martes, 30 de junio de 2009

ERNESTO SABATO cumple 98 años y disfruta un regalo del portugués Saramago

Sus allegados dicen que ya no escribe ni tampoco se refugia en la pintura, y que casi todos los días pide a una de sus asistentes que le lea libros suyos, mientras un doctor, vestido de obrero para distraer a la prensa, le visita dos veces a la semana.

"QUERIDO ERNESTO" Cómo regalo de cumpleaños el Premio Nobel Saramago escribió un post sobre su amigo Sábato.

El escritor Ernesto Sábato, para muchos la personalidad viva más prestigiosa de la literatura argentina, cumple hoy 98 años, que celebró con "alegría" y un regalo especial de su amigo José Saramago, quien "le homenajeó en su blog", dijo su compañera, Elvira González Fraga.

"Desde ayer que se encuentra muy animado. Hace unos días estaba más melancólico, pero hoy está muy contento", aseguró la mujer que le acompaña desde que el autor de Sobre héroes y tumbas y El túnel, entre otras, enviudó, en 1998.

Elvira señaló que despertó al escritor con la noticia de que el Nobel portugués Saramago "le había dedicado hoy su blog personal".

"Eso lo puso muy contento porque son muy buenos amigos", destacó antes de comentar que, entre otros, recibió un obsequio de un cacique de la provincia de Misiones (noreste) y que para hoy esperan la visita de familiares del escritor.

"Me preguntó si habría tortas y champaña, y le dije que sí", matizó Elvira.

Decenas de periodistas se apostaron hoy en la puerta de la casa de la localidad bonaerense de Santos Lugares en la que el Premio Cervantes 1984, que está casi ciego, vive desde hace más de 50 años.

Cuentan sus vecinos que no ven al "maestro" dar paseos por las calles de esa localidad "desde hace más de cuatro años".

"Caminaba por Santos Lugares con regularidad, con un gorro gris y acompañado por un perro atado al brazo. Saludaba brevemente a los vecinos", relatan en alusión al carácter algo hostil que ha caracterizado al escritor.

Ernesto Sábato nació en la localidad bonaerense de Rojas el 24 de junio de 1911 y afirma que "el arte" le salvó del suicidio."

La fama internacional le llegó en 1961 con la novela Sobre héroes y tumbas, y la consagración en 1974 con Abaddón el exterminador, que fue premiada en Francia.

Esas dos obras completaron una trilogía junto a su primera novela El túnel (1948), obra que, desvalorizada en su día en Argentina, "maravilló" al novelista francés Albert Camus.

Afín al socialismo, Sábato también fue reconocido por su defensa de los derechos humanos. En 1984 presidió la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas que redactó el Informe Sábato o Nunca más sobre los horrores de la última dictadura militar (1976-1983).

Entre los numerosos premios que recibió también figuran el Menéndez Pelayo (1997) y el Gabriela Mistral (1983), otorgado por la Organización de Estados Americanos (OEA).

Pero uno de los reconocimientos más emotivos de su vida le llegó en 2004, cuando fue homenajeado con reiteradas ovaciones durante el III Congreso de la Lengua, en la ciudad argentina de Rosario.

miércoles, 24 de junio de 2009

ERROL FLYNN_CIEN AÑOS DE SU NACIMIENTO




El bribón de Hollywood

Por Alfredo Garcia

Me gusta mi whisky añejo, y mis mujeres, jóvenes.” Así definía sus gustos Errol Flynn, el mayor héroe y galán que se haya visto en la pantalla, y el mayor tarambana mujeriego y vicioso que haya vivido fuera de ella. El encantador depravado que el público adoraba, y al que Marlene Dietrich bautizó el “Angel de Satán”, habría cumplido 100 años el 20 de junio, si su vida de excesos no hubiera cesado hace casi medio siglo, el 14 de octubre de 1959.

Hubo muchos galanes y héroes de acción en el Hollywood clásico, pero Errol Flynn, sólo uno. El protagonista de superclásicos como Las aventuras de Robin Hood, El Capitán Blood o La carga de la brigada ligera fue un caso único, tal vez sólo comparable en el período sonoro a lo que Douglas Fairbanks fue para el cine mudo. Nacido en Australia el 20 de junio de 1909, el hijo de un genio biólogo director del zoológico de Tasmania y heredero de uno de los oficiales del mismísimo buque amotinado, el Bounty- tenía linaje británico e irlandés, y una propensión especial a caerle simpático a todo el mundo, especialmente a las damas. En su libro Hollywood Babylon, Kenneth Anger contaba que en las subastas de reliquias de astros y estrellas, siempre abundaban piezas míticas como las baldosas de la bañera de Errol Flynn, que se cotizaban más según la marca del agua indicase que el actor no se había sumergido solo, sino con una y –¡bingo!– especialmente dos señoritas. “Es que el público siempre quiso verme como un playboy, y uno se debe a su público”, se defendía él, siempre simpático, incluso cuando era acusado de actos pecaminosos como “violación de estatua” (cargo que aseguran su biógrafos fue real). Durante un famoso juicio por abuso de señoritas menores de edad, el actor reconoció repetir su frase “In like Flynn” referida a la velocidad en la que solía introducirse en las bragas de una chica su autobiografía se iba a llamar In like me. Las quinceañeras del juicio terminaron reconociendo que todo era un ardid para conseguir prensa, y de hecho, a la opinión publica nunca le importaron mucho los escándalos de The Baron, que al final de sus días llegó a andar con una teenager a la que presentaba como secretaria y tenía su médico personal para administrarle todo tipo de drogas ilegales (como en el rodaje africano de Las raíces del cielo, de John Huston, cineasta que luego contó que gracias a sus inyecciones constantes, Errol fue el único miembro de la filmación que se mantuvo sano).

Pero cuando se evaporan los vahos del sexo, el alcohol y las drogas, lo que queda es el buen cine, y durante los 50 años de vida del actor hubo mucho. Justamente este martes a las 20.30, en Avenida Belgrano 1732 (Asociación de Diarios y Revistas, con entrada gratis) se proyectará una copia restaurada de El bribón del mar (Master of Ballantrae, 1953) la última película que Flynn hizo para la Warner. El programador Gustavo Heyaca, fan a muerte del cine de súper acción, eligió este film como homenaje a los 100 años de este legendario bribón debido “a varios factores: por un lado que es muy bueno y no muy visto últimamente, y además esta dirigido por William Keighley, responsable de algunas de sus mejores películas, como Príncipe y mendigo y Robin Hood, que codirigió con Michael Curtiz. Por último, el director de fotografía es otro grande al que queríamos homenajear: nada menos que Jack Cardiff, que murió hace unos meses”.

El bribón del mar se proyectará este martes a las 20.30, en la Asociación de Diarios y Revistas (Av. Belgrano 1732). Entrada gratuita.

SIGOURNEY WEAVER_A 30 AñOS DE RIPLEY Y ALIEN

Alien en el mundo piensa en mí

Por Mariano Kairuz

Hace unas pocas semanas se cumplieron treinta años del estreno de Alien, el octavo pasajero, la primera de la saga, la que dirigió Ridley Scott. La del inquietante slogan en el afiche: “En el espacio nadie puede oír tus gritos”. Y si parece que no, que no pueden haber pasado ya treinta, es porque se trata de una de las películas más modernas de la ciencia ficción contemporánea. Un guión paranoide formulado para una época paranoide, y una puesta en escena oscura, atmosférica, de mostrar menos para asustar más (hasta el final no conseguíamos saber que el monstruo de cabezota fálica era bastante antropomórfico). Alien es también una película poderosamente sexual, con organismos vivientes que parasitan a otros organismos y los contaminan, los atraviesan, los salivan y matan en la oscuridad.

La secuencia final de la película encapsulaba todo esto en unos pocos minutos, constituyéndose en un pequeño hito erótico del cine que despedía los años ’70. Un momento indeleble protagonizado por una entonces desconocida Sigourney Weaver, de 29 años y cierta frescura juvenil que no permitía sin embargo pensar en ella como un potencial icono sexual: su belleza siempre fue una belleza extraña, andrógina, algo fría. Pero algo pasaba en esta escena que cambiaba para siempre esa percepción. Convencida de que ya había dejado atrás al monstruo, de ser –junto con su gato– la única sobreviviente de los ocho pasajeros de la Nostromo, Ripley empezaba a desnudarse y se disponía a dormir hasta regresar a la Tierra. Y entonces lo presentía, y luego lo confirmaba: el bicho seguía ahí con ella, en la cápsula de emergencia. Son unos pocos planos: ella deslizándose adentro de un cubículo estrecho, exhibiendo sus piernas desnudas, su cuerpo apenas cubierto por una musculosa y una diminuta bombacha blanca. La tensión, el terror claustrofóbico, sobrevenían mezclados con una rara excitación, una adrenalina inusual. Muchas chicas murieron desnudas en el cine de terror posterior, en especial en los ’80, pero esto era distinto: aquéllas eran tan sólo víctimas, mientras que la teniente Ripley era una guerrera. Una guerrera desnuda. Una amazona.

Y de la noche a la mañana, Sigourney (Nueva York, 1949), la hija de un legendario pionero de la televisión norteamericana, la chica que no entendía ni respetaba la ciencia ficción porque quería dedicarse a los clásicos y al drama adulto; la que fue desalentada por su madre –que le dijo que no era nada linda– y por sus profesores de teatro –que le dijeron que no tenía ningún talento–; la misma que en su adolescencia abandonó el nombre que le dieron sus padres, Susan, por el de un personaje de El gran Gatsby, se convirtió en una superestrella internacional y en un icono sexual. Para nerds y también para el público masivo.

A continuación, Sigourney, todavía insegura, rechazó muchos papeles y tuvo varias malas experiencias (Peter Weir la trató de inexperta en el set de El año que vivimos en peligro). Recién con el correr de los ’80 y los años de terapia se afianzó con películas populares como Los Cazafantasmas, y con sus tres nominaciones al Oscar, la primera de las cuales se la ganó, significativamente, cuando volvió a encarnar a la teniente Ripley (en Aliens, de 1986, aquella primera secuela dirigida por James Cameron como una película de guerra en el espacio). Luego volvería a Ripley dos veces más: se dejó rapar y sodomizar y hasta inseminar por el monstruo titular, y se suicidó llevando en su vientre a la futura Reina Madre extraterrestre (en Alien 3, de David Fincher). Y aun muerta regresó, clonada, de la mano de su mejor sucesora posible, Winona Ryder, para una experiencia bizarra y deforme. Ripley se convirtió en uno de los personajes femeninos más fuertes de un cine supuestamente pensado para varones. Para Sigourney, la relación del monstruo con Ripley siempre había sido de naturaleza sexual y el arco de su personaje a lo largo de la serie la había llevado por casi todas las pruebas posibles de la maternidad: “Su sexualidad es su verdadera arma, y su femineidad le ha permitido proteger y salvar incluso a quienes detesta. Eso hace de Ripley una verdadera heroína femenina”.

Tras Gorilas en la niebla y con Secretaria ejecutiva empezó una saga de mujeres “maduras” de una sexualidad más bien intimidante. Incluso brujeriles (que llegan hasta la rara y poco vista versión de Blanca Nieves que hizo en 1997, pasa por La muerte y la doncella –Dorfman por Polanski– y resucita cada tanto, como lo hizo hace poco en la comedia de Tina Fey, Baby Mama). Culpa de los productores, dice: “Los productores de los estudios son bajitos, yo mido 1,80: no soy su fantasía sexual promedio. Supongo que por eso he interpretado a tantas mujeres aisladas”. En la última década se refugió en películas más chicas (hizo de autista en Snow Cake; filmó La tormenta de hielo, con Ang Lee), pero a fines de este año podría reencontrarse con el público masivo cuando se estrene Avatar, el demorado y megalómano regreso de James Cameron. Un retorno también, para ella, al terreno en que se convirtió en una superestrella.

Ahora que está por cumplir 60 y, dice, sólo le ofrecen los papeles que debe estar rechazando (su ex compañera de estudios) Meryl Streep. Y ahora que ya pasaron treinta desde aquella escena que dejó temblando a millones. Aquella secuencia breve, hipnótica, la humanidad resistiendo con lo (poco) puesto frente a la bestia fálica del exterior; apenas un gatito, una bombacha y una criatura sinuosa y babosa escamoteada en las sombras, encarnando la gran pesadilla húmeda para toda una generación.




Domingo, 21 de Junio de 2009

Sin peñas

La muerte de Fernando Peña el miércoles pasado despertó una tristeza tan peculiar como él: cientos de miles de personas que eran sus oyentes desde hace más de una década, y con los que había entablado esa intimidad única que da la radio, de pronto sintieron no que habían perdido a una persona querida con la que compartían sus mañanas, sino a siete, ocho, una docena. Milagritos López, Sabino, Palito, Reboira Lynch... Tal era el talento con que Peña les había dado voz y vida. Por eso, por encima de sus declaraciones polémicas, de las provocaciones, del show tanático y de la exposición de la enfermedad, Radar despide a todos esos personajes irrecuperables que revolucionaron la radio y que se fueron junto a él.
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Por Natali Schejtman

Fernando Peña tenía una entrega total al espectáculo. En una especie de lucha contra la intimidad, llevó a la radio el drama y la interpretación actoral e hizo también de su relación con la enfermedad un objeto mostrable, con más y menos maquillaje (desde Esquizopeña, una de sus obras de teatro más vistas hasta el documental que estaba grabando en sus últimos días sobre su lucha contra el cáncer).

La historia de la irrupción de Fernando Peña es conocida y no por eso menos colorida. El continuaba con su servicio como comisario de a bordo, pero ya estaba cansado, y entonces aprovechaba esos micros comunicativos que surgen en cualquier viaje para desplegar su sinfonía de personajes. El más conocido fue Milagros López, pero también desfilaron por allí Susan Müller, una alemana sexy y comehombres; un cubano estridente o un argentino que luego se convertiría en el célebre Rafael Orestes Porelorti. Sin embargo, fue la cubana la que conquistó el corazón del pasajero Lalo Mir, quien pidió desesperadamente conocerla en varias oportunidades hasta que se encontró cara a cara con el hombre detrás de la dulzura caribeña (ver recuadro).

Fernando Peña aterrizó en la radio, el hábitat en donde logró expandir y conectar a sus criaturas entre sí y con el mundo. Pronto llegaría al teatro y escribiría un libro sobre su experiencia como comisario de a bordo (Gracias por volar conmigo), además de generar uno sobre él (Las siete vidas de Fernando Peña, de Mariana Mactas). Durante sus inicios, estuvo con Lalo Mir y con la Negra Vernaci, sus padrinos en el medio. Lalo dimensiona así su ingreso al mundo radial: “Lo dio vuelta, la rompió en mil pedazos, hizo lo que no era políticamente correcto. Y también irrumpió con su temeridad... Era una persona multiplicada en personajes, todos ellos caminando por un filo sobre un barranco mil metros abajo”. Primero fueron grabaciones en cassette y después empezó a ir en vivo: “Empezó a meter la otra ficha. Apareció de repente Celestino, el marido de Milagritos. O el oficial Brown. Y empezó a explotar, a quebrar el espejo en mil pedazos. ¡Y no me avisaba!”.

Como era de esperarse, llegó el momento del show propio, Grafitti. Y luego pasó a hacer El Parquímetro, su programa emblema que condujo prácticamente hasta el final, junto con su co-conductor Diego Scott y los columnistas Martín Lipszyc y Juan Butvilofsky. Diego Ripoll fue uno de sus primeros coequipers y el que le insistió para pasarse a la Metro, donde estuvo –interrupciones mediante– durante casi una década: “Yo encontré en el juego la clave para seguirlo. Fernando tenía una noción de timing radial impecable. Y yo con él jugaba, como cuando uno es chico. Quizás él estaba hablando con Palito, y de repente se escuchaba al aire el ruido de las pulseras que usaba Fernando, entonces yo aprovechaba y le preguntaba algo a la Mega. Pero no había método alguno. Y en todos los años que trabajé con él no pude descifrar lo que hacía y cómo. Tenía una mente prodigiosa dividida en esos personajes. Su cabeza era una multiprocesadora y yo trataba de ser la unión de ese vitreaux. Más de una vez me llegaron a preguntar si yo también era un personaje de Peña”.

Sebastián Wainraich trabajó en el equipo en esa misma época, primero en Metro y después en Rock and Pop. Y justamente habla de uno de los consejos que le dio, para poder afrontar su rol de productor, el operador Javier Bravo: “Hay que seguirlo”. “Ese consejo me sirvió. Con Peña me saqué todos los prejuicios, y me di cuenta de que tenía muchos del tipo ‘con estas cosas no se jode’, si bien siempre me gustó el humor negro. El iba más allá y yo me terminaba riendo. Para él, el límite lo ponía el oyente o espectador, que apagaba la radio o se levantaba de la función. Aprendí un montón con él. Es muy difícil explicarlo con palabras. Yo venía con una cabeza muy radial y un poco cuadrada, y me di cuenta de que el desorden a veces puede estar bueno. De hecho, él me dijo hace poco, cuando se cumplieron los 10 años de El Parquímetro: ‘Vos me querías hacer tener secciones’. De los personajes, yo tenía muy buena relación con Palito y con Sabino. En esos años, a los 25, me había ido a vivir solo, y Peña me llamaba para hacerme esas voces: Sabino me preguntaba si necesitaba que me hiciera una instalación eléctrica, Palito si podía llevar una mina... El es un antes y un después en la radio. Si en el mundo existiera otro así, nos habríamos enterado. Sería famoso a nivel mundial.”

El medio radial genera una especie de comunidad con los oyentes. Esa cercanía inefable, probablemente inexistente en otros medios de comunicación, producto de varias horas de escucha al día y de cierta transparencia que se da entre los que hablan y los que escuchan. Si bien Peña tejió el artificio hasta el borde de lo humano (¡era como 15 personas interactuando!), esa especie de falta de pelos en la lengua, además de toda su aura como icono, explique el agujero negro que están atravesando sus seguidores. Quienes compartieron con él parte de su trabajo o su vida, no ocultan su tristeza.

Su co-conductor actual, Diego Scott, vive en el universo de El Parquímetro desde los inicios mismos. Su entrenamiento en la interacción con todos los Peñas tuvo mucho que ver con observar a Ripoll desde el detrás de escena, cuando él era productor junto a Wainraich. El, en realidad, trabajaba en Radio América y un día fue a pedirle unos separadores “al que hace de Milagritos” y se quedó fascinado por esa parafernalia individual. Peña le preguntó qué hacía y él empezó con unas columnas de economía (!), cuando el programa se gestaba a pura estridencia y densidad. Luego pasó a ser productor (con algunas apariciones al aire, como Wainraich) y tiempo después, se convirtió en un hombre indispensable del conductor y sus criaturas: “Me parecía lo más divertido del mundo imaginarnos cada cosa. Si Milagritos decía ‘Ayer estuve con una amiga’, yo enseguida le preguntaba ‘cómo se llamaba’ y ahí seguíamos. No había límites. Nunca me pasó que le preguntara algo y que no hubiera respuesta. Era seguirlo, tirarle cosas, alimentar la conversación”.

Carlos Ulanovsky todavía se acuerda de cuando escuchó por primera vez a Dick Alfredo, el mexicano que disparaba dardos fascistas desde la FM. Estaba indignado, e incluso debe haber comentado con otros acerca de este polémico personaje radial, hasta que descubrió de qué se trataba todo: “Verlo trabajar era algo impresionante. Porque para hacer lo que él hacía no sólo había que tener una garganta de oro, sino también un punto de vista extraordinario. No se equivocaba nunca. Por el aspecto vocal, podría establecer una relación con Tomás Simari. Pero en cuanto a cómo él componía los personajes, el armado artesanal y primoroso que hacía que tuvieran un cuerpo, tengo que mencionar a Niní Marshall”.

Ulanovsky cuenta, además, un debut radial anterior al de Lalo que Fernando repetía. Se remonta a su niñez. Como “hijo de”, acompañaba a su padre, el periodista deportivo Pepe Peña, a Radio Rivadavia. El, un niño impaciente y ansioso, se quedaba esperándolo, hasta que uno de sus reclamos salió al aire: “¡Papá, me estoy meando!”.

Esa sería la primera de una larga lista de intervenciones hilarantes, en radio, televisión y aquello que se considera “la opinión pública”. En sus primeros años de aparición mediática, el asumido Fernando Peña tuvo un protagonismo radical en la aparición de la homosexualidad como tema que debía ser naturalizado. En los últimos años, Peña tenía una obsesión por aparecer tanto como sus personajes, no perderse entre ellos. “No sé, no lo hablé con él”, dice Lalo. “Calculo que él se puso celoso de sus personajes. El era muy saltimbanqui, muy cambiante de opinión, en cambio los personajes eran coherentes. Peña desorientaba, los personajes no.” Scott agrega: “Yo creo que él tenía muchas facetas. Por un lado era genial lo creativo que era y lo que podía hacer con los personajes; por otro lado, quería que el mundo fuera como a él le parecía justo que fuera, quería decir lo que le parecía mal. Con los personajes no lo podía hacer porque se cagaban de risa. Pero tenía sus épocas: a veces estaba más peleado con sus personajes, a veces más amigado. El no quería que se olvidaran de él, de que estaba él en el medio”.

Generoso con sus colaboradores, obsesivo en los detalles y, sobre todo, muy muy muy humano, Fernando Peña volvió a meterle espectacularidad a la radio, entre otras cosas. Ripoll no lo duda: “Fue el que reinventó el espectáculo en radio, le devolvió la verdadera magia. Logró algo maravilloso: la gente no se podía bajar del auto. Generaba esa cosa mágica, tenía la habilidad de hacerte creer cosas que sólo ocurrían en tu imaginación. Te hacía volver a ese estado naïf, infantil, de creer que ellos existían. Le metió arte a la radio. Pero yo creo que todo lo que hacía estaba en función de otro objetivo: estimular las libertades, que realmente vos hicieras lo que quisieras hacer de tu vida”.

Ulanovsky describe esta cualidad teatral del estilo Peña: “Yo tengo la hipótesis de que la radio se parece mucho al teatro, tanto que algunos lo han llamado teatro de la mente. Alberto Migré decía que cuando él decía ‘rojo’ en el marco de un radioteatro, cada uno elegía qué tipo de rojo quería ver. Fernando Peña daba esa posibilidad al oyente, la de terminar de abrazar a los personajes cada uno por su cuenta”.

Lalo, por su parte, sintetiza uno de los grandes aportes de Fernando Peña, invaluable para todo el público. Un mensaje que firma su insignia: “Es posible hacer cosas que antes no se podía hacer... Eso es muy importante”.

Fuente Radar

EDUARDO GALEANO


POR FAVOR LEER

Disculpen la molestia


Por Eduardo Galeano

Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza.

¿Es justa la justicia? ¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés?

El zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una condecoración?

¿Quién es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla?

¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra? Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también, quienes la defienden?

Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos. Pero, ¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?

¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?

¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal Mart, la empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también. ¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la basura y menos todavía valen los derechos de los trabajadores?

¿Quiénes son los justos y quiénes los injustos? Si la justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos? No van presos los autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son ellos quienes tienen las llaves de las cárceles?

¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en las Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino? ¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? Sin despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un caso de “crimen organizado”?

Pero no demandan castigo contra los amos del mundo los clamores de quienes exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba más. Los clamores claman contra los asesinos que usan navajas, no contra los que usan misiles.

Y uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos de ganas de matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia social? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina tres millones de dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren quince niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad internacional? ¿Contra la pobreza o contra los pobres?

¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?

¿Y por qué no se implanta la pena de muerte contra la muerte? El mundo está organizado al servicio de la muerte. ¿O no fabrica muerte la industria militar, que devora la mayor parte de nuestros recursos y buena parte de nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se traduce en un hecho inexplicable para los extraterrestres, y también insoportable para los terrestres que todavía queremos, contra toda evidencia, sobrevivir: los humanos somos los únicos animales especializados en el exterminio mutuo, y hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando, de paso, al planeta y a todos sus habitantes.

Esa tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los enemigos que justifican el derroche militar y policial. Y en tren de implantar la pena de muerte, ¿qué tal si condenamos a muerte al miedo? ¿No sería sano acabar con esta dictadura universal de los asustadores profesionales? Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho cuidado, éste te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.

En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales inició la refundación de Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara de tener vergüenza de mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío era catastrófico desde el punto de vista del orden racista tradicional, que decía ser el único orden posible: Evo era, traía el caos y la violencia, y por su culpa la unidad nacional iba a estallar, rota en pedazos. Y cuando el presidente ecuatoriano Correa anunció que se negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia produjo terror en el mundo financiero y el Ecuador fue amenazado con terribles castigos, por estar dando tan mal ejemplo. Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional, ¿no nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?

Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y la justicia?

¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la justicia?

¿No es de sentido común, y también de justicia, ese lema de las feministas que dicen que si nosotros, los machos, quedáramos embarazados, el aborto sería libre? ¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será porque entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo?

Lo mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación de la justicia y el sentido común: ¿por qué no se legaliza la droga? ¿Acaso no es, como el aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos contiene, ¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen su demanda? ¿Y por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo? ¿Quién manda en Afganistán? ¿No es ese un país militarmente ocupado por el mesiánico país que se atribuye la misión de salvarnos a todos?

¿Por qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No será porque brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de brindar las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las noches trabajan como lavanderías?

Ahora el mundo está triste porque se venden menos autos. Una de las consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria del automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de sentido de la justicia ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia? ¿O acaso la disminución de los automóviles no es una buena noticia, desde el punto de vista de la naturaleza, que estará un poquito menos envenenada, y de los peatones, que morirán un poquito menos?

Según Lewis Carroll, la Reina explicó a Alicia cómo funciona la justicia en el país de las maravillas:

–Ahí lo tienes –dijo la Reina–. Está encerrado en la cárcel, cumpliendo su condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles. Y por supuesto, el crimen será cometido al final.

En El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por delito de nacimiento.

El resultado de las recientes elecciones en El Salvador, ¿no es de alguna manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero y a los miles que como él murieron luchando por una justicia justa en el reino de la injusticia?

A veces terminan mal las historias de la Historia; pero ella, la Historia, no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego.

Fuente: Página 12.

martes, 16 de junio de 2009

EL TOMI_ENTREVISTA



Un tesoro de mundos ocultos

En el número 32 de la revista Fierro, que sale mañana con Página/12, el notable dibujante vuelve con “El desmitificador argentino”. “Casi nunca tengo la sensación de buscar, sino más bien de encontrar”, señala el artista radicado en Barcelona.

Por Lautaro Ortiz

“Ahí la tienen”, exclama desde el prólogo Juan Sasturain. Y es que la tapa del número 32 de la revista Fierro –sale mañana junto con el diario– es de esas que no se olvidarán así nomás: toda la fantasía escondida debajo de una pollera es, de pronto, descubierta por una brisa otoñal. ¿Y qué se ve? Otro misterio: hombrecitos de corbata y sombrero que parecieran haber abandonado la oficina para treparse, a través de las medias estampadas de una mujer, hacia el deseado “árbol del amor”. Precisamente ése es el título de la pintura creada por Tomás D’Espósito o, mejor, El Tomi, acaso uno de los maestros del dibujo argentino en esto de encontrar mundos ocultos detrás de mundos previsibles.

Y la elección de la imagen de tapa como puerta de entrada para la Fierro de este mes no es una mera casualidad. La revista tiene de todo menos lo previsible: regresa “Paolo Pinocchio”, de Lucas Varela; llega el final de la serie “Rat-Line”, de Minaverry; el suplemento “Picado Grueso” está dedicado al genial Gustavo Sala y vuelve “El desmitificador argentino”, de El Tomi quien, desde Barcelona, reflexiona sobre su propio trabajo: “Casi nunca tengo la sensación de buscar, sino más bien de encontrar. No podría llamar exactamente búsqueda al recorrido que hago por el papel con la punta del lápiz hasta topar con la idea. Por lo tanto, más que un buscador, creo que soy un encontrador”.

Nacido en Rosario el 2 de enero de 1955, canalla hasta la médula, creador de clásicos de la historieta como “Polenta con pajaritos”, “Cuentos del bajo vientre”, “Caleidoscopio”, “Tangozando”, “Dibujitos Avivados” y “Sexiluetas”, entre otros, El Tomi es, sobre todo, una de las huellas digitales de la vieja y de esta nueva etapa Fierro.

–“El árbol del amor” es una pintura (acrílico, pasteles y collage de papel sobre cartulina) perteneciente a “Bellas y Bestias”. ¿Cómo fue que empezó con esta serie y qué proyectos tiene sobre ella?

–La ilustración data del año 2007 y pertenece a una serie de dibujos realizados en técnica mixta que hice para una muestra de arte erótico que se iba a realizar en Buenos Aires y que finalmente no se concretó, pero el destino hace su trabajo ¿no? Y ahora es tapa de Fierro. La serie “Bellas y Bestias” forma parte de unos trabajos inspirados en dos controvertidas imágenes que utilizo en mi memoria a modo de iconos sobre el devenir machista y feminista a lo largo de los tiempos. Una: la del homínido prehistórico macho dándole un mazazo en la cabeza a la hembra y arrastrándola de los pelos hasta la cueva y, la segunda, aquella otra clásica viñeta humorística, donde puede apreciarse a una mujer madura detrás de la puerta empuñando un palo de amasar en alto y a punto de descargarlo en la cabeza del marido que llega borracho y tarde a su casa. Los siglos transcurridos entre estos dos extremos de la historia han dado de sí mucho intercambio de golpes, tanto psíquicos como físicos, hasta llegar a la utilización del ultracontemporáneo término “violencia de género”. Por esta misma cuestión es que fui desarrollando esta serie con ese título tan sugestivo.

–En este número reaparece “El desmitificador argentino”, una historieta tan clásica como “Polenta con pajaritos”. ¿Cómo y cuándo surgió ese personaje que dembula por los bares?

–El personaje apareció por primera vez en la revista El Víbora y terminó volviéndose a Argentina y metiéndose en los bares conmigo, invitados ambos por quien es, para mí, el paradigma del editor del siglo veintiuno: Javier Doeyo. No hace falta más que buscar en el diccionario el significado de la palabra “desmitificar” para saber, en esencia, cuál es la particularidad de la tarea de El desmitificador.

–Bajar a tierra mitos como las mujeres o el sexo, pero lo suyo pasa también por el lenguaje: ese aparente choque entre lo popular y lo clásico, entre el lunfardo y las nuevos términos que nacen con la tecnología.

–Así es. Recuerdo que en su ya lejana etapa española, le adjudiqué a El Desmitificador un lenguaje castizo, diría lindante con el castellano antiguo, y es que por aquella época vivía en Madrid y su alcalde, Tierno Galván, se había ganado mi simpatía (y las de todos los madrileños) con sus famosos “bandos” municipales, unos cartelones que empapelaban las calles de principios de los ’80, muy humorísticos y cuidadosamente redactados, con los cuales ese entrañable político invitaba a los ciudadanos a cuidar de los pequeños detalles relacionados con la urbanidad y las buenas costumbres. Leyendo uno de esos afiches, que proponía cómo comportarse en épocas de Carnaval, se me ocurrió la forma de narrar que tendría El desmitificador. A mi regreso al país, la historieta pasó a llamarse “El desmitificador argentino” y, de a poco, más que hablar con una tonada suburbana, se arrancó a cantar, a tararear milonguitas y a entonar algún que otro tanguito. No sé cómo se vislumbra ópticamente en mis guiones el choque de la terminología que genera la informática con el lunfardo; a mi modesto entender, cuando redacto trato de integrarlos y no de enfrentarlos.

–Esta es su segunda etapa en Barcelona. ¿Cómo ve el campo laboral para los inmigrantes, como es su caso?

–Mirá, difícil. Acabo de inaugurar una muestra de pintura acrílica que consta de varios cuadros de gran tamaño titulada “Personajes de mi barrio”. Con ella mi intención es entrar de lleno en el circuito de las galerías, atendiendo básicamente a aquello de que pintor es el que pinta lo que vende y artista, el que vende lo que pinta. Las condiciones para el inmigrante que aún no ha conseguido sus papeles, como es mi caso, se han puesto muy difíciles, por lo tanto hay que abrir el espectro laboral, intensificar el campo de acción o sucumbir a la hipócrita invitación de volver a tu país a cambio de un miserable subsidio por los favores prestados. El primer trabajo que conseguí en ésta, mi segunda incursión a España, fue para la revista Kiss Cómic, y tras el cierre de El Víbora decidí dejarlo, a pesar de que el personaje de la única historieta que publiqué, “Caperucita Zorra”, se convirtió en una muñeca y, junto al Lobo Feroz, se vendía como souvenir. Hasta antes de la crisis estuve empleado en una empresa productora de cine porno para la cual realizaba los story board e ilustraba una página web, más allá de participar en varios emprendimientos editoriales como portadista, ilustrador e historietista, actividad esta última donde durante un par de años publiqué “Freak City” que esta saliendo en la nueva Fierro. Hoy sólo trabajo esporádicamente en publicidad y haciendo caricaturas para un periódico. Por lo demás, los lectores argentinos saben todo lo que tienen que saber sobre mí leyendo la revista de historietas más grande de todos los tiempos, la Fierro.

Fuente Página 12

FERMAT_LA HISTORIA DE UN MISTERIO MATEMATICO DE 300 AÑOS





El último teorema de Fermat

En 1650, un abogado francés aficionado a los números escribió en el margen de un libro una breve afirmación sobre un postulado. Y hasta puso que no lo explicaba porque no tenía lugar. Así dejó un problema que, pese a su aparente sencillez, las mejores mentes del mundo no pudieron resolver hasta 1994.

Por Adrián Paenza

No permita que la palabra “teorema” lo intimide. Permítame contarle una historia fascinante. En realidad, es una historia que terminará con una película hecha en Hollywood (o en Europa) y por supuesto, varios libros (algunos ya se han escrito).

Es que contiene todos los ingredientes necesarios para el éxito: drama, intriga, pasión e incertidumbre pero, además, lo que la hace más atractiva (todavía) es que involucra al mundo de la ciencia... y entonces, todo puede hacerse desde más creíble hasta más intimidatorio y controversial.

En todo caso, es la historia más famosa del mundo de la matemática. Hay gente que le dedicó su vida a probar que algo era cierto... y otro tanto, que se la dedicó a probar lo contrario. Lo que sigue, entonces, son los detalles.

Pierre de Fermat era un abogado, que vivió entre 1601 (o 1607/8... se duda sobre la fecha de su nacimiento) y 1665. Nació cerca de Toulouse, Francia, y se recibió de abogado en la Universidad de Orleans. Hablaba varios idiomas: latín, griego, italiano, español y, obviamente, francés. Sin embargo, si bien su palabra y opinión eran muy buscadas dentro del ámbito del derecho, su aporte más importante a la historia de la humanidad lo hizo como matemático.

Curiosamente, Fermat no se consideraba a sí mismo como tal. De hecho, sus afirmaciones las hacía a través de cartas a sus amigos (Pascal, entre otros) y, en general, tendía a no ofrecer las clásicas demostraciones que los matemáticos consideran (consideramos) imprescindibles para que algún aporte sea considerado válido. Eso le garantizaba, en algún sentido, la vigencia de su condición de amateur. Fermat no se sentía obligado a hacer lo que tenían que hacer todos los demás: probar lo que decía. Algunas veces lo hacía. Otras (muchas), no.

Esto no pretende quitarle ningún mérito ya que con el tiempo Fermat se convertiría en el padre de lo que hoy se denomina la teoría de números, que es la que estudia las propiedades de los números enteros. De hecho, él se habrá considerado amateur, pero sus ideas revolucionaron una parte de la ciencia. Sus cartas con Pascal fueron el origen de la teoría de probabilidades. Y virtualmente todo lo que tocó en matemática, lo transformó.

Pero lo que Fermat nunca soñó (creo) es que terminaría haciendo –involuntariamente– un aporte inigualable. En el año 1650, escribió una nota en el margen de un libro que estaba leyendo (Arithmetica, de Diofantino) en donde decía que la ecuación (ver recuadro) no tenía solución. Pero, agregaba que ese margen era demasiado pequeño para que él pudiera escribir la demostración de lo que decía. Lo curioso es que Fermat se murió y nunca llegó a publicar la justificación de lo que decía. Su hijo, muchos años después, hizo pública una copia de lo que su padre había escrito en el margen del libro (el original nunca apareció) y eso iniciaría la verdadera historia. Fermat había dejado planteadas varias incógnitas y, con el tiempo, se comprobaron todas. Con una excepción... una sola excepción. Lo que se empezó a conocer con el nombre de “La conjetura de Fermat”.

Los matemáticos más importantes de la época (Euler, Dirichlet, Gauss, Lamé, Kummer, Sophie Germain... entre otros) intentaron pero no pudieron. Se resolvían casos particulares, sí, pero no se encontraba la solución general. Ya no eran sólo algunos años, sino que empezaron a pasar siglos y la pregunta seguía vigente: lo que había dicho Fermat, ¿era cierto o falso?

Lo más frustrante es que el enunciado del problema es tan sencillo (lea el recuadro), que genera fastidio no poder resolverlo. Hasta que aparece en escena Andrew Wiles. Wiles nació en Cambridge, Inglaterra, en abril de 1953. Cuando tenía 10 años un maestro de matemática de la escuela primaria les contó a los alumnos sobre un problema que había enloquecido a los especialistas por más de 300 años ya que no podían encontrar la solución. Se conocía con el nombre de “La Conjetura de Fermat”.

Wiles, según su propia confesión, se propuso ser matemático y fantaseó con ser él quien lo resolvería. En 1975 empezó su carrera como investigador, pero fue en 1986 en donde –ya profesor en Princeton– decidió dedicar entre doce y catorce horas de su día a tratar de resolver el problema. Pero Wiles no quería comunicar a sus colegas lo que estaba haciendo, porque todos lo entenderían como una pérdida de tiempo. Sólo su mujer, Nada Canaan, sabía lo que hacía su marido en el altillo de su casa. Aunque su rutina lo llevaba a la facultad diariamente, dictaba su curso semestral, tenía alumnos y llevaba una vida supuestamente normal.

Wiles sabía que resolver el problema en sí mismo no serviría para nada útil, en el sentido mercantil de la palabra “útil”. Pero, como todos los científicos entienden, lo importante no necesariamente es encontrar la solución sino las herramientas que se desarrollan en el camino para encontrarla. De eso se trataba (y se trata): de generar más matemática que serviría (o no) para este caso particular, pero que en el camino, permitiría que la ciencia avanzara en múltiples direcciones.

Después de seis años de virtual aislamiento, Wiles necesitó la ayuda de especialistas en otras áreas. Sus ideas eran/fueron tan novedosas, que terminó ligando ramas de la matemática que eran impensables en otro momento. Hasta que en 1993, Wiles creyó que tenía “la prueba”. Y se propuso contarla en un ciclo de tres conferencias que daría en Princeton.

La sala estaba abarrotada de gente, porque si bien no estaba anunciado el verdadero motivo de la charla, el rumor ya se había filtrado y la comunidad matemática esperaba un anuncio espectacular.

Wiles ocupó tres días para sus tres conferencias, y para finalizar la última, escribió en el pizarrón la famosa Conjetura de Fermat, dejó la tiza apoyada en uno de los bordes y dijo: “Creo que voy a parar acá”. El auditorio se puso de pie y aplaudió por varios minutos. La noticia era/fue tan trascendente que terminó en la tapa de todos los diarios más importantes del mundo, empezando por el New York Times. Había caído la última pared. La Conjetura dejaba de ser tal. Se había convertido en “un teorema”.

Pero... no tan rápido. Para que una afirmación científica sea aceptada como verdad, necesita de la “aprobación” de los colegas, del “monitoreo y arbitraje” independiente. Es decir: matemáticos expertos en el tema, se disponen a leer exhaustivamente todo lo que está escrito y dar su consentimiento final. Es decir: no alcanza con decir “ya lo terminé” o “ya lo probé” para que la prueba sea considerada válida.

Y allí empezó otra pequeña odisea. Después de tanto entusiasmo y con el mundo expectante de la publicación, los árbitros no daban por concluida su tarea. Uno de ellos, Nick Katz, había encontrado algo que no entendía. Lo envió como pregunta al propio Wiles para que se lo aclarara, pero Wiles se dio cuenta rápidamente de que lo que Katz le estaba diciendo era que la prueba... tenía un “agujero” (un error).

Era septiembre de 1993 y la mujer de Wiles le dijo “ahora, la única cosa que quiero como regalo de cumpleaños es que corrijas el error. Quiero la prueba correcta”. El propio Wiles, cuando cuenta la historia, dice que su esposa cumple años el 6 de octubre. Sólo le quedaban entre dos y tres semanas. Pero no, no alcanzó. No hubo humo blanco.

Wiles comenzó a desesperar. Los árbitros no podían mantener más tiempo escondido el error. Al final, terminaron comunicándolo. Mientras Andrew había peleado solo contra el problema por siete años, nunca tenía que dar cuenta ni de sus avances ni de sus retrocesos. Desde las charlas en Princeton, cada día era un calvario. Un año después, ya con la ayuda de uno de sus estudiantes, Richard Taylor, Wiles estuvo tentado de anunciar que se daba por vencido. Pero la mañana del 19 de septiembre de 1994 Andrew tuvo una idea. Le corrió un sudor frío por el cuerpo porque advirtió lo que había pasado: había encontrado la solución. Ahora sí, los árbitros estuvieron de acuerdo y la prueba fue aceptada como tal. La reina de Inglaterra lo nombró Sir Andrew Wiles y su nombre pasa a engrosar la lista de los matemáticos más famosos e importantes de la historia.

Es muy poco probable que lo que a Fermat no le entrara en el margen fuera la demostración correcta. En cualquier caso, es irrelevante. La moraleja será siempre que la solución en sí misma es la zanahoria que estimula, el motor del pensamiento... pero nunca es el objetivo último. En el trayecto se abren nuevos caminos y se desarrollan nuevas herramientas, que quizá resultaran estériles en la búsqueda de esa solución, pero que son los cimientos de la nueva ciencia.


jueves, 11 de junio de 2009

MARIO MONICELLI_ENTREVISTA AL CINEASTA ITALIANO



“Para mí, la derrota es un lugar desde donde se parte”

Mañana se estrena aquí La rosa del desierto, su último film de ficción. El mítico director italiano aborda en este reportaje algunos de sus temas predilectos: la felicidad de filmar, la afición por los perdedores y el carácter incorregible de sus compatriotas.

Por Sergio Labba

“De ése no quiero ni oír hablar”, hace como que se ofende Mario Monicelli cuando le mencionan a Manoel de Oliveira. En el club de la longevidad cinematográfica (que cuenta entre sus socios a Alain Resnais, Eric Rohmer y hasta Chabrol, Godard y Clint Eastwood), el centenario Oliveira es el culpable de que el legendario realizador de Los desconocidos de siempre, Los compañeros y La armada Brancaleone no sea el miembro más anciano en actividad. Aunque durante su última visita a la Argentina, dos años atrás, Monicelli haya mostrado una vitalidad casi adolescente, lo cierto es que cumplió 94 el mes pasado. Al igual que los otros miembros del club, este toscano retacón, reliquia viviente de la commedia all’italiana, no se conforma con el panteón y sigue filmando. Dedicado últimamente a los documentales, films colectivos y hasta pequeños diarios personales que graba en video, el más reciente film de ficción de Monicelli es La rosa del desierto, estrenada en su país tres años atrás. Su lanzamiento local, anunciado para mañana en el sistema de proyección en DVD, devolverá a la cartelera a este viejo favorito del público porteño.

La treintena de largometrajes que Monicelli dirigió en solitario desde su debut (sin contar cuantiosos films en episodios y en colaboración) incluye célebres dramas (Los compañeros) y tragedias (Un burgués pequeño, pequeño), como también fallidas comedias románticas (La ragazza con la pistola) y desencaminadas operaciones internacionales (La mortadella). Curiosa traducción en singular del plural Le rose del deserto, La rosa del desierto adscribe al género más distintivo del autor: la farsa. Farsa entendida como forma de comedia satírica, más elegante que chirriante y nunca carente de ojo crítico y hasta político. Basada en El desierto de Libia, del también toscano Mario Tobino, La rosa del desierto tiene por protagonistas a los miembros de un hospital de campaña instalado en Libia, durante la Segunda Guerra. A la novela de su paisano, Monicelli se ha permitido adosarle un episodio de Guerra de Albania, de Giovanni Fusco, salpimentándola con recuerdos y experiencias personales.

En esta entrevista, Monicelli habla de lo que representa rodar con más de 90 encima, en medio del desierto de Sahara y a miles de kilómetros de casa. Se hace tiempo también para abordar algunos de sus temas predilectos: la felicidad de filmar, la afición por los perdedores, el carácter incorregible de sus compatriotas, su rechazo por la Italia contemporánea, que las urnas acaban de convalidar el domingo pasado. Se refiere también a cierta condición anatómica peculiar que, según él, habría caracterizado al homo italicus durante las primeras décadas del siglo XX. Condición caracterizada por la escasa estatura, piernas torcidas y lo que Monicelli denomina culo basso.

–No es la primera vez que filma la guerra. Lo había hecho en una de sus más reconocidas tragicomedias, La gran guerra.

–Sí, pero aquí el tratamiento es muy distinto. Con Sordi y Gassman como protagonistas, en La gran guerra el peso estaba puesto necesariamente sobre los actores y los personajes. Aquí, en el desierto, en lugar del detalle di preeminencia a los grandes espacios. El contexto es tal vez más protagonista que los propios protagonistas. Y el grupo, más que el individuo. Eso me llevó a optar por el plano general, antes que los primeros planos. Algunos de los actores me volvían loco, pidiéndome primeros planos a gritos. Tuve que ponerme violento, a veces, para frenarlos.

–La gran guerra transcurría durante la Primera Guerra Mundial. La rosa del desierto, durante la campaña africana, en plena Segunda Guerra. ¿Qué lo llevó a elegir ese tema?

–El de los soldados que Mussolini mandó al frente es un tema bastante olvidado en mi país. Siempre se habló más de la Resistencia. Y eso que en el frente se perdieron decenas de miles de vidas. La película surgió de esa falta. Por otra parte, soy amigo de Mario Tobino, autor de la novela en la que la película se basa y paisano de Viareggio, como yo. Yo mismo estuve en Libia, en 1936, trabajando como asistente de dirección. También en el frente yugoslavo. Así que a la novela de Tobino le sumé mis propias experiencias, mis memorias de juventud.

–Filmar en el desierto nunca es sencillo. ¿Cómo fue el rodaje de La rosa del desierto?

–Duro. Estuvimos en Túnez nueve meses en total, rodando en medio de un calor asfixiante, entre tormentas de arena y con todo el equipo enfermo de disentería. Francamente resultó muy cansador. Por lo demás, el paisaje era escuálido, la arena, sucia, y las palmeras, secas. Me preocupaba cómo se vería eso en cámara.

–Dicen que usted no es de andar dando demasiadas vueltas durante los rodajes.

–Me gusta filmar rápido. Filmo una toma y paso a la siguiente. Debo confesarle que allí en el desierto, las condiciones de rodaje no me disgustaban. La presión de tener que resolver rápido y con viento en contra me caía bien.

–Pero se toma su tiempo para el montaje.

–En este caso fueron varios meses. Hasta el punto de que la película estaba invitada para abrir el Festival de Roma y no llegamos a tiempo. Pero el montaje es una instancia fundamental. Allí se puede cambiar el sentido entero de una secuencia. Es, por otra parte, la última oportunidad de arreglar la película...

–Los actores están sorprendidos de que allí en el desierto usted se arreglara solo, sin pedirle ayuda a nadie.

–Qué ayuda iba a pedir, si estaba feliz de la vida. Estaba vivo, haciendo la película que quería, en un lugar increíble y con unos actores buenísimos. Le digo una cosa: filmando esta película sentí una libertad que nunca antes había tenido.

–¿Qué se proponía plantear, en relación con el tema de la guerra?

–Me proponía pintar a unos personajes en una determinada circunstancia. Quería hacerlo con la mayor carga de verdad posible y con sencillez. No pretendía dar ninguna lección, fijar ninguna posición. Intenté abordar el asunto como lo hago siempre: sin ideas preconcebidas. Si lo que se cuenta brinda alguna posibilidad de reflexión, en buena hora. Pero en principio me propuse lo mismo que en la mayoría de mis películas: que el público, al verla, llorara o se riera. O, mejor todavía, ambas cosas.

–Como es costumbre en su cine, La rosa del desierto está protagonizada por un grupo de antihéroes.

–Desde el aspecto mismo... Son soldados bien italianos: chiquititos, con el culo bajo, las piernas torcidas... Me costó encontrar a los actores adecuados: los jóvenes de ahora son lindos, altos, esbeltos. En aquella época éramos feos, petisos, más toscos de lo que son ahora.

–Usó una buena cantidad de actores amateurs.

–Sí, porque andaba buscando un tipo determinado. Igual, no me resultó difícil: una vez que uno le pone un uniforme a un italiano, el tipo se convierte en actor automáticamente. Es como las mujeres. Se las viste de putas y saben cómo comportarse.

–¿A qué se debe su afición por los perdedores?

–La condición humana es de los que sufren, los que pierden, los que son explotados y tratan de liberarse de su amo. No hace falta adoptar un tono serio o grave para hablar de ello: a mí me gusta la gente que batalla con alegría, con ironía, en compañía...

–Sus perdedores son empáticos, antes que patéticos.

–Es que para mí la derrota nunca es una condición definitiva, sino un lugar desde donde se parte. Ojo, eso no quiere decir que lo mío sea la épica, la historia del perdedor que a la larga termina triunfando. Yo prefiero la farsa, que me parece el género más difícil. No me tira lo sagrado, como tampoco los juicios demasiado severos sobre la humanidad, o querer cambiar el mundo con una película.

–Uno de los personajes de La rosa del desierto es sumamente peculiar. Me refiero al que interpreta Michele Placido: el padre Simeone, fraile vital y emprendedor.

–Es un personaje agregado, no estaba en la novela de Tobino. De todos, es el que siento más afín a mí. Su carácter expeditivo, su naturaleza combativa, me llevan a identificarme con él. Por más que se trate de un cura lo veo como una figura secular, alguien que ama al prójimo, pero a quien no le interesan demasiado las cuestiones de doctrina. Los misioneros, que son como aventureros de la fe, siempre me fascinaron. Cuando estuve en Africa, en el ’36, conocí a un misionero muy parecido al padre Simeone. Le gustaba ayudar hasta a los que no lo necesitaban.

–¿Qué actualidad cree que tienen estos personajes de hace setenta años?

–Los italianos somos tan parecidos a nosotros mismos... Desde los tiempos de la guerra no hemos cambiado mucho. No es que eso esté necesariamente mal, cambiar no debería ser obligatorio. Hasta a veces es preferible no hacerlo. Conozco tanta gente que cambió para mal... Los italianos somos gente generosa, no nos desanimamos, tratamos de encontrarle el lado bueno a las cosas, somos gregarios... Eso sí: no nacimos para héroes ni para misionarios. No es lo nuestro y no tiene por qué serlo. Lo feo de la Italia actual es la importancia que han cobrado cosas como el dinero, la posición, el status... ¡Qué horrible! Nos volvimos despiadados, y aquel que no lo es es eliminado, quitado del medio. Hay que aprender a salir vivo del apocalipsis económico. Y no es fácil...

* Traducción, selección e introducción: Horacio Bernades

ENTREVISTA CON LAURA ESQUIVEL,NOVELISTA Y CANDIDATA A DIPUTADA



“No perdí el contacto con la gente”

La autora de Como agua para chocolate aspira a una banca representando a la izquierda mexicana, en una pausa de su escritura. “Así como cambiarme la vida, no me ha cambiado: desde hace mucho me interesé en cuestiones sociales”, dice.

La escritora mexicana Laura Esquivel, que hace veinte años se hizo famosa con su novela Como agua para chocolate, anda en estos días de aquí para allá en actos de campaña. No es que vaya a tomar apuntes para algún nuevo libro. En esta historia, ella es la protagonista: compite como diputada local en los comicios de Ciudad de México del 5 de julio. Su distrito es el XXVII de Coyoacán, una zona del sur de la capital mexicana con realidades contrastantes, donde viven muchos escritores, bohemios y artistas y en la que también hay comunidades marginadas. Esquivel, de 58 años, es candidata de la alianza de izquierda formada por el Partido de la Revolución Democrática, el Partido del Trabajo y Convergencia. Se despierta tempranísimo para hablar con los vecinos que acuden a las lecherías y no para hasta entrada la noche.

“Así como cambiarme la vida, no, no me ha cambiado. Yo desde hace mucho he realizado actividades en cuestiones sociales, no directamente una actividad política, pero sí, por ejemplo, cuando hacía teatro visitábamos mucho comunidades indígenas dando clases de teatro. Nunca he perdido el contacto con la gente del pueblo”, dice Esquivel. Con su primera novela, Esquivel rompió records de ventas: cautivó también desde las pantallas de cine con la versión fílmica dirigida por su entonces esposo Alfonso Arau, de la cual ella fue guionista. La historia de amor de Tita de la Garza y Pedro Muzquiz, saboteada por Mamá Elena entre cacerolas y tiros de la Revolución Mexicana, ha dado la vuelta al mundo traducida a 36 idiomas. Pero en su distrito electoral muchos ignoran quién es. Nunca han leído sus novelas ni conocen sus records.

“Hay un sector obviamente que sabe perfectamente quién soy yo, y es muy lindo porque me sienten cercana”, manifiesta. Sin embargo, también hay gente que “no ha tenido la oportunidad de leerme y yo lo entiendo perfectamente. Tú tienes que elegir: con el sueldo con el que ellos viven tú eliges entre comer o comprar un libro. Obviamente ellos eligen comer”. Ya casi no tiene tiempo para nuevas novelas o guiones de cine, pero en algunas partes del camino se cruzan su trayectoria literaria y su presente político. Su lema de campaña, por ejemplo, es “escribamos una nueva historia”, y lo vuelca en el papel con sus frecuentes reflexiones político-filosóficas, a manera de ensayo, en las que analiza el efecto que pueden tener “los pensamientos colectivos equivocados” en las sociedades.

Después de Como agua para chocolate (1988), estuvo varios años sin escribir. En 1995 publicó La ley del amor y luego Intimas suculencias (1998), Estrellita marinera (1999), El libro de las emociones (2000), Tan veloz como el deseo (2001) y Malinche (2006).

Convivir con el éxito de su primera obra fue difícil. “Te cuelgan etiquetas que no necesariamente son lo que tú eres. Por ejemplo, lo que a la gente le impacta más es que seas best-seller”. “Inmediatamente tienes una reacción adversa de un sector que no ha logrado ese éxito, inmediatamente todo el mundo empieza a decir que eso no es literatura. Era mi primera novela. Ahora yo ya entiendo por qué les causó tanto escozor, porque ahora sé lo que cuesta a veces que te lean.”

Además, tuvo que enfrentar la presión de las editoriales para que siguiera escribiendo. “Me tuve que rescatar, retraer, recuperar y hacer un gran trabajo interno. Cinco años después escribo La ley del amor, y ha sido mi gran maestra aquella novela.” Además de dedicarse a la literatura, tuvo durante un tiempo una tienda de ropa tradicional mexicana y conserva el sueño de abrir alguna vez un restaurante con las recetas de Como agua para chocolate, aunque otros ya le han plagiado la idea en ciudades como Santiago de Chile, Oaxaca, Valladolid, Buenos Aires y Lima. “Fui a Chile y hay uno que se llama Como agua para chocolate. Estuve cuando presenté Malinche. Yo tengo registrada la marca, porque ese sueño lo tengo hace mil años. Y me hicieron una presentación del libro ahí...” “Cuando llego con la señora y veo, no tienes idea lo que me conmovió. Le dije: mire, señora, se supone que yo lo tengo registrado, pero a usted se lo doy. Le agradezco el amor. No sabes qué bellezas tiene. Cosas que yo ya había pensado para el mío, hay otras que ella no llegó a imaginar y no se las dije, pero tiene cabeceras de camas, llegas y en la mesa hay pétalos de rosa glaceados de botana (para picar), deliciosos.”

Esquivel piensa que, una vez que concluyan las campañas, quizá pueda retomar una novela que tiene en preparación desde hace años, una historia sobre una mujer, de la cual se reserva los detalles. “Yo la había empezado antes de Malinche, ya tenía 70 páginas. Me proponen Malinche y le dediqué tres años, y luego dos de promoción. La otra pobre ahí sigue. Ahora viene esto y queda relegada, pero bueno, a lo mejor esta experiencia la va a enriquecer más.”

miércoles, 10 de junio de 2009

CINE_"Hiroshima mon amour"


Medio siglo de "Hiroshima mon amour"

El clásico alegato antibelicista del francés Alain Resnais - la historia de amor entre una joven


(EFE).- Hace años que se acabó la guerra fría y el peligro de un conflicto mundial se ha disipado, pero no por eso deja de impresionar ese intenso, duro y bello alegato antibelicista que fue el primer largometraje del francés Alain Resnais, "Hiroshima mon amour".

Una película que llegó a las salas francesas el 10 de junio de 1959, el mismo año de "Les quatre cents coups", de François Truffaut, dos de los más significativos ejemplos de esa "nouvelle vague" que buscaba la simplicidad, huía de los formalismos, potenciaba la espontaneidad de los actores y, sobre todo, provocaba.

Resnais realizó con "Hiroshima mon amour" una película tremendamente moderna para la época, una historia de ficción con muchos elementos de documental, género en el que había rodado muchos cortos y en el que, en un primer momento, quería haber situado la historia sobre la ciudad japonesa bombardeada con la bomba nuclear. Porque el origen del proyecto fue hacer un documental sobre la reconstrucción de Hiroshima.

Por ello, tras un sensual comienzo con imágenes de dos cuerpos entrelazados, la película usa partes del material del documental que Resnais había seleccionado para situar la historia tanto en el tiempo como en el espacio.

Una historia que no es en absoluto fácil de ver y lo era menos en el momento de su aparición, ya que realizaba un extenso uso de los "flashbacks", un recurso narrativo que había sido utilizado anteriormente por William Wyler o por Orson Welles pero al que no estaban habituados los espectadores.

Mezclando sutilmente -gracias a una espectacular labor de montaje- las escenas que se desarrollan en Francia con las de Japón, las de la Segunda Guerra Mundial y las de la actualidad de la historia, Resnais teje una narración magnética en la que el amor y el odio se encadenan y se suceden en un ordenado desorden.

El amor que destilan los dos protagonistas. Una joven actriz francesa que viaja a Japón para rodar una película sobre la paz y que mantiene una breve pero emocionalmente intensa relación con un japonés.

Trasgresora en su momento por la relación entre dos personas de diferente raza, "Hiroshima mon amour" es tanto una reflexión sobre el amor como sobre el odio que genera una guerra.

Y sobre las devastadoras consecuencias de un conflicto que dejó anónimos heridos y mutilados, como muestra Resnais en unas descarnadas imágenes que ilustran una realidad documental sin artificios.

Resnais, al igual que en algunos de sus documentales previos y en trabajos posteriores, reflexiona sobre las consecuencias de la guerra y lo hace con un mensaje pacifista en un momento, 1959, en el que la guerra fría estaba en un punto álgido.

La terrible visión de los heridos contrasta en el filme con las bellísimas imágenes en blanco y negro de los amantes, en un preciosista juego de luces, sombras y penumbra.

Un envoltorio que permite el total lucimiento de un guión perfectamente calculado de Marguerite Duras -el primero que escribió-, que fue candidato al Óscar, que perdió frente a otra joya del cine, "El apartamento", de Billy Wilder.

Duras escribió unos cortantes y concisos diálogos que permitieron el juego de miradas y de expresiones que buscaba el director y que encontró en los actores que encarnaron a la pareja protagonista, la francesa Emmanuelle Riva y el japonés Eiji Okada.

Riva y Okada dan credibilidad a la historia de la joven procedente de una pequeña localidad francesa (Nevers), traumatizada por la guerra y por la pérdida de su novio, frente a un japonés que aun viviendo en Hiroshima no sufrió el bombardeo y salió indemne emocionalmente del conflicto.

Una película intensa, que parece desarrollarse en una falsa eternidad del tiempo, en la que la cámara se mueve con una velocidad tan lenta que apenas se percibe y en la que reina una sensación de pesadumbre, tormento y angustia.

Ganadora de la Palma de Oro en Cannes en 1959 y un inesperado éxito de crítica y de público, muchos consideran que "Hiroshima mon amour" es la obra clave de la cinematografía de Resnais y de la "nouvelle vague".

Ha sido calificada como "El nacimiento de una nación de la nouvelle vague francesa"; como una suma de "Faulkner y Stravinsky", en palabras de Jean-Luc Godard, o como "el primer filme moderno del cine sonoro", según Eric Rohmer.

"Si la humanidad entera está en ruinas, el cine debe adaptarse: un nuevo lenguaje nace de la pluma de Duras, la narración es deconstruída, la temporalidad estalla. Imprevisible, innovadora, precursora, 'Hiroshima mon amour' transforma radicalmente la historia del cine", afirmó tras su estreno la prestigiosa revista francesa "Cahiers du cinema".

domingo, 7 de junio de 2009

CLAUDE CHABROL_SU PELI NUMERO 55



“Pienso hacer películas hasta que esté acabado”

A los 79 años, Chabrol no se retiró del cine ni mucho menos. Tan prolífico como siempre –“Filmar es como un juego para mí”–, presentó en la última Berlinale Bellamy, su primera colaboración con Depardieu, que hoy se estrena en Buenos Aires.

Por Noelle Demichet

“Filmando me siento vivo, lleno de energía”, salta Claude Chabrol, cuando se le pregunta si los años no le pesan. Como Clint Eastwood (que acaba de cumplirlos) y Godard (que los cumple en diciembre), el realizador de La ruptura, La ceremonia y La comedia del poder llega a los 79 este año. Como ellos, no se ha retirado del cine, ni mucho menos. Mucho más que Godard y a la par de Eastwood, Chabrol no para de filmar, manteniéndose tan prolífico como siempre. “Filmar es como un juego para mí”, afirma, con la convicción de esos ojos locamente abiertos, que ninguno de quienes lo hayan conocido ignora. “Pienso seguir haciendo películas para siempre. O hasta que esté acabado, al menos.”

El año pasado Chabrol celebró medio siglo de carrera, iniciada en 1958 con El bello Sergio, una de las adelantadas de la nouvelle vague. Como ese movimiento se halla en plena celebración de sus cincuenta años (tanto Los cuatrocientos golpes y Sin aliento, como Hiroshima mon amour, Paris nous appartient y Los primos, de Chabrol, son todas de 1959), últimamente es muy común requerirles alguna opinión a sus grandes figuras. Chabrol no es la excepción, desde ya. “La primera vez que oímos hablar de ‘nueva ola’ nos causó gracia, porque no éramos conscientes de estar haciendo algo en común. Más tarde sí me di cuenta de que habíamos hecho algo profundamente necesario y hasta esperado, que es la razón por la cual en todo el mundo surgieron otras ‘nuevas olas’. Creo que fue una revolución, en verdad.”














Su largometraje número 55 y el siguiente a Una mujer partida en dos (estrenada aquí el año pasado), Bellamy ofrece la particularidad de que se trata del primer trabajo conjunto con Gérard Depardieu, con quien hacía tiempo Chabrol quería filmar una película. Bellamy es el apellido del protagonista, un comisario que, durante unas vacaciones con su mujer, no puede evitar vincularse con un desconocido que afirma haber cometido una estafa. La cosa termina de complicarse cuando Bellamy recibe la visita de su medio hermano, personaje oscuro que viene a cobrarse una cuenta pendiente. En la entrevista que sigue, el legendario realizador de El carnicero, La mujer infiel y Gracias por el chocolate describe el proceso de creación de Bellamy, con proverbial transparencia y sin privarse de la referencia a una de sus más recientes obsesiones: la cantante Carla Bruni, esposa de Nicolas Sarkozy y primera dama de Francia, a quien ahora acusa de traductora desprolija.

–¿Qué lo llevó a rodar Bellamy?

–Básicamente, el deseo de rendirle homenaje a Georges Simenon, a quien no le importaba tanto la intriga como los personajes. En mi caso es igual. Aunque a Simenon le interesaba en particular una parte del cerebro humano, el bulbo raquídeo. Una vez tuve ocasión de hablar con él e hice referencia a la inteligencia de sus personajes. El se apresuró a corregirme: “No es cuestión de inteligencia, sino de bulbo raquídeo”. Me quedé mudo, y entonces me explicó que esa parte del encéfalo es la que permite dosificar los impulsos, movimientos y acciones. Es lo que posibilita que un jugador de golf, por ejemplo, gradúe la fuerza del golpe y emboque la pelotita en el hoyo.

–¿O que un asesino mida la fuerza del golpe mortal?

–Supongo que un asesino y un jugador de golf actúan de manera semejante.

–Hablando de la intriga, ¿cómo la encaró?

–Me imaginé un policía à la Maigret. Esto es, un tipo que a la vez que lleva adelante su investigación debe lidiar con problemas familiares. Fue a mi guionista, Odile Barski, a quien se le ocurrió la idea de una estafa vinculada con el seguro.

–Bellamy suena a Bel ami, título de una novela de Maupassant, de quien usted encaró, tiempo atrás, una serie de adaptaciones para televisión.

–Sí, también quería rendir homenaje a Maupassant. Como verá, estaba bastante proclive a los homenajes esta vez.

–¿También quiso homenajear a Georges Brassens, de una de cuyas canciones en una escena se canta un fragmento?

–¡Desde ya!

–¿Podría incluirse en esta serie de homenajes la propia presencia de Depardieu?

–Es verdad. Escribí la película pensando en él, y es la primera vez en mi vida que hago eso. De hecho, la película está pensada como un “retrato” disimulado de Depardieu. Es que a mí Gérard me parece un personaje de Simenon.

–No es la primera vez que planea trabajar con él, ¿no es cierto?

–Tuvimos montones de proyectos juntos, pero por distintos motivos no habíamos podido concretarlos hasta ahora.

–¿Y cómo le resultó trabajar con él?

–Perfecto. Me parece que Gérard la pasó muy bien durante el rodaje. A mí se me hizo fácil dirigirlo: es de los que entienden rápido lo que se les pide.

–¿Es verdad que usted le dio al personaje de Bellamy ciertas características de su propia personalidad?

–Sí, pero no fui yo quien lo hizo, sino Odile Barsky. Sin que yo me diera cuenta hizo, por ejemplo, que Bellamy tuviera con su esposa una relación parecida a la que yo tengo con mi mujer. Lo mismo que los juegos de palabras cruzadas que le gusta hacer, su odio por los viajes, la preferencia por la comodidad del hogar...

–De todos modos, parecería que una película totalmente autobiográfica sería como la antípoda de lo chabroliano.

–Es verdad. Lo que me interesa no es hablar de mí mismo, sino de personajes ficticios. Para mí el cine no es un espejo que refleja las cosas, sino una construcción imaginaria.

–Lo que nunca se priva de filtrar, aunque sea de contrabando, son ciertos puntos de vista sobre lo que lo rodea.

–Pero no me gusta el cine “de opinión”. Siempre procuro que cualquier punto de vista esté en función del relato, que sea parte de él. Que no lo obstruya ni se ponga por encima.

–En Bellamy todo es visto a través de los ojos del protagonista.

–Sí, hasta el punto de que los flashbacks responden a su propia interpretación del pasado. A eso se debe que un mismo actor, Jacques Gamblin, interprete a tres personajes distintos: es un modo de señalar la obsesión del policía por él y por sus máscaras, algunas de las cuales pueden ser engañosas. De hecho, Bellamy podría llevar por subtítulo Apariencias cruzadas.

–Usted bien podría haber filmado la película entera en subjetiva, ¿no?

–Es una alternativa que barajé. Pero no terminaba de convencerme, por eso la descarté.

–Daría la impresión de que el protagonista y su medio hermano son como las dos caras de una misma moneda.

–En un momento, Bellamy dice, refiriéndose a su hermano: “No soportaba más su carita de ángel”. Evidentemente, se está refiriendo a lo que él no es. Más tarde ocurre lo contrario: Bellamy funciona, para su hermano, como un ángel, a quien él no puede ni alcanzar ni destruir. Si Jacques representa el lado oscuro de ambos, es porque Bellamy suprimió su propio lado luminoso.

–La idea recuerda La sombra de una duda, de Hitchcock.

–Sin embargo aquí los términos no están tan claramente repartidos entre luz y oscuridad. Es más complicado, más ambiguo. Lo que sí viene de Hitchcock es la intrusión de lo anormal dentro de la normalidad más cotidiana.

–La relación de Bellamy con su esposa es sorprendentemente positiva, teniendo en cuenta su visión de las relaciones humanas, que es más bien pesimista.

–Mire que yo creo en el amor, ¿eh? ¿Se piensa que si no fuera así filmaría como lo hago desde hace años, rodeado de mi esposa, mis hijos, mi familia entera?












–Hay una escena totalmente loca en la película, cuando el abogado se pone a cantar, en medio de un juicio.

–¿Sabe que esa escena se inspira en algo que sucedió en realidad? Aunque en la realidad el abogado no cantó una canción entera de Brassens... Me encanta la escena, porque expresa que incluso en un tribunal hay un juego de apariencias que tiende a velar la verdad de los hechos. La propia sala de un tribunal recuerda a una sala teatral.

–Los decorados en los que transcurre la acción son de todos los días: un café, la casa de la pareja protagónica, una ferretería, una habitación de hotel...

–Trato de que los decorados sean lo más realistas posibles, justamente para que la confrontación entre realidad y apariencias quede más a la vista. La mayor traición que las películas suelen hacerle a la realidad reside en los decorados, a los que suele vérseles el artificio cinematográfico. Eso no quiere decir que no haya que diseñar los decorados con el mayor cuidado, para que funcionen como reflejo de la psicología de los personajes.

–La fotografía de Eduardo Serra, uno de sus colaboradores habituales, se atiene también al más estricto realismo.

–Le pedí no hacer visible la luz artificial. Salvo en un par de secuencias oníricas, como un baile en un garaje, donde justamente me interesaba acentuar la artificialidad.

–La película se cierra con una cita de W. H. Auden.

–Sí, es la frase del final y se me ocurrió al final. Me dije que la película merecía una cita como cierre, para variar un poco. Tenía ese poema de Auden en la cabeza, aunque no lo recordaba de modo demasiado preciso. Hasta que leí en una revista que Carla Bruni lo había citado en la letra de una canción. Me divirtió tanto la coincidencia que no pude evitar la tentación de incluirlo. Me sirve para demostrar que como traductora, nuestra primera dama no se esmera demasiado.

Traducción, selección e introducción: Horacio Bernades.