sábado, 5 de marzo de 2011

Imágenes para escuchar


“Fantasía”, a setenta años de su estreno, sigue siendo una de las experiencias más extremas de la historia del cine, la apuesta de Disney por la democratización del arte y del conocimiento.

POR LEONARDO M. D'ESPOSITO


Quizás la cima absoluta de lo mejor y lo peor del estilo Disney es Fantasía , que acaba de cumplir setenta años. Clásico absoluto del cine, innovador y pueril al mismo tiempo, se convirtió, con el correr de las décadas, en un auténtico filme maldito y de culto. Acaba de volver a editarse en dvd y la copia es, como corresponde, extraordinaria. Quien la ve por primera vez (o sólo conocía el corto “El aprendiz de brujo”, el de Mickey Mouse, reeditado en la pálida Fantasía 2000, que también acaba de editarse), seguramente no sepa bien qué vio. Vio formas geométricas bailando en la pantalla, vio dinosaurios muriendo sangrientamente en la Tierra primitiva. Vio un desfile de modas cuyas modelos eran centauras, vio elefantes y avestruces haciendo ballet . Y vio a Satán mismo, rodeado de almas en pena, monstruos y arpías demasiado sexuadas. Vio algunas de las escenas más infantiloides jamás dibujadas y vio algunas de las secuencias más terroríficas y lisérgicas de la historia. Al mismo tiempo, escuchó ocho piezas clásicas –de Bach a Stravinsky, pasando por Beethoven, Tchaikovsky, Dukas, Schubert, Poncielli y Mussorgsky– interpretadas por la Orquesta Filarmónica de Filadelfia bajo la dirección de Leopold Stokowsky. Pero aquí no hay un cuento de hadas, no hay un relato propiamente dicho. Lo que Disney pretendía –y así lo hizo saber durante la realización de este filme– era llevar el gran arte a las masas gracias a la animación. “Ver la música y escuchar las imágenes”, dijo. Pero su ambición lo cegó: quienes crean todavía que Disney era un señor sólo preocupado por el dinero y las recaudaciones, aquí tienen la prueba de que se trataba de otra cosa.

Disney era, sobre todo, el paradigma del artista americano. No del estadounidense: americano en tanto identifiquemos América no como un país sino como el nombre de la utopía de libertad y democracia que nunca llegó a ser. Un anticomunista feroz que no por eso dejaba de ser amigo de Eisenstein, una persona que creía que la tradición estética de Occidente era fundamental para crear ciudadanos y que la única manera de quebrar las barreras de clase era justamente crear un acceso a ese “gran arte”. Esto tenía dos caras: la positiva, un rigor gigantesco en la manera de narrar con las imágenes y en el balance entre el humor y el terror. La negativa, un didacticismo que a veces derivaba en lo pueril. Disney, hasta los años 50, no hacía filmes para niños, sino para la familia: los niños formaban parte, pero su idea era llegar al hombre común, al adulto sin educación o con educación deficiente. Su Norte era la democratización absoluta del arte y el conocimiento: creía en el dibujo animado, dado que podía crear cualquier imagen y cualquier metáfora.

Fantasía es el pico de esta idea.

Si volvemos a verla, notaremos que está construida como una enciclopedia. Comprendemos cómo funciona la música en una orquesta (la Tocata y fuga en Re Menor ); el ciclo natural de las estaciones (la suite del Cascanueces ); el nacimiento de la vida en la Tierra (la Consagración de la primavera ); el catálogo de seres mitológicos de la Antigüedad clásica (la Pastoral ); la iconografía religiosa occidental (el dueto Una noche en el Monte Calvo - Ave María ). Más un interludio narrativo (“El aprendiz...”, que es también una fábula sobre el poder y el abuso de poder), uno cómico ( La danza de las horas , que es además una exposición sobre el ballet ) y uno totalmente explicativo sobre la relación entre cine y música (la presentación de la banda de sonido como personaje). Aunque es evidente que los dibujantes tuvieron una enorme libertad para representar desde lo más sublime hasta lo más profano, desde lo más bucólico hasta lo más violento (la pelea entre los dos dinosaurios o los enormes cataclismos que forman la Tierra primitiva son aún impactantes), hay un hilo ideológico que cohesiona todo, que repite motivos (las tonalidades, las flores, los brillos, las burbujas omnipresentes) y hace que el filme sea mucho más que una colección de cortometrajes que ilustran música. En sí, es la historia del conocimiento humano y de cómo lo puede exponer el arte, de la relación entre ambas cosas.

Tan desesperado estaba Disney por sumergir al espectador en la experiencia que el filme proponía, que inventó un sistema de sonido de seis pistas que requería de los cines equiparse de otros sistemas de sonido. Ese adelanto fue una de las razones para que la película fracasase: comercialmente era inviable. Pero además existían dos problemas: el primero, que la prensa de su época acusó a Fantasía de banalizar el gran arte, de bastardearlo (un auténtico prejuicio de clase: el filme hace todo lo contrario). Y no era realmente algo simple: nadie había visto algo así en el cine hasta entonces y, comparado con cualquier otra cosa, resultaba –sigue resultando– extraño. De allí a que las décadas lo transformaran en una obra de culto, en esas películas que se ven a medianoche en algunos cines, en una obra respetable, pero a la que se acude con miedo. No, no hay nada decididamente “infantil” en Fantasía: es una de las experiencias más extremas que el cine nos ha provisto. Pero recompensa: quien oye esta música casada con estas imágenes obtiene sanidad auricular y visual. Y en eso sí es un gran filme para descubrir en la infancia.

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