viernes, 4 de marzo de 2011

La mirada de la víctima

El enigma de una foto nos traslada al sudeste asiático, a sus totalitarismos y a los paseos de un joven argentino en París. Entre lo posible, lo imaginado y lo temido, la imagen invita a la ficción.

POR Edgardo Cozarinsky



El número 17 señala la edad del chico. Está impreso en un cartón pinchado sobre su piel. La fotografía fue tomada por los verdugos que, horas más tarde o al día siguiente, iban a matarlo.

Del chico no sé nada fuera de su condición de víctima, de la edad que sus verdugos, obedientes sin duda a reglas administrativas, consignaron sobre su piel antes de fotografiarlo. Y si sé esto último es porque la foto es una de las miles archivadas por los Khmer Rouges durante los cuatro años de terror que impusieron en Camboya. ¿Podría identificarlo la inscripción que entreveo en la base de la fotografía, caracteres blancos, por lo tanto escritos con tinta negra en el negativo? Sólo sé que en uno de los muchos centros de exterminio del país, el conocido como S-21, instalado en la prisión de Tuol Sleng, en pleno Phnom Penh, se conservaron más de cinco mil fotografías de prisioneros ejecutados.

Recuerdo la tarde de 1975 en que una edición especial de los diarios franceses anunciaba con letras enormes el fin de la Guerra de Vietnam: “C’est fini!”. Hacía un año que yo vivía en París, estaba tomando un café en la vereda del boulevard de Montparnasse, y me invadió una difusa sensación de alivio, que supongo compartida con muchos de quienes me rodeaban: se acababa la masacre de poblaciones civiles con napalm, terminaba también la interminable sangría de un ejército imperial que ya no volvería a ganar guerras en el mundo ancho y ajeno. El subtítulo de los diarios informaba que a partir de ese día Saigón pasaba a llamarse Ho-Chi-Minh City.

Recordé en aquel momento la leyenda, por cierto inverificable, según la cual en los años 20 Ho-Chi-Minh habría trabajado en la cocina de un restaurante chino de París mientras en sus horas libres se empapaba de marxismo en la Sorbona. Veinte años más tarde iba a ser Pol-Pot, estudiante de ingeniería civil y futuro conductor de los Khmer Rouges, quien absorbería entre París y Berlín Este el evangelio marxista; aun sus adversarios más tenaces reconocían en él al dirigente más educado que tuvo un partido comunista asiático.

Aquella tarde de primavera, sentado ante una mesa de café, el flâneur sudamericano para quien todavía no se había apagado la “ciudad luz”, distraído del terror que ya había empezado a diezmar su propio país, no podía sospechar que en el lábil tablero de ajedrez de finales de la Guerra Fría, los Estados Unidos se disponían a apoyar indirectamente la guerrilla de los Khmer Rouges: si tomaba el poder en Camboya, podría contener a la Unión Soviética, sostén de los comunistas en Vietnam, instalados por su triunfo ante la frontera camboyana. Meses más tarde, Newsweek iba a cubrir con cierta simpatía la llegada al poder de los Khmer Rouges, comunistas new style que parecían proponer un despotismo ilustrado. Con la fruición onomástica de todos los advenedizos al poder, impacientes por cambiar nombres de calles, ciudades y provincias, el país pasó a llamarse Kampuchea Democrática.

En el museo Guimet, en París, me gustaba visitar la sección de esculturas camboyanas. (¿Algunas de las que en los años 20 robaron en los templos de Angkor André y Clara Malraux?). En ellas aprendí a reconocer esa misteriosa “sonrisa Khmer”, como la denominan los orientalistas, pliegue apenas perceptible de los labios que ilumina un rostro donde los ojos permanecen cerrados. Hasta allí llegaba en aquellos años mi conocimiento de ese país que, súbitamente, la actualidad imponía a mi atención.

Nunca sabré qué razones habrán justificado la ejecución del chico de la fotografía. Supongo que habrá sido una víctima más del espejismo que seduce a todas las revoluciones: la creación de un “hombre nuevo”. (“La humanidad emergerá rejuvenecida de este baño de sangre”: Saint-Just en 1791). Acaso haya vivido en la capital: todo Phnom Penh fue vaciado y sus habitantes, “capitalistas corruptos” por haber participado de la vida ciudadana, fueron enviados al campo a ejecutar doce horas diarias de tareas rurales. La quimera del “hombre nuevo” convivió en Camboya con el proyecto de una sociedad puramente agraria.

¿O habrá sido uno de los tantos estudiantes con lentes? Toda persona que los necesitase fue considerada intelectual y sometida a una reeducación enérgica que, de no dar resultados inmediatos, derivaba en liquidación. “Guardarlo en vida no nos beneficia, destruirlo no supone una pérdida” era el lema reiterado en los campos de trabajo obligatorio. Había sido la llegada de Pol-Pot a la cabeza del movimiento lo que distanció a los Khmer Rouges de un comunismo tradicional, hasta aquel momento semejante al del Vietnam del Norte, para orientarlos hacia una forma de maoísmo extremo, que consideraba a los campesinos como el único auténtico proletariado; al mismo tiempo incorporaba nociones del más tradicional nacionalismo Khmer para liquidar a las minorías étnicas y religiosas.

¿En qué fecha fue tomada la fotografía? ¿En qué fecha fue ejecutado el chico? Sin duda en algún momento entre 1976 y 1979, ya que en 1979 el ejército vietnamita invadió la efímera Kampuchea Democrática y Pol-Pot se replegó con sus fuerzas al otro lado de la frontera tailandesa, desde donde dirigió una guerrilla de resistencia. En 1996, al firmarse un tratado de paz, se vio obligado a disolver su partido; dos años más tarde murió, sin que se hubiese logrado llevarlo ante un tribunal. La fotografía del chico fue de las primeras que publicó el grupo de estudios formado para investigar el genocidio camboyano, una vez devuelto al país el nombre de Camboya y repartido el poder entre distintas facciones. En alguna de ellas participaban Khmer Rouges moderados.

Con el destino de un individuo anónimo no sólo juegan los que una metáfora ampulosa llamaba los vientos de la Historia. A principios del siglo XXI volví a encontrar la fotografía, y no en el contexto de aquella investigación aun en curso sino en el de una campaña contra el turismo sexual y la prostitución infantil y adolescente que conducen organismos no gubernamentales en los Estados Unidos y Europa del Oeste. No sé si por error o desaprensión una página de denuncia presentaba al chico camboyano como pupilo de un prostíbulo de Bangkok. Me pregunto si estas campañas de buena voluntad habrán logrado algo más que obligar a los gobiernos de países como Tailandia y las Filipinas, hasta no hace mucho metas preferidas de los pedófilos del “primer mundo”, a limpiar superficialmente su imagen.

La hipocresía de lo que solía llamarse Occidente no tiene límites, su preocupación por los derechos humanos en países lejanos, su solidaridad con injusticias exóticas suele ser una excusa para no mirar lo que ocurre a su lado. El derrumbe del comunismo en Europa del Este no sólo liberó a los intelectuales: también arrojó al desempleo a gran parte de su población. Hoy la prostitución callejera en la periferia de las ciudades de Europa del Oeste está alimentada por una numerosa inmigración clandestina, no sólo de Rumania, Moldavia, Albania o Kosovo. Y donde no rige la miseria material impera la miseria moral: leo en el diario que una prostituta heroinómana de Rotterdam daba cocaína a sus hijos para excitarlos en las filmaciones de pornografía infantil que le permitían comprar su droga.

Desde su fotografía, el chico mira al espectador sin sonreír, sin acusar dolor ni miedo, con una serenidad, diría con una dignidad que me obligan a preguntarme, sin rebajarme a la estadística, si puedo poner lado a lado a las víctimas de los iluminados del comunismo y las de los adelantados del capitalismo. Es una vieja pregunta, para la que no hay respuesta, para la que tal vez no valga la pena buscarla: quién mató más inocentes, Hitler o Stalin, o los Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki, o el Tercer Reich en Ucrania y Polonia, o la China de Mao en sus campañas de hambruna programada… Escribí “rebajarme a la estadística”. Sin duda, basta una sola víctima anónima, si su exterminio es obra de un plan.

Sólo sé que este chico guarda el misterio de su identidad, de las experiencias que en su corta vida pudieron llevarlo al degüello o al paredón. El novelista que nunca tarda en despertar sugiere: ¿y si a último momento hubiese podido huir del campo y cruzar la frontera? ¿Si su ilusión de libertad hubiese terminado en un prostíbulo de Bangkok? Una vez más, entiendo que en una fotografía, supuesto registro de lo real, a menudo leemos una mera posibilidad, lo imaginado, aun lo temido.

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