jueves, 26 de enero de 2012

CLINT EATSWOOD: 41 AÑOS COMO DIRECTOR DE CINE.




Con el estreno de “J. Edgar”, el director Clint Eastwood marca un nuevo comienzo en su carrera, después De filmar su trilogía testamentaria.

Por Javier Porta Fouz

El octogenario Eastwood siempre mantuvo su propia voz y tuvo clara la tradición que lo predecía. Nunca vendió otra cosa que su propio cine.


Este 2012 Clint Eastwood cumple 41 años como director de cine. Dirigió su primer largometraje en 1971, año en el que cumplió, justamente, 41 años. Ya se puede decir entonces que Eastwood ha pasado la mitad de su vida como director. Ese primer largometraje en cuestión, el muy recomendable Play misty for me , se adelantó varios años a Atracción fatal y a otros thrillers de acosadores (acosadoras). También hay que decir que el título de estreno en la Argentina de Play misty for me fue pionero en el uso de algunas de las palabras más repetidas de los títulos locales: se llamó Obsesión mortal . No se puede decir que Eastwood haya sido inmediatamente reconocido como un gran autor. Para decirlo con velocidad, a pesar de Bronco Billy (1980) y Honkytonk man (1982), en general, se lo empezó a considerar con mayor estima a partir de Bird (1988) y Cazador blanco , corazón negro (1990), para considerárselo un consagrado con Los imperdonables (1992), Un mundo perfecto (1993) y Los puentes de Madison (1995). Ahí, con esas tres enormes películas seguidas, ya era difícil “negar a Eastwood”. De todos modos, aún hay gente que hoy cree, automáticamente, que Eastwood es un cineasta de importancia menor, menor a Michael Haneke o Woody Allen. Allá ellos. Más allá ellos.

Pero lo que nos ocupa en esta nota no es la reivindicación de Eastwood (cuando llueve, uno se moja) ni un recorrido cronológico de su carrera como director (apenas podríamos mencionar sus más de tres decenas de títulos) sino poner en perspectiva su estatura cinematográfica hoy, su evidente sabiduría, a partir de sus últimas películas. La última es la novedad, la que se estrena: J. Edgar (ver recuadro). Pero esa novedad es doble. No sólo es una nueva película sino además un nuevo comienzo para un director octogenario. ¿Por qué un nuevo comienzo? Por la lógica de las tres películas anteriores a J. Edgar , por su sistema. Veamos.

Con Gran Torino , 2008, hasta el momento su última película en la que también actuó, Eastwood proponía un manifiesto sacrificial no exento de gruñidos (su Walt Kowalski era un perfecto cascarrabias).

Gran Torino era una película explícita –para algunos que la objetan, demasiado explícita– a favor de la justicia y de la convivencia pacíficas: relataba la conversión de Walt Kowalski, que de ser un viejo recalcitrante, terco y cerrado y con todos los prejuicios raciales posibles se convertía en algo así como un mentor o padre sustituto de una familia asiática un tanto desprotegida. En esos cambios de Walt Kowalski podían verse ecos de cambios ocurridos en Eastwood. En el pasado, como actor y director, Eastwood solía apostar a la violencia como método para terminar con la violencia: sí, por supuesto, en Harry el sucio (1971, dirigida por Don Siegel) pero también en Los imperdonables (en donde no quería pero tenía que). En Gran Torino hubo un gran cambio (que ya estaba de manera más compleja en Un mundo perfecto ): Eastwood muestra el sacrificio del viejo Walt Kowalski para terminar con el ciclo de la violencia, para apostar a la convivencia futura. Como buen cineasta clásico –imbuido de ese espíritu y no clasicista de gesto clásico sobreactuado (sólo una vez Eastwood sobreactuó ese gesto, en Río místico , 2003)–, en Gran Torino presenta los temas fuertes de la película detrás de disputas y convivencias familiares y vecinales, detrás de un coche.

De todos modos, Gran Torino terminaba con una revancha, aunque sacrificial, contra los delincuentes. La siguiente película de Eastwood fue Invictus , 2009. Sudáfrica vista desde Eastwood, Mandela y John Carlin (autor de Playing the enemy , libro aquí editado como El factor humano y en el que se basa Invictus ). El Mandela de Eastwood, al salir de la cárcel y al convertirse en presidente, decide abandonar cualquier plan de venganza (por justa que pudiera ser). Decide jugarse por el factor (humano) sorpresa: incluir a los afrikaaners para lograr un objetivo mayor, superador: la reconciliación de una nación.

Según John Carlin, Nelson Mandela creía que Sudáfrica, en los noventa, necesitaba esa reconciliación y de forma acelerada. Sin olvidar pero con la capacidad de saber perdonar. Sin negar el conflicto ni las diferencias pero sí encararlas de forma inteligente, constructiva. Nada debía impedir el inicio de la construcción de una nueva nación, multicolor, multicultural, tolerante. Para eso había que asegurar la paz, apaciguar el rencor, alejar y anular la amenaza de una guerra civil. Eastwood, en Invictus , decide contar algo de todo eso, las tácticas y estrategias de Mandela, centrarse en el gran plan de utilizar de forma arriesgada –y a fin de cuentas inteligentísima– al rugby y a la Copa del Mundo de ese deporte de 1995. El libro de Carlin, con múltiples historias, ramificaciones y declaraciones, tal vez tenía como destino natural una miniserie, pero Eastwood lo elevó al rango de cine. Para eso hubo que simplificar, podar, ir al hueso. Había un gran riesgo de caer en lo inverosímil: la Copa del Mundo de rugby, el deporte de los afrikaaners , se juega en la Sudáfrica gobernada por Mandela. Y Sudáfrica, que no era favorito en absoluto, gana la copa, en la final contra los All Blacks, que tenían al que se considera uno de los más grandes jugadores (o el más grande) de toda la historia del rugby: Jonah Lomu, que venía de marcar una cantidad enorme de tries y que a Sudáfrica en esa final no pudo marcarle.



Eastwood tenía que relatar política increíble y deporte inconcebible, basado en una historia real. Tenía que condensar tremendamente, convencer a pesar de simplificar. Sin su extraordinaria capacidad narrativa Invictus podría haber sido una película imposible por abarcar demasiado. Y fue una, otra, gran película-testamento de Eastwood. Sin embargo, esa capacidad narrativa para contar sin grandes estruendos historias gigantes, esa mano maestra, sabia, para pasar del dolor social al apunte deportivo, o para pasar de las heridas al apunte cómico con aparente sencillez, no es de lo más valorado por estos días. Eastwood hoy no es festejado como hace algunos años. ¿Sus películas se hicieron peores? No lo creo. La sabiduría y el clasicismo cinematográficos no parecen estar de moda y pocos saben venderlos como James Cameron o remozarlos como J. J. Abrams.

Por otra parte, Eastwood nunca supo vender otra cosa que su su propia mirada. Pocos cineastas han sido menos “derivativos”, menos deseosos de “parecerse a”. Sin dudas aprendió de trabajar con dos grandes como Don Siegel y Sergio Leone pero siempre tuvo su propia voz por tener clara la tradición que lo precedía: su variedad temática habla de su variedad de intereses y no de su variedad de disfraces.

En su siguiente película, Más allá de la vida , 2010, jugó aún más fuerte en cuanto a la osadía temática, se metió con el “después de la muerte”. Pero, gran distractor porque es un gran narrador, un gran creador de diversión cinematográfica, Eastwood hizo en realidad una película sobre lo que hacemos en la vida, no más allá, no después de ella. Más allá de la vida (un título engañoso como guía de lectura, como Gran Torino ) apenas muestra unas breves, efímeras imágenes borrosas de la vida después de la vida: Eastwood no gasta en ellas ni efectos especiales. Es que su objetivo no es contar y pensar ese más allá, sino meditar sobre las vidas de personas que han sentido a la muerte cerca: una periodista francesa (Marie LeLay: Cécile de France) que está técnicamente muerta unos segundos, casi ahogada por un tsunami (que Eastwood filma mucho mejor que lo que lo podría hacer el ruidoso Michael Bay); un niño inglés (Marcus) al que se le muere su hermano gemelo; un hombre estadounidense que tiene el don (o la condena) de comunicarse con el más allá (George Lonegan: Matt Damon). Esa cercanía con la muerte, como se puede apreciar, no es equivalente: Marie tuvo una experiencia límite que cambiará sus intereses y prioridades; Marcus está en estado de shock por un dolor tan enorme que es difícil de enfrentar y necesita vivir el duelo; George quiere retirarse definitivamente de su trabajo de médium , de comunicarse con el otro mundo: quiere una vida normal en este mundo, en esta vida. Marcus, a diferencia de los dos adultos protagonistas, busca comunicarse con su hermano muerto y la seguridad acerca de esa posibilidad tiene que ver con la fe y no con la experiencia. Con Más allá de la vida , Eastwood completó lo que podríamos denominar su tríptico testamentario, su trilogía legado. Y no ha filmado esa sucesión de películas solamente por su propia cercanía con la muerte, Eastwood filma porque está vivo y es sabio.

Con su capacidad de síntesis narrativa para proponer riqueza de ideas y sentimientos (como Nick Hornby y Adolfo Bioy Casares, como Aníbal Troilo, como muchas películas de Pixar) y con la osadía temática de John Huston (no por nada lo interpretó en Cazador blanco, corazón negro ), Eastwood terminó su trilogía testamentaria con Más allá de la vida , que podríamos denominar su “legado filosófico”, y cierra la película en la feria del libro, es decir con una celebración de uno de los más preciados legados humanos. Antes había hecho su legado social con Gran Torino y un sereno y sabio testamento político con Invictus . Como buen hombre sabio, Eastwood hizo su testamento con tiempo para seguir viviendo. Y ahora hizo J. Edgar , un nuevo comienzo.

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