lunes, 24 de mayo de 2010

ROBIN HOOD Y EL ARTE DEL TIRO AL BLANCO


La leyenda del héroe de Sherwood ha sido actualizada por la nueva película de Ridley Scott y por la saga que comenzó a editar el novelista Angus Donald. ¿Existió realmente?, ¿cómo se rastrea su historia en la literatura, el cine y la música?, ¿cómo conviven en él lo sagrado y lo profano?

Por: Jorge Aulicino

ROBANDO PARA LOS POBRES. Noble o plebeyo, Robin Hood encarna la figura de un soldado de elite, un guardián de un reino sin rey.

Los arqueros han sido la tro­pa de elite de Inglaterra en la Edad Media. En 1415, unos miles de ellos decidieron la ba­talla de Agincourt, combatiendo en terreno anegadizo contra un ejército de caballería e infantería pesadas de 25.000 franceses. La batalla parecía a tal punto perdi­da de antemano para los ingleses, que la arenga de Enrique V, que hiciera famosa la obra homónima de Shakespeare, apelaba más a la decisión de morir con honor que a la posibilidad de triunfar merced al coraje. Pero seis mil arqueros se cobraron casi dos franceses por barba, y perdieron apenas un cen­tenar de hombres, entre ellos los impúberes criados de tropa que, en un gesto miserable, una avan­zadilla francesa logró masacrar tras las líneas inglesas. La batalla convirtió en héroe a un monarca que parecía más bien un tilingo, y por el que los ingleses no hubie­sen dado un centavo.

Aquel combate, de resultado poco menos que increíble, fue protagonizado por un antiguo instrumento de guerra, que de in­mediato nos conducirá al tema de esta nota: una flexible rama de te­jo, casi tan larga como un hombre de mediana estatura, cuyas puntas estaban unidas por una cuerda de tripa. El longbow . Los protagonis­tas de la batalla de Agincourt no fueron los soldados, sino más bien su arma, a la que seguramente consideraban mágica, o por la que profesaban una pasión digamos sagrada. Fue, sin duda, y en gran parte, su antigua creencia en las propiedades del árbol y en el viejo espíritu de la madera la que ganó la contienda y convirtió en leyen­da también a Enrique V; éste, a su vez, había convertido en legenda­rio el campo de batalla antes de que se disparara la primera flecha, con apenas un discurso preciso y bien articulado (al menos, en la versión de Shakespeare).

El rey y el bandolero

Miles de aquellos arcos fueron hechos con ramas de los bosques de Inglaterra que cobijaron ban­doleros de toda laya en la época de la anexión normanda, es de­cir, cuatro siglos antes de la bata­lla de Agincourt. Para la época de esta batalla, ya era famoso uno de aquellos bandoleros. Había actuado en los tiempos en que el desaforado Ricardo Plantagenet –Ricardo Corazón de León– dejó temporalmente el trono para en­cabezar la Tercera Cruzada, en la que logró un equilibrio inestable de fuerzas en Palestina, luego de pactar con el legendario Saladi­no. A pesar de que no conocía el idioma de Inglaterra, y a pesar de que apenas la pisó –un tiempo que puede contarse en meses–, ya que prefería la parte francesa de los vastos territorios que había heredado, Ricardo sería también la figura legendaria que justifi­caría los crímenes de aquel ban dolero, un maestro en el manejo del arco de tejo.

¿Existió Robert de Locksley? ¿Existió Robin Hood? De entrada hay que decirlo: si no existió em­píricamente, tuvo que existir. El mecanismo de la historia lo exige. Tal y como exige que haya existido el Rey Arturo, pues un primus in­ter pares debió unir a los caudillos celtas para enfrentar a los sajones en las brumas de la alta Edad Me­dia, unos quinientos años antes. Tuvo que existir un caudillo en los bosques de York o en el de Sherwood pues era preciso que alguien cubriera la retaguardia del rey Ricardo, el hombre que bramaba en los combates, el Jus­to, el que pese a haber nacido en Oxford vivía en Aquitania. Y así como el rey ausente era la figura más heroica que pudieron imagi­nar los ingleses, un hombre fuera de la ley, pero fuera de una ley que no era tal, tenía que combatir en su nombre y en su propia casa, contra quienes disminuían y hu­millaban, saqueaban y sojuzgaban a los antiguos nobles de la tierra, es decir, los sajones: si Arturo los había enfrentado, uniendo a los britones (de ascendencia celta), eran ellos quienes veían ahora, y desde hacía un siglo, sus fortunas y tradiciones por el piso, merced a la nueva nobleza, la de origen normando, la de aquella Francia que aún no lo era, pero que deci­didamente era otra tierra.

Así pues, la razón de existencia de Robin Hood quizá no es tan ní­tida en las primeras baladas que contaron sus hazañas, como en el Ivanhoe , de Walter Scott, pu­blicado en 1819; exactamente en la primera página de esa novela. Allí no se encontrará el nombre de nuestro héroe, que sí aparece promediado el libro, en una suer­te de cameo; pero se hallarán las claves de una época y la exacta jus­tificación de que la época tuviera su mito, no como una floración fantasiosa, sino como una pieza absolutamente necesaria.

Una comitiva que integran, en­tre otros, un caballero normando y un templario se dirige a la finca de un noble sajón, Cedric. Los pri­meros en avistar la comitiva son siervos. Scott no los menciona al pasar. Les da bastante lugar en las primeras páginas. Gracias a ellos sabemos de la extrañeza que provocaban en esos parajes aque­llas figuras. No son de allí. Los siervos, con ser tales, sí son de la tierra. Cedric dará hospedaje a la comitiva, pero les advertirá, antes de franquearles la entrada, que en esa casa sólo se habla sajón. Con ellos entra un encapuchado que han encontrado en el camino. Se­rá, a la larga, su peor enemigo. Es el protagonista de esta novela de nobles, en la que nuestro Robin juega un papel secundario. Pese a eso, Ivanhoe no logró, ni leja­namente, significar en la historia literaria inglesa lo que significó aquel que, se llamara o no Robert, Hood o Locksley, haya sido hijo de un herrero o de un noble de provincia, como Cedric, robara para sí o para los pobres, fuera o no amigo de Little John, llegó a re­presentar todo lo que los ingleses querían que alguien representara en los turbulentos comienzos de la real historia de Inglaterra.

El ambiente y la circunstancia

He ahí el ambiente y la circuns­tancia. No en los escasos registros notariales de la época. En Scott. Allí están sajones y normandos. La lejana Cruzada que había ab­sorbido a Ricardo. La perniciosa figura de su hermano Juan. La batalla imaginaria que los nobles nunca dieron. La veneración del rey ausente. Y, aun en segundo plano, el que debía restaurar la justicia desde el margen de la ley: Robin Hood, Robert de Locksley o como se lo quiera llamar. Era una época irregular, y un irregu­lar debía tomar las armas. Noble o plebeyo, Hood fue un bandolero. Hood enseña el exacto papel que los mitos juegan en la historia. Llenan espacios en blanco y son, por eso mismo, ciertos.

Hay una tendencia ya no a des­mitificar sino a distinguir lo ver­dadero y lo falso en un mito. En esto se basan las nuevas escrituras de la historia de Robin Hood. A todos nos molestaban ya las ajus­tadas mallas verdes y la liviandad de la vida en Sherwood, así como la inexpugnable generosidad del héroe. Pero eso no es el mito, y no tiene sentido pensar que Hood se hará más histórico si lo vestimos del modo en que probablemen­te vestía cualquier plebeyo de su tiempo, o si lo dotamos de cruel­dad, o lo hacemos más dubitativo o lo convertimos en un mafioso. No importa para nada. El mito es­tá en su propia necesidad, y desde ese punto de vista es histórico y permite entender la historia. No hay más verdad en un Robin Ho­od de ropas grises, resentido por la persecución, que en un Robin Hood de naturaleza noble, ves­tido con un atuendo más de bai­larín que de cazador. Hay más verosimilitud en el primero. Y su figura fortalece al segundo. Por­que si el personaje "más cercano a la realidad" nos hace creer que Hood pudo haber existido, el otro corre entonces con más agilidad entre las ramas de los árboles de Sherwood. El vengador casi alado crece y se hace más feérico, cuan­to más convence el otro de que un tal Locksley existió.

Personalmente, prefiero pen­sar que el vengador fue tan valien­te y certero como cruel, jactancio­so y desarrapado. Pero, ¿eso qué importa? Lo que el mito es, no cambia en absoluto. Vuele o se arrastre, actúe para vengarse o por espíritu noble, haya vendido su al­ma al diablo o adore a la Virgen, vista con calzas o con paño burdo y pieles, Hood es tanto un numen del bosque como un preciso arte­facto histórico. Esto es: espíritu de la vieja cultura agraria y espíritu de la historia en su marcha irregu­lar. Eric Hobsbawm ha estudiado el surgimiento de bandoleros a to­do lo largo de la historia humana, siempre en condiciones parecidas: precisamente en el borde, allí don­de determinadas formas sociales no guardan homogeneidad con la marcha que imponen a los hechos las fuerzas principales, o cuando éstas se equilibran, o cuando aún no tienen suficiente intensidad. Los bandoleros e irregulares no son parte del conflicto de fondo, en términos marxistas: expresan otro tipo de conflicto, generalmen­te en el seno de lo arcaico, y no ac­tuando necesariamente a favor de un cambio decisivo. De hecho no pueden existir cuando ese cambio mueve realmente ejércitos. Des­aparecen, o lo perturban.



















Guardián del reino

No podríamos hablar de lo "pro­gresista" en tiempos del Impe­rio romano. Apenas si podemos tomar partido por la República cuando observamos ese período de más de cuatro siglos. Y esta toma de partido es totalmente improductiva. La república era asimismo el imperio. En tiempos de Ricardo, sólo podemos tomar partido por el mayor equilibrio, y acaso la mayor justicia en la admi­nistración de su reino. La fuerza social de cambio no tenía inten­sidad suficiente. El conflicto de clases podría ser parido de aquel trabado combate, con fórceps. No podía realmente nacer de allí. No eran los pobres contra los ricos. Seguía siendo, en caso de que los pobres hayan sido objeto de dádi­vas o se hayan sumado las bandas de forajidos de York y de Sherwo­od, una lucha de nobles. Y esto es también independiente de que Robin Hood sea presentado como un rico desheredado o como un pobre. La imagen por la que libra esa batalla es la de un rey justo. No ha sido escamoteado el senti­do histórico ni se ha introducido la condición de noble de Hood a posteriori para falsear su verdade­ro papel revolucionario. Aquellas guerrillas, que seguramente la nación entera estaba dispuesta a respaldar, y aquellas patriadas que la nación entera ha asumido históricamente como justas y ne­cesarias, no eran las de un nuevo conductor. Eran las de un restau­rador. El arquero Robin Hood se había erigido a sí mismo como soldado de elite, guardián del rei­no. El reino de un rey ausente.

¿Lo hizo? Los datos reales no se ajustan al relato. Las investigacio­nes de Joseph Hunter revelaron que un hombre llamado Hood vivió en Locksley y en Wakefield, en el condado de York. Nació en 1290, de origen plebeyo. Esto sig­nifica que no actuó –si actuó– en tiempos de Ricardo, sino cien años después, en tiempos de Eduardo II. En el siglo XVIII, el doctor William Stukeley conjetu­ró que Robin Hood era el noble Robert de Kyme, quien vivió entre 1210 y 1286 (el reinado de Ricardo terminó con su muerte en 1199, es decir que este Hood nació una década más tarde). Cuando las ba­ladas cantadas son llevadas al pa­pel, a partir del siglo XVI, Hood es mencionado como gentleman , y, luego, como Robert de Locksley, con lo que se diluye su origen ple­beyo. Con la publicación del pri­mer folletín de Robin, en 1838, se consolidan los rasgos actuales de la leyenda. Y en la obra de Howard Pyle, Las aventuras de Robin Ho­od , de 1883, consagrada a los ni­ños, se infantilizaron finalmente, y en ella se basó el cine durante muchos años.

Tenemos, de todos modos, que la leyenda ha ido corriendo al per­sonaje histórico hacia atrás, para ubicarlo justamente en donde fal­taba: en los tiempos despiadados y sin ley de la ausencia de Ricardo Corazón de León. ¿Qué sentido político podría tener Hood en un contexto posterior? Casi nin­guno. Hubiese sido un bandido como cualquier otro, el personaje de una modesta épica social. Ho­od llega a la dimensión de mito porque su leyenda nació política. Mike Dixon-Kennedy, en The Ro­bin Hood Handbook. The outlaw in history, myth and legen d, llegó a la conclusión de que Robin na­ció alrededor de 1160, con lo que produjo el ajuste histórico que la literatura ya había hecho.

Pero volvamos al arco de tejo. Es una conífera muy longeva, vive más de 1.000 años; un árbol sagra­do, como muchos de los bosques, para los celtas, y también para los nórdicos. Robert Graves ha soste­nido que el Hood de Robin no sig­nifica capucha. En tiempos de Ro­bin se llamaba de modo parecido a un supuesto insecto que carcomía los robles sagrados, quemados en el solsticio de verano. Este insecto saltaba entre las chispas de la ho­guera y casi siempre se salvaba del fuego, pues era un espíritu. Gra­ves sostiene que el Hood de Robin proviene de la palabra wood, ma­dera, nombre que también recibía el espíritu o parásito del roble. Es un poco forzado para ser cierto, pero el hecho es que la madera y la capucha aparecen vinculados en la figura de Robin, dejando de la­do por el momento que, para Gra­ves, Robin tampoco es "petirrojo" (este es el significado en inglés), ni diminutivo de Robert, sino que proviene del celta robinet, carnero y, por extensión, figura con cuer­nos. Dixon-Kennedy ha atribuido a Robin doble personalidad –era noble pero actuaba como bandi­do– y simplificado, con bastante criterio, la cuestión del apellido, que no sería verdadero, sino de confección: el proscrito eligió Ho­od para aludir a su condición de tal: under the hood –debajo de la capucha– pudo ser una expresión que designaba a los bandidos en general, entre ellos, seguramente, a los nobles despojados de sus bie­nes que se sumaban a las bandas de salteadores en las densas zonas boscosas del norte de Inglaterra. Hood puede ser símbolo o pro­ducto de la marginalidad generada por aquella situación.

El arco del encapuchado, de todos modos, es más que eso. Es el vencedor de la batalla de Agincourt, contrapartida de la de Hasting, con la que triunfó la in­vasión normanda en 1066 y quedó decidida la anexión de Inglaterra al ducado de Normandía.

Hood representa entonces un hecho mágico ancestral. Es ema­nación del bosque y aura de la his­toria. Pero vive con toda la fuerza y la lógica que la historia real ne­cesita para armarse en el terreno de lo profano y de lo sagrado.

Así escribe

En el tribunal de Robin

Cuando venía Robin, todo el pue­blo se enteraba. Desde la muerte del señor del castillo el invierno anterior, reinaba en la aldea una atmósfera de fiesta casi perpetua: no había autoridad para forzar a los campesinos a trabajar las tierras señoriales, y después de atender a sus propios pegujales, aún les quedaba algo de tiempo para sí mismos. La taberna esta­ba repleta día y noche, y en sus paredes resonaban los ecos de las hazañas, las aventuras y las atrocidades de Robin. Pero había poco de verdad en esas charlas, y menos aún novedades: la única era que iba a venir a la caída de la noche y atendería a cualquiera que tuviera asuntos con él en la iglesia, donde había instalado su corte (...).

Esperé a un lado de la iglesia, en un banco junto a la mesa del escribano y sus pergaminos. En el extremo más alejado de la me­sa había un hato de productos de las granjas locales ofrecidos co­mo tributo a Robin: varios que­sos, hogazas de pan, un cesto de huevos, dos barricas de cerveza, un panal en un recipiente de madera, dos gallinas atadas jun­tas por las patas, muchos sacos de fruta e incluso una bolsa con peniques de plata; también había un cabrito atado a una pata de la mesa que intentaba mordisquear el pergamino, cosa que el escri­bano impedía dándole de vez en cuando capirotazos en el morro sin alzar la cabeza. Era un hom­bre, de una calvicie incipiente, y tenía sus largos dedos sucios de tinta (...).

Durante el resto de la noche esperé allí, sentado en silencio a un lado de la iglesia, observando la sesión del tribunal de Robin. Desfiló una larga cola de aldea­nos que hablaban con respeto a Robin, recibían su veredic­to y pagaban sus honorarios a Hugh. Era una versión espuria y nocturna del tribunal de agra­vios en el que, antes de morir, dispensa justicia nuestro señor local. La piara de cerdos de una mujer había hecho estragos en el campo del vecino; se le ordenó pagar una multa de cuatro lecho­nes, y entregar uno más a Robin por su veredicto. Ella accedió a pagar sin protestar. El hombre que había seducido a la esposa de su mejor amigo fue condena­do a entregarle como compen­sación una vaca lechera, y un queso fresco a Robin. Tampoco en este caso hubo quejas.
A medida que Robin impar­tía aquella sombra de justicia durante toda la larga noche, el monto de los pagos en especie iba creciendo (...) Me fijé en una bolsa de dinero que estaba enci­ma de la mesa, cerca de donde me había sentado. El escribano Hugh estaba ocupado con su rollo de pergamino y podía ha­bérmela llevado con facilidad. Pero una especie de instinto detuvo mi brazo. Finalmente no hubo más solicitantes y Robin se levantó de su sillón, se acercó a la mesa y echó una mirada al hombre atado.

–Llevadlo fuera; hacedlo allí de­lante de todo el mundo–, dijo a los encapuchados (...).

Traducción de Francisco Rodriguez de Lecea.

UN POQUITO MAS DE EPICA

Por: Mauro Libertella

ROBIN HOOD. La película de Ridley Scott protagonizada por Russell Crowne.

No es facil hacer una película sobre Robin Hood en el año 2010: una larga estela de adaptaciones y versiones precede bajo la forma de una sombra infranqueable y, como en pocas historias, hay que lidiar con esa tradición abigarrada y agobiante. Pero tampoco es dificil, porque la narración popular se ha cristalizado a tal punto que un director perezoso sólo tendría que repetir los dos o tres golpes de sentido que arman el esqueleto de ese mito medieval y devolverle al espectador eso que ya conocía. Ridley Scott optó, ante ese panorama, por un fértil punto de fuga y filmó la vida de Robin Hood antes de Robin Hood. La película termina donde empieza el mito. Narra ese momento epifánico en el que un hombre trasciende las peripecias de su propia supervivencia y empieza a vivir para los demás. Lo que se dice una historia universal.

Es arriesgado afirmar que esta y las anteriores películas sobre Robin Hood son adaptaciones.La historia es, hace siglos, un relato de circulación libre, caprichosa, una leyenda del folclore medieval inglés que las generaciones resignificaron e hicieron suya leyéndola bajo el cielo de sentido de su propia época. Así, el contexto va modificando la historia en sus matices mas sutiles, y se podría pensar incluso que cada época le confiere a Robin Hood su lectura política. ¿Qué significa un arquetipo como Robin Hood en la Europa devastada de entreguerras, cuando se estrena Robin en los bosques de Allan Dwan? ¿Qué alegorías y resonancias destila la Robin Hood animada de Disney en 1973, posguerra de Vietnam y derrumbe de los sueños sesentistas? Habría que hacer una historia de las lecturas políticas que las distintas películas han suscitado, y quizás entonces se terminaría de desplegar la idea de que las leyendas antiguas han sobrevivido porque siempre hablan del presente.

La película de Ridley Scott incurre, siguiendo la línea de composición que el director viene esgrimiendo en la última década, en una suerte de elogio del detalle, como si se hubiera aferrado a esa enseñanza barthesiana que afirma que para establecer un verosímil hay que hacer foco en lo menor. El efecto de lo real. En una entrevista reciente, dijo: "En muchas de las Robin Hood previas uno termina por preguntarse por qué el sheriff de Nottingham es un tipo malo, por qué el rey Juan es tan nefasto. Eso no se puede responder si uno no entiende la economía y la política de esa época. Partí de preguntarme por qué ese reinado era tan injusto y tan represivo. La respuesta era: estaban en bancarrota". En ese sentido, Robin Hood arma una serie con Gladiador, filme para el que Scott investigó los últimos días de Marco Aurelio y su hijo Cómodo. Son películas de género, que encuentran en un personaje fuerte y paradigmático la excusa ideal para reconstruir la sensibilidad de un momento histórico. Para los cinéfilos, Ridley Scott se está alejando aceleradamente de sus primeras películas, experimentales y de avanzada. En los blogs y las revistas especializadas se suele sugerir la idea de que Scott es en realidad el director de una sola Gran Película: Blade Runner. Quizás también de Los duelistas y Alien, que arman algo así como la constelación del primer Scott, un cineasta que después defraudó a muchos con cintas como Los estafadores, Leyenda o Un buen año. Es cierto que, en algún momento, la filmografía de Ridley Scott cambió y parece haberse convertido en un empleado eficiente de la industria norteamericana, que produce películas de género y altísimo presupuesto con oficio y un innegable impacto visual.

Por lo demás, Scott se valió de una herramienta que los cineastas que hicieron las Robin Hood anteriores no contaban, como es la tecnología y el imperio de lo digital. Si bien las reconstrucciones de vestuario y locación salen bien o mal más allá de lo tecnológico, los efectos de cámara y el despliegue visual contrabandearon algunos trucos de computadora que le aportan al conjunto un plus de epicidad, un exceso de grandilocuencia. En ese sentido, si llega la continuación –posibilidad que sugiere la propia película y el director en una serie de entrevistas–, Scott habrá llevado la historia de Robin Hood a un techo fílmico que obligará a las futuras generaciones a encarar la historia desde lo mínimo o lo tangencial, buscando algún corte personal para volver a darle vida. Un empresa que, probablemente, el tiempo se encargue de hacer sola.

UNA HISTORIA DE BOCA EN BOCA


Por: Jorge Fondebrider

SEGUN CHILD, las baladas que tienen como personaje a Robin Hood van de la 117 a la 154. Una de ellas, “Robin Hood and the Monk” data de 1450 y, de acuerdo con varios estudiosos, está entre las más antiguas.


Inglaterra ha legado al mundo al menos dos grandes héroes legendarios, creados a partir de muy vagas referencias his­tóricas: el rey Arturo y Robin Hood. Ambos han captado la atención de los otros pueblos que constituyen Gran Bretaña y, desde allí, se han proyectado hacia la mayor parte de Europa y América, constituyéndose, ca­da uno por distintas razones, en figuras arquetípicas, funcionales a las necesidades de mito que parece tener la humanidad. En uno y otro caso, el proceso de transmisión comenzó en rela­tos cantados que, poco a po­co, fueron estructurándose en secuencias de aventuras y que luego, con el paso del tiempo y por la laboriosa tarea de los mitógrafos, alcanzaron la forma de ciclos. Mucho antes de eso fueron meras baladas.

La balada es prima hermana de los romances españoles. Podría definirse como una composición narrativa en verso, de naturale­za anónima o trasegada por la transmisión oral que, combi­nando elementos épico-líricos en una secuencia dramática, se destinaba al canto o a la danza. Aunque no existe acuerdo a pro­pósito de la autoría individual o comunal de las baladas, se co­incide en que su transmisión fue oral, por estar destinada a un público iletrado. El proceso po­dría resumirse en los siguientes términos: alguien –o un grupo– compone una canción para con­memorar algún acontecimiento histórico o local; si la canción prospera en la comunidad, a medida que se la canta va su­friendo variaciones y, poco a po­co, ciertos elementos son des­cartados en provecho de otros nuevos que van incorporando los sucesivos intérpretes; cuando la canción se propaga hacia otras comunidades, el proceso se re­pite, recibiendo nuevas improntas locales, algunas de las cuales son radicalmente opuestas a las que le dieron origen. Las variaciones, entonces, pueden darse dentro de una misma comunidad a lo largo de varias generaciones o en dis­tintas comunidades durante una misma generación. Como regla inexorable, sólo sobrevive aque­llo que resulta esencial.

Hay distintos tipos de baladas. Las que aquí importan son las verda­deramente antiguas o tradiciona­les, que se localizan en zonas bien determinadas donde la tradición baladística se desarrolló y desde donde se expandió hacia otras regiones de la isla e, incluso, de ultramar. William Entwistle estudió el problema y llegó a la conclusión de que las regiones de tradición baladística más antiguas son 1) el Sur de Inglaterra, 2) las Midlands, 3) la frontera anglo-escocesa, 4) las Tierras Bajas de Escocia y 5) el Noreste de Escocia. Frances James Child, un profesor de lite­ratura inglesa de la Universidad de Harvard, fijó el canon definitivo de las baladas tradicionales. Lo hizo en los cinco gruesos volúmenes de English and Scottish Popular Ballads (1882-1898), obra que clasifica 305 baladas, algunas de cuales presentan no menos de 25 versiones distintas. Prue­ba de la efectividad del trabajo de Child es que, durante el siglo XX, apenas pudieron ser agregados una docena de textos a ese cor­pus original. Según la numeración de Child, las baladas que tienen como personaje a Robin Hood van de la 117 a la 154. Una de ellas, "Robin Hood and the Monk" data de 1450 y, de acuerdo con varios estudiosos, está entre las más antiguas.

Con todo, la primera alusión literaria corresponde a Piers Plowman, un poema alegórico satírico que, estructurado co­mo una visión, habría escrito William Langland entre 1360 y 1387.

Posteriormente, las fuen­tes se multiplican, pero las ba­ladas siguen siendo la principal referencia. El gran cantante y musicólogo A. L. Lloyd escribió que "las más de 40 baladas de Robin Hood –el único perso­naje que aparece en un consi­derable número de canciones, apenas idealizado, por lo que puede considerarse como el hé­roe baladístico más popular de la tradición inglesa– desarrolla sus aventuras en términos de la vida de todos los días, con todas sus contradicciones". Y agrega que en él "la mitología y la his­toricidad son irrelevantes". Por su parte, el estudioso Albert B. Friedman sostiene que "Estilís­ticamente, las baladas de Robin Hood son una clase en sí mis­mas". Su afirmación se apoya en la artificiosidad de los esce­narios en los que transcurren, eminentemente ingleses, por lo que señala la dificultad de su exportación a Escocia, Irlanda o Norteamérica, que, sin embargo, se inspirarán en el héroe inglés para cantar a sus propios héroes bandidos, desde el siglo XVI hasta la actualidad. Quienes se interesen en conocer estas ba­ladas pueden referirse a Under the Greenwood Tree , una gra­bación del grupo Estampie, diri­gido por Graham Derrick, donde se reúnen composiciones y ba­ladas relacionadas con el héroe que van desde el siglo XIII hasta el XVII. Otra buena referencia es Robin Hood. Elizabethan Ba­llad Setting , un ciclo de cancio­nes y aires para laúd y orpharion , interpretado por Paul O'Dette. Uno y otro cd se encuentran en el mercado local.

al menos dos grandes héroes legendarios, creados a partir de muy vagas referencias his­tóricas: el rey Arturo y Robin Hood. Ambos han captado la atención de los otros pueblos que constituyen Gran Bretaña y, desde allí, se han proyectado hacia la mayor parte de Europa y América, constituyéndose, ca­da uno por distintas razones, en figuras arquetípicas, funcionales a las necesidades de mito que parece tener la humanidad. En uno y otro caso, el proceso de transmisión comenzó en rela­tos cantados que, poco a po­co, fueron estructurándose en secuencias de aventuras y que luego, con el paso del tiempo y por la laboriosa tarea de los mitógrafos, alcanzaron la forma de ciclos. Mucho antes de eso fueron meras baladas.

La balada es prima hermana de los romances españoles. Podría definirse como una composición narrativa en verso, de naturale­za anónima o trasegada por la transmisión oral que, combi­nando elementos épico-líricos en una secuencia dramática, se destinaba al canto o a la danza. Aunque no existe acuerdo a pro­pósito de la autoría individual o comunal de las baladas, se co­incide en que su transmisión fue oral, por estar destinada a un público iletrado. El proceso po­dría resumirse en los siguientes términos: alguien –o un grupo– compone una canción para con­memorar algún acontecimiento histórico o local; si la canción prospera en la comunidad, a medida que se la canta va su­friendo variaciones y, poco a po­co, ciertos elementos son des­cartados en provecho de otros nuevos que van incorporando los sucesivos intérpretes; cuando la canción se propaga hacia otras comunidades, el proceso se re­pite, recibiendo nuevas improntas locales, algunas de las cuales son radicalmente opuestas a las que le dieron origen. Las variaciones, entonces, pueden darse dentro de una misma comunidad a lo largo de varias generaciones o en dis­tintas comunidades durante una misma generación. Como regla inexorable, sólo sobrevive aque­llo que resulta esencial.

Hay distintos tipos de baladas. Las que aquí importan son las verda­deramente antiguas o tradiciona­les, que se localizan en zonas bien determinadas donde la tradición baladística se desarrolló y desde donde se expandió hacia otras regiones de la isla e, incluso, de ultramar. William Entwistle estudió el problema y llegó a la conclusión de que las regiones de tradición baladística más antiguas son 1) el Sur de Inglaterra, 2) las Midlands, 3) la frontera anglo-escocesa, 4) las Tierras Bajas de Escocia y 5) el Noreste de Escocia. Frances James Child, un profesor de lite­ratura inglesa de la Universidad de Harvard, fijó el canon definitivo de las baladas tradicionales. Lo hizo en los cinco gruesos volúmenes de English and Scottish Popular Ballads (1882-1898), obra que clasifica 305 baladas, algunas de cuales presentan no menos de 25 versiones distintas. Prue­ba de la efectividad del trabajo de Child es que, durante el siglo XX, apenas pudieron ser agregados una docena de textos a ese cor­pus original. Según la numeración de Child, las baladas que tienen como personaje a Robin Hood van de la 117 a la 154. Una de ellas, "Robin Hood and the Monk" data de 1450 y, de acuerdo con varios estudiosos, está entre las más antiguas.

Con todo, la primera alusión literaria corresponde a Piers Plowman, un poema alegórico satírico que, estructurado co­mo una visión, habría escrito William Langland entre 1360 y 1387. Posteriormente, las fuen­tes se multiplican, pero las ba­ladas siguen siendo la principal referencia. El gran cantante y musicólogo A. L. Lloyd escribió que "las más de 40 baladas de Robin Hood –el único perso­naje que aparece en un consi­derable número de canciones, apenas idealizado, por lo que puede considerarse como el hé­roe baladístico más popular de la tradición inglesa– desarrolla sus aventuras en términos de la vida de todos los días, con todas sus contradicciones". Y agrega que en él "la mitología y la his­toricidad son irrelevantes". Por su parte, el estudioso Albert B. Friedman sostiene que "Estilís­ticamente, las baladas de Robin Hood son una clase en sí mis­mas".

Su afirmación se apoya en la artificiosidad de los esce­narios en los que transcurren, eminentemente ingleses, por lo que señala la dificultad de su exportación a Escocia, Irlanda o Norteamérica, que, sin embargo, se inspirarán en el héroe inglés para cantar a sus propios héroes bandidos, desde el siglo XVI hasta la actualidad. Quienes se interesen en conocer estas ba­ladas pueden referirse a Under the Greenwood Tree , una gra­bación del grupo Estampie, diri­gido por Graham Derrick, donde se reúnen composiciones y ba­ladas relacionadas con el héroe que van desde el siglo XIII hasta el XVII. Otra buena referencia es Robin Hood. Elizabethan Ba­llad Setting , un ciclo de cancio­nes y aires para laúd y orpharion , interpretado por Paul O'Dette. Uno y otro cd se encuentran en el mercado local.


















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