Secretos para producir espectadores en serie
La exposición en el Malba reúne piezas que “presentan la cultura popular y política de los Estados Unidos a través de los ojos de Warhol”. Y más allá de las Marilyns y las latas de sopa, el pop art se nutre allí del público que parece disfrutar mirándose a sí mismo.
Por Facundo García
“¿Cuándo viene Andy Warhol?” Uno de los muchachos que trabajan en el Malba asegura que ya le han hecho la pregunta varias veces. Y espera escucharla hasta el hartazgo de aquí al 22 de febrero, fecha en que la muestra Mr. America –la primera gran exposición del artista en Argentina, con más de ciento setenta obras fundamentales– partirá hacia otras latitudes. Ocurre que entre tal cantidad de visitantes siempre hay un despistado: desde la inauguración del viernes, las galerías ubicadas en Figueroa Alcorta 3415 recibieron a unas diez mil personas. Para colmo, una conocida revista cultural aseguró en un epígrafe que el icono pop “estaría en el país”, y entonces el equívoco se expandió. De cualquier forma, pasar una tarde entre la ensalada humana que se da cita de jueves a lunes entre las 12 y las 20 –los miércoles hasta las 21– invita a pensar que no es tan descabellado sospechar que todo se trató de un happening y que Warhol sigue vivo. Tan vivo como en los sesenta.
Los que pasan el día en el edificio ya armaron una tipología para rotular a quienes asisten a la muestra curada por el canadiense Philip Larrat-Smith. El juego es arbitrario, pero contiene dosis de verdad. Un nicho, por ejemplo, es el de las señoras pitucas, “que se dividen en dos –aclara un analista que pide mantener el anonimato–. Están las viejas que más o menos saben de pop art y están las que ven un cuadro y le dicen a la amiga ‘mirá, Pochola, qué lindo para hacer un almohadón’”. En otra columna hay que anotar al público joven, cuya composición podría graficarse perfectamente con un diagrama de Venn: dos conjuntos con una zona de intersección. De un lado los fans reales. Del otro, los que aparentan serlo. En el medio, una zona para aquellos que cumplen con ambas condiciones, el “ser” y el “aparentar”. Los baqueanos llaman a esa minoría “los Warhols”, hombres o mujeres que suelen usar pelo –o peluca– platinados y que, sin que su eventual cara de futbolista del ascenso sea obstáculo, pretenden ser calcos del ídolo pop (e incluso lo logran).
Y están los famosos, claro. Lideran la lista “la modelo que llega con anteojos de sol y capelina”, “la actriz masiva que se volvió artie” y “el galán que cree que hay que ver completa la película de ocho horas sobre el Empire State”. Sería injusto no mencionar el peso del Factor Gay, que viene a ser una especie de marca de pertenencia. Además de que Warhol tiene un lugar destacado en el panteón homo, la muestra figura en las guías destinadas a ese target, por lo que los pasillos son un espacio sumamente efectivo para socializar inter pares. “¡Ay! ¡No sabés el divismo que hubo en la inauguración!”, se asombra, a punto de pelar su estola de plumas, uno de los encargados de seguridad.
¡Era eso!
Desde algún colegio de nombre inglés llega un aluvión de alumnos, y los guardias intuyen que habrá rosca. Es una locomotora con escuditos de institución privada, camperas en las que se leen nombres como “Pili”, “Moli”, “Meli” y “Juani” y mandíbulas mascando chicle con la boca abierta. En el medio, una profesora jipona busca sobreponerse al griterío y enumerar las características de cada cuadro. Los chicos miran un rato, luchando contra sus hormonas para no desbandarse. No lo consiguen.
Mr. America –nombre que se vincula con un concurso de fisicoculturistas que se hacía en la Costa Oeste– reúne piezas que “presentan la cultura popular y política de los Estados Unidos a través de los ojos de Warhol”. Hay veintiséis pinturas, cincuenta y ocho grabados, treinta y nueve fotografías y cuarenta y cuatro películas que se exhibirán en las salas y en un ciclo especial del auditorio Malba. A esto se agregan dos instalaciones, Silver Clouds (“Nubes Plateadas”) y Cow Wallpaper (“Empapelado de vacas”). Esta última consiste en un empapelado con figuras bobinas, en tanto que la primera es un espacio en el que varios globos con forma de almohadón flotan gracias a la interacción del helio y los ventiladores. Cuando los pibes del colegio llegan ahí, el riesgo de caos crece como nunca. Pili, Moli, Meli y Juani se apropian del lugar y lo usan de pelotero, en una batalla que Warhol quizás hubiera aprobado.
Metros más adelante, se proyecta sobre un muro el rostro del actor DeVeren Bookwalter. Muchachos y muchachas se detienen confundidos ante la sucesión de gestos placenteros que muestra la cinta. “¿Y la profe?”, pregunta una alumna. Nadie sabe. Mientras, la película sigue con sus caritas epifánicas. Los que van llegando también se detienen. Observan desde lejos, como si entrar en proximidad con la pantalla fuera tabú. A uno se le ocurre leer el cartel que hay al costados: “B-l-o-w-j-o-b –casi deletrea– ¡Che, se llama Blow Job!”. Se escucha un “¡Ah, era eeessso!” generalizado. Recién entonces llega la profesora, que trata de sobreponerse a los comentarios y ordena “no detenerse tanto en un solo punto porque hay más para ver”. En el film DeVeren está por llegar al orgasmo, y justo en el momento en que se lo ve más entusiasmado suena un celular. “Señor. Por favor salga al pasillo”, pide delicadamente Josefina, una de las encargadas. Así no se puede.
Más actual que nunca
Micky Vainilla, el personaje de Capusotto que “sólo hace pop”, se sentiría horrorizado si asistiera al Malba un miércoles. Es el día en que la entrada sale cinco mangos, los docentes y jubilados pagan tres y los estudiantes entran sin cargo. Ricos, mediopelo y pobres se reúnen ante las Marilyns y los autorretratos Polaroid, formando una masa variopinta que plantea desafíos al museo. El cuadro Cross –una cruz en rojo sobre fondo oscuro– tiene la particularidad de provocar que uno de cada tres energúmenos abra los brazos y se ubique donde la iconografía católica pondría al Cristo sufriente, al grito de “foto, sacáme una foto”.
De cualquier modo, hay que reconocerle a Warhol la capacidad de seguir produciendo no ya imágenes sino espectadores en serie. En la aparente variedad de vestimentas y peinados hay una actitud que nivela, y es el placer de estar ahí, de sentirse parte de un sistema de valoraciones. Como reflexiona Patricia, otra de las encargadas de sala: “A veces pienso que, más que mirar las pinturas, lo que les gusta es verse a ellos mismos en esa escena de ‘ir paseando por la muestra de Warhol’”. El lado positivo es que la exhibición convoca un público más masivo, con menos “hábito de museo”, y eso no deja de ser un hecho a destacar.
A diferencia de la puesta del segundo piso, orientada a la imaginería popera más clásica, la del primero se vuelca hacia una veta que –más allá de no ser tan difundida– tiende puentes con lo contemporáneo. También ahí el público juvenil marca la constante, como si desde algún punto del universo el patriarca continuara convocando a la tribu de serafines que se daba cita en su Factoría. Hay, sin embargo, otras razones que favorecen el contacto. Simplemente, los films que hizo el fundador del pop ganan en frescura a medida que el tiempo avanza. No sólo porque se afirman sobre sensaciones relativamente universales –dormir, besarse, recibir una fellatio–; sino porque en su diálogo con la pornografía y el voyeurismo el estadounidense se anticipó a la forma en que las personas se exponen a sí mismas en la era digital. Esos “retratos filmados” que según Jonas Mekas utilizan dieciséis fotogramas por segundo en vez de los veinticuatro de rigor, ¿no reproducen, en su semicortada lentitud, la experiencia de conversar por medio de webcams y micrófonos vía Internet? Esas fotografías coloreadas, ¿no anticipan la costumbre de photoshopear hasta las imágenes de las mascotas? ¿No se han convertido las ciudades en océanos warholianos, con lo bueno y malo que eso conlleva?
Al promediar la tarde, Patricia reflexiona sobre los líos que se le arman a la hora del cierre. Si bien se avisa al público que la actividad es hasta las 20 –los miércoles, hasta las 21– hay retobados cuya terquedad amenaza con alargar cual chicle jirafa el horario laboral de los que yugan. “Lo más llamativo –comenta ella– es que de vez en cuando se ponen desafiantes, y te largan cosas como ‘escuchame, chiquita, yo vi esta muestra en el Museo de Nueva York y no me hicieron pasar por semejante situación’.” La entrevistada plantea una tensión interesante. Casi se diría: una tensión pop. Porque así como el visitante de alto perfil ve en el final de la jornada ajena el principio de su recorrido, no es descabellado pensar que donde unos se deleitan con la contemplación lavada de las famosas Sopas Campbell otros no pueden evitar la asociación con la lata de conservas que abrirán para resolver su cena de la noche. Las cicatrices proletarias de Warhol –que pasó la depresión de los años ’30 en un barrio obrero de su Pittsbourgh natal– lo posicionaron en el centro de esa disyuntiva todavía no resuelta.
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