Mundos a la deriva
Por Mariano Ribas
No se trata de exoplanetas. Esto es completamente distinto. Tan es así, que ni siquiera resulta del todo apropiado usar la palabra “planeta”. En realidad, son mundos a la deriva. Libres de toda estrella. Cuerpos errantes que, muy probablemente, alguna vez nacieron y se criaron bajo la luz y el calor de sus soles de antaño. Pero que ahora vagan penosamente en medio de la oscuridad y el impiadoso frío del espacio interestelar. Si bien es cierto que los ejemplares puntualmente encontrados son apenas un puñado, sus descubridores tienen muy buenas razones para pensar que son tan sólo la punta del iceberg. Y calculan que sólo en nuestra galaxia estos “planetas huérfanos” duplicarían la cantidad de estrellas. Cientos y cientos de miles de millones. En esta edición de Futuro examinaremos este flamante y resonante hallazgo científico, recientemente publicado en Nature. Una novedad de aquéllas, cargada de curiosidades –empezando por el propio método de detección utilizado– y profundas implicancias para los actuales modelos de formación y evolución planetaria.
CRIATURAS TEORICAS
A esta altura, los planetas extrasolares –aquellos que orbitan a otras estrellas– ya se han incorporado con toda naturalidad al paisaje de la astronomía actual. Desde mediados de los ’90, ya se han descubierto más de 500. Y la cifra aumenta mes a mes, gracias a varios programas de búsqueda y sofisticados telescopios terrestres y espaciales (entre ellos, el Telescopio Espacial Kepler, de la NASA, que de tanto en tanto se despacha con ráfagas de descubrimientos). La gran mayoría de estos exoplanetas –como también se los conoce– son gigantescos mundos gaseosos, tanto o más grandes que nuestro Júpiter. Sin embargo, técnicas cada vez más finas ya están permitiendo la detección de objetos mucho más chicos, incluso, algunos apenas más grandes y masivos que la Tierra, aunque esa ya es otra historia. Lo que nos interesa en este caso, puntualmente, es que, hasta ahora, y más allá de sus diferentes perfiles, todos estos planetas foráneos orbitan a sus estrellas. Como todo planeta que se precie de tal, claro.
Sin embargo, las actuales teorías de formación planetaria predicen que debería haber otro tipo de especímenes: “planetas libres”. Y deberían ser muchísimos. Fundamentalmente, por dos razones. Primero: los astrónomos piensan que es muy probable que dentro de las mismas nebulosas (masas de gas y polvo que flotan en el espacio interestelar) donde se forman las estrellas, también podrían gestarse cuerpos gaseosos mucho más pequeños. Incluso, más chicos y menos masivos que las ya de por sí modestas “enanas marrones” (una suerte de “estrellas fallidas”). Es decir, cosas más o menos parecidas a Júpiter. Segundo: los actuales modelos teóricos, y hasta simulaciones realizadas con computadoras, sugieren que los sistemas planetarios recién formados pueden ser lugares muy caóticos. Y que, gravedad mediante, los repetidos encuentros cercanos entre los jóvenes planetas (grandes, medianos y chicos) darían como resultado “ganadores” y “perdedores”: algunos quedarían en órbita de sus estrellas, pero otros, tarde o temprano, serían despedidos fuera de sus sistemas. Mundos arrancados de sus soles. Y condenados al total desamparo. Justamente por ahí viene toda esta nueva historia astronómica.
PRIMERAS (Y VAGAS) DETECCIONES
Ya sea por haberse originado independientemente (ajenos a toda estrella “madre”), o por haber sufrido un triste desarraigo durante sus infancias, los astrónomos sospechaban, desde hacía décadas, que estos mundos a la deriva deberían ser muy abundantes en nuestra galaxia. Pero también sabían que iba a resultar muy difícil encontrarlos: no emitirían luz (al menos luz visible, sí quizá débil luz infrarroja, producto de su calor interno), ni tampoco podrían reflejar luz estelar, dado que, a diferencia de los auténticos planetas, estos objetos, por definición, no se encontrarían cerca de ninguna estrella. Y por esto mismo tampoco se los podría detectar mediante el exitoso método que permitió encontrar la gran mayoría de los exoplanetas conocidos hasta el día de hoy: detectar y medir el sutil “bamboleo” gravitatorio que estos objetos generan en sus soles.
Ante tan sombrío panorama, no resulta raro que estos oscuros y fríos cuerpos errantes se resistieran a caer en las redes de los astrónomos. Recién a mediados de los años ’90, el venerable Telescopio Espacial Hubble detectó tres exóticos objetos que parecían dar con el perfil buscado. Fueron bautizados S Ori 52, S Ori 56 y S Ori 60, y estaban hundidos en las gaseosas y polvorientas brumas de una de las regiones más famosas del cielo: la Gran Nebulosa de Orión. Tres escuálidos puntos de luz que no eran estrellas, ni tampoco parecían ser objetos ligados gravitacionalmente a ninguna de ellas. Estaban “sueltos”. E inauguraron una nueva categoría astronómicas: los IPMO, “Objetos Aislados de Masa Planetaria”. Luego aparecieron algunos más. Y en todos los casos, las vagas estimaciones fotométricas sugerían que estas cosas tendrían entre 3 y 15 veces la masa de Júpiter. De hecho, apenas rozaban el umbral mínimo de masa de las “enanas marrones”. Pero sin una búsqueda fina y sistemática, la cosa no pasó de ahí.
“MICROLENTES GRAVITACIONALES”
Y así llegamos a la gran novedad anunciada en estos días. Una novedad que proviene de la estrecha colaboración entre dos equipos científicos de Japón y Nueva Zelanda, liderados por el astrofísico Takahiro Sumi (Universidad de Osaka, Japón). Estamos hablando de OGLE y MOA, respectivamente, dos programas de búsqueda y monitoreo que vienen trabajando desde hace varios años con dos telescopios: uno de 1,3 metro de diámetro, situado en el Observatorio de las Campanas, al norte de Chile, y el otro, de 1,8 metro, en el Observatorio Mount John, en Nueva Zelanda. OGLE y MOA son, en realidad, dos siglas en inglés (Optical Gravitacional Lensing Experiment y Microlensing Observation en Astrophysics) que dan cuenta, justamente, del curiosísimo método de búsqueda utilizado: la detección del fenómeno de “microlentes gravitacionales”. En pocas palabras: si un objeto pasa por delante de una estrella de fondo en nuestra línea visual, su gravedad “torcerá” e incluso “amplificará” su luz. Como una lente. El efecto será mayor o menor, más corto o más largo, según la masa (y gravedad) del objeto que hace las veces de “lente”. O dicho de otro modo: aunque el objeto sea prácticamente invisible, es posible calcular su masa y tamaño a partir de los efectos que induce en la luz estelar. Y si se habla de “microlentes” es porque el fenómeno también se da a gran escala, cuando las involucradas son galaxias, o incluso cúmulos enteros de galaxias, que tuercen y amplifican la luz de otras mucho más distantes, pero en la misma línea visual (en el fondo, todo remite a un fenómeno relativista, ya predicho por Einstein hace casi un siglo: la masa “deforma” el espacio y, en consecuencia, cuando la luz pasa cerca del campo gravitatorio de un cuerpo, cambia de trayectoria).
¡EUREKA!
Aprovechando esta curiosa ayudita de la naturaleza, entre 2006 y 2007, los científicos del OGLE y el MOA se pusieron a buscar mundos a la deriva. O más bien, sus huellas. Sumi y sus colegas monitorearon con ambos telescopios (acoplados a delicados sensores fotométricos) el brillo de 50 millones de estrellas, nada menos. Todas localizadas en la zona central de nuestra galaxia, y a distancias de entre 10 y 20 mil años luz del Sistema Solar. Y tras analizar minuciosamente esta enormidad de observaciones, detectaron casi 500 estrellas que habían mostrado breves aumentos de brillo. Variaciones que, por supuesto, no pudieran atribuirse a las propias estrellas (como lo que ocurre con las famosas “estrellas variables”), sino, justamente, al efecto de microlentes gravitacionales. Según Sumi, casi todos estos episodios duraron varias semanas y fueron provocados por el pasaje de cuerpos relativamente masivos (otras estrellas, o bien, “enanas marrones”). Sin embargo, hubo 10 casos especialmente interesantes, porque fueron muy breves: abrillantamientos de estrellas que duraron dos días, o menos. Y que justamente por eso, fueron atribuidos al momentáneo pasaje de cuerpos mucho más pequeños y livianos. Objetos de masa planetaria, con un porte más o menos parecido al de nuestro Júpiter.
Pero hay más: en ninguno de esos 10 casos se observaron efectos de microlentes gravitacionales acoplados o, dicho de otro modo, atribuibles a las eventuales estrellas “dueñas” de esos objetos. Por lo tanto, los científicos de OGLE y MOA concluyen que esos pequeños cuerpos estaban, al menos, a unas 10 unidades astronómicas de sus estrellas. Aunque, más bien, ponen todas las fichas en un solo lugar: según Sumi y sus compañeros, lo más probable es que se trate de 10 objetos completamente desconectados de estrellas. Vagabundos cósmicos sin soles que los alumbren, girando en torno al centro de la Vía Láctea.
LA PUNTA DEL ICEBERG
Diez casos. A primera vista, no parece mucho. O, al menos, no parece justificar el alboroto que esta noticia está generando en los pasillos de la astronomía mundial. Sin embargo, para los expertos, esas diez detecciones positivas serían la resultante estadística de una cifra verdaderamente monstruosa. Por empezar, los eventos de microlentes gravitacionales son absolutamente improbables, dado que requieren una exacta alineación entre nosotros, el objeto que hace de “lente” y la estrella de fondo. Además, los equipos de OGLE y MOA sólo pudieron estudiar una cantidad bastante limitada de estrellas de la Vía Láctea (para nuestra galaxia, 50 millones de estrellas es poca cosa). Y durante apenas dos años. Y por si todo eso fuera poco, y tal como el propio Sumi reconoce, también hay que tener en cuenta las propias limitaciones de detección de los instrumentos utilizados: pudo haber otros casos de microlentes gravitacionales extremadamente sutiles, provocados por objetos más chicos, que hayan pasado inadvertidos. En suma: basados en todo lo anterior, esos 10 casos detectados hablarían en nombre de, al menos, unos 400 mil millones de objetos similares. Por lo tanto, en la Vía Láctea habría el doble de “planetas libres” que estrellas.
“PLANETAS EYECTADOS”
Muchos, muchísimos. Tantos que, según los científicos, más que objetos sub-estelares, formados independientemente dentro de las nebulosas, mayoritariamente serían “planetas eyectados”. “Si estos cuerpos libres se formaran del mismo modo que las estrellas, entonces nuestro estudio debería haber encontrado apenas uno o dos”, dice David Bennet, un astrónomo de la NASA que participó de la investigación. Y agrega: “Nuestros resultados, por el contrario, sugieren que los sistemas planetarios son muy inestables en sus comienzos, con planetas que son lanzados hacia afuera de sus lugares de nacimiento”.
“La existencia de planetas flotando libremente por la galaxia ya había sido predicha por las teorías de formación planetaria, pero hasta ahora nadie sabía cuántos podía haber”, redondea Sumi. Pero también reconoce que los números que acaban de publicar en el artículo de Nature son muy tentativos. Es más: impresionantes como suenan, dice que estas cifras podrían ser aún más grandes, dado que la sensibilidad de los programas OGLE y MOA sólo alcanzaría para detectar los efectos inducidos en la luz estelar por “objetos-lente” del tamaño de Júpiter y Saturno. Pero no aquellos provocados por objetos como la Tierra, Venus o Marte. Cuerpos que, dicho sea de paso, y siempre según los modelos más actuales y confiables, saldrían disparados de sus sistemas planetarios –por interacciones gravitatorias con sus vecinos– mucho más fácilmente que los pesos pesados. Por ahora, nada se sabe de ellos. Pero la NASA ya tiene planeado un telescopio espacial para salir a la pesca de estas potenciales “Tierras a la deriva”: el WFIRST (la sigla de Telescopio de Estudio Infrarrojo de Campo Amplio).
Por ahora, y sólo por ahora, le bajamos la tapa al inagotable cofre de sorpresas cósmicas. Esta vez, de su oscuro interior brotaron, de a borbotones, cientos de miles de millones de mundos a la deriva. Planetas que ya no lo son, marchando penosamente por los oscuros y helados abismos de nuestra Vía Láctea. Vagabundos tristes y cabizbajos que deben añorar sus doradas y lejanas épocas de infancia. Cuando pertenecían a sus estrellas. A esos soles que los abrazaban con su gravedad, su luz y su calor. Y que un buen día los vieron partir, para no regresar nunca más.