jueves, 12 de noviembre de 2009

Cassius Clay y su pose de combate


El escritor argentino Martín Kohan explora el recuerdo de un icono de lo 60. El boxeador norteamericano Cassius Clay es a los ojos del autor de Ciencias morales un exponente poderoso de la belleza humana.

Por: Martín Kohan

LA ESPERA vale más que el golpe mismo, dice Kohan.

N i lo apolíneo ni lo dionisía­co, sino otra cosa: la exacta tensión entre una cosa y la otra. No lo apolíneo, que tienta pero aletarga, ni tampoco lo dio­nisíaco, que perturba y apabulla y por fin deprime o amarga. En vez de lo uno o de lo otro, entonces, excluyéndose entre sí con afán de pureza, mejor la irrupción des­tellante o la perduración colosal de lo uno en lo otro: el fogonazo dionisíaco (arranque, desborde, explosión) sobre un horizonte que todavía es apolíneo, o la conserva­ción del equilibrio apolíneo (la estilizada perfección de la línea) en medio de un frenesí que es ya dionisíaco.

Esa cifra de una belleza po­sible, que le deba tanto al saber contenerse como al poder des­aforarse, reside elocuentemente en el cuerpo del boxeador. No de cualquier boxeador, por supuesto: jamás en el recatado crónico, que detrás de la apariencia de una cau­tela estratégica disimula la verdad de su temperamento cobarde, ni mucho menos en el desquiciado febril, que embate ciego y conclu­ye en un vulgar salvajismo. La be­lleza de lo apolíneo que se impone a lo dionisíaco, al tiempo que se deja impregnar y vencer por él: el cuerpo del boxeador que espera el momento justo para golpear. La belleza está en la espera, en el cuerpo en espera, antes que en el golpe mismo: en la pose de com­bate más que en el combate en sí; en la contención de lo violento, que al contenerlo a la vez lo anun­cia, más que en lo violento como tal. El golpe todavía no existe, pero ya existe: Apolo lo retiene, Dioni­sos se apresta a lanzarlo.


Esa mirada

Todo el cuerpo del boxeador aga­zapado expresa esa tensión, esa belleza, esa espera. Todo el cuerpo la aloja y la expresa, pero en dos partes se intensifica particular­mente, y allí prevalece: en los ojos que contemplan y calculan; en el brazo que se prepara y se mide. Esa mirada: los ojos inolvidable­mente fijos de Carlos Monzón, los ojos inolvidablemente abiertos de Sugar Ray Leonard, los ojos inol­vidablemente crueles de Pipino Cuevas, los ojos inolvidablemente fríos de Thomas Hearns.

Y el brazo, el brazo que va a golpear pero espera, se contiene, exhibe una promesa de lo fuerte que es tanto mejor que lo fuerte. El muro musculoso, los nervios como cables de acero, la falsa quietud, que es verdadera: el bra­zo derecho de Cassius Clay, por ejemplo, contenido en la sabia es­pera del irreemplazable momento justo. Y algo mejor aun: ese mis­mo brazo, contenido otra vez, fe­roz en su contención, después de haber asestado el golpe justo en el momento justo.

El rival ya está en el piso: si es mayo del año 65, se llama Sonny Liston. Tiene el nombre borda­do en el pantalón y los cordones de las botas atados en un moño, y no hay nada más inútil que el amoroso cuidado de esos detalles ínfimos. En la cara de Clay explo­tan la rabia y la victoria evidente. El brazo derecho repite la curva del golpe, pero de un golpe que ya no puede ni debe darse. El brazo exhibe así todo su poder, la pura forma del vigor, justo cuando se queda sin objeto, justo cuando ya no hace falta porque acaba de ob­tenerlo todo.

Se trata de la belleza atlética, por supuesto, pero también de algo que aunque anide en ella la trasciende. Es una combinación inefable de fervor y compostu­ra, capaz de hacer admirar en lo que se retiene el poder de lo que se suelta, y en el brillo de lo que se suelta el poder de lo que se retiene.

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