Por Mercedes Halfon
Johnny Depp está por cumplir cuarenta y ocho años, un dato no demasiado significativo si se piensa la cantidad de galanes de Hollywood que, a diferencia de lo que pasa con las mujeres, llegan a los cincuenta cepillando canas, adornados de arrugas y no se bajan de la cresta de la ola. George Clooney, Tom Cruise, Clive Owen, ¡Brad Pitt! son sólo algunos ejemplos. Johnny además, tiene predilección por esos papeles raros en los que su belleza delicada podría hasta considerarse innecesaria. Por supuesto que no es así. Por supuesto que Johnny Depp es desde 1990 el chico más lindo, con más onda y elegido con justicia quichicientas veces como el “más sexy” de todo Hollywood. Hoy ese letrero tal vez le calce mejor a otro, aunque sobren los atractivos, detalles seductores y gestos adorables para seguir encontrando en él. Por eso, al margen de todos los reparos, es válido preguntarse para este ex rockero y estrella juvenil, cuál será el modo en que envejezca en pantalla.
El turista, la última película que lo tiene como protagonista se mete de lleno en ese problema. Desde el primer plano en que se lo ve sentimos un pinchazo en el corazón: Johnny Depp ya no es lo que era. Tiene la cara redonda como una moneda de cincuenta centavos, la piel demasiado bronceada y porosa, una permanente notoriamente artificial en el pelo. ¿Qué pasó? Parece que Depp, una vez que el director Florian Henckel von Donnersmarck le propuso el papel de Frank Tupelo, el oscuro profesor de matemáticas de provincia que interpreta en el film, decidió afearse. Sí. Para encarnar mejor a este hombre común que contrasta de un modo impactante con la belleza inhumana de Angelina Jolie, engordó, se hizo ese peinado horrendo, eligió las camisas que peor le quedaban, y se abocó a una actuación naturalista, de esas que tan poco suele hacer. Es como si por debajo de la película, lo que estuviera en discusión, entonces, es si la belleza de Depp, despojada de los atributos de personajes híper-caracterizados como Jack Sparrow, o el Sombrerero loco, resiste el paso del tiempo.
La respuesta tarda en llegar. Frank Tupelo se enamora de la chica de hielo, pero él es de carne. Y estas características pertenecen tanto a los personajes como los actores. Johnny se deja ver aquí como es, por más que esté gordo y despeinado, es él, supongamos, recién levantado de la cama. Angelina no. Camina por las calles de Venecia como en una geométrica pasarela imaginaria y su rostro expresa que lo mejor está sucediendo “en otro lado”. Utiliza a Frank en una estrategia para reunirse con su verdadero amor, un poderoso magnate fraudulento que nunca se presenta porque justamente, está huyendo de la policía. El desafío de Tupelo entonces (y de Depp también) es el de comparecer en esta contienda desventajosa y seducir a su Ice Queen. Afortunadamente no va a usar la trillada batería de chistes ingeniosos –tan propia de un actor como Hugh Grant, para justificar una pareja imposible– sino atravesar esa muralla helada, armado con una timidez prudente, una sonrisa tierna, cierta decisión para ir hacia su deseo.
A Johnny Depp, como quedó demostrado con la saga Piratas del Caribe, le sobra grandeza para correrse del rol de galán de la parejita, dejarle ese espacio a, por ejemplo, Orlando Bloom, y aun así seguir robándose la película entera con un rol insólito, inolvidable. Ni le hace falta meterse en esa camisa tan estrecha justo a él, que tiene onda para usar y regalar, que puede estar diez años con la misma mujer (la bellísima francesa Vanesa Paradis), ser padre ocupado de dos niños pequeños y al mismo tiempo ser amigo de Keith Richards (de quien está haciendo justo ahora un extenso documental) o el fallecido Hunter S. Thompson, pasando por Marlon Brando y su mentor e inseparable compinche Tim Burton. No debe haber nadie a quien no le gustaría tomarse por lo menos una cerveza con él. Eso es lo que le pasa a Angelina en la película. Podrán pasar mil años, pero su carisma sigue teniendo efecto hasta sobre la Antártida. Intacto.
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