miércoles, 28 de diciembre de 2011

BIOGRAFIA DE MARIA ELENA WALSH.











“Ella brilló por su valentía, por su falta de especulación”

 

Como la cigarra (Emecé) es una suerte de reescritura de un libro que el historiador había publicado dieciocho años atrás, en el que pudo profundizar en el análisis de las canciones y abordar la vida amorosa de la creadora de “Manuelita” y “El reino del revés”.

Por Karina Micheletto

La obra de María Elena Walsh trasciende marcos y moldes, ámbitos y formatos, géneros y temáticas. También su figura, ligada en el recuerdo popular al territorio de la infancia, pero además a la carga simbólica de sus obras “para grandes”, o a posturas públicas como su defensa de la libertad de expresión en tiempos de dictadura, o su polémica carta contra la Carpa Blanca en tiempos neoliberales, por entonces símbolo de resistencia docente. Difícil abordar la obra y la figura de una artista e intelectual tan abarcativa, tan exitosa, popular y simbólica, y también tan talentosa. Sergio Pujol tomó a su cargo la tarea, dos veces. La segunda y definitiva fue recientemente editada por Emecé. Se llama Como la cigarra, y allí el historiador deja testimonio de sus cualidades de biógrafo y divulgador.
Al igual que hizo con sus biografías de Atahualpa Yupanqui y de Enrique Santos Discépolo y con estudios como Rock y dictadura, Historia del baile y Canciones argentinas, Pujol logra lo que es escaso en los textos de divulgación de música argentina: una exploración exhaustiva y bien escrita, basada en datos y no en anécdotas. Y además enmarcada en una descripción de la coyuntura social y política del país y del mundo en el que transcurre esa vida y obra que se están analizando. Pujol había escrito un primer acercamiento a Walsh –su primer trabajo biográfico– dieciocho años atrás. Es ésta entonces una reescritura, a partir de circunstancias distintas de producción, que ganó –y así lo entiende también el autor– en precisión y rigor. “La primera edición fue escrita en sólo seis meses, a partir de un pedido editorial. Hermoso pedido, pero no es el modo en el que estoy acostumbrado a trabajar –compara Pujol en diálogo con Página/12–. Ahora pude examinar mejor la etapa de Leda y María (los años en que Walsh formó un dúo con Leda Valladares, la incursión parisiense de las artistas) y analicé con un poco más de detalle algunas canciones icónicas de María Elena. También me animé a abordar su vida amorosa, si bien se trata de una biografía esencialmente artística. Obviamente, extendí el libro hasta la muerte de la biografiada.”
Aquel primer libro había partido de una serie de encuentros del autor con María Elena Walsh, unos dos meses de visitas en el departamento de Palermo de la escritora, resumidos en unas diez horas de conversación grabadas. Pero al trabajar su biografía, tanto entonces como ahora, Pujol eligió no citar textualmente el material propio obtenido en estas entrevistas. “Tal vez haya sido por veleidad literaria, no lo sé muy bien. No me gustan las biografías en las que el biografiado habla mucho. Finalmente, la biografía siempre es un relato ajeno al sujeto cuya vida se narra –dice sobre las causas de esta elección de escritura–. La cita reiterada de la palabra como autoridad ‘documental’, a manera de pegatina, supone un ejercicio de médium que no me interesa. Por supuesto, sí creo en el trabajo con las fuentes, me aburren las biografías noveladas. Pero creo que vale la pena buscar un cierto efecto literario a partir de una investigación minuciosa.”

–¿Cómo recuerda aquellos encuentros con María Elena Walsh?
–Recuerdo los silencios, para mí incómodos, que sobrevenían a respuestas muy puntuales. Yo le hacía una pregunta que creía muy sabrosa y me relajaba para escucharla, pero ella liquidaba el asunto en dos oraciones. Entonces le repreguntaba, y así íbamos avanzando. Pero todo en un marco de mucha cordialidad. Me sorprendía la sencillez con la que contaba hechos muy importantes de su vida y de su obra. No es que no tuviera conciencia del valor de sus creaciones, pero no parecía demasiado interesada en dar su propia versión de los hechos. Otra sorpresa para mí fue descubrir que María Elena era una persona muy dulce. Tras su máscara de timidez y cierta sequedad se vislumbraba una gran calidez. Por ejemplo, en aquellas semanas de entrevistas hizo con Sara Facio un viaje a Francia. Y me trajo de regalo dos discos de Oum Kalsoum, la gran cantante árabe que por entonces yo no conocía. Me dijo: “Escuchala, es la Mercedes Sosa del Nilo”.

–Cuenta que nunca le preguntó de manera directa por su sexualidad, algo de lo que luego la misma Walsh habló públicamente. ¿Se arrepiente de esa omisión?
–No es que me arrepienta. En realidad, si bien puede haber sido una carencia de aquel libro del ’93, la verdad es que jamás me hubiera atrevido a formularle alguna pregunta sobre su vida privada que fuera más allá de lo que ella quería contar. Recordemos que María Elena nunca habló de sus amores lésbicos hasta la edición de Fantasmas en el parque, donde describe a Sara Facio como su gran amor, “ese amor que no se desgasta sino que se transforma en perfecta armonía”. De cualquier manera, aquella vez no dejé de nombrar, si bien ligeramente, las tres relaciones duraderas que había tenido María Elena después de su noviazgo con Angel Bonimini: Leda Valladares, María Herminia Avellaneda y Sara Facio.

–Habló con Facio para la investigación. ¿Pensó en hablar también con Leda Valladares?
–Quise entrevistarla, pero ella se opuso terminantemente. Quería preguntarle por el período en París, pero su respuesta telefónica fue inapelable: “No tengo ningún interés en hablar de esa época de mi vida”.

–Es muy rico el retrato que hace de una María Elena poeta en ciernes, sorprendente promesa para su edad. ¿Qué fue lo que más le atrajo de esta etapa de su vida?
–La precocidad de su talento, desde luego. Si bien Otoño imperdonable es un libro interesante, no creo que pueda llamar mucho la atención si no se sabe que su autora tenía 17 años cuando lo escribió. Luego, su facilidad para penetrar en el campo intelectual de los años ’40 (Victoria Ocampo, Borges, la revista El Hogar, La Nación, etc.) sin quedar definitivamente atrapada en capillas literarias de la época. Me intrigó su relación con los escritores de la oligarquía argentina. Por un lado, había en ella una gran curiosidad por conocer ese mundo, y en algún modo también por ser aprobada allí. Pero luego, como en un doble movimiento, buscó salirse rápidamente de ese lugar y observarlo desde afuera, sin llegar a cortar del todo con él. En ese sentido, creo que la experiencia con Juan Ramón Jiménez (quien la invitó, a los 18 años, a una estadía de formación en su casa de Maryland) fue decisiva, más allá de cierto destrato que padeció por parte del español. Por ejemplo, aquello de “no hacer vida de peña” que le había recomendado Jiménez puede haber tenido influencia sobre ella, sobre todo en un momento un tanto provinciano de la cultura argentina. Por otro lado, no olvidemos que María Elena se propuso vivir del trabajo intelectual. No tenía fortunas familiares sobre las cuales recostarse. Esta idea de profesionalización de la actividad literaria, y luego musical, era el recordatorio de su pertenencia social, para terminar siendo un motor de creatividad.

–La vida de Walsh podría haber transcurrido dentro del círculo literario o de la música, como folklorista. ¿Cuál fue el detonante de la veta infantil? ¿Cree que hubo un hecho puntual?
–Por lo que ella me contó, el hecho de que en Inglaterra el investigador y productor independiente Alan Lomax las rebotara por considerarlas dos chicas urbanas de ojos claros cantando música silvestre –el principio de la autenticidad era fundamental para un verdadero etnógrafo como Lomax– fue un detonante. Pero también me dijo que se cansó de cantar folklore, que no se imaginaba así toda la vida. En realidad, el pasaje del folklore a la canción infantil de autor fue algo muy natural en ella. Tanto es así que sus primeras canciones fueron grabadas por el dúo Leda y María. De hecho, algunas de aquellas canciones son, desde el punto de vista de la forma estrófica, la rima y los giros melódicos, tributarias directas de las coplas y los temas anónimos.

–¿Y qué aportes o influencias del folklore se pueden rastrear en su obra infantil?
–En la medida en que las coplas del noroeste hunden su genealogía en el romancero español, podría decirse que una de las vetas que María Elena explora con gran ingenio es justamente la española. Por ejemplo, “El reino del revés” parece provenir directamente de “La villa de Bedoez” (“En la villa de Bedoez/ todo, todo es al revés...”). Pero les agrega otros componentes, desde las nursery rhymes que le cantaba su papá Enrique hasta la influencia de la Alicia de Carroll. Obviamente, la música le da a todo esto una gracia y originalidad extraordinarias. En un solo LP de María Elena –cualquiera que queramos escuchar– conviven ritmos y especies de todo tipo, como si a esa base folklórica argentina –especialmente la zamba– ella la hubiera ensanchado hacia América latina y finalmente hacia el mundo entero. En ese sentido, María Elena fue una artista ilimitada que, paradójicamente, sólo reconocía el límite de la rima.

–En el capítulo de su famosa carta sobre la Carpa Blanca, usted parece exculparla...
–No me parece que la exculpe. En su momento, me sentí muy molesto con ese artículo, como seguramente le pasó a mucha gente. Aún hoy me cuesta entender qué la motivó a escribirlo, en un momento de destrucción sistemática de la educación pública. Tiendo a pensar que predominó en ella el espíritu “librepensador” –una expresión un poco vieja, pero a la que ella le hacía honor–, sin dejar que sus ideas e impresiones quedaran sujetas a un pensamiento políticamente correcto

–¿Y habló con Sara Facio de aquel episodio, para el trabajo de la segunda edición?

–No. La verdad es que el artículo era clarísimo; María Elena siempre fue muy clara en sus modos de expresión. Por ejemplo, compuso “Serenata para la tierra de uno” a partir de una visión muy negativa del gobierno de Arturo Illia, algo curioso en una persona progresista de signo no peronista. También hay partes de su famoso artículo “País-Jardín-de-Infantes” que estremecen un poco, como si se adelantara a la teoría de los dos demonios. Pero siempre, aun en esos casos, María Elena brilló por su valentía, por su falta de especulación o cálculo a la hora de transmitir lo que pensaba de la sociedad argentina.

lunes, 26 de diciembre de 2011

CINE: UN VIAJE AL INTERIOR DE WOODY ALLEN.



ROBERT B. WEIDE, DIRECTOR DE CURB YOUR ENTHUSIASM, OBTUVO LA CONFIANZA DEL CINEASTA


Aunque la evidente admiración le impide repasar los aspectos más espinosos en la vida del realizador de Manhattan, Woody Allen: a Documentary presenta más de una revelación, sobre todo en cuanto a los métodos de elaboración y su ética de trabajo.

 Por Geoffrey Macnab *

El hombre de 76 años visita los lugares que lo encantaron en su juventud. Se lo ve en la puerta de un viejo y decrépito cine de Brooklyn donde, medio siglo atrás, vio sus primeras películas de Ingmar Bergman. Se lo muestra en el campus de la escuela superior donde pasó tiempos miserables. Caras de sus años tempranos pasan frente a la cámara: novias, colaboradores, su devota hermana menor Letty e incluso –en material de archivo– Nettie, su madre de lengua filosa, recordándole qué niño tan demandante era. Otros materiales de archivo traen recuerdos de su viajes infantiles a Coney Island. El hombre en cuestión es el comediante y realizador Woody Allen, centro de una película realizada por Robert B. Weide, director de Curb Your Enthusiasm y uno de los más fervientes admiradores de Allen.

Ante este film no se puede sino recordar Cuando huye el día, la película que Ingmar Bergman escribió y dirigió en 1957: como en ese celebrado título del realizador, aquí una figura distinguida en el ocaso de su carrera confronta su propio pasado. Como aquel viejo profesor interpretado por Victor Sjöström, Allen no puede disimular sus decepciones o sus añoranzas. Aun después de cuarenta años, sigue insistiendo sobre “la trivialidad esencial” de sus primeras películas, y sigue en la búsqueda de “hacer una gran película, algo que me ha eludido a través de las décadas”. También está preocupado por su propia mortalidad, una preocupación que lo atacó por primera vez cuando tenía cinco años. Ni siquiera se ha disipado el sueño de ser un gran músico de jazz como su ídolo Sidney Bechet.

Todos saben cuán reticente es Woody Allen. Uno no espera que vaya a abrirse y hablar de la implosión de su relación con la que alguna vez fue su musa, Mia Farrow, o que hable de su hijastra convertida en esposa Soon-Yi. El tono de la película de Weide es reverente, incluso hagiográfico. A pesar de ello, es inesperadamente reveladora. Se lo ve a Woody sentado en su escritorio, frente a la misma máquina de escribir alemana que usó toda su vida laboral, una portátil anciana pero conservada de manera inmaculada. Como un boy scout, usa tijeras y grapas para abrochar sus artículos y guiones. Se lo ve hurgando en la cómoda junto a su cama, donde guarda su amplio tesoro de esquemas y líneas argumentales para posibles películas futuras.

Woody Allen: a Documentary tendrá estreno mundial el año próximo. Mientras tanto, el British Film Institute está presentando una retrospectiva de su trabajo. Una muestra que vuelve a dejar claro que el realizador es todo un fenómeno, el más prolífico de la “lista A” de esta era. No sólo ha hecho cerca de cincuenta películas. También retuvo el completo control creativo de todas ellas, un logro cercano a lo milagroso si se tienen en cuenta los cambiantes gustos del público y las demandas de los financistas.

Es sorprendente lo poco que ha cambiado Woody Allen en el último medio siglo. Todavía estaba en la escuela cuando empezó a vender chistes a los diarios. Se “convirtió” en Woody Allen porque no quería que sus compañeros de clases vieran su nombre en las columnas sobre Broadway de los periódicos. Nacido como Allen Stewart Konigsberg, se metamorfoseó en el comediante que aún aflora hoy. Esos anteojos que son marca registrada también fueron adoptados tempranamente: empezó a usarlos porque Mike Merrick, un comediante que admiraba, tenía unos iguales. Pensaba que le daban cierta gravedad cómica. La persona/personaje quedó establecida cuando tenía veinte años, y no ha cambiado mucho desde entonces.

La paradoja con Allen es que él quiere pelear con la monstruosidad metafísica de la existencia, pero nunca fue muy capaz de hacerlo. En el documental de Weide habla de por qué le da más valor a la musa trágica que a la musa cómica. Lo que queda claro es que nunca estuvo realmente abierto a esa musa trágica. La feroz ética de trabajo que lo hizo exitoso tan temprano en su carrera significó que estuviera siempre tan ocupado con el siguiente proyecto que no tenía tiempo para quedarse a vivir en el anterior. Nunca mira atrás. Nunca vuelve a mirar sus propias películas. No lee las críticas. Aunque sus películas son famosas por el modo en que explora la vida interior y las ansiedades de sus personajes, no hay mucha evidencia de que lo haga del mismo modo con su propia vida. Las neurosis están en la pantalla. Todos sus amigos describen lo bueno que es “compartimentando”. Una ex mujer menciona con asombro cuán bien duerme siempre. Incluso cuando el juicio con Mia Farrow por la custodia de sus hijos provocaba grandes titulares en los diarios, él seguía trabajando normalmente.

Allen asegura estar influido a partes iguales por Groucho Marx, Bob Hope y Bergman. Lo primero que le atrajo de Un verano con Mónica fue la pública promesa de que la protagonista, Harriet Anderson, aparecía desnuda. “Se decía que ella aparecía sin ropas en la película, así que fui rápidamente a verla para poder ver a una mujer desnuda. Y descubrí una película fabulosa más allá de la desnudez”, le dice a Weide. Tras ver a Andersson retozando desnuda en la campiña sueca, Allen descubrió otras películas de Bergman, como El séptimo sello y Cuando huye el día. “Pensé que para mí no tenía ningún sentido trabajar, porque nadie sería capaz de hacer algo mejor que eso. Bergman había alcanzado el límite de lo que podés hacer en una película, no había otro lugar donde ir”, dice. Pero la sombra de Bergman no lo terminó bloqueando. Algo que parece haber aprendido del maestro sueco es que siempre hay que tener claro el próximo proyecto, lo que significa el éxito o el fracaso del anterior nunca será una distracción y se podrá seguir trabajando pase lo que pase.

“Nunca hago preparativos –admite Allen a Weide, en lo que parece una confesión shockeante–. Tampoco hago ensayos. La mayoría de las veces no sé lo que vamos a filmar, me alcanzan un par de páginas del material que haremos ese día y veo qué es lo que debo hacer. No leo el guión. Una vez que lo termino y lo reescribo ya no lo leo más, porque me harta y lo empiezo a odiar.” Esto explica por qué las películas son tan frescas, pero también por qué algunas –pocas– parecen estar hechas muy a la ligera. La ironía es que Allen se convirtió en cineasta porque en primer lugar era un perfeccionista. Al comediante le desagradó el modo en que Hollywood “estropeó” su primer guión, ¿Qué pasa, Pussy-cat?, dirigida por Clive Donner. Allen supo que él podía hacerlo mejor, y se determinó a proteger siempre su material.

Las cualidades a la Peter Pan de Allen quedaron subrayadas cuando la reciente Medianoche en París se convirtió en su film más exitoso en la taquilla de Estados Unidos. Aun sin los más de 50 millones de dólares que su film número 47 lleva recaudados, hay muchos financistas posibles para su trabajo. A medida que pasan los años, parece menos probable que haga esa “verdadera gran película” que busca. La ironía es que si alguna vez lo logra, es muy probable que él le encuentre algún defecto... y que el público siga prefiriendo las primeras.

* De The Independent de Gran Bretaña.

CINE: DONNIE DARKO. ¿APOCALIPSIS AHORA?

                                                                                                                    JAKE GYLLENHAAL. Jovencísimo en el filme de Kelly.



Donnie Darko”, una visión contemporánea del fin del mundo, quizá sea la primera película de culto del siglo XXI.

Por Ezequiel Boetti

El destino de Donnie Darko era inevitable. Estrenada comercialmente a fines de octubre de 2001, 600 mil dólares en la taquilla norteamericana y poco más del doble alrededor del globo son testigos insobornables de una carrera comercial que de tan mala podría considerarse nula. Fue un fracaso tan estrepitoso como lógico, si se tiene en cuenta que difícilmente el público iba a pagar un entrada para ver lo mismo que podía ver en vivo y directo por la CNN: la cuenta regresiva hacia un inminente apocalipsis. Y por si ese anclaje con la realidad fuera insuficiente, el filme de Richard Kelly incluía, a falta de una, dos turbinas cayendo sobre la habitación del protagonista. Pero los ánimos amainaron y la edición en dvd empezó a circular de lectora en lectora, generando una creciente horda de fanáticos dispuestos a discutir los devaneos metafísicos del adolescente del título y la rotulación de película de culto, quizá la primera del nuevo siglo. Atentos al runrún de foros y blogs, los productores reestrenaron el corte del director en junio de 2004, misma versión que hoy, diez años después de aquel bautismal y fugaz paso por las salas, llega directo al mercado hogareño argentino.

El filme comienza con el despertar de Donnie Darko (un jovencísimo Jake Gyllenhaal), quien se descubre en medio de una ruta, solo y algo aturdido, pero carente de sorpresa; al contrario, hay una extraña cotidianidad en la situación. La sensación deviene certeza cuando Elizabeth (Maggie Gyllenhaal) pone en falta a su hermano enrostrándole su paranoia y esquizofrenia frente a mamá y papá Darko. En uno de esos paseos nocturnos el adolescente se hace de un nuevo amigo, Frank. Pero Frank, vale aclararlo, no existe sino en la arremolinada imaginación del adolescente, que lo moldeó con la forma de un conejo antropomórfico bípedo que, por si fuera poco, le asegura, con voz gutural símil Scream , que en 28 días, 6 horas, 42 minutos y 12 segundos, justo durante las elecciones presidenciales norteamericanas de 1988, se acabara el mundo. De allí en adelante, Kelly no dirige ni guiona: esculpe. Paciente pero decidido, moldea un mundo cada escena más anómalo, poblado de criaturas cuyo exotismo no se condice con su aparente normalidad. La maestra de literatura (Drew Barrymore, también productora ejecutiva), el referente espiritual new age (Patrick Swayze), la madre-docente puritana (Beth Grant), la sibilina novia del protagonista (Jena Malone), todos parecen confabularse para ubicar a Donnie Darko (película y personaje) en un cosmos donde no hay peor pesadilla que el sutil y gradual –y lyncheano– enturbiamiento de lo rutinario.

En ese sentido, la ópera prima de Kelly tiene un mérito tan extraño como ella misma: adelantarse en el tiempo para vislumbrar una década antes de la llegada de Avatar, El origen, 8 minutos antes de morir o Los agentes del destino, que el futuro –el presente– estaba en la utilización de diversas unidades de espacio y tiempo que operen en simultáneo en un único relato pero a distintos niveles narrativos. Es decir, ficción dentro de la ficción. O ficciones de lo irreal, según lo bautizó Diego Lerer en su blog Micropsia. Pero la diferencia entre Donnie Darko y el resto de los filmes practicantes de esa suerte de metanarración, es que en el primero funciona como herramienta para la interpelación y la puesta en abismo del raciocinio y la credulidad del espectador, mientras que en El origen o Los ángeles del destino se la toma como juego pirotécnico para vestir de complejo aquello que, quizá a causa de un grupo de guionistas timoratos, rebosa simpleza. De esta forma, si Nolan gasta extensísimos minutos de su película explicando los “qué” y los “cómo” de la introspección al inconsciente –además, con una pereza cinematográfica alarmante: un ping pong de preguntas y respuestas entre dos personajes–, Kelly invierte el tiempo en la construcción de un relato regido por su voluntad y los arbitrios del azar. En Donnie Darko no todo se explica ni explicita, se legan cabos sueltos para que el espectador se encargue de unirlos. Esa desaprensión por el encuadramiento en los cánones de la lógica hace de Donnie Darko una película que avanza firme hacia un desenlace que –obvio– se presta a múltiples interpretaciones. La opción por lo no explicativo y la apelación al movimiento neuronal del espectador es una apuesta límite y radical en el cine norteamericano. Más aún en el inminente apocalipsis de octubre 2001.

NARCISO IBAÑEZ MENTA: EL NIÑO QUE FUMABA EN ESCENA.

                                                            IBAÑEZ MENTA. En su imagen definitiva, la del terror elevisivo.


Un gran trabajo de investigación guarda un libro sobre la infancia de Narciso Ibáñez Menta, cuando se lo conocía como "Narcisín": sus actuaciones ya eran furor.


Por Leni Gonzalez  

Hay un personaje de culto envuelto en el mismo paquete que Vincent Price y Pepe Biondi; el discípulo escondido de Lon Chaney, el creador de máscaras, el de la voz espectral, el que ganó admiradores por ser el único en tomarse en serio el terror televisivo: ese Narciso Ibáñez Menta no será invocado esta vez y su espíritu podrá descansar en paz. Hay otro, en cambio, no ignorado, pero sí poco difundido, el del actor y director de teatro; el que trajo a la Argentina en 1950, a un año de su estreno, La muerte de un viajante , de Arthur Miller; el que dirigió y compartió cartel con un joven llamado Alfredo Alcón, en Las manos sucias , de Jean Paul Sartre, en 1956; el que se fue amargado del país, en 1963, cuando un boicot en el Teatro San Martín le impidió estrenar Ricardo III , inoculándole una gran frustración de su carrera.

Pero hay, por lo menos, uno más; uno al que llamaban “Narcisín”, un niño prodigio que apareció en el primer número de Billiken, que fumaba en el escenario y tenía autores que escribían para él; sobre ese del que nada se sabe, hay un libro que lo dice todo: Narciso Ibañez Menta: esencialmente, un hombre de teatro. Volumen 1: De “niño Ibáñez” a “pibe Narcisín” . “Busco el detalle no para que se note, sino para que no moleste su falta”: señalado como un perfeccionista obsesivo, ni imaginaba que cuarenta años después sería el protagonista de una biografía tan exhaustiva en precisiones como la realizada por Graciela Beatriz Restelli, investigadora del Instituto Nacional de Musicología Carlos Vega, estudiante de teatro y admiradora desde la adolescencia de Ibáñez Menta.

Desde 1969 la chica acumulaba cualquier recorte, nota o fotografía donde apareciera ese señor culpable de que los adultos repitieran en plan chistoso “¿queda alguien en los camarines?”, olvidado guiño de aquel récord de audiencia del 9, El fantasma de la ópera , en 1960. Ella dice que fue una casualidad la que la condujo hasta él: a través de la amiga de una amiga de la escuela secundaria comenzó el envío de cartas, al que siguieron llamados telefónicos y una fluida comunicación con esa ignota admiradora. “En persona, por primera vez, lo vi el 25 de agosto de 1992, en el programa de Mirtha Legrand cuando le festejaron los 80 años y me presentó como su biógrafa. ‘Nadie sabe tanto de mí como tú’. ‘Me conoces desde que nací’. ‘Tienes que ser mi biógrafa oficial’, siempre me decía. Y su mujer me invitó a la casa, en Madrid, cuando se puso ya muy enfermo. Fue cuando murió, en 2004, que me dije que tenía que hacer algo con todo eso.” Y lo que hizo Restelli fue sumar nuevas fuentes a su tesoro de documentos: un minucioso rastrillaje día a día de carteleras, críticas, crónicas y programas de mano, tarjetas de invitación, caricaturas, cartas, libretas de anotaciones y una enorme cantidad de fotografías, sin exagerar, increíbles. A todo ese monstruo de papeles y recuerdos lo ordenó en seis etapas de las cuales, sólo las dos primeras, integran el volumen 1 de 579 páginas. La primera, de 1912 a 1923, se remonta hasta sus padres, Narciso Ibáñez y Consuelo Menta, artistas de una compañía de zarzuela, opereta y verso. Debutó a los tres años y para diferenciarlo del padre, un empresario lo bautizó “Narcisín”; en 1919, en la misma semana en que cumplía siete años, Buenos Aires lo vio actuar, cantar y bailar en el entonces teatro de la Comedia en la obra Los granujas , a la que siguieron El príncipe Cañamón , El pibe del corralón y La ilusión de un canillita , de Carlos Romeo. “El recuerdo de esa época no era grato para él”, cuenta Restelli. “Era una tortura para un chico. Desde la una de la tarde hasta la una de la mañana, con hasta cinco y seis funciones diarias. Era el ‘fenómeno Narcisín’, querido por la elite y por los sectores populares.” La segunda etapa va de 1923 a 1930: la familia vuelve a España y sale de gira por Cuba y México hasta llegar al Centro asturiano de Tampa, en Florida, y a los teatros hispanos de la periferia de Nueva York. En esa ciudad, el adolescente se deslumbrará con el Drácula de Bela Lugosi, en el teatro Fulton. La adultez y otro teatro lo esperaban cuando en 1933 regresó a la Argentina. Pero esa historia formará parte del segundo volumen que Restelli está escribiendo junto a Darío Lavia y que ambos sueñan con publicar el año próximo, para el centenario del artista.