miércoles, 24 de marzo de 2010

LILIANA HEKER Y EL FINAL DE ALL THAT JAZZ, DE BOB FOSSE























Por Liliana Heker

No era fácil. Debía abrirse paso entre una escena fulgurante de Kaos, varias de Amarcord, el gesto inolvidable de Natasha cuando, por primera vez, baila con el príncipe Andrei en Guerra y paz de Bondarchuk; eso sin contar que, como ráfagas de belleza, imágenes remotas de Puerta de lilas o de La dama del perrito acudían a complicar más el asunto. Y sin embargo ahí estaba, regresando una y otra vez al primer plano: la secuencia final de All that Jazz. Supe que podía elegirla sin traicionar escenas que atesoro y que guardan en mi memoria la perfección de un cristal o el raro destello de la revelación o la poesía.

En All that Jazz nada es de cristal y, más que guardarla en la memoria, necesito verla, reincidir en verla como un acto vital. Es la película que más veces vi en mi vida, quizá la que más veces voy a volver a ver. Me ha pasado, incluso, topármela por azar al cambiar de canal, ya bien empezada. Y siempre me ocurre lo mismo: soy atravesada –más bien, soy fulminada– por el estado contradictorio de estar sintiendo de pies a cabeza la ebriedad de la vida y, al mismo tiempo, hundirme en la conciencia de la propia muerte. Sé que, aun haciéndonos los distraídos, solemos convivir con ese sentimiento. Pero lo cierto es que esta película lo instala en mi cuerpo con una intensidad inusual.

Tal vez el secreto de la fascinación que opera sobre mí resida en su cualidad de conjugar contrarios: el género musical en su más alta expresión con una historia desesperada, la crónica médica con lo fantástico, la desenfrenada pasión de vivir con el permanente acoso de la enfermedad y la muerte. Y eso es lo que converge en la secuencia final. El monitor cardiológico señala que la vida de Gideon, quien fue perfeccionista, despiadado, arrasadoramente seductor, feroz consumidor de dexedrina, infiel, fiel hasta lo inescrupuloso a su idea de lo bello, esa vida ebria de sí misma, está llegando a su fin. Y entonces, en ese monitor, estalla el final sinfónico, la gran despedida de la vida. Se consuma el sueño de todo gran creador: la construcción de la propia muerte, que en este caso –coherente con la vida de Gideon– es un cierre a puro Shaw, a puro jazz. Apenas arranca el tema que amalgamará los elementos dispares que componen ese final, apenas se escuchan los primeros compases de Bye, Bye Life, explota un music hall desenfrenado, con Gideon en su rol central de hombre-que-camina-hacia-la-muerte. Como quien saluda a su público, se despide: de quienes lo amaron, de quienes lo envidiaron, de quienes lo padecieron, entre una música de jazz que rompe el corazón y fans gritando y mujeres bailando y una voz ronca que repite –con tono desgarrado, con tono burlón– “Bye, bye life”. Gideon se despide como quien fue: tratando a su cuerpo hospitalizado, que ya casi es cadáver, con la misma impiedad, con el mismo rigor estético, con que trataba a sus bailarinas. No hay condescendencia para los otros, ni condescendencia para sí mismo: sólo un intento descomunal, un último intento de que el espectáculo resulte espléndido y único. No importa cuánto tiempo cinematográfico dura esta secuencia. El tiempo es el del corazón de Gideon: desde que empieza a flaquear hasta que lo arrastra a él a la muerte. Unos segundos que, como en El milagro secreto, arrancan a su protagonista de la degradación de la muerte. Después, todo ha terminado. Debo confesar que, cada vez que veo este final, lloro con un impudor infrecuente y, al mismo tiempo, soy devastada por una alegría poderosa. Amo esta escena: suelo recurrir a ella como a un bálsamo o como quien busca un testimonio raramente intenso de la sed de vivir.

Difundida en castellano como Empieza el espectáculo y también como El show debe continuar, All that Jazz (1979) es un musical dirigido por Bob Fosse y protagonizado, entre otros, por Roy Scheider, Leland Palmer, Ann Reinking, Erzsebet Foldi y Jessica Lange, cuyo guión –escrito en colaboración con Robert Alan Arthur– es de neto carácter autobiográfico, ya que abundan las referencias a la vida y carrera profesional del también bailarín y coreógrafo Bob Fosse, especialmente durante 1975, año en que editaba su película Lenny y, al mismo tiempo, preparaba Chicago para Broadway.

Esta película muestra, entonces, los excesos del propio Fosse, entre permanentes cigarrillos, cuerpos de bailarinas bailando horizontalmente, jazz, música de Vivaldi, gotas en los ojos, antiácidos estomacales y diversos estimulantes, excesos que el artista no reduce ni siquiera una vez internado en el hospital. Ganó cuatro Oscar (mejor dirección artística, mejor diseño de vestuario, mejor montaje y mejor banda sonora) y la Palma de Oro del Festival de Cannes.

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