Ultimos atardeceres en la Tierra
No era devoto de la tecnología, no manejaba ni le
gustaba viajar en avión, sin embargo se adueñó del espacio y del futuro
de la vida en la Tierra como pocos. Unió su nombre a Marte para siempre
con Crónicas marcianas. Nunca más se podrá quemar un libro sin pensar en
Fahrenheit 451. La ciencia misma explica fenómenos con su teoría del
“efecto mariposa”. Y sin embargo, se negaba a ser considerado un
escritor de ciencia ficción. Entusiasta irrenunciable, autor de decenas
de libros que esconden –todos– algo memorable, lírico, elegíaco, tan
cerca de una galaxia remota como de Huckleberry Finn, quizás el secreto
de Ray Bradbury sea que convirtió sus propios libros en máquinas del
tiempo perfectas que, sin importar los escenarios, los planetas ni los
años, viajan siempre al mismo lugar: la infancia perdida. Quizá por eso
miles de chicos entraron a la literatura por sus libros y muchos –hoy
escritores reconocidos– decidieron quedarse a vivir ahí y sentarse a
escribir. La semana pasada, a los 91 años, murió el único humano que
llegó a Marte.
Por Mariana Enriquez
“¿Qué
ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de
su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen
de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una
manera tan íntima?” Así, impactado, perplejo, escribía Jorge Luis Borges
el prólogo a la edición argentina de Crónicas marcianas, libro que leyó
en los últimos días del otoño de 1954, apenas cuatro años después de la
publicación original. Y su pregunta apunta al centro del misterio de la
literatura de Ray Bradbury: por qué sus historias sencillas, clásicas,
de enorme belleza lírica, producen revelaciones, provocan vívidos
desasosiegos, reviven terrores atávicos y deliciosos, urgen, también, a
contar. No hay escritor cuyo impacto, especialmente en la adolescencia,
pueda compararse al que produce Ray Bradbury. Murió esta semana a los 91
años y su muerte era esperada, pero en las demostraciones de duelo
afectuoso que se propagaron hubo una tristeza genuina y cierta sorpresa,
como si este hombre de Illinois pudiera vivir para siempre. Parte del
misterio –insoluble por lo demás– de la literatura de Bradbury es que
parece transcurrir en otro tiempo: el de la infancia. No la infancia
idealizada que imaginan los adultos sino la infancia real: la época en
que se conoce la muerte y la pérdida, cuando hacen falta la magia y los
amuletos, los años de esperar el verano y los disfraces y los cumpleaños
y el regreso de los padres. Los cuentos de Bradbury vienen de ese país
perdido para siempre, pero que él recuerda en cada uno de sus accidentes
y sus milagros. Todos los cuentos de Bradbury son acerca de la muerte
de la infancia, aunque escriba sobre la muerte de un planeta, de una
casa o de una pila de libros que arden. Ese es parte –sólo parte– del
impacto de sus ficciones: el reconocimiento. Es el hombre que recuerda.
Un emisario que trae olores y colores y voces que se creían perdidos
desde un lugar que queda en el más lejano de los territorios: el pasado.
Es extraño que el hombre que volvió respetable la ciencia ficción se
haya preocupado tan poco por el futuro (o por la ciencia). Es casi
gracioso recordar hoy que, por ejemplo, en aquellos años pioneros,
muchos puristas de la ciencia ficción renegaban de Crónicas marcianas
porque en el planeta la atmósfera era respirable y a Bradbury nunca le
importó explicar por qué. Jamás se preocupó por los años luz y las
nebulosas y las matemáticas. A Bradbury sólo le importaba la gente y las
metáforas.Ray Bradbury nació en Waukegan, Illinois, de clase trabajadora. Como muchas familias del Medioeste durante la Gran Depresión, los Bradbury dejaron su pueblo buscando trabajo. Primero se fueron a Tucson, Arizona. Y cuando Ray tenía trece, se instalaron definitivamente en Los Angeles. La constante durante estos viajes, solía contar Bradbury, eran las bibliotecas. Allí pasaba todo el tiempo posible leyendo a Poe, Verne, Edgar Rice Burroughs. Bradbury no fue a la universidad, ni tuvo educación terciaria: se formó leyendo en bibliotecas públicas. Su adolescencia y toda su vida adulta fueron californianas, pero sin embargo a Bradbury se lo identifica como la quintaesencia del escritor del Medioeste, el hombre candoroso de pueblo chico, nada que ver con la opulencia playera del rico estado del sol. Sucede que su ficción está anclada en Illinois, en Ohio, en Indiana; de ahí vienen sus personajes, ésos son los pueblos que los marcianos construyen para atrapar a los confiados colonizadores, que creen estar viendo Grinnell, Iowa o Green Bluff, Illinois y no imaginan la trampa (“La tercera expedición”, de Crónicas marcianas). Hay un motivo personal para este anclaje. Hay un Santo Grial en la vida de Bradbury, un personaje de su infancia llamado Mr. Eléctrico. Era un mago de feria ambulante que llegó a Waukegan en el otoño de 1932. Su truco más importante era la silla eléctrica: sentado, dejaba que la electricidad pasara por su cuerpo y le erizara los pelos. Ray lo vio, y quedó fascinado. Pero al día siguiente tuvo una mala noticia: su tío favorito había muerto y debía ir a su funeral. Cuando volvía del cementerio, en el auto de sus padres, alcanzó a ver las carpas del modesto circo y le pidió a su padre que parara. Salió corriendo del coche, escapando de la tristeza y de la muerte. Mr. Eléctrico estaba sentado en un banco y, por decir algo, le pidió que le enseñara algunos trucos de magia. Mr. Eléctrico lo hizo y después le presentó a los integrantes de la troupe. Al hombre tatuado que más tarde sería “El hombre ilustrado”. Al enano que luego sería el protagonista de uno de los más crueles cuentos de Dark Carnival (El país de octubre, 1943). Caminaron juntos por la costa del lago Michigan y Mr. Eléctrico se agachó y le dijo a Ray: “Me alegro de que hayas vuelto a mi vida. Fuiste mi mejor amigo en París en 1918. Te vi morir en mis brazos en las Ardennes. Me alegra que hayas vuelto al mundo. Tenés una cara y un nombre diferentes, pero la luz que brilla en tu rostro es la misma”.
Años después, Bradbury se preguntaba por qué le había dicho eso. “A lo mejor tenía un hijo muerto, o se sentía solo, o me estaba haciendo una extraña broma. A lo mejor vio la intensidad con la que yo vivía. Lo que sé es que, cuando me fui, me acerqué al carrusel que tocaba ‘Beautiful Ohio’ y me puse a llorar. Algo importante me había pasado. Me sentí cambiado. Ese hombre me dio importancia, inmortalidad, un regalo místico. Volví a casa y empecé a escribir. Nunca paré”.
Mr. Eléctrico le otorgó el don. Su primer éxito literario se lo dio Truman Capote, que eligió la historia “Reunión de familia” de entre una pila de basura para publicarla en Mademoiselle, una revista más prestigiosa que los pulps donde Bradbury vendía cuentos anteriormente. “Reunión de familia” es una de sus historias encantadoras, de las que le ganaron la fama de escritor delicioso. Que lo es. Es la delicia de “La mañana verde” de Crónicas marcianas, de “La última noche del mundo” de El hombre ilustrado (1951), con esa pareja que antes de irse a dormir, en el final de sus vidas –y de la vida de la Tierra–, no se olvidan de cerrar la canilla; son los cuentos protagonizados por Poe, por Picasso, por la familia Elliot; es El vino del estío, la hermosa recreación de su infancia que lo emparienta con Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain. Pero Bradbury era notable, y perverso, con sus historias de horror: “El pequeño asesino”, donde un bebé camina por la casa y abre el gas para matar a sus padres; “La multitud”, pesadilla urbana en la que quienes se juntan alrededor de las víctimas de accidentes automovilísticos son siempre los mismos –las mismas, fantasmales caras– y estos seres deciden la vida y la muerte. Los horribles niños de “La pradera” o de “La hora cero”, cuentos cuya trama es de ciencia ficción, pero su tema es el más horrible y violento egoísmo.
Y es aún más brutal en la tristeza de sus cuentos de soledades. La mujer y el hijo que ven al padre abandonarlos, de a poco, porque prefiere el vacío del espacio al calor de la familia en “El hombre del cohete”; los chicos que no le dejan ver el sol a la niña inmigrante, en Venus, ese planeta donde llueve sin parar y todo es blanco; la niña de la Tierra que recuerda la tibieza en “Verano todo el año” de Remedio para melancólicos (1959). Esa casa vacía que sigue funcionando después de la bomba, una casa inteligente que no puede detener su propia muerte, que está sola hace tanto tiempo, en “Vendrán lluvias suaves”, uno de sus mejores cuentos.
Su novela más famosa, Fahrenheit 451 (1953) es su única distopía y probablemente su único texto de ciencia ficción pura. Da la impresión que él le estaba muy agradecido al libro, pero no le tenía un gran afecto. “No soy un novelista –solía decir–, corro los cien metros, no el maratón.” Escribió anticipación de una manera oblicua: “El caminante”, por ejemplo, de Las doradas manzanas del sol (1953), anticipa el sedentarismo de los suburbios de Estados Unidos y la inquietante soledad de esas calles por las que nadie camina. También inventó teorías que, con los años, nadie asociaría con su nombre, como la del “efecto mariposa” –formulada diez años antes de que lo hiciera el matemático Edward Lorenz– en el cuento sobre viajes en el tiempo “El ruido de un trueno” (1953), que Stephen King estuvo leyendo con atención para su última novela, 22/11/63.
Ray Bradbury nunca aprendió a manejar (lo que en Estados Unidos es tan raro como estar vivo y no tener pulso). Se resistió a viajar en avión hasta que se hizo muy anciano: prefería, y usaba, el tren. No leía a escritores jóvenes, pero conversaba con ellos durante horas, si le parecía que brillaban, que tenían ese ardor que, por cercano, por propio, sabía reconocer. Su nombre jamás se relacionó con ningún premio importante: ni siquiera ganó el Pulitzer. Contaba que Mr. Eléctrico, en aquella feria ambulante, lo tocó con una espada cargada de electricidad en la frente, en la nariz y en el mentón. Le dijo: “Que vivas para siempre”. El prometió intentarlo.
Y lo logró.
La ciencia ficcion en el closet
Por Ray Bradbury
La
ciencia ficción satisface una necesidad de los lectores que no puede
saciar la ficción mainstream porque, sencillamente, la ficción
mainstream no les ha prestado atención a los cambios de nuestra cultura
en los últimos cincuenta años. Las ideas mayores de nuestro tiempo –el
desarrollo de la medicina, la importancia de la exploración del espacio
para el avance de nuestra especie– han sido relegadas. Los críticos en
general están equivocados o atrasan veinte años. Es una gran pena. Se
pierden de tanto. Por qué se deja de lado la ficción de la ideas es algo
que me supera. No puedo explicarlo, salvo por el esnobismo intelectual.
Cuando era un escritor joven, si iba a una fiesta y decía que era un escritor de ciencia ficción, me insultaban. A mí y a cualquier otro, por supuesto: te llamaban Flash Gordon toda la noche o Buck Rogers. Sesenta años atrás no se publicaban libros de ciencia ficción. En 1946, recuerdo, se habían publicado sólo dos antologías de ciencia ficción. Y no podíamos comprarlas, porque éramos demasiado pobres. Así de escaso y poco importante era el campo. Cuando se empezaron a publicar libros, a principios de los ’50, no se reseñaban en revistas literarias. Todos éramos escritores de ciencia ficción en el closet.
Yo soy como Verne, en muchos sentidos –un escritor de fábulas morales, un instructor de humanidades–. El creía que el ser humano está en una situación muy extraña en un mundo muy extraño, y cree que puede triunfar comportándose moralmente. Su héroe Nemo –de alguna manera la otra cara del enloquecido Ahab de Melville– anda por el mundo sacándole las armas a la gente para enseñarles la paz.
Todo empezó con Poe. Lo imité desde que tenía 12 años hasta los 18. Me enamoré de la joyería de Poe. Es un incrustador de gemas, ¿no? Lo mismo que Edgar Rice Burroughs y John Carter. Y los comics. Y los programas de radio imaginativos, especialmente Chandu, El Mago. Estoy seguro de que era bastante berreta, pero no para mí. Cada noche, cuando el show terminaba, me sentaba y escribía de memoria todo el guión. No podía evitarlo. Soy un conglomerado de basura pero también tengo mis amores “literarios”. Me gusta pensar que soy un tren que atraviesa Estados Unidos a la medianoche y conversa con sus escritores favoritos. Y en ese tren iría gente como George Bernard Shaw. Frost, Shakespeare, Steinbeck, Huxley, Thomas Wolfe. Cuando uno tiene 19 años, Wolfe abre puertas. Usamos a ciertos autores en ciertos momentos de nuestras vidas, pero con otros, el romance es hasta el fin. Thomas Mann, por ejemplo. Leí Muerte en Venecia a los 20 y mejora cada año. El estilo es la verdad. Una vez que uno sabe qué decir sobre sí mismo y sus miedos y su vida, eso se convierte en el estilo de uno, y uno recurre a esos escritores que pueden enseñar las palabras para armar esa verdad. Yo aprendí de Steinbeck y de mujeres que amé locamente, como Eudora Welty o Katherine Anne Porter.
Soy un bibliotecario. Me descubrí a mí mismo en una biblioteca. Cuando me gradué de la secundaria en 1938 empecé a ir a biblioteca tres noches por semana y lo hice durante diez años, hasta que me casé. Tenía veintisiete años. La biblioteca es la escuela. No se puede aprender a escribir en la universidad. Es un pésimo lugar para los escritores porque los profesores creen saber más que los alumnos –y eso es falso–. Tienen prejuicios. Les puede gustar Henry James pero, ¿quién quiere escribir como Henry James? No entiendo por qué se enseñan la mayoría de los escritores que se dan en las universidades en los últimos treinta años. No sé por qué la gente los lee ni por qué se los estudia.
Puedo trabajar en cualquier lado. Escribí en habitaciones y en livings cuando era adolescente en la casa de mis padres, una casa pequeña en Los Angeles. Trabajaba en mi máquina de escribir, con la radio a todo volumen y mi hermano y mis padres hablando todo el tiempo. Después, cuando quise escribir Fahrenheit 451, fui a la UCLA y encontré una habitación de tipeo en el sótano; se insertaban monedas de 10 centavos en la máquina de escribir y así se compraba media hora de tipeo por vez.
Escribo todo el tiempo. Me levanto sin saber qué voy a hacer. Usualmente tengo una percepción al amanecer, cuando despierto. Tengo lo que llamo “el teatro de la mañana” en la cabeza, todas estas voces que me hablan. Cuando vienen con una buena metáfora, salto de la cama y las atrapo antes de que desaparezcan.
Es obvio que disfruto de escribir. Es la exquisita dicha y la locura de mi vida y no entiendo a los escritores que lo sienten como un trabajo. A mí me gusta jugar. Me interesa divertirme con las ideas, echarlas al aire como papel picado y correr bajo ellas. Si tuviera que trabajar, habría abandonado la escritura. No me gusta trabajar.
Estas palabras de Bradbury están tomadas
de fragmentos la entrevista que Sam Weller le hizo para la revista Paris
Review en la primavera de 2010.
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