Maestro de la comedia
El creador de La Pantera Rosa y La fiesta inolvidable fue uno de los últimos directores-autores salido del sistema de Hollywood, un cineasta no por ecléctico menos fiel a sí mismo.
Siempre se lo recordará por haber creado, junto a Peter Sellers, algunas de las comedias más populares de Hollywood de todos los tiempos, como La Pantera Rosa (1963) –todavía hoy una franquicia que sigue dando dividendos– y La fiesta inolvidable (1968), un clásico inoxidable, que ha hecho reír a varias generaciones. Pero Blake Edwards –fallecido anteayer en Santa Monica, California, a los 88 años– fue gracias a esos éxitos y también a no pocos fracasos uno de los últimos directores-autores salidos del sistema de los grandes estudios, un cineasta no por ecléctico menos coherente y fiel a sí mismo, dueño de un estilo propio en los más diversos géneros. Su prolongado y feliz matrimonio con Julie Andrews fue, a su vez, una marca de distinción en una sociedad frívola y superficial como la de Hollywood, a la cual Edwards siempre miró con ojos divertidos pero críticos.
Nacido el 26 de julio de 1922 en Tulsa, estado de Oklahoma, como William Blake Crump, Edwards nació en el mundo del espectáculo: su padre fue un hombre de teatro y su abuelo, J. Gordon Edwards, había sido un prolífico realizador del período mudo de Hollywood, una época a la que el futuro director siempre tomó como fuente de inspiración y referencia. Se inició en el show business como actor y libretista de radio y no tardaría en saltar a Hollywood, primero como guionista de varios films de Richard Quine (un cineasta injustamente olvidado) y luego como director en la incipiente televisión, a comienzos de los años ’50. Su primer éxito en el nuevo medio, la recordada serie Peter Gunn, un policial hard-boiled de primer nivel, coincidiría con sus experiencias iniciales como director de largometrajes para la Columbia Pictures, Los amores de Mister Cory y Yo y ellas en París (1957-1958), ambas protagonizadas por Tony Curtis. Pero los primeros rasgos de su estilo burbujeante e irónico aparecen recién en su cuarto largometraje, Sirenas y tiburones (1959), una comedia con Curtis y Cary Grant, en la que Edwards convierte a un submarino de la armada de los Estados Unidos en una suerte de alegre burdel pintado de rosa.
A la que quizá sea la peor de sus 46 películas como director, la bochornosa Papá va al colegio (1960), con Bing Crosby haciendo de veterano piola, le siguió uno de sus films más celebrados, Muñequita de lujo (1961), adaptación de la novela Desayuno en Tiffany’s de Truman Capote, que catapultó definitivamente al estrellato a Audrey Hepburn como la voluble y extrovertida Holly Golightly, un personaje pensado originalmente para Marilyn Monroe. La interpretación de “Moon River” por Mrs. Hepburn sin duda fue determinante para que Henry Mancini y Johnny Mercer ganaran el Oscar a la mejor canción.
De esa comedia romántica colorida y chispeante, considerada una de las cimas de su carrera, Edwards pasó, sin solución de continuidad, a El mercader del terror (1962), un angustiante thriller en blanco y negro protagonizado por Glenn Ford y Lee Remick, en el que demostró su dominio absoluto de la puesta en escena y de la dosificación del suspenso. Y como para alardear de su versatilidad, no tardó en dar otro salto mortal y caer parado con Días de vino y rosas (1962), sin duda el film más dramático que haya dirigido Edwards, el impiadoso retrato de un alcohólico, magníficamente interpretado por Jack Lemmon, a quien el director alguna vez nombró como su actor favorito.
El paso siguiente ya es historia. Cuando en 1963 Edwards se hizo cargo del proyecto de La Pantera Rosa descubrió que su improbable pareja romántica, David Niven y Claudia Cardinale, no funcionaba. Y un personaje secundario, que originalmente iba a estar a cargo de Peter Ustinov y que Edwards asignó a Peter Sellers, pasó a robarse la película entera: había nacido el Inspector Clouseau. “Torpe como Stan Laurel –escribieron Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon en su libro 50 años de cine americano–, presumido como Oliver Hardy, ingenuo como Harry Langdon, obstinado como Buster Keaton y caótico como Jerry Lewis, aparece por primera vez en la pantalla tropezando en la alfombra y haciéndose un lío con un mapamundi, en una escena inimitable”.
Tal fue el éxito del personaje que Edwards no tardó en filmar Un disparo en la sombra (1964), con Clouseau ya como protagonista absoluto, sembrando el caos y la destrucción –como en la escena inicial, en la que casi tira abajo él solo toda una casa– y convirtiendo a su superior jerárquico, interpretado por Herbert Lom, en un loco perdido. Entre 1975 y 1993, Edwards volvería en otras seis oportunidades a explotar la marca de la Pantera Rosa, incluso con Peter Sellers ya fallecido –como en La pista de la Pantera Rosa (1982), en la que usó material de archivo– o con Roberto Benigni, en la desafortunada El hijo de la Pantera Rosa. Pero la asociación Sellers-Edwards alcanzaría su culminación en La fiesta inolvidable (1968), una obra maestra del humor que detrás de su popularidad imperecedera esconde una formulación cinematográfica muy audaz, en la medida en que se trata de una película casi sin argumento, sostenida por una serie infinita de gags, a cual más gracioso.
Aunque nunca pudo superar esa cumbre, Edwards entregó otras comedias memorables, como La carrera del siglo (1965), Victor/Victoria (1982) y Se acabó el mundo (1980), una corrosiva visión de Hollywood como muy pocos se atrevieron a dar. Y con 10, la mujer perfecta (1979) hizo famosa a Bo Derek, como una mujer a la manera de las de Billy Wilder, capaz de provocar la comezón del séptimo año en ese marido un poco ridículo que encarnaba Dudley Moore.
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