En el film, Matt Damon encarna a un psíquico que se comunica con los muertos. Aunque recibió críticas mezcladas y exige una gran suspensión de la incredulidad, Más allá de la vida aborda la cuestión con crudeza y un alto impacto emocional.
Por Geoffrey Macnab *
“Aún nos queda mucho camino antes de que podamos lidiar con la muerte de un modo que se acerque a lo elegante”, declara la periodista francesa Marie LeLay (Cécile De France) en la nueva película de Clint Eastwood, Hereafter (aquí se estrenará el 6 de enero de 2011 como Más allá de la vida). Ella tuvo una experiencia cercana a la muerte durante un tsunami en Indonesia. Su reacción a esa experiencia es algo que sorprende y molesta a sus colegas, que no pueden entender cómo una dura reportera empezó a hablar y pensar sobre la muerte de un modo que les parece demasiado místico. El desconcierto y el embarazo ante la muerte es algo que los cineastas también han sentido. Obviamente, la muerte no es ignorada. En películas de acción, dramas policiales, films de guerra y westerns, la cuenta de muertes es a menudo enorme. Los melodramas con enfermedades terminales, en los que las estrellas se las arreglan para morir sin siquiera correrse el maquillaje, todavía se hacen y en abundancia. Las películas de terror son totalmente morbosas. Pero, de todos modos, muy pocas de esas películas son realmente sobre la muerte.
Lo inusual de Hereafter es que la muerte es el punto de partida. La tremenda apertura, en la que habitantes locales y turistas quedan atrapados en un tsunami, trae recuerdos de las películas catástrofe que hacía Irwin Allen en los ‘70. Pero esos films eran sobre la batalla por sobrevivir. Héroes norteamericanos como Gene Hackman o Steve McQueen podían encabezar a un grupo de víctimas del infierno o terremoto y guiarlas a la seguridad en el último rollo. La película de Eastwood no ofrece ese consuelo: los que se salvan, sólo lo hacen por pura suerte, y luego deben lidiar con la culpa y la confusión por lo que han tenido que atravesar.
Es probable que Hereafter sea una experiencia desconcertante para algunos fanáticos de Eastwood. La nueva película del actor y director de 80 años está bien lejos del mundo de Magnum 44 y El fugitivo Josey Wales. En lugar de un vigilante o un policía portando un arma, aparece Matt Damon como un hombre que toma las manos de hombres y mujeres desconsolados e investiga sus almas. Buena parte de la película transcurre en Londres, y hay escenas clave filmadas en el Alexandra Palace, donde Derek Jacobi lee pasajes de Charles Dickens. Se lo ve a Damon en el museo Dickens. Una subtrama que involucra a dos gemelos que viven en una vivienda estatal con su madre drogadicta, tratando de zafar de los servicios sociales, mete a Eastwood en el territorio del realismo social, acercándolo a Ken Loach o Mike Leigh.
No hay aquí una distancia irónica. La película toma el tema de los fenómenos psíquicos de un modo sincero. Hay secuencias con falsos mediums y saltimbanquis que se aprovechan de la credulidad de los desconsolados. Aún así, la película también muestra personajes que parecen comunicarse con sus seres amados más allá de la tumba. A su edad y con su reputación, Eastwood no parece preocupado por lo que puedan pensar los espectadores. Hereafter demanda una importante suspensión de la incredulidad, pero trata de la muerte y el desconsuelo de un modo mucho más inteligente que la mayoría de las películas del mainstream.
El guión del film fue realizado por el escritor inglés Peter Morgan. Es un registro bien diferente de trabajos anteriores como La Reina y Frost/Nixon, basados en personajes y eventos reales. La estructura es similar a la de los trabajos del mexicano Guillermo Arriaga (Babel, 21 gramos), en los que las vidas de diferentes protagonistas en diferentes ambientes, a menudo separados por cientos de kilómetros, se unen en algún punto. Para sus críticos, este acercamiento de “efecto mariposa” a un guión es profundamente artificial: es demasiado conveniente que las acciones de un personaje tengan un efecto de onda que cruza los continentes, es un truco de guionistas que se unan diferentes cabos narrativos que no parecen tener ningún vínculo. A pesar de ello, cuando esas historias están bien delineadas, pueden ser emocionantes.
Morgan escribió el guión de Hereafter tras la muerte de un amigo cercano. “Murió tan de repente, tan violentamente. No tenía sentido”, recuerda. “Su espíritu estaba vivo entre nosotros, y en su funeral todos pensábamos lo mismo: ¿dónde se fue? Podemos estar muy cerca de alguien, conocer todo sobre esa persona, compartirlo todo, y de pronto ya no está y no sabemos absolutamente nada.” Las frases de Morgan se condicen con lo que le dijo Arriaga a este cronista en ocasión del estreno de Camino a la redención, su debut como director: “Mi identidad está construida por la gente que amo, la gente que me rodea. Cada vez que uno de ellos muere, parte de mi identidad está rota y perdida. Estoy obsesionado por cómo la pérdida afecta mi propia identidad. Vivimos en una sociedad que se obsesiona con reprimir la muerte”.
La película obtuvo críticas mezcladas en Estados Unidos, donde fue lanzada en el otoño: algunos críticos ciertamente no tomaron muy bien el giro de Eastwood hacia lo misterioso. Pero puede verse por qué el proyecto atrajo al cineasta. Está llegando al final de su carrera; dos años atrás, cuando filmó y protagonizó Gran Torino, declaró que dejaría de actuar, aunque seguiría dirigiendo. Ya no tenía que probarle nada a nadie. Parece apropiado que, en este estadio, haya elegido una película que le permite contemplar la mortalidad. Hereafter muestra a Eastwood trabajando a un tempo diferente, en un lugar distinto del de sus películas anteriores. Quizá no esté al tope de sus poderes, pero sigue siendo un maestro contador de historias. Es ilustrativo comparar su película con otro film reciente de Estados Unidos sobre la muerte, Rabbit hole, de John Cameron Mitchell. En ese film hay una gran performance de Nicole Kidman como una madre desesperada que intenta superar el asesinato de su hijo de cuatro años. Rabbit hole está bien hecha y brillantemente actuada, pero no tiene la crudeza y el impacto emocional que trae la película de Eastwood, aun con sus flaquezas y digresiones.
Los cineastas y su público siempre tuvieron una relación ambivalente con el tema de la muerte en las películas. Todos disfrutan una buena muerte en pantalla. Los hombres de cierta edad aún hablan del trauma infantil que significó la muerte de la madre en Bambi (1942). Uno de los títulos más recaudadores de los ’70 fue la adaptación de la novela Love Story de Erich Segal, con la hermosa Ali McGraw muriéndose de cáncer con el acompañamiento de una música lacrimógena. Pero al mismo tiempo, los cineastas parecen tener terror de tocar la enfermedad, el dolor y la miseria que a menudo viene de la mano de la muerte, o de evaluar los efectos que deja en quienes sobreviven. The Long Goodbye, un ciclo de películas que el Instituto Británico del Cine presentará el año próximo, subraya precisamente lo evasivo que ha sido el cine comercial con el tema.
Gritos y susurros, el film de Ingmar Bergman de 1972, es citado a menudo como uno de los pocos que tratan la muerte con total veracidad. Presenta a una mujer de 37 años (Harriet Andersson) devastada por el cáncer, mientras sus hermanas la cuidan y pelean entre ellas. La agonía de la mujer es evidente, y lo mismo sucede con el miedo y el desagrado que produce en quienes la rodean. Ella grita, se golpea a sí misma, intenta vomitar. Tras su muerte, hay una misteriosa escena en la que parece volver brevemente a la vida. La honestidad brutal de Gritos y susurros le debe mucho a las observaciones de Bergman sobre la muerte en su propia familia. El cineasta siempre tuvo la habilidad y la facilidad para contar una historia al detalle. En su autobiografía, cuando describe la muerte de su madre y la visión del cadáver, señala que no puede quitarse de la mente la imagen de una curita aún en su dedo. Las reflexiones de Bergman sobre la muerte también tenían fuerte influencia de una película que había visto en la adolescencia, y que volvió a ver una y otra vez a lo largo de la vida: La carreta fantasma (1921), de Victor Sjostrom. Sjostrom muestra a la Parca, con guadaña y todo, colectando su cosecha de suicidios, ahogados y víctimas de la enfermedad. El relato es salvajemente melodramático pero también aterrador en su retrato de la muerte como una fuerza arbitraria e implacable.
Casi tan opresiva como la Parca misma es la burocracia que ordena a la muerte en las sociedades occidentales contemporáneas. Ciertos films han satirizado este aspecto del hecho de morirse. La noche del Sr. Lazarescu, del director rumano Cristi Puiu, es un relato desoladoramente divertido del viaje épico de un anciano por el sistema hospitalario de Bucarest en búsqueda de tratamiento. Allí donde va, lo rechazan: simplemente, el sistema no está preparado para recibirlo.
En su libro La hora de nuestra muerte, el historiador social Philippe Ariès hace una distinción entre las actitudes hacia la muerte en la Edad Media y el mundo contemporáneo. Como “los modernos hemos prohibido la muerte en nuestra vida cotidiana”, argumenta, la muerte súbita es considerada una fuente de extrema fascinación y rechazo. Sentimos una obvia e inmediata simpatía por las víctimas que murieron de manera tan inesperada: es lo opuesto al pensamiento de la Edad Media, cuando la muerte súbita era vista como “ignominiosa y vergonzante”. No importaba que los muertos fueran inocentes. El mero hecho de que su final hubiera sido tan abrupto era visto como algo que destruía el orden del mundo. “Una muerte súbita era una muerte vil y horrible”, escribe Ariès. “Algo que atemorizaba, una cosa extraña y monstruosa de la que nadie se atrevía a hablar.” Por contraste, una “muerte mansa” era vista como algo natural y común. La muerte no producía temor, se producía en público, cualquiera podía atestiguar que se tomaban los últimos sacramentos.
En el cine, la muerte raramente es “mansa”, o aceptada con resignación. La muerte súbita es fetichizada, incluso celebrada. El film tiene la capacidad de atrapar el preciso momento de la muerte. Es lo que conduce al psicópata asesino de Peeping Tom (Michael Powell, 1960), que asesina mujeres e intenta filmar el exacto momento en que mueren. Es el mismo instinto que lleva a que se pase una y otra vez la filmación de Zapruder del asesinato del presidente John F. Kennedy. En el muy morboso documental The Killing of America (1980) el productor Leonard Schrader compiló material fílmico de asesinatos y muertes al azar captadas por cámaras. Como Schrader dejó bien claro, hay muchas muertes para elegir: en el momento en que se hizo la película, en Estados Unidos había un intento de asesinato cada tres minutos, y una víctima cada veinte. No sorprende que a The Killing of America le haya costado conseguir distribuidor. Pero echó luz sobre una paradoja: aunque vivimos –como dice Arriaga– en “una sociedad obsesionada con reprimir la muerte”, las imágenes de la muerte están por todos lados.
Week End (1967), de Jean Luc Godard, introdujo gozosamente imágenes de violencia y muerte en una película sobre una pareja francesa de clase media chic. En la mezcla entraban accidentes de auto, violación, asesinato y canibalismo. En la época en que se filmó podía verse material de Vietnam en la TV cada noche. El concepto de Godard fue trasladar esa imaginería apocalíptica a la Francia burguesa. Cuando la muerte te rodea, no se puede ignorar como algo que simplemente está sucediendo en el otro lado del mundo y llega a través de una pantalla de TV. El público no quiere pensar sobre la muerte o considerar que su gobierno pueda estar involucrado en infligírsela a personas de lugares lejanos. Godard los confrontó con crudas imágenes de la muerte.
Lo que realmente pueda conseguirse mostrándole al público imágenes de muertes es algo cuestionable. Al final de la Segunda Guerra Mundial, Billy Wilder dirigió un film de propaganda llamado Death Mills (1945). La idea detrás de la película era enfrentar a los derrotados alemanes con la evidencia visual de que “detrás de la cortina nazi de pompa y desfiles, millones de hombres, mujeres y niños fueron torturados hasta la muerte: la peor masacre de la historia”. Wilder había propuesto que los civiles alemanes no recibieran sus vales de comida si no veían primero el film, y que debía certificarse que lo hubieran visto. La propuesta no funcionó. “Los alemanes no podían lidiar con ello. Wilder contó que la gente se iba de la proyección o cerraba los ojos. No querían verlo. Era demasiado”, recuerda Volker Schlörndorff, amigo de Wilder. Los cineastas mismos sentían que mostrar esas imágenes insoportables era indecente. Wilder nunca habló de esa película en las entrevistas.
Por supuesto, el debate sobre la ética de mostrar masacres masivas en la pantalla no está dentro de las preocupaciones de Clint Eastwood para Hereafter. Es una película íntima y bien enfocada sobre un grupo de personajes tratando con la muerte de otros. Damon es el psíquico “maldito” por su habilidad para comunicarse con los muertos. De France es la traumatizada mujer que intenta encontrar sentido a su encuentro con la muerte. Está el chico que perdió a alguien muy cercano y busca desesperadamente restablecer la conexión. Hay algunos momentos torpes en el camino, pero el valor del film reside en su acercamiento al tema. Hereafter no es un drama sobrenatural en el estilo de Sexto sentido, con una impactante revelación final. Los objetivos de Eastwood son más modestos. En su estilo idiosincrático, su película se enfrenta a temas que otros directores han evitado abordar directamente, por considerarlos demasiado morbosos o ridículos.
Hay muy pocas películas, en cualquier género, que no rozan al menos la muerte, pero tienden a hacerlo sólo en el momento, para realzar las emociones o dirigir la trama. En Hereafter, y en un puñado de otras películas, se convierte por una vez en el tema de fondo.
* De The Independent de Gran Bretaña.
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