jueves, 8 de octubre de 2009

Paulo Coelho, entre las virtudes y los defectos

Fue elogiado por Kenzaburo Oé y Umberto Eco reconoció el impacto que le produjo uno de sus libros. Sin embargo, el autor de El Alquimista sigue siendo cuestionado por la crítica. Aquí, dos miradas sobre El vencedor está solo, su última novela, donde aborda los males del lujo y la fama.

EL MAGO. Con el Festival de Cannes de fondo, El vencedor está solo de Coelho narra la insatisfacción de los ricos con tristeza.

Los lujos de un jugador experto

Por Hernán Vanoli

Muchos prejuicios van a derrumbarse después de la lectura de El ven­cedor está solo, última novela del mega-fenómeno Paulo Coelho. Otros van a confirmarse: Coelho, de hecho, no reniega del género que representa –la autoayuda– ni ofrece sutilezas en el plano litera­rio. Sus personajes son trillados e inverosímiles, el uso del lenguaje es apenas convencional. Pareciera que el lector ideal se construye co­mo señalaba un famoso productor sobre las características del típico espectador televisivo: un niño de doce años, cansado, sin ganas de que lo molesten. La novela, jus­tamente, está montada sobre los géneros televisivos. Mientras que las historias se cruzan en capítu­los divididos de acuerdo al tiempo cronometrado de un reality show , los protagonistas parecen sacados de un programa de chimentos so­bre ricos y famosos.

Sin embargo, las lecturas que condenan de antemano a los li­bros de autoayuda como hechos "no artísticos" y comerciales, mu­chas veces no tienen en cuenta que ni el escritor ni los lectores pretenden una experiencia estéti­ca al acercarse a esos textos. Las expectativas van desde el mero entretenimiento a la obtención de una ética práctica, y esta segunda dimensión es la que los hace in­teresantes. Aunque es cierto que los consejos de la autoayuda casi siempre son conservadores y tri­llados, los lectores hacen múlti­ples usos de los mismos, y creer que los textos van a obtener una reacción mecánica es subestimar a esos lectores de un modo simi­lar al que estos mismos textos muchas veces los subestiman. Los usos que se hacen de las novelas del género autoayuda, a veces per­versos, otras comunitarios, otras meramente lúdicos, van mucho más allá de la función entreteni­miento que se le asigna mayorita­riamente a la televisión. Porque, en primer lugar, la cultura escrita permite un nivel de reflexividad mayor. Estos libros no sólo pue­den habilitar otras lecturas más complejas, sino que, en algunos casos, se plantean como el pri­mer paso que habilita un acceso posterior a otro tipo de literatu­ras. Antes que condenarlos, en­tonces, entenderlos sería mucho más interesante. Y no olvidar que los libros, a fin de cuentas, son dispositivos de movilización de conciencias.

El vencedor está solo es un libro sobre la ambición, sobre la falta de amor, sobre la locura y la manipulación de los sueños por parte de la industria de la moda. De un modo más simplista que la inolvidable Super Cannes de Ballard, pero con muchos pun­tos en común, Coelho intenta diseccionar la superficialidad, el vacío existencial y la decadencia de la industria del cine que rodea al glamoroso festival de la costa francesa. El villano, un millonario ruso dueño de una compañía de comunicaciones que combatiera en la guerra contra Afganistán, es la versión edulcorada del Patrick Bateman de Psicópata americano (Bret Easton Ellis). Pero, en lugar de hablar sobre los yuppies, Coel­ho carga contra la que denomina "Superclase" contemporánea, cer­cana a la industria del lujo y los grandes negocios globales.

Nutrido de parábolas que ali­mentan un inconsciente político a fin de cuentas individualista, y sin grandes recursos intelectuales, el libro carga contra el materialis­mo, contra las modelos, contra las compañías de aviación, con­tra la industria del diamante que subvenciona matanzas en Africa, contra la monogamia, contra las marcas (así se emparenta con No logo ), contra la primacía de la dis­tribución por sobre la producción de los bienes culturales, contra el uso de los teléfonos móviles, con­tra el narcotráfico que se blanquea a través del mercado del arte, con­tra la filantropía de los ricos, con­tra la justicia por mano propia, contra el movimiento ecologista, contra la avidez de novedades y el deseo de visibilidad de los pú­blicos, contra el periodismo de espectáculos y contra los estudios de mercado y de tendencias, a los que, citando a Deleuze, cataloga como los verdaderos amos de la subjetividad contemporánea. También contra los adolescentes que "en vez de conocer los valo­res de la fe y la esperanza, sueñan con convertirse en artistas". Todo esto, y muchas de sus paradojas, como el hecho de que también se critique al yoga, a la autoayuda y a los artistas que eligen nombres con seis letras para ser recorda­dos por el público, convierten a El vencedor está solo en un libro que no debería ser tomado a la ligera.

Tras leer la novela podría de­cirse que Coelho utiliza el eterno morbo que despierta la intimidad de los famosos a los que intenta destruir; que cercado por sus tí­tulos anteriores, donde da con­sejos para conseguir riqueza, su estrategia comercial es criticar a la sociedad de consumo y a los su­puestos "vencedores". Es posible. Pero también podemos ponerla junto a Slumdog Millionaire . Al igual que El vencedor está sólo , la película de Danny Boyle se cons­truye sobre dos géneros televisi­vos: de un lado, los programas de preguntas y respuestas, de otro, los documentales con estética MTV que construyen una pobre­za para cómodos turistas visuales ( Ciudad de Dios ). Esta mezcla liga a ambas producciones con ciertos "procedimientos de vanguardia" fagocitados, como se sabe, por la industria cultural: Coelho mezcla thriller, autoayuda y reality show .

Sin embargo, mientras que la película es una fábula obvia y fata­lista sobre el destino que además busca una complicidad cínica de un espectador que debe resignar­se ante el final feliz, la novela del autor de El Alquimista deja una visión poco reconciliada con el mundo. En lugar de mostrar la epopeya del pobre con suerte que logró salvarse, Coelho elige na­rrar la insatisfacción de muchos ricos con tristeza. Ni nihilista ni esperanzador, el único amor realmente existente, al final del libro, se produce entre dos mu­jeres que prefieren refugiarse en una cama antes que sumergirse en los destellos de frivolidad del mundo del espectáculo. Todo el resto es incomprensión, soledad, impunidad, sinrazón y muerte. ¿Rudimentario? Puede ser: a fin de cuentas, todas las profecías lo son, y Coelho nunca se aleja de esa profesión entre mística y clientelar. Aunque, a diferencia de Boyle, el brasileño se ubica "a la izquierda" de sus clientes po­tenciales, mostrando la tranqui­lidad de un jugador experto que, con más de mil batallas sobre sus espaldas, puede permitirse ciertos lujos.


Ataque de furia bienpensante

Por Flavio Lo Presti

En El Mago, Fernando Mo­raes cuenta que Coelho ha pasado por una infancia desgraciada ("dostoievskiana", según el biógrafo), y por una madurez "descontrolada" si se la considera bajo la mirada de una hipotética medianía burguesa (traduzcamos: adicción a las dro­gas, tres internaciones en institu­ciones psiquiátricas, coqueteos con el satanismo). Para Moraes, sin embargo, el detalle más im­presionante de la personalidad de Coelho es una fijación constante más "patológica" que cualquie­ra de sus desbordes: la obsesión por la fama literaria. Después de leer El vencedor está solo , hay que decir que no sólo es increí­ble que Coelho haya sobrevivido al tembladeral de excesos que ha sido su vida: también es increíble que haya alcanzado el deseo de ser un escritor de fama mundial, a pesar de escribir como escribe. El mismo Moraes, embrujado por su personaje y repelido por sus libros, ha tratado de responder a la pregunta sobre las razones del éxito de Coelho, y ha llegado a respuestas por lo menos equí­vocas. Para Umberto Eco (quien reconoce que hay libros de Coelho que le gustan) el brasileño escribe "para los que creen, para los que tienen fe". Para el propio Coelho, su éxito se trata de "un milagro de Dios", un milagro al que él mis­mo ayudó poniendo velas a San José, haciendo promesas y man­dando a rezar misas.

El vencedor está solo obedece a un giro que su obra ha dado hace rato: de la ficción gnómica que lo hizo mundialmente famoso a una literatura que entronca con géne­ros populares, en este caso con el thriller. Pero la sola exposición del argumento (con los nombres de plástico de sus personajes y con sus roles temáticos de opereta) advierte sobre sus chirridos: el personaje central, Igor, es un self made man ex combatiente en Afganistán, devenido magnate de las telecomunicaciones gracias a su olfato, su tenacidad y al apo­yo de la mafia rusa; su ex mujer, Ewa, se ha unido a Hamid, un self made man árabe que ha crecido bajo el apoyo de un Gran Señor de Oriente y ha decidido impul­sar su cultura a escala global por medio de la moda. Un día en el festival de Cannes es el marco en el que los personajes se dan cita: Hamid está ahí para impulsar su primer proyecto como productor cinematográfico; Igor, en cambio, para enviar a Ewa mensajes en forma de cadáveres, recordándo­le con dudosa sutileza la idea de que es capaz de extinguir el uni­verso completo (un universo por víctima) si eso hace falta para que vuelva con él. De fondo, pero bien en primer plano, la descripción de un mundo sumergido en la deca­dencia del lujo, la inhumanidad y la amenaza de descalabro que un mundo así genera como un efecto "natural", en la forma de un inve­rosímil asesino serial.

En alguno de los textos que in­tegran El mundo como supermer­cado, Michel Houellebecq aludía a la comparación que ha sufrido su propia obra con la del "insegu­ro Coelho". Leyendo este panfleto contra el mundo del lujo y el con­sumo, la comparación vuelve a la cabeza, pero a partir una distancia clara: en sus mejores novelas, los personajes de Houellebecq están definidos siempre por escenas concebidas dentro de los pará­metros de inteligencia exigibles a la literatura, y las pseudoteo­rías por las que el francés se ha hecho famoso son una forma en sí mismas, de una violencia que conmociona por su articulación inédita. Coelho, en cambio, pare­ce alimentar la conformación de las identidades de sus personajes con escenas genéricas, robadas de la peor televisión yankee. Así, el gran trauma de la competiti­va Gabriela (una actriz que da el batacazo mientras Igor se mueve por Cannes barriendo con todo) es haberse quedado muda en una obra escolar. "Por cada golpe que recibía, Gabriela pensaba: 'Voy a ser una gran actriz. Y todos, ab­solutamente todos, se van a arre­pentir por lo que han hecho'". Por su parte, esto piensa el pobre Igor después de matar a su primera víctima: "Del vientre de esa chica, Olivia (...) podría haber salido un genio que descubriera una lucha contra el cáncer, o cómo llegar a un acuerdo para que el mundo pudiera vivir en paz". Y esto el po­licía que ausculta el cadáver: "Oli­via era bonita, incluso después de muerta. Cejas espesas, aspecto in­fantil, pechos... 'No puedo pensar esto, soy un profesional'".
Estas marionetas le sirven a Coelho para jugar a describir ca­tegóricamente el mundo en un ataque de furia bienpensante: la totalidad de la especie (como el propio Coelho) está obsesionada con la fama y el dinero y es capaz de entregar el alma a cambio; la Superclase (un término pseudo sociológico con el que Coelho está contentísimo y que repite hasta el hartazgo) vive en una inhumana lejanía del resto de sus congéne­res, alimentando el deseo de las masas olvidadas con el espejismo de un mundo de falso glamour (no todo lo que brilla es oro: hay modelos pobres, actrices muertas de hambre, etc.); finalmente, el camino del vencedor (el exitoso asesino Igor) es la soledad y el hielo de un misticismo espanto­so (¿será una confesión del espi­ritual Coelho?), mientras que las almas caritativas y puras (un par de chicas envueltas en una rela­ción homoerótica) subsisten en el desierto de lo humano gracias al amor sincero. Coelho traduce a una imaginaria koiné del best-séller (una lengua que ni siquiera domina) clichés monolíticos del resentimiento contra la riqueza y el poder, sin la ventaja de un mí­nimo hallazgo literario.

Es difícil saber cuánto inves­tigó sobre el mundo que rodea a Cannes (del que no queda ni una descripción memorable) y cuánto fantaseó a partir de conversacio­nes con sus compañeros de la Su­perclase; lo cierto es que su impe­ricia tiene el mérito de hacer que, sin importar la verdad (y a despe­cho de sus intenciones: escribir "un crudo retrato del mundo en que vivimos"), todo en la novela parezca hecho de cartón pintado.

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