viernes, 29 de marzo de 2013

FALLECIO EL HISTORIETISTA Y EDITOR MANUEL GARCIA FERRE A LOS 83 AÑOS.





El creador de Anteojito, Hijitus, Larguirucho, Calculín y el profesor Neurus era conocido como “el Walt Disney latinoamericano”, por el impacto que sus personajes tuvieron en la región. Llevó su galería de la historieta al cine y la televisión, siempre con éxito.


 Por Andrés Valenzuela

Con banderas a media asta, homenajes dibujados y un incesante recorrido de lectores veteranos y colegas del lápiz, hoy la nación de Trulalá está de luto. Ayer, en las primeras horas de la madrugada, murió Manuel García Ferré, creador de cantidad de personajes infantiles que marcaron a varias generaciones desde la revista Anteojito y desde la pantalla del cine. El dibujante y emprendedor andaluz tenía 83 años y varias operaciones entre pecho y espalda. Tres días antes había ido a hacerse un chequeo y quedó internado. En el quirófano, finalmente, no soportó la última intervención y quedaron truncos sus planes. Porque García Ferré siempre tenía una próxima película en mente.

Era llamativo verlo en público. En principio, porque ya no se prestaba tanto para las ocasiones sociales con mucha gente. Cuando acudía a una, sus fans hacían paciente cola para sacarse una foto o dejarle un abrazo. Y siempre llamaba la atención su paciencia y su vitalidad. A la muestra retrospectiva que se le hizo en el Centro Cultural Recoleta hace un par de años llegó caminando solo y solo se fue. “Está mejor que todos nosotros juntos”, comentó un treintañero de la organización. No faltaba verdad a eso: un editor contaba que cuando el gobierno porteño anunció en Frankfurt la creación del Museo del Humor (MuHu), al llegar a Alemania García Ferré empujaba su valija y la de Carlos Garaycochea, por entonces recientemente operado.

 

El año pasado, en la entrega de los Premios Banda Dibujada, se mostró lúcido, dio un discurso muy cálido sobre la importancia de transmitir valores a los chicos a través de los personajes y se avino a todo el fervor que generaba entre sus colegas más jóvenes, tanto de veinteañeros apenas conocidos como de consagrados como Liniers. Esa jornada de junio recibió su último reconocimiento público: el premio a la trayectoria que le entregó el movimiento cultural Banda Dibujada, y que este año recibirá Oswal. No es casual que Oswal sea un autor cuya obra más importante, Sonoman, apareció durante una década en las páginas de las revistas que editaba el andaluz. García Ferré fue fundamental en la promoción de numerosos colegas.

García Ferré nació en Almería, España, en 1929 y emigró a la Argentina a los 17 años. Estudió arquitectura, pero trabajaba en publicidad mientras se pulía como dibujante. Fue entonces cuando dio con su primer hito, Pi-Pío, una serie por cuya reedición le rogaban sus colegas en ese último homenaje. En el universo de Pi-Pío aparecieron Oaky (“¡cosha golda!”) e Hijitus (“sombrero, ¡sombreritus!”), además de otros muchos iconos.

El gran salto lo pegó cuando consiguió llevar a Hijitus a la pantalla chica. Filmó los dibujitos animados del personaje del sombrero roto a color, aunque en 1967, cuando se estrenó, la televisión aún se veía en blanco y negro. García Ferré intuía que el color llegaría pronto y prefería estar preparado. Canal 13 transmitió al personaje con capítulos estreno hasta 1974 y desde entonces, temporada por medio, los repone. Esto convirtió a sus personajes en referentes culturales inevitables de decenas de miles de argentinos. Si un niño usa lentes o aparece peinado con raya al medio, muy probablemente en algún momento de su infancia escuche que lo apodan Calculín.

 

El dato de haber filmado la serie original a color, aunque los televisores de la época no podían reproducirlo, dice mucho de su perspectiva creativa. Su apuesta por el color no era fanfarronería ni quijotada sin sentido. Entre los grandes méritos del dibujante estaban un agudo sentido emprendedor y una fuerte motivación por la calidad del producto final. En más de una ocasión desechó las críticas por haber invertido un millón de pesos en la producción de una película animada, de las que hizo media docena. ¿Cómo quieren competir en calidad y popularidad con las películas norteamericanas sin invertir dinero?, planteaba. Y, excepción hecha de Soledad y Larguirucho, su última producción, sus trabajos confirmaban esa regla. Manuelita, Ico, el caballito valiente y otras producciones no tenían nada que envidiar a sus pares de los grandes mercados mundiales, e incluso se las arreglaban para cosechar algún premio internacional. No en vano le decían “el Walt Disney latinoamericano”, por el enorme éxito de sus animaciones en todo el continente.

Pero García Ferré no sólo influyó a generaciones a través de su serie animada o de sus películas. Personajes como Larguirucho o Neurus pasaban con facilidad de la pantalla al papel. De hecho, tras el éxito de su aventura televisiva lanzó Anteojito, una revista educativa para chicos que estuvo vigente durante casi cuatro décadas y llegó a vender 300.000 ejemplares, hasta que la crisis de 2001 le dio los golpes finales y debió cerrar en 2002. Allí el peso de sus creaciones se diversificó. Por un lado, porque la publicación se convirtió en un clásico y no era infrecuente la pregunta: “Tus papás cuál te compran, ¿Anteojito o Billiken?” Por otro lado, porque fue cantera e inspiración para cantidad de dibujantes. No sólo los que eran niños y pasaban tardes copiando sus historietas, sino también un montón de profesionales en ciernes que recuerdan con cariño ser atendidos por García Ferré en persona y que éste les comprara alguna página para estimularlos, aunque luego no fuera a ser publicada.

 

Cuando se le preguntaba por qué sus creaciones habían calado tan hondo entre lectores y espectadores, García Ferré no hablaba tanto de la calidad de la obra ni del esfuerzo que insumía, sino de “valores”. Para él, cada personaje del mundo de Trulalá era una historia que transmitía valores morales a los niños que la seguían. Estaban inspirados en personas reales, aseguraba, lo que les daba carnadura, pero sobre todo planteaban un modo de ver el mundo que, por cierto, tendía a ser conservador. Esta moralina es defendida a capa y espada por una legión de admiradores incondicionales, lectores de la vieja guardia que en los circuitos de coleccionistas agregan el posfijo “itus” a sus nombres, en “homenaje al maestro” y que regañaban a los críticos de cine “sin corazón” cuando éstos criticaron las falencias del encuentro entre la animación y la cantante Soledad Pastorutti.

Entre otras producciones, García Ferré cobijó en su editorial las revistas Muy interesante y Ser padres hoy, por ejemplo, y también creó la enciclopedia El libro gordo de Petete (que, en rigor, nunca fue un libro propiamente dicho sino hasta unos años atrás, cuando V&R Editoras recopiló todo el material disponible en un tomo). Petete también llegó a la televisión, pero de la mano de una joven Gachi Ferrari primero, y con Guillermina Valdés luego, por Telefé.
García Ferré hablaba mucho acerca de la responsabilidad social del artista. Del dibujante con su lápiz, “el escultor con el cincel, el pintor con el óleo y el músico con su flauta”. Con esa idea, afirmaba: “Los ideales y la ilusión nos traen el sentido más grande”. Su sentido, esperaba, era ofrecer una “diversión educativa”. Una estatua en Balcarce y México, en pleno San Telmo, lo reconoce por ello. Y cuenta, sobre todo, con el cariño incondicional de miles de fans. En ellos, su intención pedagógica hizo escuela. Fue su más grande logro.

viernes, 8 de marzo de 2013

CINE: Top Five las locuras de Hitchcock


Además de ser considerado el gran maestro del suspenso, el director también trascendió por una suma de excentricidades; conocé algunas de ellas

 Por: Milagros Amondaray



1. ESPOSÓ A LOS PROTAGONISTAS DE LOS 39 ESCALONES


 
En numerosas ocasiones, Alfred Hitchcock ha declarado que su forma de trabajar con los actores no estaba, bajo ningún punto de vista, sujeta al famoso "método". Por eso, la libertad que les daba para que ellos pudieran explorar distintas técnicas era, por decir poco, relativa. Como consecuencia, consideraba a los intérpretes como instrumentos vitales del film, pero siempre subordinados a la palabra escrita primero y a la visión del director después. Esto lo condujo a emplear él mismo algunas herramientas para conseguir los golpes de efecto que sus films imperiosamente requerían. Una de las anécdotas relacionadas a este punto se vincula con la extraordinaria Los 39 escalones, en cuyo rodaje dejó esposados a los protagonistas Madeleine Carroll y Robert Donat durante todo un día, haciéndoles creer que había perdido la llave (recordemos que la secuencia en que ellos se encuentran esposados es clave en el film). ¿El objetivo de su broma? Según el propio realizador, la finalidad era no solo que sientan lo que sus personajes estaban procesando sino también todos los pormenores que pueden suscitarse en una relación. "Lo que me atrae es todo el drama que rodea al hecho de estar esposado", declararía Alfred. Los actores, probablemente, no se hayan divertido tanto como él.


2. NO DEJABA ENTRAR AL ESPECTADOR AL CINE SI LA PELÍCULA YA HABÍA COMENZADO


 
Una cosa es el arte y otra cosa es el negocio. Hitchcock tenía bien en claro la diferencia pero, al mismo tiempo, sabía que ambos puntos iban a estar inevitablemente conectados. Por eso, una vez finalizada la que sería su película más "popular" (Psicosis) y con el pleno conocimiento de que tenía que promocionarla, decidió tomar el toro por las astas y él mismo elaborar una astuta movida de marketing. En un video que pueden ver más abajo, y que funcionó como una previa al estreno del film, el realizador grabó un mensaje para los dueños de los cines en el que les pedía que no permitieran que la audiencia ingresara al cine una vez que la película hubiera comenzado. La estrategia funcionó a la perfección porque no solo generó expectativas en los espectadores ("¿por qué es imperativo que no nos perdamos nada de Psicosis ?" deben haberse preguntado) sino porque además logró que los mismos compren entradas por anticipado, en gran parte persuadidos por el brillante plan de Hitchcock. Esto demuestra que cuando se le adjudica al realizador el calificativo de "visionario", éste no solo está circunscripto a su mirada sobre el cine sino también a sobre cómo el cine debe ser absorbido, experimentado, vivido. Un dato más: intentó comprar todas las copias del la novela de Robert Bloch para que menos espectadores conocieran el final.

3. USÓ TAMBORES PARA ASUSTAR A LOS ACTORES DE LOS PÁJAROS


 
Quienes hayan visto Los pájaros sabrán que es, además de una obra maestra, una película que se queda impregnada en la retina y que se propulsa con golpe de efecto tras golpe de efecto, lo cual la vuelve, ante todo, un film escalofriante. Cabe mencionarse que gran parte del mérito le corresponde al mejor colaborador que Hitchcock pudo haber tenido si de generar impacto se trata: el compositor Bernard Herrmann, quien en este caso no compuso ninguna pieza original sino que operó como consultor de sonido. En el rodaje de Los pájaros el realizador volvió a implementar la técnica de hacerles padecer a los actores el mismo terror que padecen sus personajes con resultados brillantes en pantalla, pero repudiables por fuera de ella. La protagonista del film, Tippi Hedren, luego de haber sufrido el constante resonar de los tambores que Hitchcock hacía sonar mientras filmaba para que el miedo sea más palpable, luego de que se emplearan pájaros falsos para que el pavor se incrementara en ella, y luego de haber sufrido varias heridas entre escena y escena, tuvo un episodio nervioso que la forzó a alejarse del set y a pasar varios días en el hospital. "Hitchcock me puso en una prisión mental", declararía años después Hedren, "pero yo hice lo que tuve que hacer para no seguir padeciéndolo".

4. ERA FÓBICO A LOS POLICÍAS (Y A LOS HUEVOS)


 
Para no faltar a la verdad, hay que decir que Alfred Hitchcock no tenía una sola fobia. Lo suyo era un gran pánico con múltiples caras. En primer lugar, algunos aseguran que el realizador le temía a los policías. Una situación provocó este miedo. Cuando era niño, su padre lo castigó por una travesura de una manera poco convencional: enviándolo a la estación de policía, nota en mano, para que lo dejen encerrado en una de las celdas por aproximadamente diez minutos. Este particular castigo no solo "funcionó" en ese momento sino que tuvo notorias repercusiones en su vida adulta, ya que por mucho tiempo se cree que el director le tuvo pánico a que los policías lo parasen en la calle, pensamiento ineludible cuando llevaba a su hija Patricia en auto al colegio. En segundo lugar, otra de sus fobias, quizás la más conocida, es la denominada Ovofobia. En síntesis: miedo a los huevos. "Les tengo pánico, me generan nauseas, esas cosas redondas sin ningún orificio, nunca vi algo más desagradable que un huevo que chorrea ese líquido amarillo" expresó el realizador. Por esta razón, Hitchcock evitaba los desayunos y las cadenas de comida rápida, ya que no podía ni siquiera sentir el aroma del alimento en cuestión. 

5. NO QUERÍA VER SUS PROPIAS PELÍCULAS

 


 
Una de las técnicas más conocidas empleadas por Alfred Hitchcock era el uso del humor para alivianar tanta tensión. Como ya hemos visto, esto sucedía también en el rodaje, donde llevaba a cabo bromas de todo tipo. En sus películas hay un uso permanente de los gags, de la inclusión de personajes un tanto grotescos y, claro, de sus inolvidables cameos. Sin embargo, a pesar de que sus films contienen un componente hilarante (ese tren ingresando a un túnel en Intriga internacional, en alusión al acto sexual de sus protagonistas), también es cierto que su trascendencia responde a la creación de climas aterradores. Según palabras del propio Hitchcock, -cuya declaración bien podría tratarse de otro de sus jugueteos con la audiencia-, se asustaba de sus películas y por eso evitaba verlas. "Les tengo miedo, nunca quiero verlas, ni en una sala ni en otro lado. No entiendo incluso cómo los espectadores pueden soportarlas". En esa misma entrevista, y ante la réplica de su interlocutor de que esa actitud era simplemente ilógica, el gran Alfred respondió: "¿Pero qué es la lógica? No hay nada más estúpido que la lógica".

El amor detrás del suspenso

 

El estreno de  “Hitchcock”, un retrato del reconocido director de cine durante el rodaje de una de sus obras maestras, “Psicosis”, en la cual se pone énfasis en la compleja relación entre el artista y su esposa, Alma Reville.
PorLaura Natale


Alfred Hitchcock y su historia. Pero no toda su historia. El director de cine, maestro del suspenso, es retratado en este film que se estrena mañana y que lleva por nombre su apellido, así a secas, aunque no se trate de una biografía completa. Dirigida por Sacha Gervasi, “Hitchcock” narra el detrás de cámaras del recordado y exitoso thriller “Psicosis”, rodado en 1960 por el cineasta, seguido muy de cerca por su esposa, Alma Reville. Un aspecto que no se asoma en sus películas de suspenso: la relación que tuvo este genio del cine con Alma, que fue además su leal colaboradora en su realización cinematográfica.

En la película, Hitchcock busca desenfrenadamente un guión para su próximo trabajo. Es así como decide financiar personalmente “Psicosis”, una sórdida novela de horror de Robert Bloch, inspirada en los asesinatos perpetrados por Ed Gaine, un granjero de Wisconsin que tenía por pasatiempo descuartizar mujeres y robar cadáveres. Es un proyecto fatal a los ojos de los ejecutivos de Hollywood: de un presupuesto bajísimo, rodado en blanco y negro, con equipo televisivo, temáticamente crudo y con la audacia de matar a su protagonista a fines del primer acto. Es más, los censores están horrorizados de que, por primera vez, una película americana mostrará un inodoro (y lo que es peor, en funcionamiento).

Hitchcock, ansioso por probar su relevancia ante las generaciones más jóvenes, hace del proyecto uno de sus más personales, hipotecando su casa para costear el rodaje. Alma, su esposa “de fierro”, lo apoya. Pero a medida que él se obsesiona con el rodaje, ella empieza a resentir la sombra del esposo. Tiene sus propias ambiciones artísticas, que florecen mientras le ayuda a Withfiel Cook en la adaptación de su novela. En el estudio, la atención del director se divide entre dos rubias, Vera Miles y Janet Leigh.

Así transcurre la película. Pero lo que “Hitchcock” busca poner al descubierto es la cautivadora y compleja historia de amor de la pareja mientras se realiza este famoso rodaje de “Psicosis”, ya que Reville fue la única persona que tuvo ingerencia en el montaje final del film.

Hasta aquí la historia, el tema y los subtemas. Es hora de hablar de las interpretaciones. Anthony Hopkins es quien le da vida al misterioso director, mientras que Helen Mirren (ganó un Oscar en 2011 por su interpretación de la Reina Isabel II en “The Queen”) es la gran mujer detrás de ese genial hombre. “Puede ser que Hitchcock haya sido un tipo siniestro, atormentado, frío, despiadado y obsesivo, pero también fue generoso, cariñoso e ingenioso”, comenta Hopkins, quien no quiso engordar para el papel, y en el film está oculto bajo prótesis de gordura y capas de látex, habla como Hitchcock, viste como Hitchcock y gesticula -de una forma casi caricaturesca- como Hitchcock. Con su mentón en alto, Hopkins está, de a ratos, irreconocible, es muy bueno imitando. Mirren, por su parte, pareciera tener más libertad con su personaje, sin duda gracias al bajo perfil que Alma mantuvo toda su vida comparado a la grandilocuencia de su marido. Entre los actores están Scarlett Johansson (haciendo de Janet Leight), Jessica Biel (Vera Miles) y James D’Arcy (encarnando a Anthony Perkins).

sábado, 2 de marzo de 2013

CINE: EL ORIGEN LITERARIO DE DURO DE MATAR


OTRO DIA PARA MORIR

 

¿Sabía usted que mucho antes que por Bruce Willis, el papel de John McClane fue interpretado por Frank Sinatra? Sí: Sinatra. ¿Sabía además que aquella película con Sinatra estaba basada en una novela que exponía con crudeza la red de negociados, violencia y estafas sobre la que se fundó Los Angeles? ¿Y que la Duro de matar que todos conocemos está basada en su secuela? ¿Y que los villanos originales querían denunciar el tráfico de armas del Chile de Pinochet? ¿Y que en su origen McClane hasta seducía con dulzura a un gay aterrado para conseguir una confesión? Estas son las cosas que una saga que se niega a morir da tiempo a descubrir. Mientras se pregunta si ir a ver la demencial quinta entrega, Radar le da estas respuestas y algunas más.

 Por Mariano Kairuz

Ahí está Bruce Willis, en el breve detrás de escena que integra la edición en DVD de Duro de matar, todavía con pelo –a los 33 años, pero pareciendo de 40–, explicándolo todo con una sencilla fórmula hitchcockiana: “Un hombre ordinario en circunstancias extraordinarias”. No un superhéroe sino un tipo más o menos común con algo de intuición, resistencia física e instinto de supervivencia. Un policía, nada más, no un superpolicía ni un superpatriota. Esto vale sólo para la primera Duro de matar, el Die Hard de John McTiernan, que este año cumple 25; y nunca fue menos cierto en toda la serie que disparó aquel éxito que en su quinto y último capítulo, Un buen día para morir, estrenado en todo el mundo la semana pasada. ¿Cuándo fue que John McClane, el cana neoyorquino atrapado en un rascacielos de la más snob Los Angeles, el tipo común y corriente que se carga a los villanos él solo casi sin vivir para contarla, se convirtió en este über-warrior indestructible e internacional?
Recuérdenlo: Bruce Willis venía de la comedia televisiva Moonlighting: luz de luna, era gracioso y carismático, y también macizo, aunque no particularmente musculoso como sus futuros socios de género y cadena gastronómica Stallone y Schwarzenegger. Triunfo del seso y el coraje sobre los bíceps, uno no sólo quería sino que también sentía que podía identificarse con McClane. Casi todo lo que hacía Willis en la película –saltar por el hueco de un ascensor, lanzarse desde un piso 40 amarrado a una manguera contra incendios, correr descalzo sobre vidrios rotos– era más bien improbable, pero en el fondo físicamente posible (o casi). La perfecta ejecución de la fórmula –el tipo común en circunstancias extraordinarias– convirtió a Duro de matar en un clásico de los ’80 y una de las mejores películas de acción de todos los tiempos.

La flamante Duro de matar: un buen día para morir, coprotagonizada por el hijo de McClane y ambientada en Rusia con un pretexto argumental que incluye resabios de la Guerra Fría, mercurio enriquecido y un explosivo y absurdo clímax en terrenos radioactivos de Chernobyl, tiene poco y nada que ver con la película de 1988, más allá de Willis en un personaje que se hace llamar John McClane. Sin embargo, en las primeras escenas de la película –dirigida por John Moore, el de la remake de La profecía y la adaptación del videojuego Max Payne–, los guionistas hacen un pequeño guiño a los lejanos y poco conocidos orígenes de Duro de matar: recién llegado a Moscú en busca de McClane Junior, el veterano héroe de los ’80 de pronto se encuentra atascado en el tráfico con un taxista ruso que insiste en cantarle “New York, New York”. Y entonces se escucha La Voz, y hoy pocos lo recuerdan, pero Sinatra forma parte de la historia de Duro de matar porque él fue el primer John McClane del cine, y para él fue escrita originalmente la historia del policía que enfrenta a una banda de terroristas en un rascacielos, aunque todavía no se llamaba McClane.

LOS ANGELES AL DESNUDO

 

En 1966, más de 20 años antes de Duro de matar, el escritor norteamericano Roderick Thorp vendió cientos de miles de ejemplares de su novela The Detective, razón de más para que la 20th Century Fox se interesara en llevarla al cine. Así se hizo, dos años más tarde, manteniendo el título original y con Frank Sinatra en el papel de Joe Leland, el agente más sensible y honesto en un departamento de policía de Los Angeles que parecía haberse convertido en un nido de víboras, corrupto hasta la médula, de gatillo fácil en la calle y manopla dura en los interrogatorios a sospechosos. La película de 1968, dirigida por un no particularmente notable Gordon Douglas, introducía a Leland en una escena criminal atípica para el cine policial de su época: la del cadáver mutilado y castrado de un adinerado dandy homosexual. Es gracioso, por decir lo menos, verlo a Sinatra interpretar a este tipo recto, duro pero justo, y adaptado a los tiempos, que ante los previsibles comentarios homofóbicos de sus colegas no duda en declarar que su política es “vivir y dejar vivir”; que encuentra en la adicción a las drogas uno de los mayores síntomas de la descomposición moral de la sociedad moderna, y que vive en permanente tensión con su jefe y sus compañeros porque no está dispuesto a transar con los políticos “resultadistas” a los que deben responder, ni a tolerar los vínculos de los muchachos de la seccional con toda laya de mafiosos y levantadores de apuestas ilegales. En una escena elocuente, Leland aparta a sus compañeros, que están dándole duro a un sospechoso del crimen, un chico gay algo perturbado, tratando de extraerle una confesión rápida. Prácticamente a solas con él, ¡mientras le acaricia la mano!, le pregunta suavemente sobre los maltratos y las humillaciones que le prodigaba la víctima, Leland consigue sacarle al muchacho, ahora enloquecido de resentimiento y dolor, una llorosa confesión de asesinato que, varias escenas más tarde, lo sienta en la silla eléctrica. Después, las cosas se complican un poco más, y todo el asunto aparece enredado en una gran trama de especulación inmobiliaria y podredumbre general de las autoridades locales.



“La historia de Los Angeles se ha construido estafa sobre estafa”, decía el novelista Roderick Thorp, también docente de Literatura y Escritura creativa en universidades de Nueva Jersey y California, que antes de dedicarse a escribir literatura y periodismo policial se curtió durante casi una década trabajando en la agencia detectivesca de su padre. Curro que no sólo le dio un conocimiento desde adentro del oficio sino que le permitió mantenerse en contacto y actualizado sobre técnicas de espionaje, escuchas ilegales y otras delicatessen del estilo que pueblan sus relatos. El retrato de Los Angeles como una ciudad mal-nacida que sostuvo en buena parte de sus ficciones estaba, decía Thorp, fundado en hechos históricos: “Muchos de los primeros residentes fueron reclutados para convertirse en californianos del sur. Hubo una época en que uno podía tomarse un tren de Kansas a L.A. por un dólar, pero el pasaje de vuelta costaba 300. Así que aquí te quedabas, hermano, te gustara o no. El fraude y el engaño fueron en Los Angeles como el orégano y la albahaca en la cocina italiana”. Para Thorp, la ciudad era “como un tubo de ensayo en el que se podía examinar el lado más sucio de la naturaleza humana”, y ésa es la noción que hizo correr en primer plano o en el fondo en novelas como Rainbow Drive, una de los ’80 originada en una serie de artículos sobre un brutal crimen múltiple vinculado con el narcotráfico. El reseñista de Los Angeles Times señaló, acaso como elogio, que el argumento del libro “es complicado y la mayor parte del tiempo es difícil distinguir a los buenos de los malos”. Un comentario igualmente aplicable a River: a Novel of the Green River Killings, su relato ficcionalizado de una serie de asesinatos no resueltos que tuvieron lugar en el Pacífico Noroeste en los ’80, y que fue el último libro que publicó, en 1995, cuatro años antes de morir de un ataque cardíaco, a los 62. Tanto Rainbow Drive como Devlin (1992) fueron llevados a la pantalla en producciones televisivas; la única, verdadera relación con el cine de Thorp es la que se inició con The Detective y su secuela Nothing Lasts Forever, hoy más conocida como Duro de matar.
Y es que a mediados de los ’70, tras el éxito del libro y la película protagonizada por Sinatra, la Fox le hizo a Thorp una oferta difícil de rechazar: escribite una continuación de tu libro, le propusieron, que nosotros hacemos una nueva película sobre Leland. El libro salió en 1979 con ese título traducible como “Nada dura para siempre”. El comienzo de Nothing Lasts Forever encuentra a Leland divorciado y retirado, camino a visitar a su hija para Navidad en la moderna torre de la corporación para la que trabaja. Según la leyenda, en 1975, Thorp vio Infierno en la torre, y esa misma noche tuvo un sueño: en él, un hombre es perseguido dentro de un rascacielos por hombres armados. Al despertar, el hombre ya se llamaba Leland.

La novela contenía, como le gustaba a Thorp, un subtexto político: los terroristas alemanes que tienen la mala idea de secuestrar la torre de 40 pisos de la Klaxxon Oil Corporation justo en Nochebuena, son un grupo de ex veteranos de guerra, renegados de la Guerra Fría, cuyo objetivo final consiste en poner al descubierto un envío ilegal de armas pactado entre la compañía petrolera y el Chile de Pinochet. A partir de allí se sucede una serie de secuencias de acción memorables, material dudosamente literario pero eficazmente cinematográfico. La novela no repitió el éxito de ventas de su antecesora, y el proyecto de llevarla al cine quedó congelado cuando Sinatra se negó a volver y Robert Mitchum declinó la oferta de reemplazarlo, por considerarse demasiado viejo para un papel tan físicamente demandante. Pero...

 Frank Sinatra interpretando a John McClane cuando se llamaba Joe Leland en la película de 1968 The Detective.

Cinco años más tarde, revisando proyectos archivados en la Fox, el productor Joel Silver dio con Nothing Lasts Forever y decidió resucitarlo. Fue entonces rediseñado por los guionistas Steven De Souza y Jeb Stuart para que no guardara una relación demasiado directa con la ya lejana The Detective. El siguiente paso ya forma parte de esa por lo general irresistible trivia de casting en la que suelen desfilar los nombres de las estrellas a las que se les ofreció un protagónico tan clásico que uno ya no puede imaginarlo con otro actor que el que finalmente lo interpretó. (Pasaron por esa lista Schwarzenegger y Stallone, Burt Reynolds, Richard Gere, Harrison Ford y Mel Gibson, y hasta, parece, Don Johnson y Richard “McGyver” Anderson.) Quién va a discutir hoy que los dos grandes hallazgos de la película son justamente sus antagonistas: el brillante comediante Willis, y el inglés Alan Rickman (prácticamente un desconocido fuera del teatro de su país), como Hans Gruber, un villano inolvidable. Una serie de cambios menores procuró ampliar el atractivo para el público cada vez más adolescente al que aspiraba el Hollywood de los ’80: McClane es más joven que Leland, va a visitar a su esposa (en lugar de su hija), y la torre es, signo de los tiempos, propiedad de una corporación japonesa. Las escenas de acción, los personajes secundarios y otros detalles ya estaban todos en el libro, aunque narrados en un tono un poco más oscuro y desesperanzado (y la hija de Leland moría al final).

ES EL DINERO, ESTUPIDOS

 

Del detective Leland que interpretó Sinatra queda en aquel primer McClane la noción del incorruptible agente de la ley que se deja consumir por el trabajo, al punto que éste arruina sus relaciones matrimoniales y familiares en general. Ambos se definen por un punto de vista abierto pero conservador sobre aquello que ha hundido a los EE.UU.; el consumo ligero de merca, las relaciones sexuales liberales. Por otro lado, McClane tiene todo el sentido del humor que a su antecesor le faltaba (y Willis siempre fue mucho mejor actor que Sinatra), pero el gran cambio que redefinió la novela de Thorp en su paso al cine fue obra del director John McTiernan, quien decidió que ahora los secuestradores ya no fueran terroristas sino meros ladrones haciéndose pasar por terroristas para distraer a las autoridades mientras se apoderaban de cientos de millones de dólares en bonos. Para McTiernan era un giro necesario, no sólo porque ya no había dictaduras latinoamericanas a las que denunciar sino porque consideraba que el espectador debía poder disfrutar “sin culpas” de la guerra sin cuartel contra los villanos. Al respecto, hay un chiste magistral en la película: cuando Gruber les exige a los ineptos agentes de la ley que intentan negociar con él la liberación de diversos presuntos “camaradas”, presos políticos del Norte de Irlanda, Québec y Sri Lanka. “Leí sobre ellos en la revista Time”, les dice Gruber a sus secuaces. El comentario es retomado en la actual Duro de matar: un buen día para morir, cuando McClane y su hijo descubren que lo que los villanos fueron a buscar hasta Chernobyl no es un muy mentado expediente, capaz de mandar a la cárcel a un peligroso político de la ex Unión Soviética, sino un cargamento de material radiactivo con alto valor en el mercado internacional. “Al final, era todo por dinero”, se desengaña Junior. “¿Y cuándo no fue por dinero?”, contesta el curtido McClane.

El éxito de Duro de matar hace casi un cuarto de siglo la convirtió en un modelo para el cine de acción: pronto aparecieron varios films que copiaban su esquema de alto suspenso y acción contenida en unidad de espacio y tiempo: un Duro de matar en un barco (Alerta máxima, con Steven Seagal), un Duro de matar... en un colectivo (Máxima velocidad), y la propia Duro de matar 2 (en un aeropuerto). Pero veinticinco años más tarde poco queda de aquella magia: John McTiernan cumple una demorada pena en prisión de un año por un incomprensible caso de espionaje doméstico y falso testimonio, a Alan Rickman se lo desperdicia en Harry Potter, el bailarín ruso, desertor del Bolshoi Alexander Godunov –que interpretaba al inolvidable gorilón Karl, en brutal tête-â-tête con McClane– ya hace rato que no está entre nosotros. Y Willis –que hoy, bastante calvo y completamente rapado, aparenta mucho menos que sus 58– está hecho un mercenario del cine de balas y explosiones, explotando la marca McClane–Die Hard en una película cara y redituable, pero no muy diferente de su inminente protagónico en G.I. Joe 2, su incursión en el thriller gerontofílico RED o cualquiera de las otras que le dan para hacer por estos días. Una decepción para los fans de aquella Die Hard tan perfecta para finales de la era Reagan: Al final, siempre fue por el dinero