Jean-Michel Basquiat fue en sus comienzos el artista
callejero por excelencia: frases de corte existencial y militante
estampadas en las paredes, obras hechas con objetos recogidos de la
basura, postales intervenidas vendidas por él mismo en forma ambulante.
Había desembarcado en 1979 en Nueva York y muy pronto se convirtió en la
estrella más codiciada de un mercado del arte en expansión y crisis.
Amigo íntimo de Madonna, se hizo más célebre todavía. Y también fue
discípulo de Andy Warhol. En 1987, poco después de la muerte de Warhol,
en el mes de agosto, Basquiat moría de una sobredosis. Tenía 27 años y
había revolucionado el arte. A 25 años de su muerte, Basquiat es una
marca, un mito cuyas obras siguen siendo de las mejor cotizadas en el
mercado mundial, y su herencia se puede considerar un enigma a discutir.
Aquel
viernes el calor prendía fuego Nueva York, pero Jean-Michel Basquiat no
se dio por enterado. Ya era la tarde del 12 de agosto y él dormía en su
cuarto: por entonces trabajaba de noche y se quedaba pintando hasta la
mañana. Sonó el teléfono y su novia, Kelle Inman, que se encontraba en
la planta baja del piso que compartían en el 57 de Great Jones Street,
lo atendió. Era Kevin Bray, un amigo de Basquiat con quien el artista
pensaba ir a un recital de Run DMC a la noche. Kelle creyó que era buena
idea despertarlo. Cuando entró al cuarto lo primero que le impresionó
fue el calor: el aire acondicionado se había roto. Buscó a Basquiat en
la cama pero no lo encontró: estaba en el piso, acurrucado. Un vómito
blanco acompañaba su cuerpo. Kelle lo llamó pero su novio no reaccionó.
La joven intuyó que algo andaba mal. Bajó corriendo y llamó a la
ambulancia. Antes de llegar al hospital, Jean-Michel Basquiat, el tipo
que revolucionó el arte en los ’80, el hombre que gracias a su genio
conquistó los sentidos y los bolsillos de esa ciudad, el artista
ardiente que interpretó con sus pinceladas y su estilo el pulso urgente
de una época colosal y desquiciada, estaba muerto. Se había inyectado
heroína –las jeringas con sangre se desparramaban en su cuarto–, pero
finalmente lo terminó matando, según la autopsia, un cóctel de opio y
cocaína. Fue hace un cuarto de siglo. Tenía 27 años. Era el Rimbaud de
la pintura.
EL MESIAS EN LA CALLE
Hijo de un padre haitiano y una madre puertorriqueña, en la obra y
en el cuerpo de Basquiat se anida –se sintetiza– buena parte de la
historia universal reciente, dibujando, con su pirueta vital, una
elipsis temeraria que atraviesa, como un disparo, las paredes de la
cultura occidental contemporánea. Sus raíces africanas estallan desde
sus cuadros: allí hay angustia y opresión. También sus referentes
musicales y deportivos: reyes negros de talento inmaculado. Y, cómo no,
su ciudad, esa fascinante lengua de edificios que lo coronó como su
nuevo Mesías y que lo llenó de gloria y de basura; de dinero, agobio y
adicciones.
Alumno desparejo e inquieto, pero dueño de un talento que sólo
necesitaba ponerse en movimiento para fluir, Basquiat no tuvo educación
formal en el arte. Su madre le despertó la curiosidad llevándolo a
museos, pero ya desde muy chico comenzó a dibujar y pintar sin tregua. A
los 19, con unos pocos dólares, tomó la decisión de mudarse a
Manhattan. En ese momento –1979– Nueva York era Babilonia, el mejor
lugar del mundo para ser un artista. La ciudad palpitaba de nuevos
deseos. Bandas como Talking Heads o Blondie le ponían sonido e
ilustración al post-punk. De los sótanos negros comenzaba a emanar un
ritmo que sería himno urbano: el hip hop. Los hijos del baby boom
estaban por tomar las calles y los despachos, los escenarios y los
corazones.
Si bien Basquiat nunca perteneció del todo a la cultura grafitera
–nunca pintó en subtes–, sí se hizo conocido por sus intervenciones
callejeras. Junto a su amigo Al Díaz estampaba frases de corte
existencial, a veces delirantes, y las firmaba con el seudónimo SAMO
(“Same Old Shit”: “la misma mierda de siempre”), acompañadas con el logo
de marca registrada ((c)), una sutil crítica al capitalismo que se
convertiría en un clásico de su obra.
A principios de los ’80, el legado de la cultura punk comenzó a
filtrarse entre las grietas de un ambiente, el del arte, inmóvil y
desencantado. Al tiempo que una nueva corriente, el neoexpresionismo,
empezaba a seducir público y crítica, el nombre de SAMO comenzaba a
circular con insistencia. Todos querían saber quién era ese críptico
garabateador fantasma. En las fiestas se hablaba de él. El Village
Voice, un periódico que retrataba la movida neoyorquina, le hizo su
primera entrevista. La leyenda se había echado a andar.
Con apenas 20 años, y después de coquetear con la música –junto al
actor Vincent Gallo formó un cuarteto llamado Gray en el que tocaba el
sintetizador–, Basquiat abandonó a SAMO y comenzó a pintar sin parar, a
construir el mito. Recogía de la calle puertas, ventanas y cualquier
tipo de dispositivo que pudiera servirle como plataforma para su arte.
Coloreaba postales y tarjetas y las vendía por la calle. Había alquilado
un departamento de un ambiente con su novia y lo utilizaba como
atelier. Era un lugar dantesco. Hasta allí llegó una tarde de 1980 Diego
Cortez, un curador y amigo que ya admiraba su obra. Lo acompañaba
Jeffrey Deitch, crítico y consultor cultural, autor de Art in America,
un libro esencial para entender la época. Aun cuando la presencia de
Deitch pudiera representar un honor o incluso una responsabilidad,
Basquiat lo recibió con una mezcla de ternura y desdén, dos rasgos
característicos. En la carrera de Basquiat, Deitch no sería un hombre
cualquiera: ocho años después, en una mañana lluviosa de verano,
pronunciaría el responso en el funeral del artista. Aquella tarde Deitch
se sorprendió al ver las paredes y hasta la heladera plagada de
dibujos. Pero más se sorprendió por el estilo salvaje. “Una demoledora
combinación de De Kooning con pintadas subterráneas”, escribiría. Deitch
le compró cinco dibujos por 250 dólares. Fue la primera venta de
Basquiat y Deitch tuvo que recordarle que firmara la obra.
Para entonces el neoexpresionismo se consolidaba. Muestras y
galerías recibían obras de autores jóvenes que empezaban a cautivar a un
público que también se transformaba. El arte ya no era consumido
–comprado– sólo por la alta burguesía, sino por una nueva generación de
profesionales arrogantes y hedonistas, surgidos de la clase media, que
buscaban decorar sus reciclados lofts. En ese contexto, la irrupción de
Basquiat tuvo la fuerza de un relámpago que iluminó y resignificó la
pintura. Con él volvió el primitivismo, con él nació el estilo Basquiat.
Esqueletos, figuras abstractas, calaveras, palabras, colores vivos,
cultura negra: todos esos elementos se fusionaban para pergeñar una obra
desbordante de pasión y energía primal.
Su nombre comenzó a circular por los pliegues del ambiente. Un
pintor italiano, Sandro Chia, factótum del despertar del expresionismo
en NY, fue uno de los primeros en reparar en él. “Sus pinturas capturan
la espontaneidad y la realidad emocional de la ciudad. Están llenas de
elementos disparatados que en apariencia no tienen conexión, pero que
por alguna razón, juntos, encajan perfecto”, diría después. Chia
recomendó a Basquiat al vendedor italiano Emilio Mazzoli, que de
inmediato le compró diez pinturas por cerca de 10 mil dólares y le
ofreció hacer una muestra en Modena. Basquiat fue, vendió algunas obras
y, en Europa, realizó su primera exhibición pública.
Con apenas 21 años, negro, flaco, lleno de sensibilidad y talento,
el irresistible Basquiat era el sabor del futuro. La dueña de una
galería del SoHo, Annina Nosei, decidió “adoptarlo”. Basquiat necesitaba
dólares para comprar sus materiales y también un lugar donde trabajar.
Nosei le ofreció el sótano de su galería y le dio dinero. Mientras JMB
comenzaba a producir y a pintar todo el día, Nosei llevaba vendedores y
coleccionistas a su galería para que vieran en acción a esa fuerza de la
naturaleza, el arrollador paso de ese potrillo hambriento. Pero aquello
también le trajo algunos problemas, porque Nosei vendía sus originales
no bien Basquiat los finalizaba, lo que molestaba al artista. Empezó a
sentirse incómodo. En marzo de 1982, luego de acudir a la primera
muestra “solista” de Basquiat en la galería de Nosei, Jeffrey Deitch, el
primero que había comprado una obra suya dos años antes, escribió: “Ahí
encerrado, Basquiat parece un chico de la calle que es mirado con
asombro por la intelligente del arte. Es como si un brillante Lou Reed
les cantara sobre heroína a chicos del secundario”.
MADONNA & WARHOL
De esa época data una de sus primeras grandes obras, Per Capita, un
trabajo seminal en el que, rodeado de palabras, un boxeador negro
sostiene una antorcha que flamea con fuerza. Nunca admitido por
Basquiat, es probable que se tratara de Mohammed Ali, por la marca
Everlast en los pantalones. Su obra pareció profética: quince años
después, con JMB ya muerto, un crepuscular Ali sostendría la antorcha
con la que se inauguraron los Juegos Olímpicos de Atlanta ’96. Fue uno
de los momentos más emotivos de la historia del deporte.
Basquiat se cansó del dominio de Nosei –“No quiero ser una mascota
del arte”– y abandonó el lugar. Siguió pintando sin parar. Entre fines
de 1982 y 1983 realizó algunos de sus trabajos más decisivos. En ellos
asoma otro elemento omnipresente en su obra: la música. Los nombres y
las siluetas de figuras legendarias y agónicas como Jimi Hendrix, Miles
Davis, Dizzy Gillespie y especialmente Charlie Parker aparecen una y
otra vez. Pero al tiempo que sus héroes irrumpían en sus lienzos y que
Basquiat se convertía en la bestia pop del arte, en Nueva York otros
músicos comenzaban a trasladar la voz de la raza negra del under a la
superficie, del guetto al mainstream. Como ocurría con la obra de
Basquiat, un naciente hip hop albergaba en sus entrañas el grito
atragantado y lacerante de siglos de sometimiento. La diáspora africana
encontraba ventrílocuos para su dolor ancestral: cada uno a su modo,
Basquiat y el hip hop cumplieron ese rol. En 1983, Henry Geldzahler,
curador del Museo Metropolitano de NY, le preguntó a Basquiat si había
enojo en su obra. “El 80 por ciento es enojo”, respondió.
Para esa época Basquiat se zambulle –se hunde– en la aristocracia de
la noche neoyorquina. En 1983 se vincula con dos personajes
imprescindibles de la ciudad: Madonna y Andy Warhol. Con la primera
mantiene un romance; el segundo le cambia la vida. No bien lo conoció,
Warhol experimentó por Basquiat un sentimiento paternal inapelable que
mezcló –confundió– lo emocional con lo profesional. Comenzaron a
producir juntos y son varios los que creen que fue el arte de Warhol el
más beneficiado. Warhol era el consejero; Basquiat el joven frágil que
quería comerse el mundo a tarascones. Pero Warhol era, además, el gran
apóstol de la época, quien mejor interpretaba el sentido del arte de su
tiempo. “Para tener éxito un artista debe presentar su obra en una buena
galería por la misma razón por la que Dior jamás estrenaría su
colección en un local de poca categoría”, decía. Pragmatismo y codicia
en una década bañada por la plata dulce de Wall Street. Era la
consagración del placer material, la era Reagan. Sólo en 1983 en Nueva
York se invirtieron 2 mil millones de dólares en arte. Por eso mismo,
tal vez, Basquiat temía que lo suyo fuera pasajero. “Tengo miedo de ser
apenas un fogonazo de la moda”, le decía a Warhol. Se hicieron íntimos,
la clase de relación que trasciende lo corporal. A veces, eran las 4 de
la mañana y sonaba el teléfono en lo de Warhol: Basquiat lo llamaba
desde Roma y llevaba cuatro días sin dormir. Otras veces Warhol notaba,
alarmado, cómo Basquiat se desdibujaba bajo los efectos de la heroína.
“Una tarde se agachó para atarse los cordones y permaneció en esa
posición cinco minutos, quieto”, recordaría en sus diarios, donde se
puede apreciar la desmesura del discípulo. Allí se lee, entre otras
cosas, que el piso de su departamento estaba tapizado de billetes de 100
dólares arrugados y obras recién pintadas. Warhol recuerda la cara de
estupor de los maîtres de los restaurantes cuando Basquiat, sin mirar el
menú, les pedía “el champagne más caro”.
Pero la entronización definitiva ocurrió el 10 de febrero de 1985.
Ese día, ataviado con un traje Armani con el que solía pintar, Basquiat
ocupó la tapa de la revista dominical de The New York Times. Un largo
artículo radiografiaba el vertiginoso ascenso de Basquiat (“Hace sólo
cinco años dormía de prestado en el sofá de sus amigos”) y detallaba los
pormenores de un mercado, el del arte, en furiosa expansión. Algunos
especialistas se permitían dudar sobre la perdurabilidad de Basquiat,
algo entendible en un ambiente que se toma su tiempo para elevar al
Olimpo a sus nuevas figuras y que, en este caso, estaba venerando a un
artista de sólo 24 años. Basquiat tenía la ciudad a sus pies, lo cual,
paradójicamente, también potenciaba su vulnerabilidad. Si bien fue el
artista que mejor capturó el espíritu de su tiempo, él trascendió las
fronteras del neoexpresionismo para crear un estilo único. “Era un
artista que podía conjugar una exuberante espontaneidad con un firme
dominio de los fundamentos del arte”, explica Marc Mayer, curador de una
retrospectiva suya en el Museo de Brooklyn en 2005. Mayer cree que
Basquiat era mucho más que “un talento adecuado que se desplegó en el
momento justo. También era alguien con un profundo conocimiento y una
enorme sed de más, alguien que utilizó su arte para obtener más
conocimiento aún y para procesar todo lo que sabía sobre la historia de
su raza”.
Para mediados de los ’80, sus cuadros se vendían de a decenas y se
cotizaban entre 10 mil y 25 mil dólares. El pintaba todos los días. “Eso
es lo único que me interesa hacer, además de levantarme chicas. Además,
si no pinto, a los pocos días me aburro”, decía en un reportaje. Con el
mercado llegando a su cenit –para esa época Nueva York albergaba más de
450 galerías de arte, contra las 70 que tenía a comienzos de los ’70–,
la vida artística de Basquiat volvió a dar un vuelco cuando tomó
distancia de Warhol. Según una versión, en septiembre de 1985 Basquiat
decidió escapar de la factoría luego de que una crítica de The New York
Times considerara que su trabajo, influenciado por Warhol, se había
vuelto demasiado obvio. John Russell, el autor de la reseña, aconsejaba a
Basquiat alejarse. Así lo hizo.
EL FUEGO INOLVIDABLE
Sus obras ya eran vendidas y exhibidas en todos lados: Japón,
Suecia, Alemania, el mundo. Convertido en celebridad, el éxito y el
dinero exacerbaron el desasosiego en Basquiat. Comenzó a experimentar
sensaciones encontradas, como si todo eso que había provocado lo
volviese un esclavo. Odiaba ese mundo en el que se veía inserto: “Está
lleno de mercenarios que se quieren hacer ricos lo más rápido posible”.
Se volvió más irritable, más desconfiado. La droga, claro, no ayudaba.
“Tomo drogas para mantener la concentración”, se excusaba, pero todos
sabían que esa espiral sólo lo conduciría al abismo. Para obtener algo
de calma, viajó unos meses a Hawai con su padre y su novia. En la isla
fue feliz, abandonó las drogas y pintó. Pero al poco tiempo de regresar
recibió una noticia devastadora: Warhol había muerto. Era 1987 y si bien
estaban alejados, la muerte de su “padrino” lo sumió en una profunda
depresión. Oscurecido por las drogas, sus cuadros se volvieron más
espaciosos, más grandes y también más ominosos. Las apelaciones a la
muerte comenzaron a aparecer repetidamente en ellos. Taciturno,
cualquier crítica lo exasperaba. Su estrella comenzaba a declinar.
Viajó a Los Angeles, donde solía ir para trabajar tranquilo. Pero
seguía mal: creía que su carrera estaba terminada. De regreso a Nueva
York, sus días estaban contados. Al poco tiempo murió, dejando más de
mil cuadros –algunos se venden en más de 40 millones de dólares–, más de
mil dibujos y una peripecia vital inigualable, que incluye el hecho de
haber colonizado el mercado blanco a través de su indagación de la
experiencia negra. Su arte –agresivo, inmediato, crudo– auscultó en las
profundidades y en las contradicciones del sistema. Fue un ángel
crispado y fatal que se quemó con su propio e inolvidable fuego.
GRAFFITI, NUEVA YORK, 1978