El escritor argentino Martín Kohan explora el recuerdo de un icono de lo 60. El boxeador norteamericano Cassius Clay es a los ojos del autor de Ciencias morales un exponente poderoso de la belleza humana.
Por: Martín Kohan
N i lo apolíneo ni lo dionisíaco, sino otra cosa: la exacta tensión entre una cosa y la otra. No lo apolíneo, que tienta pero aletarga, ni tampoco lo dionisíaco, que perturba y apabulla y por fin deprime o amarga. En vez de lo uno o de lo otro, entonces, excluyéndose entre sí con afán de pureza, mejor la irrupción destellante o la perduración colosal de lo uno en lo otro: el fogonazo dionisíaco (arranque, desborde, explosión) sobre un horizonte que todavía es apolíneo, o la conservación del equilibrio apolíneo (la estilizada perfección de la línea) en medio de un frenesí que es ya dionisíaco.Esa cifra de una belleza posible, que le deba tanto al saber contenerse como al poder desaforarse, reside elocuentemente en el cuerpo del boxeador. No de cualquier boxeador, por supuesto: jamás en el recatado crónico, que detrás de la apariencia de una cautela estratégica disimula la verdad de su temperamento cobarde, ni mucho menos en el desquiciado febril, que embate ciego y concluye en un vulgar salvajismo. La belleza de lo apolíneo que se impone a lo dionisíaco, al tiempo que se deja impregnar y vencer por él: el cuerpo del boxeador que espera el momento justo para golpear. La belleza está en la espera, en el cuerpo en espera, antes que en el golpe mismo: en la pose de combate más que en el combate en sí; en la contención de lo violento, que al contenerlo a la vez lo anuncia, más que en lo violento como tal. El golpe todavía no existe, pero ya existe: Apolo lo retiene, Dionisos se apresta a lanzarlo.
Esa mirada
Todo el cuerpo del boxeador agazapado expresa esa tensión, esa belleza, esa espera. Todo el cuerpo la aloja y la expresa, pero en dos partes se intensifica particularmente, y allí prevalece: en los ojos que contemplan y calculan; en el brazo que se prepara y se mide. Esa mirada: los ojos inolvidablemente fijos de Carlos Monzón, los ojos inolvidablemente abiertos de Sugar Ray Leonard, los ojos inolvidablemente crueles de Pipino Cuevas, los ojos inolvidablemente fríos de Thomas Hearns.
Y el brazo, el brazo que va a golpear pero espera, se contiene, exhibe una promesa de lo fuerte que es tanto mejor que lo fuerte. El muro musculoso, los nervios como cables de acero, la falsa quietud, que es verdadera: el brazo derecho de Cassius Clay, por ejemplo, contenido en la sabia espera del irreemplazable momento justo. Y algo mejor aun: ese mismo brazo, contenido otra vez, feroz en su contención, después de haber asestado el golpe justo en el momento justo.
El rival ya está en el piso: si es mayo del año 65, se llama Sonny Liston. Tiene el nombre bordado en el pantalón y los cordones de las botas atados en un moño, y no hay nada más inútil que el amoroso cuidado de esos detalles ínfimos. En la cara de Clay explotan la rabia y la victoria evidente. El brazo derecho repite la curva del golpe, pero de un golpe que ya no puede ni debe darse. El brazo exhibe así todo su poder, la pura forma del vigor, justo cuando se queda sin objeto, justo cuando ya no hace falta porque acaba de obtenerlo todo.
Se trata de la belleza atlética, por supuesto, pero también de algo que aunque anide en ella la trasciende. Es una combinación inefable de fervor y compostura, capaz de hacer admirar en lo que se retiene el poder de lo que se suelta, y en el brillo de lo que se suelta el poder de lo que se retiene.
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