Hasta hace pocos meses, Tiger Woods estaba en la cima del mundo: era el deportista mejor pago del planeta, su presencia hacía trepar ratings, cachés y entradas, contaba seguidores incluso entre quienes no juegan al golf, les quitaba adeptos al fútbol y el béisbol, encarnaba la igualdad racial en el corazón del deporte blanco norteamericano, y su imagen impecable de hombre de familia con una Barbie soñada le redituaba centenares de millones. Hasta que, de un día para el otro, el mundo conoció el otro lado: una trama de amantes, silencios comprados, abortos, enfermedades venéreas. El escarnio moral tronó y el negocio se derrumbó para todos. La semana pasada, el I’m Sorry Show en el que pidió perdón tras semanas en una clínica de adictos al sexo, expuso al desnudo los mecanismos de la fama y sus negocios. Esta es la historia de todo eso y algo más.
Por Soledad Barruti
El viernes anterior, mientras en Buenos Aires diluviaba y un gomón recorría la Avenida Santa Fe para que los chicos pudieran cruzarla sin hundirse, del otro lado del mundo la figura del deporte más admirada y poderosa de los últimos años daba un manotazo de ahogado para salir del fango. Se trataba del promocionadísimo I’m Sorry Show, un discurso de poco más de 13 minutos con que el astro del golf, adúltero marido y marca multimillonaria Tiger Woods pedía disculpas a su esposa, hijos y sponsors por las múltiples amantes que le salieron a la luz tirando por la borda su prístina imagen. “Sé que todos quieren saber cómo he sido tan egoísta y tan tonto”, dijo en lo que sería el comienzo del ensayado discurso con el que intentaba poner un punto aparte a una de las historias del show bussiness norteamericano más inesperadas y sorprendentes de los últimos tiempos. Porque la crónica de Woods tiene todos los ingredientes: una carrera intachable hecha a fuerza de talento deportivo y esfuerzo personal; un hombre negro que se casa con una Barbie rubia y monta una familia de cuento mientras se vuelve inversión para más de diez enormes marcas; el ejemplo del deporte como meta para millones de norteamericanos sin norte; la desilusión colectiva y el desconsuelo de tantos al verlo caer, el canibalismo medio esquizoide de la prensa que un día lo pisotea y al otro le ruega que vuelva; el entramado superpuesto de medios y operadores, etc., etc., etc.
Bolas de oro
Hijo de un ex Vietnam afroamericano y una madre que demostrará ser a prueba de balas, Eldrick Woods nació en California un 30 de diciembre hace 34 años. Cuenta su propia leyenda de superhéroe que el sobrenombre “Tiger” se lo puso su padre en honor a un soldado vietnamita que una noche salvó su vida matando a una serpiente venenosa que estaba por morderlo. Con sólo dos años, el futuro rey del golf comenzó a pisar las canchas donde batiría todos los records: antes de los 20 ya había ganado tres Abiertos Amateurs seguidos, lo que lo impulsó a profesionalizar el hobby. Un año después –a los 21– se volvía la persona más joven en ganar un Major. Y desde entonces, no pararía nunca. Fue para esa época que los medios no especializados en el deporte comenzaron a fijarse en él. Su primera entrevista la dio a la glamorosa revista masculina GQ y el público norteamericano conoció el crudo de una estrella en potencia que hablaba de sexo con desparpajo y descuido. Podría haber sido un tropezón –sin dudas, y viendo cómo fueron las cosas, no hubiera llegado tan lejos–, pero era “sólo un chico” y, además, enseguida el astuto Woods se dio cuenta de que, para llegar lejos, debía poner su imagen en manos de expertos. Es así como entra en escena la compañía encargada de hacer de su persona una estrella intachable, prístina, cotizada como nunca nadie antes. Con la compañía IMG dirigiendo cada uno de sus movimientos, el mundo fue conociendo a un jugador negro que sobresalía en el deporte de los blancos pisando el green con solemnidad y seguridad en sí mismo, que mostraba una técnica perfecta, indumentaria inmaculada, respuestas siempre amables acertara o errara; un extraño para sus contendientes que no tenían más que agachar la cabeza y ver cómo con su sola presencia, secundada cada vez por más sponsors, aumentaba sostenidamente el caché en juego en cada torneo. En 2000, Tiger se casó con Eilin, una modelo suiza (rubia, ojos azules, perfecta como la Barbie más perfecta) que le dio una nena y un varón. Una familia feliz instalada en una mansión enorme en las afueras de Florida. Como buena marca, como compañía exitosa, Tiger Woods montó una fundación (la Tiger Woods Foundation) para ayudar en sus estudios a miles de chicos de todo el país. Y no paraba de ganar y ganar. En 2005 la revista Forbes lo anunciaba como el deportista mejor pago del mundo (tenía, entonces, 87 millones de dólares).
Pero no habría héroe sin fracasos. Y de eso también tuvo Woods. En 2006, la muerte de su padre lo descorazonó a tal punto que no calificó en el US Open (torneo que todos ya estaban acostumbrados a que ganara). “No me voy a dejar vencer. Voy a seguir dando lo mejor de mí.” Una declaración bastó para encender los suspiros. Era el hijo que toda madre quería, el yerno de toda suegra, la referencia para millones de chicos que de la noche a la mañana habían dejado de ver el baseball o el football para declararse fans del golf –un deporte mucho más prolijo y seguro–. Tiger volvió a la competencia y en 2008 tuvo una breve impasse por un problema en una rodilla. Los medios lo siguieron y el público apoyó con paciencia y amorosidad toda su recuperación.
Con su merchandising desplegado (desde un libro sobre cómo jugar golf, nueve dvd con sus campeonatos, sus siete juegos oficiales para Play Station y Wii, gorras, remeras deportivas y de lujo, pelotitas de golf, hasta una enorme momorabilia con trofeos y postales), sus doce patrocinadores adorándolo, el desarrollo de un mega-hotel y golf-club en Dubai que llevaría su nombre y la entrega inminente de su Jupiter Island Mansion, su flamante propiedad de 45 millones que estaba siendo construida desde hacía dos años, Tiger terminaba 2009 con un nuevo record en ganancias (103 millones). El mundo del golf, que lo había tenido de vuelta, también cerraba sus balances con ganancias: cada vez que Woods había pegado a la pelotita, los picos de rating subían estrepitosamente en un efecto sólo comparable con los mejores momentos de Michael Jordan, por lo cual los espacios publicitarios habían podido ser aumentados hasta en un 30 por ciento.
Nadie podía sospechar que de un momento a otro llegaría su martes 13.
PALO Y a la bolsa
Las imágenes del 27 de noviembre pasado eran oscuras, inquietas, poco claras, como el primer envío de cualquier caso policial. En rojo, como cada vez que se cae un avión, un demente abre fuego contra un colegio o sus soldados abren fuego en un nuevo país, el videograf repetía de canal en canal: “Breaking News: Tiger Woods en un confuso accidente”. Estaba estable, o no. En realidad, al principio ni siquiera se podía confirmar que fuera él (habían dado un nombre falso para ingresarlo al hospital). Tenía la cara destrozada o había perdido la conciencia. Su esposa estaba con él... ella había llamado al 911, ¿o era un vecino del lugar? Que Tiger hable, repetían cronistas, fanáticos angustiados, sponsors y demás a una cámara que no se movería más de las inmediaciones del astro.
Pero pasaron tres días hasta que la verdad salió a la luz. Woods había chocado contra un árbol por evitar los golpes de Eilin, su enfurecida esposa, que había descubierto sus infidelidades. ¿Hay algo peor que una mujer despechada? Sin dudas once amantes despechadas pueden ser mucho peor y llegar a destrozar a un hombre.
Ninguna decía saber de la otra; alguna hasta aventuró desconocer que estaba casado. Se miraban una a otra de canal en canal. Y había de todo entre ellas: prostitutas, coperas, meseras, modelos clase B y actrices porno. Tentadas por esa enorme cantidad de dinero que reservan los medios para comprar los mejores chimentos, cual más, cual menos, empezaron a mostrar los mensajes de texto del Tigre, sus mails, sus mensajes de voz. Alguna lloró diciendo que de verdad le había prometido ser su novia. Otra contó que Tiger le había pagado cirugías estéticas. Se hicieron cálculos: entre 15 y 20 mil dólares por mes para satisfacer y silenciar a todas. Y la cosa se fue poniendo más densa cuando hablaron de la aversión del Woods a los preservativos y aparecieron abortos y enfermedades venéreas.
Michael Hiltzkin, de Los Angeles Times, fue el primero en anunciarlo: “La profesión de Tiger es el golf, pero su negocio es la creación de su imagen pública”. Por lo cual, pobre Tiger, podía considerarse en bancarrota.
Para dimensionar el efecto de la noticia hay que tener en cuenta dos datos importantes. Por un lado, en una encuesta realizada por Gallup en 2006, los norteamericanos ubican al adulterio como una de las peores bajezas en las que puede caer el ser humano; algo peor que la clonación, dijeron las encuestas. Por el otro, que el golf no es sólo un deporte. Es el deporte de la máxima corrección, la ética intachable, la política republicana de libro, los negociosos a cielo abierto, la ropa blanca y los modales de salón.
Se hicieron votaciones on line sobre cuál era la mejor de sus amantes; criticaron sus gustos trash; armaron foros para definir realmente cuál era la más estable. Los late shows se le burlaron en masa y los programas de chimentos no pararon de repetir que su esposa iba a dejarlo aunque él le hubiera ofrecido 70 millones de dólares para quedarse en su casa durante siete años más. Incluso hasta en el musical Aladino de la Disney en California se burlaron del caso. Lo único que lograron de Tiger fue un escueto pedido de disculpas a través de su web.
Los primeros sponsors en dejarlo fueron AT&T y Accenture; Gillette y Tag Heuer suspendieron sus campañas al igual que Gatorade. Y quienes se quedaron a su lado (Nike, EA Sports, Upper Deck, NetJets y TLC (que se declaró en quiebra unos días más tarde) no pautaron un solo aviso en TV desde que le arrojaron la primera piedra.
Desapareció su columna de la Golf Digest. La revista Forbes, que siempre habló de su fortuna, hizo un cálculo: “Woods ganó 550 millones en su matrimonio”; eso es la mitad de su billón, que quedaría para su esposa.
Para los primeros días de diciembre, el único que parecía mantenerse fiel al lado de Tiger era su caddie.
La prensa más “seria” también fue impiadosa (y no sólo de Estados Unidos sino de Canadá y Europa). “El Tigre que creímos conocer”, fue el título de una columna de Wall Street Journal (en donde, entre otras cosas, se arrepienten de haberlo vaticinado en 2004 como un potencial candidato a presidente). Lo llamaron deshonesto, cobarde, hipócrita, mentiroso; el editorialista político de CBS, Chris Mattews, dedicó medio programa a hablar mal de Tiger.
El mundillo del golf ya conocía lo que significa no contar con Tiger en la cancha: en 2008, cuando Woods debió ser operado de la rodilla y faltó a la competencia, el rating bajó casi en un 50 por ciento; hablaron de la nueva Tiger Recession. Los organizadores del torneo en curso debieron devolver 20 mil dólares en entradas a fans que ya no tienen a quién ir a ver; las que todavía están a la venta bajaron un 20% su valor, lo mismo la publicidad: si no está la estrella, el espacio se vende más barato. “Que su imagen se restituya y que Elin vuelva con él pronto”, rogaron en varias declaraciones. Aunque también hubo quienes aprovecharon la volteada para sacar a la luz sus broncas. Alan Shipnuck, escritor senior de Sport Illustrated, llegó a decir que “nunca vimos a Tiger saliendo con otros jugadores. Siempre creímos que era prisionero de su fama. Ahora sabemos que el motivo por el que vivía ‘puertas adentro’ era otro”.
De paso, Obama
Como si todo eso fuera poco, su médico de cabecera (el que había estado a cargo de un traumático postoperatorio de rodilla) fue denunciado por intentar contrabandear una droga prohibida desde Canadá y por suministrar a los atletas a su cargo una hormona de crecimiento. “Si Tiger se acuesta con cualquiera, bien puede estarse drogando sin que nosotros nos enteremos”, decían sin decirlo directamente quienes, sin animarse a acusarlo, colaban la información entre los otros chimentos.
Incluso Obama cayó en la volteada. En un desafortunado número especial dado a conocer a la prensa un mes antes del escándalo, por lo cual su publicación se volvió imparable, la revista Golf Digest –probablemente la más prestigiosa del mundo en la materia– publicó un fotomontaje del presidente y el astro bajo el título “10 cosas que Obama puede aprender de Woods”. En la nota, un tendal de expertos ponía en aviso al presidente de que el golf también podía salvar a la economía y de cómo Woods siempre supo enfrentar la adversidad (un mejunje periodístico donde lo único que queda claro es que para una gran franja de Estados Unidos los negros siguen siendo negros y mejor agruparlos). “Woods nunca hace nada que lo pueda poner en ridículo”, decía la revista, entre otras cosas, poniéndose en ridículo a sí misma sin saberlo; y a Obama, que –habiendo tenido a Woods desde siempre involucrado en su campaña y como invitado especial a la Casa Blanca– tuvo que salir con su mejor sonrisa a no responder a aquellos que agregaron: “Ojalá que el presidente no tenga que aprender de Tiger cómo salir de un escándalo como ése”.
Un mes después, la revista Vanity Fair usó una sesión de fotos reciente para sacar una nota en donde exponían la desilusión generalizada. “Tiger Woods finalmente se cae del pedestal”, decían para explayarse sobre cómo nadie antes se había dado cuenta de que los rasgos por los que el mundo lo adoraba eran faltos de humanidad, más propio de un hombre biónico, desangelados, carentes de ningún contenido. “Tiger Woods es una encantadora No-Persona”, terminaban diciendo alrededor de fotos de calendario para chicas.
Ok, perdon
¿El tigre atrapado y sin salida?, se preguntaban los que todavía le deseaban algún bien. Más o menos.
El Financial Times convocó expertos y publicó un paso a paso a medida de los agentes de Woods donde le recomendaban, entre otras cosas, que para salvar la imagen sobre la que está montada su imagen debía dominar rápidamente los principales buscadores de la web, y derribar a los grandes medios que postean “informes” diarios sobre él. “Los usuarios suelen clickear las cinco primeras opciones que aparecen en el buscador”, advertían. Así, calcularon el precio que esa publicidad adversa tenía: a 0,34 dólares por click, multiplicado por los 5.5 millones de usuarios que buscan a Tiger Woods por mes, resultó en 1.9 millones mensuales. A eso, necesitaría sumar 300 mil U$D de gestión a esa campaña y 300 mil más para que los agentes de prensa se hagan cargo de las 82.333 historias sobre él que están siendo escritas mensualmente. Lo que da un total de 2.5 millones por mes de inversión para revertir los cinco primeros resultados de una búsqueda como esa en Internet.
O sea, Woods debe actuar tal cual como piensan y actúan los políticos del Primer Mundo.
Que tome el ejemplo de Clinton, dijeron otros. Si luego del caso Lewinski el ex presidente había dejado su cargo con un 66 por ciento de imagen positiva –muy por encima de la que dejó Bush–, Tiger bien está a tiempo de ser salvado. En esa línea, el New York Times incluso publicó una columna titulada “Es tiempo para Woods de encarar una disculpa”, donde le dictaba algo que terminó siendo muy similar a su discurso de disculpas oficial: “Pido disculpas a mi esposa, a mis hijos, a mis padres, al PGA Tour, a mis sponsors, a la gran legión de fans que sé que están pasmados y decepcionados. En mi proceder, al haberlos engañado, me he engañado a mí mismo”.
Es que la industria de las disculpas en Estados Unidos es inmensa. Basta con recorrer las últimas figuras o empresas cuya imagen pública parecía haber sido destruida luego de algún escándalo (los también adúlteros Bill Clinton, el conductor David Letterman, el senador de Carolina del Sur Mark Sanford; el de Nueva York, Eliot Splitzer; la empresa Toyota después de una partida de autos fallados, o la emblemática Dominós Pizza y sus recetas adulteradas). ¿Qué hicieron todos tarde o temprano? Amparados bajo ese inquebrantable pacto implícito con la sociedad que dicta que frente al pecador quebrado el público desechará el cinismo y hará a un lado por un momento su desilusión, el acusado dedica unos sentidos minutos de su energía y amable atención para pedir un ensayadísimo perdón en cámara. Luego podrá haber debates, pero la última palabra la tiene la opinión general; y la balanza tambalea durante unas semanas, tal vez meses; pero históricamente ha terminado ubicándose a favor del arrepentido. Y, en el caso de los ídolos, los fans directamente hacen borrón y cuenta nueva.
Aunque se hizo esperar, Tiger Woods no podía ser menos. Después de pasar cuarenta y cinco días encerrado en una clínica de rehabilitación para adictos al sexo en Virginia, citó a la prensa en el club-house del TPC Sawgrass para su propio Día del Perdón. Y no eligió cualquier momento, sino el momento exacto en que se estaba jugando en vivo el Match Play Championship (un torneo importantísimo, patrocinado por Accenture; nada menos que su ex sponsor principal, que le soltó la mano no bien Tiger se las empezó a ver negras). Las señales de TV hicieron lo que nunca jamás: interrumpieron la transmisión. Así, ABC, CBS, NBC siguieron minuto a minuto los 13 y medio en que la gran marca del billón de dólares habló. “Fui infiel. Tuve affaires. Engañé. Lo que hice es inaceptable”, dijo mirando a cámara, rodeado de un selecto grupo de 40 íntimos (al que faltó su esposa) y algunos pocos periodistas que no tenían permitido hacer preguntas. Y les pidió perdón a todos. A Eilin (“a quien mis verdaderas disculpas no serán puestas en palabras”), a sus hijos, amigos, colegas; a los miembros de su fundación, al staff, el buró de directores, a los estudiantes... “Sabía que mis acciones eran incorrectas pero me autoconvencí de que las reglas normales no se aplicaban en mi caso (...) Sentía que había trabajado duro toda mi vida y que me merecía disfrutar de las tentaciones que me rodeaban.” Finalmente, desmintió los vínculos con el médico acusado y su posible uso de drogas, dijo que tarde o temprano iba a volver al golf y aseguró que iba a ampararse en el budismo para salir adelante.
“Una de las disculpas más notables de una figura pública”; “Soy de los tantos que quiere a Tiger Woods de vuelta”, dijeron los presentadores de ABC y de CBS. Se los veía dichosos y viendo el rating no es para menos: si hasta las operaciones bursátiles menguaron en Wall Street durante el discurso. En las Olimpíadas de Invierno se hizo un minuto de silencio espontáneo para escuchar.
Al lunes siguiente, este lunes, Tiger se subía al vuelo de la segunda oportunidad. Viajó con su esposa y sus dos hijos y prometió volver a la clínica para curarse de una vez y para siempre. En tierra, una de sus amantes intentaba avivar el fuego desnudándose para la tapa de la Interviú España mientras la cadena CBS anunciaba la inminente venta de contenidos de TV a través de i-Tunes y ponía el discurso de Tiger como ejemplo. Los analistas de medios fueron contundentes en eso de que “el público le creyó”, y en la red, los famosos empezaron a ponerse de su lado y los posts en Internet cambiaban su tono para pedir piedad y perdón. Así las cosas, parece que sólo queda esperar a comprobar cuánto tarda en bajar el agua.
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