiente, de camino al centro del tratamiento de Eyad, vi a unos soldados israelíes con unas familias palestinas que pretendían visitar Ansar II, una famosa prisión de Israel. Un soldado andaba fanfarroneando, fumando un gran puro sólo por ofender a aquellas familias durante el ramadán. Les iba dando órdenes, llevándolas de aquí para allá, sólo para divertirse..., lo mismo que hacen en todos los puestos de control en la actualidad. Uno de los soldados fue amable conmigo. Me dijo que era de izquierdas y que estaba allí para asegurarse de que sus compañeros no dispararan contra los niños. Me confesó: ‘No hay muchos como yo’”.

CHRISTOPHER ANDERSON

Inmigrantes ilegales




“En el año 2000 conseguí embarcarme en un bote de madera de fabricación casera de 7 metros de eslora con 44 haitianos que pretendían emigrar clandestinamente a Estados Unidos. Tras un par de días de navegación el bote empezó a hundirse. Estábamos condenados y lo sabíamos. Empezamos a despedirnos unos de otros. Sorprendentemente, la calma dominaba en el bote. No había mucho que hacer excepto resignarse a lo inevitable. Hasta ese momento había tomado pocas fotografías. Todo el mundo en el bote sabía que era fotógrafo, y en cierto modo no había caído bien... Pero cuando el bote se estaba hundiendo, David, el haitiano al que había seguido para llevar a cabo esta travesía, me dijo: ‘Chris, sería bueno que empezaras a hacer fotografías. Sólo nos queda una hora de vida’. Y así, sin pensarlo mucho, empecé a hacerlas.

Nos salvó en el último momento un barco de la guardia costera de Estados Unidos que se topó con nosotros, pero esto es ya otra historia. Este fue, en cierto modo, el momento más decisivo en el transcurso de mi vida fotográfica”.

CHIEN-CHI CHANG

Manicomios




“Llevaba seis años pidiendo permiso para hacer fotografías en el templo Long Fa Tang, cuando las autoridades por fin me lo concedieron. El templo era, al mismo tiempo, un santuario y una prisión para setecientos pacientes mentales. Trabajaban en la granja de pollos del recinto religioso, la mayor de Taiwán, y yo me instalé en el almacén, con mi cámara montada sobre un trípode. Los pacientes hacían una pausa al mediodía para comer. Después fueron llegando al almacén procedentes de la cantina, en parejas, conducidos por su supervisor. Yo estaba sudando profundamente, y es que en octubre, en Kaohsiung, en el sur de Taiwán, hace mucho calor. Además, la posición en la que me encontraba tras mi visor era muy incómoda.

La mayoría de los pacientes habían sido abandonados en Long Fa Tang por sus familiares. El templo no proporcionaba ni medicamentos ni tratamientos, sino cadenas ‘terapéuticas’. Un paciente más lúcido se encadenaba a uno que lo era menos. A veces estaba claro quién llevaba a quién, pero no siempre era así.

Los hechos ocurrieron rápidamente. El supervisor arreglaba las ropas de los pacientes y después, ‘clic, clic’, dos fotografías y se acabó. Mi interacción con aquellas personas mientras las fotografiaba era de unos pocos segundos, pero la que quedó congelada en mi hoja de contactos ha durado mucho más, y continúa aumentando”.