MONTAJE
Por Mariano Kairuz
Vemos películas por muchas razones, pero las razones más genuinas quedan a menudo ocultas bajo argumentos alambicados. Vemos películas porque en el cine la gente es más linda e interesante y las vidas son más intensas. O al menos es por eso que empezamos a verlas. Porque los mitos y las leyendas impresos en ellas son muchas veces más verdaderos que la realidad. Porque el frío puede ser más frío y el calor más caliente. Porque también (aunque en el fondo es lo mismo) vemos películas para calentarnos.
Pero algo pasa con el termostato del cine. El erotismo ha sido uno de sus temas más importantes y permanentes, desde 114 años y medio atrás. Cuando está ahí, o cuando, como ocurre en el cine contemporáneo –el que se estrena comercialmente al menos– no está para nada y el agujero se nota, se cuela un aire frío por él. Muy atrás quedó la actitud avasallantemente sexual de casi toda la producción de los ’70, y también son un recuerdo lejano las películas de terror de los ‘80, esas en las que los campamentistas eran achurados en pleno polvo; en las que nunca faltaba por lo menos una teta alegremente gratuita. Más enterrados todavía están los transilvanos de la Hammer de 50 años atrás y esa combinación febril de colmillos, sangre roja y escotes profundos: los vampiros de la saga más exitosa de la actualidad son vírgenes abstinentes mojigatos y (seguro) también votantes republicanos y cristianos renacidos. Y ni hablar de esos picos tan poco sutiles del tabú y la fantasía suburbana por los que el público reventaba las salas hasta comienzos de los ’90: películas como 9 semanas y media, Atracción fatal, Bajos instintos, Acoso sexual (o, en una segunda línea, la Perversa luna de hiel de Polanski, El amante de Duras y Annaud, Una vez en la vida, de Malle, o berretadas como El cuerpo del delito, con Madonna).
Esta carencia, este vacío y este frío del cine contemporáneo hacen que la publicación de libros como Películas clave del cine erótico (Ediciones Robin Book), del español Pedro Calleja, parezca algo así como un viejazo. Su recorrido cronológico por los grandes hitos del onanismo en fílmico pone en evidencia la actual sequía. Pero hay algo de operación rescate en el libro de Calleja, que desde un primer momento deja de lado el porno para concentrarse en esas películas que fueron capaces de elevar la temperatura de la pantalla al mismo tiempo que contaban alguna historia más o menos compleja. La mayoría son, sí, los lugares comunes, las escenas más gastadas: en la contratapa entrelazan partes, previsiblemente, de Marlon Brando y Maria Schneider; mientras que en la tapa se impone el recuerdo demasiado obvio de aquel cruce de piernas de Sharon Stone (mítico flashazo en las tierras prohibidas de una estrella en ascenso). Además de las imágenes inconfundibles de Sue “Lolita” Lyon, Marlene en El ángel azul y Sylvia Kristel y aquella inexplicable abundancia de carne-sobre-sillones de mimbre que marcaba la saga Emmanuelle en los ’70.
Con el entusiasmo pero sin el espíritu militante de El sexo en el cine y el cine de sexo (Paidós, 2000), de Ramón Freixas y Joan Bassa, es cierto también que este libro no va a iniciar a nadie que ya estuviera más o menos interesado en el tema, en los valores pioneros de films como Extasis y Lulú o la caja de Pandora, ni en los remolinos hormonales de Pasolini, Berlanga, Bigas Luna, Almodóvar o Buñuel (aunque ocasionalmente soltará una frase más o menos iluminada, como que “en Belle de jour Catherine Deneuve encarna a una masoquista aburrida encerrada en un cuerpo de heroína de Hitchcock”). Tampoco revelará a casi nadie los desbordes de Jesús Franco o Tinto Brass, ni las cumbres mamarias de Russ Meyer, ni la serie de chicas S&M en la SS, ni los sueños húmedos y ventosos de polacos, daneses y suecos. Sin embargo, es probable que muchos no recuerden hoy un film como More (1969), de Barbet Schroeder, al que Calleja define como “la respuesta ibicenca a Easy Rider”, y cuyo protagonista, “el joven alemán Stefan, se engancha en la heroína y termina trabajando de camarero en el bar de un ex nazi que trafica con drogas” (sic). Quizá la lista de Calleja despierte también el interés en un artefacto titulado Yo soy ninfómana, “el primer gran éxito de taquilla de Max Pécas, inventor del psicoerotismo refinado para parejas liberales” (sic de nuevo). O espabile a uno que otro acerca de que The Image (1976), del norteamericano Radley Metzger, “es para muchos expertos la mejor película sadomasoquista de la historia”. O siquiera alcance a recordarnos, a partir de un puñado de malas fotos en blanco y negro, lo buenas que estaban Valérie Kaprisky, Victoria Abril, Nastassja Kinski, Laura Antonelli y Ornella Muti, tan lejos y tan cerca en el tiempo. Sí, serán nombres y títulos, por así decirlo, ya suficientemente sobados, las listas son conocidas y están llenas de omisiones e inclusiones dudosas, pero hagan la prueba de buscar la mayoría de estas películas en un videoclub, o siquiera en la grilla de trasnoche del cable.
Atento a que la calentura de la pantalla ha sido confinada a la computadora (en un mundo de multiplexes de entradas numeradas y a casi 30 pesos, ¿quién va hoy al cine a “chapar” a las butacas de atrás?), Callejas recomienda amablemente una serie de páginas web a visitar si uno ha llegado hasta el final del libro. Sitios como www.bcult.it, www.cultsirens.com, y, entre muchas otras y en especial, www.eccentric.cinema.com; mucho freak y cultor de Onán; todos amantes del cine tratando, fuera de su tiempo, de mantener encendida la caldera.
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