jueves, 25 de marzo de 2010

ENTREVISTA A NORMA ALEANDRO


Emblema de la actuación argentina, pionera en el arte de llegar a los Oscar y ganarlos (hasta estuvo nominada a mejor actriz por un papel en inglés), con una carrera cinematográfica que incluye perlas poco recordadas y adaptaciones de Walsh y Arlt, Norma Aleandro es la actriz argentina más conocida y reconocida. Pero ese lado público e impoluto esconde otro intrigante y privado: el de la chica que se hizo expulsar de la escuela y la abandonó para siempre, la actriz que denuncia el sadismo de los profesores de teatro y la mujer que hizo terapia con LSD, entre muchas otras cosas que cuenta –antes de subir a escena en Agosto y a días de estrenar la película Paco– en esta entrevista exclusiva dada frente al espejo.

Por Juan Pablo Bertazza



“A los trece años dije basta y me hice echar del Normal 9. Yo tenía tres compañeras judías y cuando llegaba la clase semanal de religión, a ellas las mandaban a la clase de moral que, en verdad, no era una clase sino que las ponían en un corredor donde había unos bancos al lado de la vicedirección, el mismo lugar donde nos mandaban para castigarnos, y las dejaban ahí.”

Vivió la Independencia en Güemes, la tierra en armas de Leopoldo Torre Nilsson, una de sus primeras actuaciones, no bien comenzados los ‘70, y el yrigoyenismo bajo la piel de La Renga en la magnífica Los siete locos también de Nilsson; dejó registrados en celuloide los fusilamientos de José León Suárez en una versión notable y casi desconocida de Operación Masacre de Jorge Cedrón, mostró al mundo el secuestro y la apropiación de chicos durante la última dictadura militar a partir de La historia oficial de Luis Puenzo, primera ganadora nacional del Oscar a mejor película extranjera y, recientemente, volvió al tema en Andrés no quiere dormir la siesta de Daniel Bustamante, además de haber vivido el exilio en Uruguay y en España. Subió al podio del teatro argentino con obras inolvidables como La señorita de Tacna y Master Class, madrugó a la televisión argentina con Romeo y Julieta, El amor tiene cara de mujer y Cuatro mujeres para Adán, ciclos tan fundantes que hoy ni siquiera vuelve a ellos el archivo de Volver. Es la única argentina nominada a un Oscar a mejor actriz de reparto por Gaby, a true story, una de las películas que filmó en Hollywood. Participó también del cambio de guardia del cine argentino con Cama adentro de Jorge Gaggero, volvió a pisar la antesala de los Oscar con la nominación de El hijo de la novia y, trascartón, la semana que viene se estrena su última película, Paco de Diego Rafecas, que da cuenta de uno de los problemas más acuciantes de nuestra sociedad.

Como un Zelig criollo, Norma Aleandro, sin querer queriendo, ha atravesado –con su actuación pero también con su vida– gran parte de la historia de nuestro país, sus luces y sombras, a tal punto que a más de uno le habrán venido ganas de sacudir con cajita y todo el DVD de El secreto de sus ojos (la flamante ganadora del Oscar) para esperar, con una mano rascándose la cabeza y la otra mano en el mentón, si no sale por algún lado la gran actriz argentina. Porque Norma Aleandro es, qué duda cabe, una de las personalidades más emblemáticas, más célebres y más mentadas de nuestro espectáculo. Sin embargo, por momentos, parece ser también la más escurridiza, la más enigmática, la más misteriosa. Extraña mezcla de tótem y tabú, algo de su condición anfibia entre lo público y lo privado, entre la certeza y lo secreto, sirvió de marco a esta entrevista en su camarín del Lola Membrives, donde Norma Aleandro habló durante cuarenta minutos, de perfil al grabador y de frente al espejo, mientras dejaba apenas que le arreglaran el pelo y ella misma se peinaba las cejas. Cerca, pero del otro lado, se iban llenando las butacas del teatro para una nueva función de la intimista y excepcional Agosto. Por cada rayo de luz que se desprende de su carrera y de su vida, se contrapone, de hecho, un cono de sombra, y el aura privada que tiñe su inmenso marco público se intensifica, por otro lado, con las pocas notas que, últimamente, acepta dar: está claro que es la gran maestra de las actrices argentinas –algo evidente tanto en Agosto como en las últimas películas que filmó, en una gama que va desde Cleopatra con Natalia Oreiro hasta Anita con Alejandra Manzo–, pero no muchos saben que se hizo expulsar del colegio a los trece años, y que poco tiempo después una profesora de teatro le dijo que no servía para actuar, lo cual le costó una etapa de anorexia y un intento de suicidio al borde de la Costanera Sur. Su calidad actoral es reconocida en todo el mundo pero ni siquiera en su propio país es conocida su faceta de escritora, un trabajo fuera del trabajo que viene haciendo desde la infancia a pesar de que sólo publicó cuatro libros. En Paco, pone en la agenda la podredumbre de la pasta base pero pocos saben que, en los ‘60, también tuvo su experiencia con la droga. En definitiva, Norma Aleandro es algo así como un museo viviente de la actuación argentina que, a juzgar por el final de esta nota, parece estar en contra de la mismísima idea de museo.

La abuela maravilla

A pesar de hacer dos papeles totalmente opuestos –en la obra encarna a Violeta, potente figura matriarcal, adicta a las pastillas y el sincericidio; y en la película, a una mujer introvertida y delicada que tiene a su cargo una fundación de adictos–, en Agosto y en Paco los extremos se tocan y se juntan en el símbolo que señala a esta actriz como reina madre de la actuación argentina.

Sin embargo, la infancia de Norma Aleandro no contó con una presencia muy fuerte de su madre, y justamente por la actuación: sus padres, Pedro Aleandro y María Luisa Robledo, también eran actores. “A los dos los sentí totalmente ausentes durante mi infancia porque para poder vivir del teatro tenían que salir de gira fuera de Buenos Aires todo el tiempo, no podían hacer otra cosa. A mí y a mi hermana nos crió mi abuela que, de todas formas, reemplazó ese lugar cubriéndonos por completo en lo emocional. Si los chicos tienen a una persona como era mi abuela, tan dedicada a nosotras dos, no sienten la falta. Es más la arquitectura social que se arma en torno de los padres, las madres e hijos que otra cosa... Una abuela puede hacer de dos padres. En mi casa el mundo del teatro era de lo único que se hablaba y de lo único que se sabía. Pero mis padres no sólo no me empujaron sino que no querían que me dedicara a la actuación, yo hinché tanto que no les quedó más remedio.”

Contra los maestros de teatro

Así, a los trece, Norma Aleandro se adentró en el camino que la mayoría toma para empezar: las clases de teatro. Y aunque años después ella misma dio clases, hoy siente la imperiosa necesidad de denunciar el sadismo de muchos profesores: ese sadismo que vivió en carne propia. Simone Garman, una francesa que en una de sus primeras clases la hizo pasar a improvisar sobre la guerra, la fulminó con un tajante “vos no servís para la actuación”. “Los profesores de teatro les revientan la vida a sus alumnos. Cuando filmaba Anita, Marcos Carnevale, que fue alumno de teatro, me contó que fue tan maltratado que nunca más volvió y se quedó sin saber si tenía condiciones. Hay un desconocimiento muy grande acerca de cómo enseñarle a alguien a desarrollarse en el mundo de la actuación. Hay artes mucho más matemáticas, como la música, donde si contás con un mal profesor, por lo menos tenés un montón de cosas para aprender. En teatro, si bien hay una disciplina y técnica para prepararte física y algo psicológicamente, se trata de meterte en un mundo. Es algo tan incierto como ir a una operación de hígado; la gente va muy desprevenida a estudiar teatro y le dicen ‘revolcate por el suelo’, ‘desnudate’, y todos hacen caso. Hay mucho aprovechamiento, mucha perversión, mucha cretinada y mucho sadismo.”

¿Cómo hiciste a la hora de dar tus clases?

–Trato de encontrar una manera para trabajar con las dificultades del otro, no trabajo con la memoria emotiva, que acá se puso de moda con Lee Strasberg. No es ése mi camino. Lo que siempre recomiendo a los alumnos de teatro es que no se dejen maltratar de ninguna manera: no hay rigor, no debe haber rigor. En todo caso, la disciplina para hacer las cosas la debe poner cada uno. “La letra con sangre entra” es lo peor que se le puede hacer a la letra y a la sangre.















Paco y locura en el divan

Si bien no es una ópera prima, Paco de Diego Rafecas pertenece a ese grupo de películas de directores jóvenes en el que Norma Aleandro, podría sospecharse, funciona casi como una segunda directora, una DT dentro de la cancha. Películas como Cama adentro de Jorge Gaggero, Cuestión de principios de Rodrigo Grande y Andrés no quiere dormir la siesta de Daniel Bustamante. Todos directores con los que –dice Aleandro cuando se le pregunta acerca de lo paralizante que puede ser tener que darle indicaciones a alguien como ella– consigue “mejores experiencias que con algunos consagrados. El secreto está en la primera conversación: si nos divertimos es porque la cosa funciona”.

La última película de ese pelotón, Paco, hace foco en la adicción y el negocio de la pasta base, a partir de la historia del hijo de una diputada que empieza a salir con una adicta. “Las razones por las cuales Rafecas decidió hacer la película son las mismas por las cuales yo acepté el libro: es más fácil hablar de cómo penalizar, de cuánto tenés que tener encima para que te consideren adicto o dealer, que tratar de pensar cuál es el camino social para evitar esa necesidad de escapar de la realidad que se ve en gente de distintas clases sociales pero, sobre todo, en las clases más pobres. Las formas de enfocar la problemática del adicto son muy antiguas, exceptuando la lucha de Las Madres Contra El Paco, mujeres que ponen el pecho y arriesgan su vida. Con esta película no vamos a arreglar el mundo, nunca vamos a arreglar el mundo con una película, pero siempre algo podemos hacer”, explica Norma Aleandro. Pero no habla con la suficiencia del dedo acusador sino con una sensibilidad que permite llevar la conversación a su propia experiencia. “Bueno, sí, aunque fue distinto, porque nunca fui adicta. Durante muchos años hice una terapia pionera de Alvarez de Toledo y Pérez Morales que combinaba psicoanálisis con ácido lisérgico. El tratamiento me sirvió para muchas cosas, aunque no para todo, tampoco ellos sacaron tan buenos resultados como esperaban, pero no me quejo, era grande, tenía veinticuatro años. La idea era generar un análisis más profundo y menos controlado. Pero justamente por haberlo hecho, yo le digo a la gente joven que, existiendo el teatro y tantas maneras saludables de volar, ni se les ocurra meterse por ahí porque me han pasado cosas atroces. Nosotros estábamos en un lugar totalmente cerrado, y con médicos, pero experimentar tantas alucinaciones y pérdida de control no es el mejor modo de llegar al fondo de una misma.”

Los papeles secretos

Sin lugar a dudas, la actividad más privada y secreta de esta figura pública es su pasión por la escritura: algo que, a diferencia de su trabajo actoral, decide preservar y no sacar mucho a la luz, aunque ya lleva cuatro libros publicados, entre obras de teatro y cuentos. Apenas se le pregunta a Norma Aleandro si actualmente está escribiendo algo, se queda pensando un rato, abre un cajón del camarín (recoveco por excelencia de la intimidad), invita a mirar, y apenas uno se asoma para desentrañar esa letra manuscrita en hojas lisas sin renglones, ella cierra el cajón con decisión. “Escribo páginas sueltas: ahora estoy haciendo muchos gags cómicos y un ensayo sobre la importancia de salir siempre a escena como si fuera la primera vez. Pero no escribo para publicar, nunca he sido yo la que empujara la publicación. Primero fue Enrique Pezzoni con Poemas y cuentos de Atenazor en Sudamericana, en 1996, después vinieron las publicaciones, por parte de Argentores, de mis obras Los herederos y Los chicos quieren entrar y, por último, la editorial Océano me pidió hace diez años una serie de cuentos que conformaron el libro Puertos lejanos. Es un problema cada vez que me piden publicar porque no me gusta nada corregir y lo hago muy mal, tan mal que cuando vuelvo a leer lo corregido me doy cuenta de que era mejor la versión anterior. La única vez que realmente publiqué y que me pagaron por eso fue durante el año que pasé exiliada en Uruguay hasta que me consiguieron pasaportes para irme a España. En El País y en El Mundocolor publiqué un cuento por semana. En total, ciento sesenta cuentos cortos. Desde entonces, me acostumbré a escribir breve porque estaba limitaba por una determinada cantidad de espacio y lo que más me divertía era inventarlos en el momento. Pero no me preguntes dónde están.”

La Norma y la moral



“Durante el año que pasé exiliada en Uruguay hasta que me consiguieron pasaportes para irme a España publiqué, en El País y en El Mundocolor, un cuento por semana. En total, 160 cuentos cortos. Pero no me preguntes dónde están.”

Pese a su carácter entre privado y ultrasecreto, algunos de los escritos de Norma Aleandro, sobre todo los cuentos de Puertos lejanos, dan paradójicamente más de una pista sobre vida y genio de esta actriz escurridiza. Uno de ellos, tal vez el mejor, es “Simplemente un jardín”, diálogo surrealista sobre el comportamiento de una extraña gallina pigmea que convive con dos gatos. El cuento, además de estar basado en la convivencia real de la actriz con esos animales a los que tuvo como mascotas, deja ver su fascinación por la naturaleza. Un amor que –como el que siente por el teatro y la escritura– no nació, precisamente, en la escuela: “El de la escuela era y sigue siendo un mal sistema, no se considera la inteligencia del chico, no se la dan opciones para abrir su mente. A los trece años dije basta, no lo soportaba más y me hice echar del Normal 9. Yo tenía tres compañeras judías y cuando llegaba la clase semanal de religión, a ellas las mandaban a la clase de moral que, en verdad, no era una clase sino que las ponían en un corredor donde había unos bancos al lado de la vicedirección, el mismo lugar donde nos mandaban para castigarnos, y las dejaban ahí. Un día le pregunté a la profesora de religión por qué en lugar de hacer eso no les enseñaban su religión y me contestó que como ellas eran judías tenían que estudiar moral. Si bien yo en esa época iba a la Iglesia de la Piedad y todo, decidí ir con ellas. Desde ese momento, me quedé afuera. No sólo de la contención de mis profesores sino también del resto de mis compañeras. Dos años después me hice echar del colegio: me faltaban seis o siete amonestaciones y, en el medio de la clase de una profesora terrible que teníamos en Ciencias Naturales –y eso que, tal como decís, yo amo las plantas, amo los bichos, pero ella era siniestra– y que siempre me tenía de punto preguntándome ‘qué está haciendo’, ‘qué dice’ y mandándome a la vicedirección, yo me levanto y salgo del aula sin que ella me dijera nada. ‘¿A dónde cree que va?’ ‘A la vicedirección, si total me va a mandar dentro de un rato.’ Ahí me gané todas las amonestaciones juntas”, cuenta todavía con bronca Norma Aleandro.

El secreto de sus ojos

Desde la ambigua mirada de Alicia en La historia oficial hasta la mirada ligeramente reconcentrada y ligeramente perdida de Norma en El hijo de la novia, pasando por la mirada polarizada de esa señora bien que disimulaba hasta las últimas consecuencias su caída en Cama adentro. En los ojos camaleónicos de Norma Aleandro, además de cifrarse la esencia de cada uno de sus personajes, se esconde el arma que la vuelve una actriz magistral. “La mirada es el lugar donde el ser humano revela quién es. Es muy difícil que al mirar la mirada del otro no descubras su intención. En la actuación eso es importantísimo, por más que nosotros nos expresemos con todo el cuerpo. En el teatro y, sobre todo, en el cine porque ahí, directamente, cada ojo mide seis metros. La expresión que sale por la mirada te cuenta la verdad o no de ese personaje que está haciendo el actor, ves la construcción, los hilitos del personaje o ves realmente a una persona. No hay actor que se pueda librar de eso porque no hay ser humano que pueda hacerlo.”

Acaso haya solo una mirada en su carrera –la mirada como directora– que quedó miope: si bien dirigió muchas obras de teatro, entre las cuales se destaca la brillante adaptación de Hombre y superhombre de Bernard Shaw, en el año 1997 se eclipsó, aparentemente para siempre, la posibilidad de poder ver su ópera prima Dios no duerme en Buenos Aires: “Hubo problemas de financiación, aunque ya estaba todo acordado con Lino Patalano para que la produjera y hasta habíamos cerrado la coproducción con Italia. El guión es muy lindo, a todo el mundo que se lo mostré le gustó mucho, Darín iba a encabezar el elenco, pero hoy ya es un asunto terminado, no tengo ganas de ponerme a revisar eso”.

Al menos, podemos disfrutar de su mirada como espectadora, justo ahora que otra película argentina acaba de ganar el Oscar: “El secreto de sus ojos no me parece en nada parecida a La historia oficial y, desde el primer momento, creí que tenía muchas chances de ganar. Yo voto como miembro de la Academia, pero para película extranjera no puede votar nadie que viva fuera de Estados Unidos: es obligatorio ver cada una de las películas y dejar constancia de que las juzgaste en serio, porque hubo muchos errores en el pasado. El problema es que, en Hollywood, los que pueden hacer eso –-son muchísimas las películas extranjeras que se presentan cada año– es gente muy grande, gente retirada. Estando acá no te enterás de toda esa interna. Entonces son mucho más conservadores para la elección, difícilmente eligen una comedia, siguen pautas muy conservadoras y típicas del pensamiento de Hollywood. Pero si El secreto de sus ojos ganó fue porque es una película muy bien hecha, muy bien interpretada, con muy buen libro, la dirección es impecable y tiene, además, algo del sabor local nuestro, eso siempre gusta. Yo me acuerdo de que cuando nosotros llevamos La historia oficial, entre las buenas películas que se presentaron, estaba Papá está en viaje de negocios de Kusturica, una genialidad. En el Globo de Oro le ganamos a Ran de Kurosawa, pero son esas cosas de las cuales nunca me podré alegrar: Ran, como casi todas las películas de Kurosawa, es mucho más que una película muy buena, es excepcional, estaba muy por encima de todas las películas, incluso de la nuestra, y no sacó nada. Pero incluso mis amigos de allá, de Hollywood, me decían: ‘Está muy bien hecha, pero qué aburrida y lenta que es’”.

El museo vacio

Su trayectoria y experiencia, su conocimiento sobre la actuación y el respeto unánime que despierta, hacen pensar en lo que en el campo de la política se conoce como la figura del estadista, una primera mandataria en el universo del teatro, el cine y la televisión. En definitiva, un museo viviente de la actuación argentina proyectado hacia el futuro. Uno imaginaría, por lo tanto, que ella vive una especie de tiempo absoluto, rodeada de un archivo impresionante –recortes, notas, estatuillas, placas, recuerdos y fotos–. Pero, a propósito de otra pregunta, Norma Aleandro tira esa percepción al tacho.

Hay una frase que repetís en casi todas las entrevistas: “Desde chica soy incapaz de proyectar nada”. ¿Qué significa exactamente?

–Tiene que ver con no hacer planes anticipados, una vez que tengo un proyecto lo armo en el momento, me sale naturalmente. Desde chica soy así: vivo el suceder, no estoy viviendo nunca ni el futuro ni el pasado. No soy nostálgica, ni me vas a agarrar nunca mirando un álbum de fotos porque no lo tengo. Tampoco tengo archivo: tiro las fotos, los reportajes, los recuerdos. Esta entrevista la leeré con muchísimo placer y, me perdonarás, pero voy a tirarla al día siguiente. No guardo absolutamente nada.

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