martes, 10 de mayo de 2011

CARLOS TRILLO: El comic del mundo perdió a un grande de verdad.










Trillo, padre de personajes que no fueron sólo de papel













Nada en su carrera fue predecible, y nunca se conformó con los estereotipos; su inusual producción jamás fue en desmedro de la calidad, y la muerte lo sorprendió lleno de proyectos, historias y personajes. El comic del mundo perdió a un grande de verdad.


Por Andrés Valenzuela

Carlos Trillo tenía 68 años recién cumplidos y quizá por haber nacido un 1º de mayo trabajaba tanto que parecía un pibe. Creó personajes y relatos memorables en compañía de dibujantes excepcionales, pero su legado excede en mucho su extraordinaria obra. También fue maestro de guionistas, muchos de ellos ya con discípulos propios y, desde su labor crítica, ayudó a entender la influencia de Héctor Germán Oesterheld en el derrotero de la historieta argentina. Murió el domingo en Londres, donde estaba de visita con su esposa, la escritora Ema Wolf. Allí se descompuso, lo llevaron a un hospital y ya no se recuperó. Se fue estando lejos y sin nada que lo anunciara, mientras todas las miradas del mundo de la historieta local estaban puestas en la recuperación de Francisco Solano López, el dibujante de El Eternauta. Se fue cuando todavía tenía muchos personajes por brindar y tanto más por enseñar a sus colegas más jóvenes.

Carlos Trillo fue un guionista sorprendentemente prolífico, en cantidad y en calidad. Sus trabajos “flojos” tenían una solidez técnica y un oficio que ya quisieran para sí muchos de sus colegas. Pero su legado artístico es mucho más complejo. Si hoy la historieta argentina tiene a los Diego Agrimbau, a los Fernando Calvi y tantos otros, es porque Trillo estuvo ahí, enseñando, guiando, ayudándolos a entrar en esos mercados difíciles que él conocía como pocos. Si hoy se entienden las innovaciones formales y estilísticas de Oesterheld, si hoy se comprende qué cambió en la historieta local tras la aparición del guionista de El Eternauta, de quien además él era heredero, es gracias al enorme trabajo de Trillo, como crítico y divulgador de la historieta. Además de guionista, fue columnista de la revista Skorpio en la sección “El Club de la Historieta”, y en 1980 publicó una historia de la historieta argentina junto a Guillermo Saccomanno, trabajo del que se publicó una revisión en Italia hace poco.

Fue, sin exagerar ni un poco, una figura fundamental del noveno arte nacional de los últimos años, y también mundial. Su trabajo ya había sido reconocido muchas veces en Italia, Francia y España, países donde publicaba asiduamente y era leído por miles. En la Argentina publicaba Clara de Noche en la contratapa del Suplemento No de Página/12, junto a Eduardo Maicas y el español Jordi Bernet. También era número fijo con distintas historias en la revista Fierro. En el último número había concluido Sasha Despierta, junto al dibujante Lucas Varela, con quien ya había creado El síndrome Guastavino, una novela gráfica terrible que le había valido nominaciones y premios en Francia e Italia. En la revista antológica también publicaba Bolita, junto a Eduardo Risso. Además, llevaba años colaborando en la revista infantil Genios, haciendo historieta para chicos. Uno de esos trabajos, Torni Yo, también en colaboración con Maicas y con Gustavo Sala, había sido recopilado recientemente en un libro, quizás el formato que mejor le sentaba a sus historias en los últimos años, en que se había volcado a la novela gráfica.

Trillo comenzó su carrera como colaborador de la revista Patoruzú, en 1963. Todavía no hacía guiones ni había descubierto el placer de “contar con dibujos”, aunque desde chico había sido un lector devoto de historietas. Las maestras de su escuela, que acostumbraban romper las revistas que encontraran a sus alumnos, no consiguieron frenar su pasión por dibujos y globitos. Amaba particularmente las del Pato Donald. “Pero el bueno”, aclaraba siempre del personaje que adoraba. Porque, explicaba, aunque los comics de Disney no aparecían firmados, su olfato lector le indicaba que “no podía ser que el mismo tipo que hacía algunas historias buenísimas hiciera otras tan pavas”. Décadas después, en una convención europea de esas a las que solían invitarlo, reconoció un tomo recopilatorio de Carl Barks, su “señor de los patos”. Era el mismo olfato que lo llevaba a cada martes, cuando rondaba los 7 u 8 años, a juntar algunas chirolas con sus amigos para que uno de ellos tomara el subte hasta Tribunales, donde había un kiosco que recibía la revista Hora Cero la tarde anterior a su salida oficial. Ahí leía apasionadamente El Eternauta.













Trillo apuntaba esto en las entrevistas, calmo en su estudio en Olivos, a pocas cuadras de la quinta presidencial, rodeado de libros de toda clase y, por supuesto, centenares de títulos propios acumulados en décadas dedicadas a las viñetas. Lo contaba con las manos entrelazadas en una rodilla, las piernas cruzadas y pestañeando cada tanto detrás de sus anteojos de marco grueso. Recordaba, también, que su esposa lo había enamorado el día que le reveló que podía recitar de memoria el primer capítulo de Los Tigres de la Malasia. Creía que un buen guionista debía ser un gran lector, y que contar buenas historias en viñetas requería saber de ritmo, estructura narrativa y, ante todo, saber escribir.

Justamente empezó su carrera escribiendo. Fueron cuentos en distintas publicaciones, incluyendo esa misma Patoruzú, y se destacó con una serie de cuentos policiales humorísticos a cuatro manos, con Alejandro Dolina, en la revista Siete Días. En algún punto de su carrera alguien le enseñó cómo explicarles a los dibujantes qué había que meter en cada viñeta: jamás paró.

Le interesaba particularmente la construcción de sus personajes. Detestaba los personajes chatos y evitaba los estereotipos en los personajes femeninos, que solían ser de gran carácter. Despreciaba los iconos comiqueros que vivían perpetuamente en la aventura. Solía poner de ejemplo a Tex, un cowboy italiano que “siempre se iba por un camino polvoriento”. Trillo siempre preguntaba, “¿Es que nunca le daban ganas de quedarse, descansar un poco, ponerse de novios?”. Pudo empezar a probar eso en la historieta a partir de 1975, cuando empezó a dar forma a sus primeros seres de tinta. Entonces se unió a Alberto Breccia para crear Un tal Daneri y prácticamente al mismo tiempo presentó en Clarín la idea del “Loco” Chávez, junto a Horacio Altuna. Según él mismo contaba, la coincidencia quiso que se encontrara con ambos en la redacción el día que iban a mostrarle los primeros bocetos, y los tres terminaron en un bar cambiando opiniones sobre esos trabajos. La colaboración con Altuna se extendería por años y de allí saldrían títulos como Charlie Moon, Merdichevsky, El último recreo. Junto a Las puertitas del señor López, inolvidable símbolo de la revista Humor, la más recordada es la del “Loco”, que retrató la Buenos Aires de su época como pocos y, de paso, reinventó el prototipo de la mujer soñada en la figura de Pampita.












Uno de sus grandes méritos como guionista fue la capacidad de escribir el relato correcto para cada dibujante. Un talento que dio historietas superlativas. Entre ellas destacaron Fulu, Boy Vampiro y Chicanos, junto a Risso; Cosecha Verde, Spaghetti Brothers y El caballero del Piñón fijo, con Domingo “Cacho” Mandrafina; Alvar Mayor, con Enrique Breccia; Cybersix e Irish Coffee, con Carlos Meglia; Sarna, con Juan Sáenz Valiente, y Custer, junto a Bernet.

La enumeración parece extensa, pero en el fondo es apenas un resumen injustamente sucinto en que quedan fuera títulos y artistas, tanto veteranos como jóvenes, porque Trillo trabajaba con cualquiera en quien percibiera talento. Preguntarle “¿en qué andás trabajando?” era saber que la respuesta podía durar un largo rato. Por un lado, estaban los proyectos en marcha, las nuevas historias, los personajes que tan bien construía. Por otro, estaban las ediciones nacionales de material que sólo se había conocido fuera y a los que el reverdecer actual del medio abría nuevas posibilidades de publicación. Apenas días atrás, un editor comentaba feliz que había estado charlando con él para editar libros suyos. Esperaba su regreso de Londres para seguir la conversación.

A lo largo de los años había acumulado muchos premios. Dos veces ganó el Yellow Kid al mejor autor internacional en el festival de Lucca, Italia (1978 y 1996). Ganó el premio al mejor guión en el festival de Angoulême, Francia, por Cosecha verde, en 1998, entre otros premios en España, Suiza y, nuevamente, Francia e Italia. En Argentina fue reconocido por su trayectoria por el Museo Severo Vaccaro y con una muestra especial en el Festival Internacional Viñetas Sueltas de 2009 con “apenas” 25 de sus personajes. El se encogía ligeramente de hombros. “Son premios del ambiente”, decía antes de seguir hablando del trabajo que disfrutaba. Parecía bastarle con el cariño y la admiración que le profesaban sus colegas y lectores. Le gustaba publicar en el país, aunque era estricto en lo que a contratos refiere. Como su antiguo compañero Altuna, Trillo era un militante del respeto a los derechos del trabajo del historietista, fuese dibujante o guionista.

Quizá lo más llamativo de su obra es lo imbuida que estaba por el espíritu de su época, por la reflexión que mostraba sobre el mundo que Trillo recorría. Sin embargo, él aseguraba no estar interesado en el testimonio político o ideológico. Cuando alguien apuntaba las referencias políticas del “Loco” Chávez, las inequívocas críticas a la discriminación en Chicanos, el lirismo alegórico de las “escapadas” fantasiosas de López, el simbolismo de un sacerdote castigando a golpes de cruz en la cabeza a un hermano mafioso o la terrible potencia de la psicosis de Guastavino, él rechazaba cualquier interpretación. “La gente tiene ganas de que le digan cosas y te las enchufa a vos”, explicó dos años atrás a Página/12.

Cuando un artista muere, es lugar común decir que perdura en su obra. Es lugar común, pero suele ser cierto: Trillo seguirá en sus innumerables personajes, en cada relato y en cada lector. Pero sobre todo, seguirá vivo en un legado intangible, el de un tipo sencillo que había empezado a leer porque los anteojos le impedían jugar al fútbol. El de un tipo que repartía consejos a los guionistas más jóvenes, pero los trataba de igual a igual y los asistía en cuanto podía. El de hombre fundamental, que ayudó a construir la historieta argentina tal como la conocemos.

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