jueves, 12 de noviembre de 2009

DOS MIRADAS SOBRE LA VIOLENCIA-El monstruo entre nosotros

De la inseguridad cotidiana a los conflictos internacionales, la violencia ha perdido su carácter oculto. Dos libros recientes analizan, desde la filosofía y el psicoanálisis, la paradoja que supone plantear como solución respuestas que generan aquello mismo que se combate.

Por: Ana Palacios

GAZA EN LLAMAS. Poner el acento en lo escandaloso y urgente, dice Zizek, funciona a favor de desviar la reflexión sobre el fenómeno violento.

Violencia social, violencia de género, violencia criminal, violencia discursiva. To­dos los ámbitos de la vida se ven cercados de un fenómeno que si algo ha perdido definitivamente en nuestros días es su carácter de oculto. Su presencia se palpa en todo tipo de disturbios sociales, en los actos criminales privados, en la inseguridad cotidiana y en los conflictos internacionales. Los medios la multiplican al infi­nito y los discursos que intentan combatirla, cuestionarla e incluso comprenderla concluyen en una especie de tautología que dice más de quien la expone que acerca del tema mismo de la reflexión.

Es posible que uno de los pro­blemas centrales de toda reflexión acerca de la violencia estribe, tal como señala el filósofo y psicoana­lista Slavoj Zizek (Eslovenia, 1949) en su libro Seis reflexiones mar­ginales , en que la confrontación directa con ella produce algo inhe­rentemente desconcertante en el observador y que este desconcier­to tiene como pivote el horror mis­mo que provoca la acción violenta y la empatía inmediata con las víc­timas. Así, se haría necesaria una distancia primera que permita un análisis conceptual desapasiona­do y alejado del impacto traumá­tico inicial. Sin embargo, en este marco no todo debe moverse en la fría aprehensión de los hechos, porque no se puede ignorar que el testimonio de las víctimas propor­ciona un elemento de veracidad que no puede obtenerse de otro modo. El testimonio de una mujer violada, dice Zizek, se vuelve ve­raz en parte por su confusión, su incoherencia y su emotividad. En­tonces, lo adecuado para intentar una aproximación al problema de la violencia es, para él, separar la violencia subjetiva –la ejercida por un agente sobre una víctima– de dos tipos objetivos de violencia: una violencia "simbólica" encar­nada en el lenguaje y sus formas, que tiene que ver con la imposi­ción de un universo de sentido y una violencia "sistémica que es la inherente al sistema, la que inclu­ye no sólo la violencia física direc­ta, sino también las formas más sutiles de coerción que imponen relaciones de dominación y explo­tación, incluyendo la amenaza de la violencia". En este sentido, la violencia sistémica es, dice, como la famosa "materia oscura" de la física, la contraparte de la visible violencia subjetiva, pero sin la cual no se puede analizar lo que, de otro modo, parecerían ser "ex­plosiones irracionales de violencia subjetiva".

Lo que Zizek, con aguda per­cepción de las manipulaciones y desplazamientos ideológicos muestra, es que, planteada desde una actitud liberal tolerante, una oposición masiva y absoluta a la violencia desde sus manifestacio­nes más brutales, como el asesina­to en masa, hasta las expresiones de violencia ideológicas, como el racismo, el odio o la discrimina­ción sexual, resulta por lo menos sospechosa y sintomática. Es co­mo si el acento puesto en lo escan­daloso y urgente estuviera funcio­nando a favor de ocultar o desviar la reflexión más comprensiva del fenómeno mismo de la violencia sistémica del capitalismo. A partir de aquí se pueden interpretar con mayor sutileza los movimientos y las actitudes de los "nuevos co­munistas liberales", cuyos íconos serían Bill Gates y Georges Soros. Estos encabezan un ejército de liberales pragmáticos para quie­nes sólo hay problemas concretos que deben resolverse: la pobreza africana, la situación de la mujer en el Islam o la violencia religiosa fundamentalista. La clave de esta posición es que para resolver estos problemas se necesitan medios y que, consecuentemente, para dar antes se debe tomar y, dadas las experiencias de fracaso del co­lectivismo o del estatismo, sólo se puede confiar en la iniciativa privada. Este es un aspecto que confirma cómo el ataque a la vio­lencia subjetiva oscurece el hecho de que es el sistema mismo el que la produce.

En el otro extremo de la cuerda ideológica es necesario dar cuenta también de la violencia religiosa o fundamentalista y de los ataques suicidas que se ha convertido en una de principales fuentes de muerte en el mundo. Esta alter­nancia de violencia y contravio­lencia da la medida justa de un círculo vicioso donde se genera aquello mismo que se combate. Estos atentados se llevan a cabo en nombre de un sentido absoluto proporcionado por la religión. Se puede afirmar que su objetivo es el modo de vida occidental que se fundamenta en la ciencia moder­na. Una ciencia que el Occidente fue construyendo a lo largo de los siglos y a la que el Oriente se en­frentó de modo abrupto, no que­dándole otra opción que erigir "el escudo del fundamentalismo, esa reafirmación psicótica, delirante e incestuosa de la religión como comprensión directa de lo real divino, con todas las terroríficas consecuencias que tal reafirma­ción implica".

Sin embargo, el punto culmi­nante de su argumentación la alcanza Zizek en el análisis de los estallidos en los suburbios de París del año 2005. Comparados con las revueltas del mayo del 68, lo primero que salta a la vista es su carencia total de perspectiva alguna. No hubo demandas espe­cíficas, sino "sólo una resistencia en el reconocimiento, basada en un vago e inarticulado resenti­miento". Lo que resulta entonces es un acto de protesta violento que no exige nada y que rechaza la in­tención hermenéutica de la bús­queda de un significado oculto o profundo. Aquí nos encontramos en el tópico más específico de la posmodernidad, la "crisis de sen­tido", es decir, la desintegración del vínculo entre verdad y sentido que la modernidad sostenía en la dialéctica establecida entre la reli­gión y la ciencia. Esta violencia es un "pasaje al acto", un movimien­to impulsivo a la acción que no puede ser traducido al discurso o al pensamiento. Es, en todo caso, el mensaje de un sujeto colectivo que reafirma su presencia en el acto de violencia puro, lo que re­dunda en un miedo social a que una desintegración completa de la estructura se consume en cual­quier momento.

Es precisamente en esta ca­rencia de sentido y razón donde ancla, desde una perspectiva psi­coanalítica Silvia Ons en su libro Violencia/s en el que destaca la proliferación, la ubicuidad, la mul­tiplicación de la violencia que se manifiesta no sólo en las terribles tragedias cotidianas, sino, y en especial, en la manera que tiene el hombre actual de interpretar el mundo. La autora argentina pone el acento en la desaparición de las fronteras y la irrupción de una violencia que ya no tiene estrate­gias: "Desprovista de encuadres ideológicos, sin los antiguos mar­cos que podrían imaginariamente darle una razón, da lugar al dicho corriente de la violencia por la violencia misma". Es así que se la percibe no sólo en el ataque hacia el semejante, tanto en el plano delictivo como en el político, sino también se la ve vuelta hacia el propio sujeto como en la prolifera­ción de accidentes y en el maltrato y el desborde juvenil.

Contrapuesta a la violencia del siglo XIX, por cuyos fundamentos se interrogaba Benjamin en "Para una crítica de la violencia" (fines justos e injustos, legitimidad o ilegitimidad en el principio mo­ral) nuestros días cargan con la falta de ideologías que justifiquen o encuadren las aproximaciones a los hechos violentos. Se trata igual un corte de ruta por razones de reivindicaciones laborales que la trata de personas o la violación infantil. Desde el "Dios ha muer­to" de Nietzsche, que ya había aflorado en el "todo está permi­tido" de Dostoievski y que Lacan reformula "si Dios no existe ya nada está permitido", la relación de la violencia con la moral queda al descubierto.

Ons toma esta cuestión en la vertiente del discurso lacaniano y señala que vivimos una época signada por la crisis de lo real, donde los discursos se separan de éste "para proliferar deshabi­tados". Esto es lo que produce un abismo infranqueable entre lo que se dice y lo que se hace. Para la psicoanalista tal desvinculación sería el signo de nuestro tiempo. En consecuencia, se percibe una pérdida de legitimidad del poder y lo que resta es una ética anacró­nica que pregona valores inmuta­bles. Hay una caída que inaugura el nihilismo y que se manifiesta

en el derrumbe de la pirámide es­peculativa en la que se sostenían los sistemas filosóficos y morales. Este desgaste de los valores era la condición necesaria, en Nietzs­che, para una transformación y creación de los valores nuevos que "respeten la multiplicidad de la vida". Pero es cierto también que existe otro camino, el del hombre sin trascendencia, cuyo destino es errar en la pérdida de todo fun­damento, hundiéndose en una nada infinita. Es el hombre vacío, el hombre de nuestros tiempos, que desprovisto ya de las marcas históricas, sólo apunta a las identi­ficaciones colectivas y tiende a se­gregar y rechazar lo que no entra en este ámbito.

En esta vía de las identificacio­nes y colectivos, se localiza tam­bién la reflexión acerca del pánico que se entronca en la tradición freudiana con la psicología de las masas. En su obra Freud asigna la palabra "pánico" a la angustia de las masas "huérfanas de ese con­ductor que representaba el ideal del Yo", ideal que unía entre sí a los individuos. Para Ons, en esta anticipación se descubre el nudo de la cuestión: el pánico frente a la inminencia del peligro se da an­te la desaparición de aquello que parecía amortiguarlo. Lo social, que regula y contiene al indivi­duo, se desmorona, y la caída de los ideales comunes produce un estado de fragmentación y desam­paro. Nuestra época nos presenta la confluencia de la pérdida de la autoridad y de la ausencia de cons­trucciones ideológicas capaces de orientar a los sujetos.

Paul Virilio, en un libro que se titula precisamente Ciudad Pánico ( Libros del Zorzal, 2006), conside­ra que, en la actualidad, los aten­tados y los accidentes sustituyen a la guerra en la producción de un estado de alarma permanente que sería la matriz del pánico en las ciudades. Para este autor, la no materialización de un enemi­go claro y contundente como los adversarios de una guerra y la pér­dida del carácter político de lo que se consideraba una ciudad son los elementos que desembocan en un estado de miedo y de angustia. La ciudad, que alguna vez fue el cora­zón de nuestra civilización, se ha vuelto el corazón de la desestruc­turación de la humanidad.

Entonces, por un lado, rup­tura de fronteras, globalización, universalización bajo la instau­ración de un capitalismo que regula intercambios desiguales; por otro, encierros y reclusiones voluntarias ante la percepción de peligros externos, y en todos la­dos, la irrupción de tensiones que se resuelven en las modalidades de lo violento y se expanden sobre la disolución de la diferencia de lo público y lo privado. El esfuerzo por darles un sentido aún cuan­do éste aparezca fragmentario y fugaz, da cuenta de la necesidad de localizar, acotar y comprender este aspecto cada vez menos ex­cepcional de la vida moderna.

Resentimiento terrorista

"El segundo advenimiento" de William Butler Yeats parece ex­presar perfectamente nuestra situación: "Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de inten­sidad apasionada". He aquí una excelente descripción del corte actual entre los anémicos libe­rales y los exaltados fundamen­talistas. "Los mejores" no son ya capaces de implicarse, mientras que "los peores" se implican con el fanatismo racista, religioso y sexista.

Sin embargo, ¿son los terroristas fundamentalistas, sean cristia­nos o musulmanes, realmente fundamentalistas en el sentido auténtico del término? ¿Creen realmente? De lo que carecen es de una característica fácil de discernir en todos los funda­mentalistas auténticos, desde los budistas tibetanos a los amish en Estados Unidos: la ausencia de resentimiento y envidia, una profunda indiferencia hacia el modo de vida de los no creyen­tes. Si los llamados fundamen­talistas de hoy creen realmente que han encontrado su camino hacia la verdad, ¿por qué habían de verse amenazados por los no creyentes, por qué deberían en­vidiarles? Cuando un budista se encuentra con un hedonista oc­cidental, raramente lo culpará. Sólo advertirá con benevolencia que la búsqueda hedonista de la felicidad es una derrota anuncia­da. A diferencia de los verdaderos fundamentalistas, los terroristas pseudofundamentalistas se ven profundamente perturbados, in­trigados, fascinados, por la vida pecaminosa de los no creyentes. Queda patente que al luchar con­tra el otro pecador están luchando contra su propia tentación. Estos llamados "cristianos" o "musul­manes" son una desgracia para el auténtico fundamentalismo.

Es aquí donde el diagnóstico de Yeats falla respecto a la situación actual: la intensidad apasionada de una turba delata una ausen­cia de auténtica convicción. En lo más profundo de sí mismos los fundamentalistas también care­cen de una convicción real, y sus arranques de violencia son prueba de ello. Cuán frágil debe de ser la creencia de un musulmán si se siente amenazado por una estúpi­da caritura en un periódico danés de circulación limitada. El terror fundamentalista islámico no está basado en la convicción por los terroristas de su propia superiori­dad y en su deseo de salvaguardar su identidad cultural y religiosa de la embestida de la civilización global del consumo. El problema de los fundamentalistas no es que los consideremos inferiores a no­sotros, sino más bien que secreta­mente ellos mismos se consideran inferiores. Por eso nuestra condes­cendiente y políticamente correcta aseveración de que no sentimos superioridad respecto de ellos sólo los pone más furiosos y alimenta su resentimiento. El problema no es la diferencia cultural (su esfuerzo por preservar su identi­dad), sino el hecho opuesto de que los fundamentalistas son ya como nosotros, pues han interiorizado secretamente nuestros hábitos y se miden por ellos. (Está claro que lo mismo puede decirse también del Dalai Lama, que justifica el budis­mo tibetano en los términos occi­dentales de búsqueda de felicidad y alejamiento del sufrimiento.) La paradoja subyacente en todo esto es que en realidad carecen pre­cisamente de una dosis de esa convicción "racista" en la propia superioridad.

El hecho desconcertante de los ataques "terroristas" es que no encajan bien en nuestra opo­sición típica entre el mal como egoísmo o desprecio del bien co­mún y el bien como el espíritu para y la disposición al sacrificio en nombre de alguna causa ma­yor. Los terroristas no pueden parecer sino algo semejante al Satán de Milton con su "Mal­dad, sé tú mi bien": mientras ellos persiguen lo que nos pare­cen objetivos malvados mediante medios malvados, la forma mis­ma de su actividad alcanza el máximo valor del bien. La solu­ción de este enigma no es difícil y ya era conocida por Rousseau. El egoísmo o la preocupación por el bienestar de uno mismo, no se opone al bien común puesto que las normas altruistas pueden ser deducidas fácilmente de las pre­ocupaciones egoístas.

Fragmento de "Sobre la violencia. S ei s re f lexione s marginale s ", de S. Zi z ek.

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