ROBERT B. WEIDE, DIRECTOR DE CURB YOUR ENTHUSIASM, OBTUVO LA CONFIANZA DEL CINEASTAAunque la evidente admiración le impide repasar los aspectos más espinosos en la vida del realizador de Manhattan, Woody Allen: a Documentary presenta más de una revelación, sobre todo en cuanto a los métodos de elaboración y su ética de trabajo. Por Geoffrey Macnab *
El hombre de 76 años visita los lugares que lo encantaron en su juventud. Se lo ve en la puerta de un viejo y decrépito cine de Brooklyn donde, medio siglo atrás, vio sus primeras películas de Ingmar Bergman. Se lo muestra en el campus de la escuela superior donde pasó tiempos miserables. Caras de sus años tempranos pasan frente a la cámara: novias, colaboradores, su devota hermana menor Letty e incluso –en material de archivo– Nettie, su madre de lengua filosa, recordándole qué niño tan demandante era. Otros materiales de archivo traen recuerdos de su viajes infantiles a Coney Island. El hombre en cuestión es el comediante y realizador Woody Allen, centro de una película realizada por Robert B. Weide, director de Curb Your Enthusiasm y uno de los más fervientes admiradores de Allen.
Ante este film no se puede sino recordar Cuando huye el día, la película que Ingmar Bergman escribió y dirigió en 1957: como en ese celebrado título del realizador, aquí una figura distinguida en el ocaso de su carrera confronta su propio pasado. Como aquel viejo profesor interpretado por Victor Sjöström, Allen no puede disimular sus decepciones o sus añoranzas. Aun después de cuarenta años, sigue insistiendo sobre “la trivialidad esencial” de sus primeras películas, y sigue en la búsqueda de “hacer una gran película, algo que me ha eludido a través de las décadas”. También está preocupado por su propia mortalidad, una preocupación que lo atacó por primera vez cuando tenía cinco años. Ni siquiera se ha disipado el sueño de ser un gran músico de jazz como su ídolo Sidney Bechet.
Todos saben cuán reticente es Woody Allen. Uno no espera que vaya a abrirse y hablar de la implosión de su relación con la que alguna vez fue su musa, Mia Farrow, o que hable de su hijastra convertida en esposa Soon-Yi. El tono de la película de Weide es reverente, incluso hagiográfico. A pesar de ello, es inesperadamente reveladora. Se lo ve a Woody sentado en su escritorio, frente a la misma máquina de escribir alemana que usó toda su vida laboral, una portátil anciana pero conservada de manera inmaculada. Como un boy scout, usa tijeras y grapas para abrochar sus artículos y guiones. Se lo ve hurgando en la cómoda junto a su cama, donde guarda su amplio tesoro de esquemas y líneas argumentales para posibles películas futuras.
Woody Allen: a Documentary tendrá estreno mundial el año próximo. Mientras tanto, el British Film Institute está presentando una retrospectiva de su trabajo. Una muestra que vuelve a dejar claro que el realizador es todo un fenómeno, el más prolífico de la “lista A” de esta era. No sólo ha hecho cerca de cincuenta películas. También retuvo el completo control creativo de todas ellas, un logro cercano a lo milagroso si se tienen en cuenta los cambiantes gustos del público y las demandas de los financistas.
Es sorprendente lo poco que ha cambiado Woody Allen en el último medio siglo. Todavía estaba en la escuela cuando empezó a vender chistes a los diarios. Se “convirtió” en Woody Allen porque no quería que sus compañeros de clases vieran su nombre en las columnas sobre Broadway de los periódicos. Nacido como Allen Stewart Konigsberg, se metamorfoseó en el comediante que aún aflora hoy. Esos anteojos que son marca registrada también fueron adoptados tempranamente: empezó a usarlos porque Mike Merrick, un comediante que admiraba, tenía unos iguales. Pensaba que le daban cierta gravedad cómica. La persona/personaje quedó establecida cuando tenía veinte años, y no ha cambiado mucho desde entonces.
La paradoja con Allen es que él quiere pelear con la monstruosidad metafísica de la existencia, pero nunca fue muy capaz de hacerlo. En el documental de Weide habla de por qué le da más valor a la musa trágica que a la musa cómica. Lo que queda claro es que nunca estuvo realmente abierto a esa musa trágica. La feroz ética de trabajo que lo hizo exitoso tan temprano en su carrera significó que estuviera siempre tan ocupado con el siguiente proyecto que no tenía tiempo para quedarse a vivir en el anterior. Nunca mira atrás. Nunca vuelve a mirar sus propias películas. No lee las críticas. Aunque sus películas son famosas por el modo en que explora la vida interior y las ansiedades de sus personajes, no hay mucha evidencia de que lo haga del mismo modo con su propia vida. Las neurosis están en la pantalla. Todos sus amigos describen lo bueno que es “compartimentando”. Una ex mujer menciona con asombro cuán bien duerme siempre. Incluso cuando el juicio con Mia Farrow por la custodia de sus hijos provocaba grandes titulares en los diarios, él seguía trabajando normalmente.
Allen asegura estar influido a partes iguales por Groucho Marx, Bob Hope y Bergman. Lo primero que le atrajo de Un verano con Mónica fue la pública promesa de que la protagonista, Harriet Anderson, aparecía desnuda. “Se decía que ella aparecía sin ropas en la película, así que fui rápidamente a verla para poder ver a una mujer desnuda. Y descubrí una película fabulosa más allá de la desnudez”, le dice a Weide. Tras ver a Andersson retozando desnuda en la campiña sueca, Allen descubrió otras películas de Bergman, como El séptimo sello y Cuando huye el día. “Pensé que para mí no tenía ningún sentido trabajar, porque nadie sería capaz de hacer algo mejor que eso. Bergman había alcanzado el límite de lo que podés hacer en una película, no había otro lugar donde ir”, dice. Pero la sombra de Bergman no lo terminó bloqueando. Algo que parece haber aprendido del maestro sueco es que siempre hay que tener claro el próximo proyecto, lo que significa el éxito o el fracaso del anterior nunca será una distracción y se podrá seguir trabajando pase lo que pase.
“Nunca hago preparativos –admite Allen a Weide, en lo que parece una confesión shockeante–. Tampoco hago ensayos. La mayoría de las veces no sé lo que vamos a filmar, me alcanzan un par de páginas del material que haremos ese día y veo qué es lo que debo hacer. No leo el guión. Una vez que lo termino y lo reescribo ya no lo leo más, porque me harta y lo empiezo a odiar.” Esto explica por qué las películas son tan frescas, pero también por qué algunas –pocas– parecen estar hechas muy a la ligera. La ironía es que Allen se convirtió en cineasta porque en primer lugar era un perfeccionista. Al comediante le desagradó el modo en que Hollywood “estropeó” su primer guión, ¿Qué pasa, Pussy-cat?, dirigida por Clive Donner. Allen supo que él podía hacerlo mejor, y se determinó a proteger siempre su material.
Las cualidades a la Peter Pan de Allen quedaron subrayadas cuando la reciente Medianoche en París se convirtió en su film más exitoso en la taquilla de Estados Unidos. Aun sin los más de 50 millones de dólares que su film número 47 lleva recaudados, hay muchos financistas posibles para su trabajo. A medida que pasan los años, parece menos probable que haga esa “verdadera gran película” que busca. La ironía es que si alguna vez lo logra, es muy probable que él le encuentre algún defecto... y que el público siga prefiriendo las primeras.
* De The Independent de Gran Bretaña.
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