OTRO DIA PARA MORIR
¿Sabía usted que mucho antes que por Bruce Willis,
el papel de John McClane fue interpretado por Frank Sinatra? Sí:
Sinatra. ¿Sabía además que aquella película con Sinatra estaba basada en
una novela que exponía con crudeza la red de negociados, violencia y
estafas sobre la que se fundó Los Angeles? ¿Y que la Duro de matar que
todos conocemos está basada en su secuela? ¿Y que los villanos
originales querían denunciar el tráfico de armas del Chile de Pinochet?
¿Y que en su origen McClane hasta seducía con dulzura a un gay aterrado
para conseguir una confesión? Estas son las cosas que una saga que se
niega a morir da tiempo a descubrir. Mientras se pregunta si ir a ver la
demencial quinta entrega, Radar le da estas respuestas y algunas más.
Por Mariano Kairuz
Ahí
está Bruce Willis, en el breve detrás de escena que integra la edición
en DVD de Duro de matar, todavía con pelo –a los 33 años, pero
pareciendo de 40–, explicándolo todo con una sencilla fórmula
hitchcockiana: “Un hombre ordinario en circunstancias extraordinarias”.
No un superhéroe sino un tipo más o menos común con algo de intuición,
resistencia física e instinto de supervivencia. Un policía, nada más, no
un superpolicía ni un superpatriota. Esto vale sólo para la primera
Duro de matar, el Die Hard de John McTiernan, que este año cumple 25; y
nunca fue menos cierto en toda la serie que disparó aquel éxito que en
su quinto y último capítulo, Un buen día para morir, estrenado en todo
el mundo la semana pasada. ¿Cuándo fue que John McClane, el cana
neoyorquino atrapado en un rascacielos de la más snob Los Angeles, el
tipo común y corriente que se carga a los villanos él solo casi sin
vivir para contarla, se convirtió en este über-warrior indestructible e
internacional?
Recuérdenlo: Bruce Willis venía de la comedia televisiva
Moonlighting: luz de luna, era gracioso y carismático, y también macizo,
aunque no particularmente musculoso como sus futuros socios de género y
cadena gastronómica Stallone y Schwarzenegger. Triunfo del seso y el
coraje sobre los bíceps, uno no sólo quería sino que también sentía que
podía identificarse con McClane. Casi todo lo que hacía Willis en la
película –saltar por el hueco de un ascensor, lanzarse desde un piso 40
amarrado a una manguera contra incendios, correr descalzo sobre vidrios
rotos– era más bien improbable, pero en el fondo físicamente posible (o
casi). La perfecta ejecución de la fórmula –el tipo común en
circunstancias extraordinarias– convirtió a Duro de matar en un clásico
de los ’80 y una de las mejores películas de acción de todos los
tiempos.La flamante Duro de matar: un buen día para morir, coprotagonizada por el hijo de McClane y ambientada en Rusia con un pretexto argumental que incluye resabios de la Guerra Fría, mercurio enriquecido y un explosivo y absurdo clímax en terrenos radioactivos de Chernobyl, tiene poco y nada que ver con la película de 1988, más allá de Willis en un personaje que se hace llamar John McClane. Sin embargo, en las primeras escenas de la película –dirigida por John Moore, el de la remake de La profecía y la adaptación del videojuego Max Payne–, los guionistas hacen un pequeño guiño a los lejanos y poco conocidos orígenes de Duro de matar: recién llegado a Moscú en busca de McClane Junior, el veterano héroe de los ’80 de pronto se encuentra atascado en el tráfico con un taxista ruso que insiste en cantarle “New York, New York”. Y entonces se escucha La Voz, y hoy pocos lo recuerdan, pero Sinatra forma parte de la historia de Duro de matar porque él fue el primer John McClane del cine, y para él fue escrita originalmente la historia del policía que enfrenta a una banda de terroristas en un rascacielos, aunque todavía no se llamaba McClane.
LOS ANGELES AL DESNUDO
En 1966, más de 20 años antes de Duro de matar, el escritor norteamericano Roderick Thorp vendió cientos de miles de ejemplares de su novela The Detective, razón de más para que la 20th Century Fox se interesara en llevarla al cine. Así se hizo, dos años más tarde, manteniendo el título original y con Frank Sinatra en el papel de Joe Leland, el agente más sensible y honesto en un departamento de policía de Los Angeles que parecía haberse convertido en un nido de víboras, corrupto hasta la médula, de gatillo fácil en la calle y manopla dura en los interrogatorios a sospechosos. La película de 1968, dirigida por un no particularmente notable Gordon Douglas, introducía a Leland en una escena criminal atípica para el cine policial de su época: la del cadáver mutilado y castrado de un adinerado dandy homosexual. Es gracioso, por decir lo menos, verlo a Sinatra interpretar a este tipo recto, duro pero justo, y adaptado a los tiempos, que ante los previsibles comentarios homofóbicos de sus colegas no duda en declarar que su política es “vivir y dejar vivir”; que encuentra en la adicción a las drogas uno de los mayores síntomas de la descomposición moral de la sociedad moderna, y que vive en permanente tensión con su jefe y sus compañeros porque no está dispuesto a transar con los políticos “resultadistas” a los que deben responder, ni a tolerar los vínculos de los muchachos de la seccional con toda laya de mafiosos y levantadores de apuestas ilegales. En una escena elocuente, Leland aparta a sus compañeros, que están dándole duro a un sospechoso del crimen, un chico gay algo perturbado, tratando de extraerle una confesión rápida. Prácticamente a solas con él, ¡mientras le acaricia la mano!, le pregunta suavemente sobre los maltratos y las humillaciones que le prodigaba la víctima, Leland consigue sacarle al muchacho, ahora enloquecido de resentimiento y dolor, una llorosa confesión de asesinato que, varias escenas más tarde, lo sienta en la silla eléctrica. Después, las cosas se complican un poco más, y todo el asunto aparece enredado en una gran trama de especulación inmobiliaria y podredumbre general de las autoridades locales.
“La historia de Los Angeles se ha construido estafa sobre estafa”, decía el novelista Roderick Thorp, también docente de Literatura y Escritura creativa en universidades de Nueva Jersey y California, que antes de dedicarse a escribir literatura y periodismo policial se curtió durante casi una década trabajando en la agencia detectivesca de su padre. Curro que no sólo le dio un conocimiento desde adentro del oficio sino que le permitió mantenerse en contacto y actualizado sobre técnicas de espionaje, escuchas ilegales y otras delicatessen del estilo que pueblan sus relatos. El retrato de Los Angeles como una ciudad mal-nacida que sostuvo en buena parte de sus ficciones estaba, decía Thorp, fundado en hechos históricos: “Muchos de los primeros residentes fueron reclutados para convertirse en californianos del sur. Hubo una época en que uno podía tomarse un tren de Kansas a L.A. por un dólar, pero el pasaje de vuelta costaba 300. Así que aquí te quedabas, hermano, te gustara o no. El fraude y el engaño fueron en Los Angeles como el orégano y la albahaca en la cocina italiana”. Para Thorp, la ciudad era “como un tubo de ensayo en el que se podía examinar el lado más sucio de la naturaleza humana”, y ésa es la noción que hizo correr en primer plano o en el fondo en novelas como Rainbow Drive, una de los ’80 originada en una serie de artículos sobre un brutal crimen múltiple vinculado con el narcotráfico. El reseñista de Los Angeles Times señaló, acaso como elogio, que el argumento del libro “es complicado y la mayor parte del tiempo es difícil distinguir a los buenos de los malos”. Un comentario igualmente aplicable a River: a Novel of the Green River Killings, su relato ficcionalizado de una serie de asesinatos no resueltos que tuvieron lugar en el Pacífico Noroeste en los ’80, y que fue el último libro que publicó, en 1995, cuatro años antes de morir de un ataque cardíaco, a los 62. Tanto Rainbow Drive como Devlin (1992) fueron llevados a la pantalla en producciones televisivas; la única, verdadera relación con el cine de Thorp es la que se inició con The Detective y su secuela Nothing Lasts Forever, hoy más conocida como Duro de matar.
Y es que a mediados de los ’70, tras el éxito del libro y la película protagonizada por Sinatra, la Fox le hizo a Thorp una oferta difícil de rechazar: escribite una continuación de tu libro, le propusieron, que nosotros hacemos una nueva película sobre Leland. El libro salió en 1979 con ese título traducible como “Nada dura para siempre”. El comienzo de Nothing Lasts Forever encuentra a Leland divorciado y retirado, camino a visitar a su hija para Navidad en la moderna torre de la corporación para la que trabaja. Según la leyenda, en 1975, Thorp vio Infierno en la torre, y esa misma noche tuvo un sueño: en él, un hombre es perseguido dentro de un rascacielos por hombres armados. Al despertar, el hombre ya se llamaba Leland.
La novela contenía, como le gustaba a Thorp, un subtexto político: los terroristas alemanes que tienen la mala idea de secuestrar la torre de 40 pisos de la Klaxxon Oil Corporation justo en Nochebuena, son un grupo de ex veteranos de guerra, renegados de la Guerra Fría, cuyo objetivo final consiste en poner al descubierto un envío ilegal de armas pactado entre la compañía petrolera y el Chile de Pinochet. A partir de allí se sucede una serie de secuencias de acción memorables, material dudosamente literario pero eficazmente cinematográfico. La novela no repitió el éxito de ventas de su antecesora, y el proyecto de llevarla al cine quedó congelado cuando Sinatra se negó a volver y Robert Mitchum declinó la oferta de reemplazarlo, por considerarse demasiado viejo para un papel tan físicamente demandante. Pero...
Frank Sinatra interpretando a John McClane cuando se llamaba Joe Leland en la película de 1968 The Detective.
Cinco años más tarde, revisando proyectos archivados en la Fox, el productor Joel Silver dio con Nothing Lasts Forever y decidió resucitarlo. Fue entonces rediseñado por los guionistas Steven De Souza y Jeb Stuart para que no guardara una relación demasiado directa con la ya lejana The Detective. El siguiente paso ya forma parte de esa por lo general irresistible trivia de casting en la que suelen desfilar los nombres de las estrellas a las que se les ofreció un protagónico tan clásico que uno ya no puede imaginarlo con otro actor que el que finalmente lo interpretó. (Pasaron por esa lista Schwarzenegger y Stallone, Burt Reynolds, Richard Gere, Harrison Ford y Mel Gibson, y hasta, parece, Don Johnson y Richard “McGyver” Anderson.) Quién va a discutir hoy que los dos grandes hallazgos de la película son justamente sus antagonistas: el brillante comediante Willis, y el inglés Alan Rickman (prácticamente un desconocido fuera del teatro de su país), como Hans Gruber, un villano inolvidable. Una serie de cambios menores procuró ampliar el atractivo para el público cada vez más adolescente al que aspiraba el Hollywood de los ’80: McClane es más joven que Leland, va a visitar a su esposa (en lugar de su hija), y la torre es, signo de los tiempos, propiedad de una corporación japonesa. Las escenas de acción, los personajes secundarios y otros detalles ya estaban todos en el libro, aunque narrados en un tono un poco más oscuro y desesperanzado (y la hija de Leland moría al final).
ES EL DINERO, ESTUPIDOS
Del detective Leland que interpretó Sinatra queda en aquel primer McClane la noción del incorruptible agente de la ley que se deja consumir por el trabajo, al punto que éste arruina sus relaciones matrimoniales y familiares en general. Ambos se definen por un punto de vista abierto pero conservador sobre aquello que ha hundido a los EE.UU.; el consumo ligero de merca, las relaciones sexuales liberales. Por otro lado, McClane tiene todo el sentido del humor que a su antecesor le faltaba (y Willis siempre fue mucho mejor actor que Sinatra), pero el gran cambio que redefinió la novela de Thorp en su paso al cine fue obra del director John McTiernan, quien decidió que ahora los secuestradores ya no fueran terroristas sino meros ladrones haciéndose pasar por terroristas para distraer a las autoridades mientras se apoderaban de cientos de millones de dólares en bonos. Para McTiernan era un giro necesario, no sólo porque ya no había dictaduras latinoamericanas a las que denunciar sino porque consideraba que el espectador debía poder disfrutar “sin culpas” de la guerra sin cuartel contra los villanos. Al respecto, hay un chiste magistral en la película: cuando Gruber les exige a los ineptos agentes de la ley que intentan negociar con él la liberación de diversos presuntos “camaradas”, presos políticos del Norte de Irlanda, Québec y Sri Lanka. “Leí sobre ellos en la revista Time”, les dice Gruber a sus secuaces. El comentario es retomado en la actual Duro de matar: un buen día para morir, cuando McClane y su hijo descubren que lo que los villanos fueron a buscar hasta Chernobyl no es un muy mentado expediente, capaz de mandar a la cárcel a un peligroso político de la ex Unión Soviética, sino un cargamento de material radiactivo con alto valor en el mercado internacional. “Al final, era todo por dinero”, se desengaña Junior. “¿Y cuándo no fue por dinero?”, contesta el curtido McClane.
El éxito de Duro de matar hace casi un cuarto de siglo la convirtió en un modelo para el cine de acción: pronto aparecieron varios films que copiaban su esquema de alto suspenso y acción contenida en unidad de espacio y tiempo: un Duro de matar en un barco (Alerta máxima, con Steven Seagal), un Duro de matar... en un colectivo (Máxima velocidad), y la propia Duro de matar 2 (en un aeropuerto). Pero veinticinco años más tarde poco queda de aquella magia: John McTiernan cumple una demorada pena en prisión de un año por un incomprensible caso de espionaje doméstico y falso testimonio, a Alan Rickman se lo desperdicia en Harry Potter, el bailarín ruso, desertor del Bolshoi Alexander Godunov –que interpretaba al inolvidable gorilón Karl, en brutal tête-â-tête con McClane– ya hace rato que no está entre nosotros. Y Willis –que hoy, bastante calvo y completamente rapado, aparenta mucho menos que sus 58– está hecho un mercenario del cine de balas y explosiones, explotando la marca McClane–Die Hard en una película cara y redituable, pero no muy diferente de su inminente protagónico en G.I. Joe 2, su incursión en el thriller gerontofílico RED o cualquiera de las otras que le dan para hacer por estos días. Una decepción para los fans de aquella Die Hard tan perfecta para finales de la era Reagan: Al final, siempre fue por el dinero
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