Por Luciano Monteagudo
Fue –qué duda cabe– una de las estrellas más esculturales, voluptuosas y fugaces de la edad de oro de Hollywood. Con su metro setenta y pico de estatura y su busto extra large, era capaz de imponerse a cualquiera y robarse cualquier escena, al punto de haber sido la única actriz que compartió de igual a igual una película con Marilyn Monroe, cuando interpretó sin complejos el papel de la morocha en Los caballeros las prefieren rubias (1953), la inolvidable comedia musical dirigida por Howard Hawks. Pero lo mejor del caso es que Jane Russell –fallecida en la noche del lunes en su casa de Santa María, California, a los 89 años– no sólo tenía plena conciencia de la monumentalidad de su cuerpo, sino que además parecía divertirse con sus efectos: bastaba ver las miradas que lanzaba a sus ocasionales partenaires para darse cuenta de que Russell –de una manera extraña, quizás inadvertidamente moderna– encarnaba a su personaje y, al mismo tiempo, lo comentaba, por afuera del libreto que le tocara en suerte.
Nacida el 21 de junio de 1921 en un pueblito de Minnessotta, a los 19 años Russell no pasó inadvertida a los cazatalentos del magnate petrolero y productor cinematográfico Howard Hughes, que inmediatamente la convirtió en protagonista de su segunda película como director, el western El proscripto (1943). Bastó apenas el afiche, en el que Russell aparecía displicentemente acostada sobre una parva de heno, exhibiendo un escote generoso, con una mano meciéndose su cabello negro azabache y la otra acariciando un revólver, para que todas las ligas de decencia del país y los representantes de la Iglesia Católica estadounidense le declararan un sonado boicot a la película, que recién consiguió estrenarse en condiciones normales siete años después.
Para entonces, Jane Russell ya era una estrella, no sólo gracias a la aceitada máquina publicitaria de Hughes (quien decía haber tenido que inventar especialmente para ella un corpiño a su medida), sino también a una popular comedia del Oeste con Bob Hope, titulada El carapálida (1948). Fue para esa época que Hope, famoso por sus dardos verbales, presentó a la única, irrepetible Jane como “the two and only Russell”, en alusión a su portentosa delantera.
Entre 1951 y 1952 (su resplandor no llegaría siquiera al final de esa década), el descubrimiento de Hughes protagonizó nada menos que siete películas al hilo, entre ellas dos memorables film noirs, coprotagonizados por quien sería su mejor compañero en la pantalla, Robert Mitchum. Ambos compartían no sólo tamaños equivalentes (tamaño placard), sino también un irónico y muy particular sentido del humor, que aplicaban a sus diálogos y réplicas, afilados como cuchillos. Es el caso de Pasaporte a la muerte (dirección de John Farrow), donde queda claro que la rumbosa chanteuse que compone Russell es el tipo de mujer –como sugiere el título original del film, His Kind of Woman– del personaje de Mitchum. Y lo es aún más en la extraordinaria Macao, dirigida por el legendario Josef von Sternberg, un apogeo de brumas y sombras de Oriente reconstruidas en algún estudio trasero de Hollywood y en el que Mitchum y Russell –reencarnados, una vez más, como el buscavidas y la cantante de night club– se sacan chispas en cada una de sus escenas. “Sabe, usted me recuerda a una vieja amiga mía de Egipto, la Esfinge”, le dice él, con sus ojos siempre entornados, como persianas. A lo que ella le responde: “No me diga que prefiere a las mujeres hechas de piedra...”.
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