El último teorema de Fermat
En 1650, un abogado francés aficionado a los números escribió en el margen de un libro una breve afirmación sobre un postulado. Y hasta puso que no lo explicaba porque no tenía lugar. Así dejó un problema que, pese a su aparente sencillez, las mejores mentes del mundo no pudieron resolver hasta 1994.
Por Adrián Paenza
No permita que la palabra “teorema” lo intimide. Permítame contarle una historia fascinante. En realidad, es una historia que terminará con una película hecha en Hollywood (o en Europa) y por supuesto, varios libros (algunos ya se han escrito).
Es que contiene todos los ingredientes necesarios para el éxito: drama, intriga, pasión e incertidumbre pero, además, lo que la hace más atractiva (todavía) es que involucra al mundo de la ciencia... y entonces, todo puede hacerse desde más creíble hasta más intimidatorio y controversial.
En todo caso, es la historia más famosa del mundo de la matemática. Hay gente que le dedicó su vida a probar que algo era cierto... y otro tanto, que se la dedicó a probar lo contrario. Lo que sigue, entonces, son los detalles.
Pierre de Fermat era un abogado, que vivió entre 1601 (o 1607/8... se duda sobre la fecha de su nacimiento) y 1665. Nació cerca de Toulouse, Francia, y se recibió de abogado en la Universidad de Orleans. Hablaba varios idiomas: latín, griego, italiano, español y, obviamente, francés. Sin embargo, si bien su palabra y opinión eran muy buscadas dentro del ámbito del derecho, su aporte más importante a la historia de la humanidad lo hizo como matemático.
Curiosamente, Fermat no se consideraba a sí mismo como tal. De hecho, sus afirmaciones las hacía a través de cartas a sus amigos (Pascal, entre otros) y, en general, tendía a no ofrecer las clásicas demostraciones que los matemáticos consideran (consideramos) imprescindibles para que algún aporte sea considerado válido. Eso le garantizaba, en algún sentido, la vigencia de su condición de amateur. Fermat no se sentía obligado a hacer lo que tenían que hacer todos los demás: probar lo que decía. Algunas veces lo hacía. Otras (muchas), no.
Esto no pretende quitarle ningún mérito ya que con el tiempo Fermat se convertiría en el padre de lo que hoy se denomina la teoría de números, que es la que estudia las propiedades de los números enteros. De hecho, él se habrá considerado amateur, pero sus ideas revolucionaron una parte de la ciencia. Sus cartas con Pascal fueron el origen de la teoría de probabilidades. Y virtualmente todo lo que tocó en matemática, lo transformó.
Pero lo que Fermat nunca soñó (creo) es que terminaría haciendo –involuntariamente– un aporte inigualable. En el año 1650, escribió una nota en el margen de un libro que estaba leyendo (Arithmetica, de Diofantino) en donde decía que la ecuación (ver recuadro) no tenía solución. Pero, agregaba que ese margen era demasiado pequeño para que él pudiera escribir la demostración de lo que decía. Lo curioso es que Fermat se murió y nunca llegó a publicar la justificación de lo que decía. Su hijo, muchos años después, hizo pública una copia de lo que su padre había escrito en el margen del libro (el original nunca apareció) y eso iniciaría la verdadera historia. Fermat había dejado planteadas varias incógnitas y, con el tiempo, se comprobaron todas. Con una excepción... una sola excepción. Lo que se empezó a conocer con el nombre de “La conjetura de Fermat”.
Los matemáticos más importantes de la época (Euler, Dirichlet, Gauss, Lamé, Kummer, Sophie Germain... entre otros) intentaron pero no pudieron. Se resolvían casos particulares, sí, pero no se encontraba la solución general. Ya no eran sólo algunos años, sino que empezaron a pasar siglos y la pregunta seguía vigente: lo que había dicho Fermat, ¿era cierto o falso?
Lo más frustrante es que el enunciado del problema es tan sencillo (lea el recuadro), que genera fastidio no poder resolverlo. Hasta que aparece en escena Andrew Wiles. Wiles nació en Cambridge, Inglaterra, en abril de 1953. Cuando tenía 10 años un maestro de matemática de la escuela primaria les contó a los alumnos sobre un problema que había enloquecido a los especialistas por más de 300 años ya que no podían encontrar la solución. Se conocía con el nombre de “La Conjetura de Fermat”.
Wiles, según su propia confesión, se propuso ser matemático y fantaseó con ser él quien lo resolvería. En 1975 empezó su carrera como investigador, pero fue en 1986 en donde –ya profesor en Princeton– decidió dedicar entre doce y catorce horas de su día a tratar de resolver el problema. Pero Wiles no quería comunicar a sus colegas lo que estaba haciendo, porque todos lo entenderían como una pérdida de tiempo. Sólo su mujer, Nada Canaan, sabía lo que hacía su marido en el altillo de su casa. Aunque su rutina lo llevaba a la facultad diariamente, dictaba su curso semestral, tenía alumnos y llevaba una vida supuestamente normal.
Wiles sabía que resolver el problema en sí mismo no serviría para nada útil, en el sentido mercantil de la palabra “útil”. Pero, como todos los científicos entienden, lo importante no necesariamente es encontrar la solución sino las herramientas que se desarrollan en el camino para encontrarla. De eso se trataba (y se trata): de generar más matemática que serviría (o no) para este caso particular, pero que en el camino, permitiría que la ciencia avanzara en múltiples direcciones.
Después de seis años de virtual aislamiento, Wiles necesitó la ayuda de especialistas en otras áreas. Sus ideas eran/fueron tan novedosas, que terminó ligando ramas de la matemática que eran impensables en otro momento. Hasta que en 1993, Wiles creyó que tenía “la prueba”. Y se propuso contarla en un ciclo de tres conferencias que daría en Princeton.
La sala estaba abarrotada de gente, porque si bien no estaba anunciado el verdadero motivo de la charla, el rumor ya se había filtrado y la comunidad matemática esperaba un anuncio espectacular.
Wiles ocupó tres días para sus tres conferencias, y para finalizar la última, escribió en el pizarrón la famosa Conjetura de Fermat, dejó la tiza apoyada en uno de los bordes y dijo: “Creo que voy a parar acá”. El auditorio se puso de pie y aplaudió por varios minutos. La noticia era/fue tan trascendente que terminó en la tapa de todos los diarios más importantes del mundo, empezando por el New York Times. Había caído la última pared. La Conjetura dejaba de ser tal. Se había convertido en “un teorema”.
Pero... no tan rápido. Para que una afirmación científica sea aceptada como verdad, necesita de la “aprobación” de los colegas, del “monitoreo y arbitraje” independiente. Es decir: matemáticos expertos en el tema, se disponen a leer exhaustivamente todo lo que está escrito y dar su consentimiento final. Es decir: no alcanza con decir “ya lo terminé” o “ya lo probé” para que la prueba sea considerada válida.
Y allí empezó otra pequeña odisea. Después de tanto entusiasmo y con el mundo expectante de la publicación, los árbitros no daban por concluida su tarea. Uno de ellos, Nick Katz, había encontrado algo que no entendía. Lo envió como pregunta al propio Wiles para que se lo aclarara, pero Wiles se dio cuenta rápidamente de que lo que Katz le estaba diciendo era que la prueba... tenía un “agujero” (un error).
Era septiembre de 1993 y la mujer de Wiles le dijo “ahora, la única cosa que quiero como regalo de cumpleaños es que corrijas el error. Quiero la prueba correcta”. El propio Wiles, cuando cuenta la historia, dice que su esposa cumple años el 6 de octubre. Sólo le quedaban entre dos y tres semanas. Pero no, no alcanzó. No hubo humo blanco.
Wiles comenzó a desesperar. Los árbitros no podían mantener más tiempo escondido el error. Al final, terminaron comunicándolo. Mientras Andrew había peleado solo contra el problema por siete años, nunca tenía que dar cuenta ni de sus avances ni de sus retrocesos. Desde las charlas en Princeton, cada día era un calvario. Un año después, ya con la ayuda de uno de sus estudiantes, Richard Taylor, Wiles estuvo tentado de anunciar que se daba por vencido. Pero la mañana del 19 de septiembre de 1994 Andrew tuvo una idea. Le corrió un sudor frío por el cuerpo porque advirtió lo que había pasado: había encontrado la solución. Ahora sí, los árbitros estuvieron de acuerdo y la prueba fue aceptada como tal. La reina de Inglaterra lo nombró Sir Andrew Wiles y su nombre pasa a engrosar la lista de los matemáticos más famosos e importantes de la historia.
Es muy poco probable que lo que a Fermat no le entrara en el margen fuera la demostración correcta. En cualquier caso, es irrelevante. La moraleja será siempre que la solución en sí misma es la zanahoria que estimula, el motor del pensamiento... pero nunca es el objetivo último. En el trayecto se abren nuevos caminos y se desarrollan nuevas herramientas, que quizá resultaran estériles en la búsqueda de esa solución, pero que son los cimientos de la nueva ciencia.
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