“Con un lenguaje intenso y sugerente, Maalouf nos sitúa en el gran mosaico mediterráneo de lenguas, culturas y religiones”, señaló el jurado a la hora de distinguir al autor de León el Africano, nacido en Líbano y protagonista de un duro exilio.
Por Silvina Friera
“El Paraíso es de los extraños.” La frase le pertenece al “extraño” Amin Maalouf, “optimista inquieto” y flamante ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras por su capacidad “para abordar con lucidez la complejidad de la condición humana y tender un puente hacia la tolerancia y reconciliación entre pueblos y culturas”. Esa frase premonitoria de su destino literario la escribió en su celebrada novela León el Africano. El escritor francolibanés de 61 años, una de las voces más importantes de la literatura árabe, adoptó el francés como lengua literaria en su adolescencia, sin sospechar que se transformaría también en su lengua cotidiana cuando tuvo que exiliarse en París, a mediados de la década del 70, donde reside desde entonces. La mayoría de sus libros, ficciones y ensayos, que han sido traducidos a más de veinte idiomas, orbitan en torno del mundo árabe. “Con un lenguaje intenso y sugerente, Maalouf nos sitúa en el gran mosaico mediterráneo de lenguas, culturas y religiones para construir un espacio simbólico de encuentro y entendimiento”, fundamentó el jurado. Como corresponde, el ganador se declaró feliz, honrado y orgulloso de recibir la distinción.
“España siempre ha estado presente en mi obra. No sólo porque es la patria del héroe de mi primera novela, León el Africano, sino también, y sobre todo, porque ha sido el lugar de un encuentro emblemático, que se ha mantenido durante siglos, entre las tres grandes religiones del Mediterráneo”, señaló Maalouf, ese “optimista inquieto”, como se define, al que le interesa “contar la historia desde el lado de los perdedores”. “Intento comprender la realidad sinceramente, sin ponerme orejeras para escuchar sólo lo que quiero oír. Una vez que hago el diagnóstico me digo que la realidad no es inmutable y que hay que transformarla, imaginar el mundo de otra manera y eventualmente reinventarlo”, subrayó. Novelista con fama de ermitaño que se encierra literalmente durante meses para urdir sus libros, Maalouf nació en Beirut, en 1949. En su árbol genealógico están los desplazamientos. Y las casas abandonadas. “Pertenezco a una tribu que, desde siempre, vive como nómada en un desierto del tamaño del mundo”, se lee en Orígenes (2004). “Nuestros países son oasis de los que nos vamos cuando se seca el manantial; nuestras casas son tiendas vestidas de piedra; nuestras nacionalidades dependen de fechas y de barcos. Lo único que nos vincula, por encima de las generaciones, por encima de los mares, por encima de la Babel de las lenguas, es el murmullo de un apellido.”
La familia materna de Maalouf, originaria de Turquía (de donde escapó durante las masacres de 1915), se estableció en El Cairo, ciudad que también se verían forzados a dejar en los ’50, cuando la fiebre nacionalista nasserista se centró en los no egipcios. Aunque el escritor pasó varios años de su infancia en el país de los faraones, no guarda recuerdos de esa experiencia, “salvo una enorme frustración”, según le confió a su traductor al italiano Egi Volterrani. “Mi condición de exiliado determina mi paso a la escritura. La tinta, como la sangre, escapa forzosamente a las heridas.” Su padre, un conocido periodista bisnieto de un predicador presbiteriano, le contagió el amor por las letras; de su madre heredó la educación francófona que le facilitaría con los años el exilio definitivo. En el mito original hay un niño de seis años que escribió su primer artículo en árabe. Pero a los 16 todas sus notas estaban en francés. “El árabe era mi lengua social; el francés, por el contrario, era la lengua de mis notas íntimas, con la vocación de quedar para siempre escondidas”, recordó el escritor que durante muchos años trabajó como periodista en el diario An Nahar, en la sección de política internacional.
La guerra civil que desangró al Líbano durante quince años lo expulsó a París en 1976. La lengua íntima de Maalouf se convirtió en su lengua cotidiana y definitiva. En 1993 obtuvo el prestigioso Goncourt con la novela La roca de Tanios, ambientada en el siglo XIX en un Líbano dividido por el enfrentamiento entre Egipto y el Imperio Otomano. En los primeros años en Francia continuó con el oficio periodístico en Jeune Afrique, cubrió la guerra de Vietnam y la revolución de Irán, entre otros conflictos. Pero también comenzó a escribir y cuando llegó a la página 100 de León el Africano, publicado en 1986, decidió dedicarse por completo a la literatura. Antes de esa novela bisagra en su destino publicó Las Cruzadas vistas por los árabes, libro en el que relata cómo se vivieron las cruzadas del lado musulmán, un punto de vista hasta entonces olvidado. Mario Vargas Llosa dijo del escritor francolibanés: “Cuando le insisten en que confiese si, en el fondo de su alma, se siente más francés que libanés, o a la inversa, a Amin Maalouf le sobrecoge la angustia porque comprueba lo extendida que está la costumbre, mejor dicho el prejuicio, de imponer a los seres humanos una identidad unívoca, para entenderlos mejor”.
El año pasado se publicó en España el último ensayo de Maalouf, El desajuste del mundo. Cuando las civilizaciones se agotan, en el que cuestiona el convulso período actual y se pregunta si la humanidad ha alcanzado el techo de su incompetencia moral. Lejos de caer en un nihilismo sin fondo o en una demoledora visión apocalíptica, Maalouf está convencido de que hay que recuperar las ganas de luchar para hacer del mundo un lugar de convivencia. “La diversidad es a la vez fuente de riqueza y de tensiones. Si se gestiona de forma inteligente, la cultura calma las tensiones, pero si la diversidad se organiza de un modo caótico, aumentan. No debemos pensar en términos de comunidades, sino de personas. Encerrar a la gente en comunidades no es bueno para la sociedad de acogida ni para los inmigrantes”, aseguró con el respaldo que le brinda ser “la voz de la experiencia”.
Autor de las novelas Samarkanda (1988), Los jardines de Luz (1991) y El viaje de Baldassare (2000), entre otras, Maalouf se manifiesta preocupado por el retorno a la idea militante de la identidad en su ensayo Identidades asesinas (1996). “La identidad ha de ser una ocasión para enriquecerse y no una excusa para hacer prevalecer una parte. Se trata de asimilar, de aceptarse, de tolerar”, ha explicado el escritor, consciente de que “la identidad está en el centro del debate del siglo XXI”. La pulsión de una lucha íntima, pero también pública y política, está en cada una de sus páginas. “En todo lo que escribo, tengo la sensación de llevar a cabo un combate, mi combate, siempre el mismo. Contra la discriminación, la exclusión, el oscurantismo, las identidades limitadas, la pretendida guerra de civilizaciones y contra las perversiones del mundo moderno, como las manipulaciones genéticas azarosas.”
Maalouf cree que la literatura “puede ser una herramienta de paz”. “Tenemos que reinventar el mundo. La literatura tiene la obligación de hacerlo, en todas las lenguas”, afirmó el escritor, que no se cansa de repetir que conocer la cultura y la literatura de otros pueblos allana el camino para la convivencia. “Podemos imaginar perfectamente una solución donde todos los pueblos de la región, los israelíes, los palestinos y los de alrededor sean ganadores. Todo el mundo puede ser ganador, tener paz, prosperidad, seguridad. Mucha gente cree en ello.” El murmullo de su apellido, ese sonido que lo vincula al mundo y a sus lectores, se amplificará.
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