Maestro indiscutido del terror, pionero en las adaptaciones de Edgar Allan Poe que después hicieron célebre a Roger Corman, formado en los clásicos pero creador de mitos modernos, Narciso Ibáñez Menta protagonizó diecisiete películas en el cine argentino (la legendaria La bestia debe morir, entre ellas), pero fue en la televisión donde terminó de forjar su figura única: actor, director, cerebro, voz y alma de hitos del terror como El hombre que volvió de la muerte y El pulpo negro. Lamentablemente, muchos de esos trabajos están perdidos para siempre. La loable tarea de investigación que emprendieron Leandro D’Ambrosio y Gillespi para dar forma a la biografía El artesano del miedo (Corregidor) es una manera de sacar un poco más del olvido a uno de los pocos hombres que sembraron terror del bueno en estas tierras.
Por Alfredo Garcia
“Un ser aterrador, que surge de una dimensión de pesadilla en pos de nuevas víctimas: ¡Narciso Ibáñez Menta en su más escalofriante creación!” Este aviso gráfico publicado en diarios y revistas antes de la emisión del Drácula de Narciso en Canal 9 circa 1970 es sólo una muestra de cómo el intérprete y director se mezclaba con sus personajes, algo que interesó especialmente a los autores del primer libro sobre esta especie de Boris Karloff argentino (aunque en realidad era español, y a pesar de que sólo una parte de su obra estaba dedicada al género fantástico).
El libro es El artesano del miedo: Narciso Ibáñez Menta (Corregidor) y sus autores, Leandro D’Ambrosio y Gillespi, confiesan no haber intentado novelizar una biografía del gran intérprete de El fantasma de la Opera y El hombre que volvió de la muerte, ni tampoco investigar demasiado sus trabajos ajenos al género que les apasiona, el terror, poniendo el énfasis en sus programas para la TV argentina.
Una especie de misión imposible, dado que la mayor parte de estos trabajos para la pantalla chica nacional están perdidos para siempre. El libro está lleno de historias en este sentido, algunas contadas por el mismo Ibáñez Menta en entrevistas de distintas épocas, como la siguiente, fragmentada de un reportaje del 2001:
“Yo tenía un acuerdo con canal 9 sobre las ventas a otros países de El fantasma de la Opera. Yo recibía un porcentaje, y se había vendido a Chile, a Uruguay, Perú y algunos más. En esa época las cintas para grabar eran difíciles de conseguir. No sé por qué pepinos, habían prohibido la importación de cintas. Entonces el material se reutilizaba, las cintas se borraban y se regrababan. Salvo las cosas importantes, que se guardaban. Y un insensato, por esas cosas de no fijarse, dijo ¡Plum! ¡Y lo borró! Borró el último capítulo de El fantasma de la Opera. Yo menos mal que no lo vi, si no, no sé qué le hubiera hecho. Vinieron del canal a tranquilizarme y decirme que lo podíamos hacer de nuevo. ¿Hacerlo de nuevo? Ya no estaban los decorados, ni los elementos, era imposible. Y después vino la gran tragedia, cuando al darse la orden de borrar el resto del programa, porque incompleto era inútil, apareció a los veinte días ese final”.
“Estamos hablando de programas cuyos tapes no existen más”, explica Leandro D’Ambrosio recordando los problemas de esta investigación que hizo junto a Gillespi y que les llevó cinco años. “Yo tengo 31 y me perdí casi todo lo más importante, pero Gillespi es del ‘65 y vio prácticamente todo lo que hizo Narciso en nuestra TV a partir de 1970. En todo caso, al no existir los tapes, lo más importante era conseguir la palabra de los actores que trabajaron con él, como Juan Carlos Galván, o la directora Diana Alvarez.”
Justamente aquí es donde se encuentra el punto de conexión entre el personaje monstruoso y la persona que disfrutaba provocando miedo, señalan los autores. Gillespi explica que, al igual que superastros del terror hollywoodense como Boris Karloff o Vincent Price, “es como que renegaba un poco del género, decía que había hecho los clásicos y que era un actor completo, pero luego hablando con los actores que trabajaron con él empezamos a entrever un Narciso que disfrutaba asustando, incluso en cosas relativas a la vida doméstica”. Un ejemplo que da Gillespi es la historia de la directora de TV Diana Alvarez, que “cuando era adolescente le enviaba cartas a Narciso para trabajar con él y, finalmente, él la invitó y la recibió en un cuarto a oscuras y con un maquillaje cadavérico con el que se había caracterizado especialmente para la ocasión”.
Además de este aspecto de la personalidad de su ídolo, lo que más los impactó fueron ciertas vinculaciones entre el actor y lo místico, apenas insinuadas por las personas que entrevistaban: “El entorno era muy cuidadoso con mencionar estas cosas, y hay una capa más que no llegamos a develar, que tiene que ver con ciertas creencias hasta ligadas al espiritismo. Si Narciso tenía alguna parte exótica de su personalidad, era muy cuidadoso sobre a quién se lo dejaba ver. Y algo que notamos era que cuando los entrevistados empezaban con las anécdotas truculentas, enseguida se cortaban como si hubieran hecho algo mal”.
Narciso negro
En el imaginario popular Narciso Ibáñez Menta estará por siempre ligado al terror. No por nada fue el actor de las primeras películas de ese género en el cine argentino, y también un pionero de nuestra TV, a la que le dio un nivel de audacia temática y calidad técnica que nunca antes había alcanzado y que para muchos nostálgicos nunca volvió a tener.
Su carrera estuvo desde los inicios vinculada a lo bizarro. En 1942, su primera película, Una luz en la ventana, dirigida por Manuel Romero lo presentaba como un deforme científico loco acromegálico que intentaba transplantarse la hipófisis de Irma Córdoba para curar su enfermedad. Este extraño film no sólo es la primera película de terror argentino –así fue ampliamente publicitada–, sino que probablemente también sea la primera película sobre acromegalia de cualquier nacionalidad, y es una pena que no circulen copias con buena calidad técnica, ya que los claroscuros de la fotografía son muy importantes: en ella Narciso se la pasaba susurrando desde las tinieblas para sólo dejar entrever sus monstruosos efectos especiales de maquillaje.
La otra gran película de terror clásico nacional es una rara gema dirigida en los papeles por Enrique Carreras: Obras maestras del terror se adelantó a las adaptaciones de Edgar Alan Poe que hizo Roger Corman en los Estados Unidos, y en este film en episodios de 1959 donde Narciso se hacía cargo de varias caracterizaciones, incluyendo el anciano avaro de El corazón delator, el sádico asesino de El tonel de amontillado y el hipnotizador de El extraño caso del señor Valdemar, decidido a demostrar que puede mantener vivo a un hombre luego de su muerte física. El hecho de que la calidad de este film supere la acostumbrada en la filmografía de Enrique Carreras quizá derive del trabajo previo y homónimo que Narciso ya había desarrollado en nuestra pantalla chica. Si bien trabajó en un puñado de excelentes films nacionales, especialmente La bestia debe morir, de Román Viñoly Barreto, sobre la novela de Nicholas Blake (seudónimo de Cecil Lewis, el padre de Daniel Day Lewis) o la antológica comedia negra de José Martínez Suárez Los muchachos de antes no usaban arsénico de 1976, es una pena que el cine argentino no haya podido aprovechar más y de forma debida a un gigante como Narciso Ibáñez Menta.
Los fans de la bestia
Algo curioso es que los dos autores del libro se conocieron justamente a partir de su obsesión y fanatismo por Narciso Ibáñez Menta: “Los dos éramos fans y coleccionistas de todo lo que tuviera que ver con Narciso”, cuenta D’Ambrosio, “pero no nos conocíamos”. En este punto hay que aclarar que, si bien ambos autores están obsesionados por temas vintage y de cine de terror en general, mientras D’Ambrosio apareció en TV en un programa de preguntas y respuestas sobre deportes, Gillespi, músico y periodista radiofónico, escribió un libro sobre jazzeros legendarios, Blow. En todo caso, el encuentro entre ambos hay que agradecérselo al Google: “Corría el 2003 y yo, que acumulaba y acumulaba información acerca de Narciso, hice una búsqueda en el Google y me apareció una página de homenaje a El hombre que volvió de la muerte que apadrinaba Gillespi”, cuenta D’Ambrosio. “Gillespi en esa época estaba trabajando en un programa en Radio Mitre, y ahí fui a verlo para hablar de Narciso. Ahí empezó una rutina, encontrarnos una o dos veces por semana en el bar de la esquina de la radio para hablar sobre las últimas adquisiciones sobre Narciso Ibáñez Menta y ‘cambiar figuritas’ al respecto. Y empezó una amistad. Seguimos con estos encuentros en la esquina de la radio durante meses, hasta que un día salió la oportunidad de entrevistar a Juan Carlos Galván, un actor que era un colaborador muy importante de Narciso, y pensamos que de todo eso podíamos llegar a hacer un libro.”
En el libro hay entrevistas muy esclarecedoras a elencos y técnicos que trabajaron con “El Maestro” (“así suelen referirse a Narciso sus colaboradores, lo que nos vuelve a ejemplificar ese aire místico que surgía del trato con él”, explica D’Ambrosio), pero también hay algunas ausencias notables. “Hubo dos personas con las que nos hubiera gustado poder contar a la hora de las entrevistas”, continúa el mismo coautor de El artesano del miedo, “pero en el caso de Alejandro Romay, el Zar de Canal 9, sus familiares lo tenían medio restringido para hablar, y no pudimos tener un reportaje con él, mientras que Chicho Ibáñez Serrador sólo mantuvo contacto por mail con Gillespi, dado que en el momento en el que estábamos trabajando en el libro, posterior a la muerte de Narciso, no se sentía muy bien como para hablar de su padre”.
Los dos Narcisos
Este es otro de los misterios que Gillespi y D’Ambrosio trataron de desentrañar: el de la extraña simbiosis laboral entre los dos Narcisos, es decir Ibáñez Menta y su hijo, Chicho Ibáñez Serrador, actor de y a veces director de los ciclos de su padre en Argentina, pero finalmente eminencia de algunos de los más taquilleros programas de la TV española, a veces relacionado con su género preferido, otras veces dedicados de lleno al rating con programas de entretenimiento sin mayor interés cultural visible. “Aparentemente cuando Chicho actuaba a las órdenes de su padre en la Argentina simplemente era uno más”, especula D’Ambrosio, pero a veces Ibáñez Menta no podía con todo, es decir dirigir, producir, estar asociado con el canal y ocuparse de las caracterizaciones que a veces eran muy complicadas, como en el caso de máscaras de látex sin orificios que implicaban mantener la respiración varios minutos. “En esos casos, si Chicho dirigía, entonces ya no era su hijo era su jefe y Narciso Ibáñez Menta reaccionaba como un actor respetuoso de su director. Incluso una vez que Chicho se hizo un nombre, ocurría exactamente lo mismo si era Ibáñez Menta quien lo dirigía, simplemente Chicho lo obedecía. Pero luego, cuando vuelven a España, Chicho se volvió una figura importante en la televisión (también dirigió dos películas, ¿Quién puede matar a un niño? y La residencia) y de golpe Narciso Ibáñez Menta aparecía convertido en el padre de Chicho Ibáñez Serrador, es decir un actor más, y para alguien con todo el prestigio de años de teatro que tenía en la Argentina esa posición probablemente estaba lejos de lo que él deseaba. Eso explicaría el regreso de Ibáñez Menta a hacer un programa mucho menos ambicioso a lo que estaba acostumbrado, la tira El Pulpo Negro, donde no tenía control creativo y aparentemente, por lo que nos contaron, no sólo no estaba conforme con los resultados sino que llegó a sufrir mucho durante la producción.”
Para entender lo que implicaba para Ibáñez Menta no tener control creativo, basta enumerar una serie de anécdotas que cuentan tanto Gillespi como D’Ambrosio. “Las jornadas de trabajo eran tan extensas que a partir de las producciones de Narciso es que se implementaron las horas extras para la Asociación Argentina de Actores. Hay una historia, que no pusimos en el libro, un poco por pudor, de una colaboradora de Narciso tan exigida que por no tener ni tiempo para ir al baño terminó orinándose encima. Y una anécdota que pinta perfectamente esta obsesión por hacer las cosas bien es la que nos contó una actriz cuando el libro ya estaba publicado: a ella le clavaban un cuchillo y caía muerta, con eso terminaba la jornada de trabajo, y todo el mundo ya se había ido a su casa cuando ella le confesó a Narciso que, en el primer plano de su muerte, creía haberse movido un poco en vez de permanecer inerte. Narciso ni lo pensó un segundo, y salió corriendo a traer de vuelta a todo el equipo de técnicos y actores para repetir la escena.”
Por último, Gillespi, que vio de chico algunos de los mejores programas de TV de Narciso, es la persona indicada para explicar los porqués de su fascinación por este actor y director de obras que en la mayoría de los casos están borradas para siempre por esa desidia tan típicamente argentina: “Si bien hay grandes películas de terror, y yo podría mencionar las de Roger Corman, el impacto de joyas como El hombre que volvió de la muerte no se puede comparar con nada que yo haya visto en la televisión, ni antes ni después, no sólo por la tensión que generaba de un episodio a otro, sino por lo fuerte de las imágenes que Narciso se animaba a mostrar”. Al igual que para el cine nacional, que lo desaprovechó, nuestra pantalla chica carga con una pena enorme: la de que nuestros canales, por los motivos que fuesen, no hayan sabido guardar el material de hitos de culto catódico como El fantasma de la Opera o ese El hombre que volvió de la muerte. Esta ausencia es la que tal vez ya nadie pueda suplir, la que ningún libro podrá narrar a conciencia, y que por lo tanto El artesano del miedo sólo puede contar parcialmente.
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