viernes, 25 de noviembre de 2011

CINE: SE REESTRENA EL PADRINO.





Puesta una y otra vez en el podio de las mejores películas de la historia, plagada de escenas memorables y frases citadas hasta el cansancio, entre la tragedia griega y la isabelina, homenajeada y parodiada, El Padrino es la película con que Francis Ford Coppola le dio a la generación del ’70 la entrada a las grandes producciones, una oportunidad de oro a Al Pacino y a Robert Duvall, un papel que Marlon Brando volvió icónico y cambió para siempre las películas sobre el poder. La semana que viene, en la línea de los rescates que ya devolvieron Volver al futuro, El Padrino vuelve a los cines. Acá, el propio Brando y Vito Corleone cuentan cómo la hicieron y lo que aprendieron en el camino. ¿A quién hay que pedirle El Padrino II para el año que viene?



Cómo me hice Corleone

 

Tras leer el libro vi que el papel de Don Corleone se prestaba perfectamente para una interpretación sin énfasis. En lugar de representarlo como un pez gordo, pensé que sería más eficaz interpretarlo como un hombre modesto y tranquilo, tal como aparece en la novela. Don Corleone formaba parte de la ola de inmigrantes que llegaron a los Estados Unidos hacia principios de siglo y que tuvieron que nadar contra la corriente para sobrevivir lo mejor posible. Tenía para sus hijos las mismas esperanzas y ambiciones que Joseph P. Kennedy para los suyos. Cuando era joven, seguramente su intención no era llegar a ser un criminal; y cuando lo hizo, esperaba que se tratara de algo transitorio. Como le dice a su hijo Michael, interpretado por Al Pacino: “Nunca quise esto para ti. Quería otra cosa. Siempre pensé que llegarías a ser gobernador, o senador, o presidente, algo... Pero no hubo tiempo suficiente..., no hubo tiempo suficiente”.
Pensé que sería interesante interpretar a un gangster, quizá por primera vez en el cine, que no fuera como los individuos desalmados que interpretaba Edward G. Robinson, sino como una especie de héroe, como un hombre respetable. Además, como él tenía tanto poder y tanta autoridad indiscutible, me pareció que sería un contraste interesante interpretarlo como un hombre amable, a diferencia de Al Capone, que se cargaba a la gente con bates de béisbol. Sentía un gran respeto por Don Corleone; lo veía como un hombre sólido, con una tradición, una dignidad, un refinamiento, un hombre de instinto infalible que casualmente vivía en un mundo violento y que tenía que protegerse a sí mismo y a su familia. Me parecía una persona decente, dejando de lado lo que tenía que hacer; un hombre que creía en los valores de la familia y que quedó condicionado por los acontecimientos, como todos nosotros. En aquellos tiempos los que se unían a la mafia lo hicieron porque eran atacados por otros que querían explotarlos. En Little Italy había una guerra; los miembros de un grupo llamado La Mano Negra le sacaban dinero a los inmigrantes, que tenían que pagar para salvaguardar a sus familias y para ganarse la vida. Algunos se sometían; otros, en cambio, como Don Corleone, se resistían: he aquí la historia que narra El Padrino. El no se sometió a los hombres que le exigían una parte de sus bienes. Se vio obligado a proteger a su familia y a causa de eso cayó en el mundo del crimen.
En la época en que rodamos la película, a principios de los ‘70, casi todas las cosas que se decían de la mafia se podían aplicar a otras instituciones de los Estados Unidos. ¿Existía una gran diferencia entre los asesinatos del hampa y la Operación Phoenix, el programa de asesinatos de la CIA en Vietnam? Como en el caso de la mafia, sólo se trataba de un asunto de negocios y no de algo personal. En muchos sentidos, la gente de la mafia vive de acuerdo con un código más estricto que el de los presidentes y otros políticos; me preguntó qué ocurriría si en lugar de hacerles jurar sobre la Biblia, exigiéramos a los políticos que prometieran ser honestos al precio de quedar cubiertos de cemento y ser arrojados al Potomac en caso contrario. La corrupción de los políticos descendería notablemente.


Lo que sé

 






 Por Vito Corleone

Nunca quisieron mi amistad. Y siempre temieron estar en deuda conmigo.
Encontraron un paraíso en Estados Unidos. Un buen negocio, una buena vida. La policía los protegía y también los tribunales y la ley. Así que no necesitaban un amigo como yo. Pero ahora vienen y dicen, “Don Corleone, deme justicia”. Pero no lo piden con respeto. No ofrecen amistad. Ni siquiera piensan en llamarme “padrino”. Vienen a mi casa el día del casamiento de mi hija a pedirme que asesine por dinero.
¿En eso te has convertido? ¿En un hombre que solloza por las mujeres? ¡Actúa como un hombre!
Tengo una debilidad sentimental por mis hijos y los malcrío, como pueden ver. Hablan cuando deberían escuchar.
Nunca le digas a nadie fuera de la Familia lo que pensás.
Hablan de venganza. ¿Pero la venganza va a devolverles a sus hijos? ¿O al mío?
Un hombre que no pasa tiempo con su familia nunca puede ser un hombre verdadero.
Soy un hombre supersticioso. Y si un accidente desgraciado le sobreviniere a mi hijo, o si le dispara en la cabeza un oficial de policía, o si se cuelga en su celda de la prisión, o si lo alcanza un rayo, entonces voy a culpar a alguna de las personas que están en esta habitación, y eso no lo perdonaré.
No vamos a sacarnos la foto sin Michael.
Como el hombre razonable que soy, estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para encontrar una solución pacífica a nuestros problemas.
No somos asesinos, a pesar de lo que crea el sepulturero.
Comprenda: no es que me importe lo que un hombre hace para ganarse la vida. Pero su negocio es un poco peligroso.
Pasé toda mi vida tratando de no ser descuidado. Las mujeres y los niños pueden permitirse ser descuidados, pero no los hombres.
Trabajé toda mi vida, y no pido disculpas, para proteger a mi familia. Y me negué a ser un tonto que baila en los hilos sostenidos por los peces gordos. Esa es mi vida y no pido disculpas por eso. Pero siempre pensé que, cuando fuera el momento de mi hijo, él sería quien tuviera los hilos. Senador Corleone, gobernador Corleone, algo.
El que te proponga la reunión es el traidor. No lo olvides.
Nunca pensé que Tom fuera un mal consigliere. Creía que Santino, Dios lo tenga en la gloria, era un mal Don.
Así es la vida. Todos tenemos nuestro círculo de tristeza.


Me llaman Padrino

 

 

  


 Por Marlon Brando

Cuando la película quedó concluida, la secretaria de Sam Spiegel me llamó y me informó que un agente del FBI quería mantener una entrevista conmigo; me preguntó si estaba dispuesto a hablar con él. Le contesté que sí, y ella me dijo que el agente me llamaría desde San Diego. Así fue, y mantuvimos una conversación de cinco o seis horas sobre diversos temas. Quería saber todo lo que yo sabía sobre la mafia, sobre la realización y la financiación de El Padrino, si yo había hecho alguna contribución secreta a alguien, etcétera, etcétera. Me dio muchas oportunidades para delatar a la organización, pero algo me olía mal.
—Oiga —dije finalmente—, tengo hijos y una buena vida, y no querría que nadie quedara perjudicado ni amenazado; de modo que si supiera algo, que no es el caso —lo cual no era del todo cierto—, no se lo diría.
Llegué a la conclusión de que se trataba de un miembro de la mafia que quería averiguar si yo daría o no al FBI información que pudiera perjudicarlos. Conocía a unos cuantos mafiosos y todos ellos me dijeron que les encantaba la película porque había interpretado el papel del padrino con dignidad. Hasta el día de hoy me resulta imposible pagar una cuenta en Little Italy. Si voy a un restaurante a comer un plato de espaguetis, el encargado siempre me dice:
—Vamos, Marlon, aquí tu dinero no sirve... Oíganme todos: aquí está el padrino, aquí está el padrino.


Filmando con la mafia




Desde el principio la mafia real se interesó vivamente en nuestra descripción de la mafia de ficción; muchas escenas se filmaban en su territorio de Little Italy en Nueva York. Por eso envió una delegación para, según me dijeron cuando la película estuvo terminada, entre otras condiciones, que no se mencionara la palabra “mafia” en toda la película. Estoy seguro de que les hicieron saber que a sus amigos de los sindicatos de Nueva York no les resultaría difícil paralizar el rodaje, y supongo que como pago parcial la Paramount les prometió darles algún trabajo en la película. Varios individuos del equipo técnico pertenecían a la mafia, y cuatro o cinco mafiosos interpretaban papeles secundarios. Mientras rodábamos en la calle Mott, en Little Italy, Joe Bufalino se presentó en el set y envió dos emisarios a mi casa rodante con el mensaje de que quería conocerme. Uno de ellos era un sujeto con cara de rata que tenía el pelo impecablemente peinado y llevaba un abrigo de pelo de camello. El otro, menos elegantemente vestido, tenía el tamaño de un elefante; al entrar en la casa rodante estuvo a punto de volcarla y me dijo:
—Hola, Marlo, eres un gran actor.
Cuando llegó Bufalino, lo primero que noté fue que uno de sus ojos miraba a la izquierda y el otro a la derecha. Como no sabía a cuál de los dos mirar, miraba a uno y a otro alternativamente, procurando no ofenderlo. En cuanto se sentó empezó a quejarse por lo mal que lo trataba el gobierno de los Estados Unidos. Tras envolverse en la bandera norteamericana, afirmó que era un buen ciudadano y un buen padre de familia, pero que el gobierno quería deportarlo. Levantó los brazos y exclamó:
—¿Y ahora qué hago?
Sabía que no tenía respuesta, de modo que no dije nada. A continuación cambió de tema y en un susurro ronco comentó:
—Se dice que le gustan los calamares...
Aquello me sorprendió. De algún modo se había enterado de que solía encargar un almuerzo de calamares a uno de los restaurantes italianos de la calle Mott.
Entonces, como si los dos formáramos parte de una conspiración, añadió:
—Verás, Marlo, me encantaría que pasaras por casa y conocieras a la patrona. Una noche los tres podríamos salir a cenar. Me gustaría que conocieras a mi familia.
—Señor Bufalino...
Hizo un gesto de impaciencia con la mano y me dijo:
—Llámame Joe.
—Bueno, Joe, ¿ves este guión? —se lo enseñé y pasé las páginas de lo que íbamos a rodar aquel día— Joe, esto es sólo lo de hoy; se trata de los diálogos que tengo que aprender para hoy, y son muy difíciles. No voy por ahí persiguiendo chicas. Lo que hago es quedarme sentado en esta casa rodante aprendiendo los diálogos.
Bufalino pareció decepcionado.
—Bueno —dijo—, quizá podamos almorzar en algún momento.
Como no sabía qué añadir, le pregunté:
—¿Has visto alguna vez un set?
—No, nunca.
—Bien, con tu permiso. Subamos y te lo mostraré todo.
Subimos las escaleras y atravesamos una jungla de luces y cables hasta el set del despacho de la compañía de aceite de oliva de la película. Sin moverse de mi lado, miró a su alrededor y comentó:
—No sé cómo no te vuelves loco con toda esta gente, todos estos cables y todo lo demás.
—Tienes razón, Joe. Todo esto es para quedarse bizco, ¿no crees?
Entonces lo miré a los ojos y me di cuenta de lo que acababa de decir. Giré bruscamente esperando distraer su atención hacia el set y para ver cómo reaccionaba. Parpadeó durante un instante y me pareció ver una expresión de dolor en su cara, pero el momento pasó y farfullé un montón de estupideces, sin saber lo que estaba diciendo.
Por fin Joe sonrió, me dio las gracias por la excursión y me dejó para que me preparara para la siguiente toma.
—Hasta pronto, Marlon —se despidió—. No te olvides de que a la patrona y a mí nos gustaría cenar contigo.


Un gangster contra los cowboys




Cuando fui nominado por El Padrino, me pareció absurdo ir a la ceremonia de entrega de los Oscar. Resultaba grotesco festejar una industria que había difamado y desfigurado sistemáticamente a los indios norteamericanos a lo largo de seis décadas, mientras en aquel momento doscientos indios se hallaban sitiados en Wounded Knee. Pero comprendí que si ganaba el Oscar, podía aprovechar la primera oportunidad en la historia para que un indio americano hablara a sesenta millones de personas: una pequeña compensación a los años de difamación por parte de Hollywood. De modo que le pedí a Pequeña Pluma Sacheen, una amiga, que asistiera a la ceremonia en mi lugar, y le escribí unas líneas denunciando el tratamiento que recibían los indios y el racismo en general para que las pronunciara en mi nombre. Pero Howard Koch, el productor del espectáculo, se interpuso en su camino y se negó a permitirle que leyera mi discurso. En lugar de eso, bajo una enorme presión, tuvo que improvisar unas breves palabras en nombre de los indios norteamericanos. Me sentí orgulloso de ella.
No sé qué ocurrió con el Oscar. La Academia del Cine seguramente me lo envió, pero no sé dónde está ahora.
 

La película que ni siquiera Coppola quería realizar

 

 



Sergio Leone, Peter Bogdanovich, Arthur Penn y Costa-Gavras fueron sólo algunos de los directores que le dijeron no al proyecto, cajoneado por la Paramount, boicoteado por la mafia y para el cual Marlon Brando... ¡tuvo que hacer una prueba de cámara!


 Por Horacio Bernades

En 1970 nadie quería filmar El Padrino. Los dueños de la Paramount, porque las películas de mafiosos no estaban rindiendo bien en boleterías. El director de la Gulf & Western, la compañía petrolera que desde tres años antes era dueña de la Paramount, menos, porque entre sus mejores amigos había muchos “buenos muchachos”. Ningún director famoso quería filmarla y ni siquiera quería Francis Ford Coppola, por entonces un treintañero que, aunque venía de ganar un Oscar al mejor guión (por Patton) como realizador, no tenía un solo éxito encima. Por eso se la ofrecieron: porque era barato. Barato e ítalo-americano. El único que quería que El Padrino se filmara era el autor de la novela original, Mario Puzo, interesado en sumar suculentos royalties a las descomunales ganancias que la novela le estaba deparando: 13 millones de ejemplares se habían vendido ya. ¿Por qué entonces terminó filmándose El Padrino? Por el motivo por el que tantas películas se realizan en Hollywood: para que no la filmara otro.
El que quería filmarla era Burt Lancaster, quien le ofreció un millón de dólares a la Paramount para comprarla, con intención de producirla y, sobre todo, protagonizarla. Allí todo se aceleró. Co-ppola, que tenía deudas para levantar, aceptó la oferta, con la condición de reescribir el guión junto a Mario Puzo y, sobre todo, reenfocar el tema. El Padrino no sería una película sobre la mafia (Coppola siempre dijo que la mafia jamás le interesó, hasta el punto de no haber visto en su vida ni un solo episodio de Los Soprano), sino una crónica familiar, que sirviera de metáfora para hablar del desarrollo del capitalismo en Estados Unidos a lo largo del siglo XX. Ese enfoque llevaba a pensar a Robert Evans, director de la Paramount –venía de producir, al hilo, Descalzos en el parque, El bebé de Rosemary y Love Story–, que Co-ppola estaba lisa y llanamente loco.
Pero Coppola era lo que había, y había que decidir pronto. No fuera que los ejecutivos del estudio aceptaran la oferta de Lancaster y a Evans El Padrino se le fuera de las manos. Al fin y al cabo, él había reservado los derechos de la novela, cuando la novela no era todavía una novela ni se llamaba El Padrino. Mafia era el título que llevaban las cien páginas manuscritas que el ignoto ítalo-americano Mario Puzo le había alcanzado al famoso productor en 1968, con la única intención de que le adelantaran 10 mil dólares. Ese era el monto total de las deudas de juego que Puzo había contraído con parientes, amigos y financistas de toda laya. Diez mil dólares le dio Evans a Puzo. Diez mil dólares y un compromiso por 75 mil más, en caso de que la novela se publicara.
Dos años más tarde, los derechos de El Padrino no se vendían ni por un millón. La película terminó costando seis millones y recaudó, hasta el día de hoy, unos 250 millones. Lo que para Coppola era una metáfora del capitalismo se había convertido en paradigma de la multiplicación capitalista.

Los enanos también nacen Corleone

Sergio Leone, Peter Bogdanovich, Arthur Penn, Costa-Gavras, Fred Zinnemann y Richard Brooks fueron sólo algunos de los directores que le dijeron no al ofrecimiento de Evans & Cía. Aprobado Coppola tras una reunión con Charles Bludhorn –aquel señor con buenos amigos–, faltaba la aprobación de, justamente, los buenos amigos. Los muchachos de la Organización se habían mostrado inquietos con la novela, y más lo estaban ahora con la película. Una denominada Liga por los Derechos Civiles Italoamericanos (¡!) hizo oír su voz. Primero con una carta dirigida directamente a la Paramount, enseguida con una reunión en el Madison Square Garden y, ante la falta de respuesta, seguimientos no muy sigilosos a algunos de los productores, rematados con un atentado contra el auto de uno de ellos. “Suspendan la película o van a ver”, decía un mensaje hallado dentro del auto.
Pero no fueron necesarias cabezas de caballo. La Paramount acordó con los muchachos de la Liga que las palabras “Mafia” y “Cosa Nostra” no se mencionarían jamás en la película, que se usarían como extras a miembros de la Organización y que la recaudación de la première neoyorquina de la película iría a parar íntegramente a la caja fuerte de la honorable Liga. Ahora sólo había que reunir el elenco y el equipo técnico. Por el lado del elenco, todo bien con James Caan, Robert Duvall (ambos habían actuado en The Rain People, la película previa de Coppola) y hasta Talia Shire, hermana del realizador, que junto con papá Carmine (autor de la música de la secuencia de la boda y a cargo también de un breve cameo) y la pequeña Sofia (es la nena a la que bautizan sobre el final de la película) aseguraban una siempre deseada presencia familiar en el rodaje.
Nadie puso objeciones al director de fotografía Gordon Willis y al director de arte Dean Tavoularis, que contaban con las mismas ventajas que el propio Coppola: eran desconocidos, eran baratos. La cosa empezó a complicarse a la hora de elegir a los protagonistas. Cuando Coppola les presentó a los productores a un tal Alfredo James Pacino –cuyo único antecedente era a esa altura una aparición en un episodio de la serie N.Y.P.D.–, éstos pusieron el grito en el cielo. “Un enano no va a ser Michael Corleone”, resumió Robert Evans a Coppola, y de inmediato se barajaron alternativas: Robert Redford, Warren Beatty, Jack Nicholson, Ryan O’Neal. Finalmente optaron por alguien más cercano: James Caan. El protagonista de Permiso de amor hasta medianoche llegó a hacer pruebas de cámara no sólo para interpretar a Michael, sino también a Tom Hagen, el consigliere de origen irlandés que –después de que Paul Newman y Steve McQueen resultaran descartados, tal vez por ser demasiado caros– quedaría en manos de Robert Duvall.
Coppola se puso firme: el papel de Michael, el más “siciliano” de los hijos, no podía interpretarlo nadie que no fuera ítalo-americano. ¡Y Caan era judío! Finalmente, Evans aceptó al enano, a cambio de que Caan hiciera a Sonny, el hermano “americanizado”. Faltaba decidir nada menos que el protagonista. Esa sí que fue una guerra aparte.

¡Brando no!

Si en algo coincidían Coppola y Mario Puzo era que Vito Corleone no podía ser otro que Marlon Brando. Así se lo había hecho saber el propio autor de la novela al actor de Nido de ratas, a quien el papel le interesó. Había un pequeño problema: por muy actorazo que fuera, desde hacía un rato largo Brando estaba considerado “veneno de boleterías”. Eso, sumado a que siempre fue caro e inmanejable, y en ese momento estaba, además, gordo, olvidadizo y depresivo. “No vamos a financiar a Brando en el protagónico. Caso cerrado”, decía un telegrama que los capitostes del estudio hicieron llegar a Coppola.
Mientras tanto tenía lugar un nuevo desfile de posibles candidatos para el papel de Don Vito: Laurence Olivier, Ernest Borgnine, Anthony Quinn y hasta Carlo Ponti (¡sí, Carlo Ponti!) eran para la gente de la Paramount mejores opciones que el díscolo superactor del Actor’s Studio. “Hubiera vendido mi alma al diablo con tal de conseguir el papel”, confesaría más tarde alguien a quien los productores no llamaron: Orson Welles. Finalmente, y a pesar de todo, una vez más the winner was... Francis Ford Coppola. No se sabe muy bien cómo hizo, pero el hecho es que el hombre de los viñedos insistió, insistió... y al final convenció a los mandamases de que estaba todo bien con Brando. Iba a adelgazar para el papel, se iba a presentar todos los días a horario, iba a recordar sus líneas de diálogo y, sobre todo, iba a empezar trabajando... ¡gratis!
Los ejecutivos bufaron un poco, rumiaron otro poco y finalmente pidieron algo que una estrella no podía aceptar: una prueba de cámara. Coppola le vendió a Brando la prueba de cámara como si se tratara de metraje para la película, apersonándose en casa del ex Stanley Kowalski con una cámara y un par de ayudantes. Brando apareció en kimono y con el pelo larguísimo, recogido con una colita. Se ató el pelo sobre la coronilla, se lo oscureció ahí mismo con pomada para zapatos, tomó unos pañuelos carilina y se los metió en la boca: según él, Corleone había recibido un disparo en la garganta, y por ese motivo tenía que hablar medio raro. Coppola llevó la prueba de cámara a Mr. Bludhorn, y cuando éste vio a Brando casi le dio un infarto. “¡No, no!”, se limitó a musitar el pobre hombre. Tras un par de minutos de verlo como Corleone, sin embargo, no había quien lo convenciera de que Brando no era la persona más indicada en todo Hollywood para el papel.
Brando adelgazó, se portó bien y empezó trabajando gratis (más tarde Coppola gestionó para él 50 mil dólares y un 5 por ciento sobre las recaudaciones). Lo que nunca hizo fue llegar al set a horario. Mucho menos, recordar sus líneas de diálogo: en cada plano/contraplano de El Padrino, son legendarias sus miradas por detrás del interlocutor, para leer los carteles que algún asistente sostenía pacientemente.

Boccato di mafiosi

“Me despedían todas las semanas”, contó Coppola años más tarde. Estuvieron a punto de despedirlo ya en la primera semana de rodaje, porque el enano de Pacino no tuvo mejor idea que lastimarse seriamente, obligando a parar la filmación. Después siguieron con ganas de despedirlo por los motivos más diversos: porque el rodaje se estiraba, porque no terminaban de estar convencidos del elenco, porque el directorcito sin antecedentes se metía en gastos innecesarios. Presuntamente tenían a un director de reemplazo en línea de largada, algunos dicen que se trataba nada menos que de Elia Kazan.
Finalmente el hombre de la barba volvió a capear el temporal, mostrando astucia, temple o muñeca corleoneanos. Hasta terminó consumiendo para el rodaje menos tiempo que el estipulado: 77 días en total, desde fines de marzo hasta comienzos de agosto de 1971, en lugar de los 83 días pautados por contrato. Tras el estreno (15 de marzo de 1972), los ejecutivos de la Paramount respiraron aliviados. El público se retiraba exultante, las críticas coincidían en señalar la grandeza de la película, fue postulada a ocho Oscar y terminó ganando tres: mejor película, guión adaptado y actor protagónico. Brando, claro. ¡Hasta los mafiosos estaban chochos con ella!
Salvatore Gravano, segundo al mando de la familia Gambino, dijo: “Salí de verla como flotando. Puede que fuera ficción, pero para mí ésa era nuestra vida. Era increíble. Hablé con un montón de muchachos bien curtidos, que me dijeron que habían sentido exactamente lo mismo al verla”. Se reportó incluso a más de un mafioso que, a partir de ese momento, comenzó a hablar de modo sospechosamente parecido al de Don Vito. Al día de hoy, El Padrino está considerada una de las mejores películas jamás realizadas. La segunda después de El ciudadano, de acuerdo con la más reciente encuesta del American Film Institute. La cuarta mejor de la historia, según se desprende del último ranking de la revista especializada Sight and Sound.
El único que no piensa lo mismo es Francis Ford Coppola, que considera a toda la serie El Padrino películas de encargo y por lo tanto no tan personales como The Rain People, La conversación, Apocalypse Now! o sus bodrios más recientes. A pesar de ello, uno de los deportes favoritos del hoy septuagenario cineasta es, desde hace treinta y cinco años, remontar, restaurar y retocar la más famosa, aunque no la más querida de sus películas.


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