De la inseguridad cotidiana a los conflictos internacionales, la violencia ha perdido su carácter oculto. Dos libros recientes analizan, desde la filosofía y el psicoanálisis, la paradoja que supone plantear como solución respuestas que generan aquello mismo que se combate.
Por: Ana Palacios
Es posible que uno de los problemas centrales de toda reflexión acerca de la violencia estribe, tal como señala el filósofo y psicoanalista Slavoj Zizek (Eslovenia, 1949) en su libro Seis reflexiones marginales , en que la confrontación directa con ella produce algo inherentemente desconcertante en el observador y que este desconcierto tiene como pivote el horror mismo que provoca la acción violenta y la empatía inmediata con las víctimas. Así, se haría necesaria una distancia primera que permita un análisis conceptual desapasionado y alejado del impacto traumático inicial. Sin embargo, en este marco no todo debe moverse en la fría aprehensión de los hechos, porque no se puede ignorar que el testimonio de las víctimas proporciona un elemento de veracidad que no puede obtenerse de otro modo. El testimonio de una mujer violada, dice Zizek, se vuelve veraz en parte por su confusión, su incoherencia y su emotividad. Entonces, lo adecuado para intentar una aproximación al problema de la violencia es, para él, separar la violencia subjetiva –la ejercida por un agente sobre una víctima– de dos tipos objetivos de violencia: una violencia "simbólica" encarnada en el lenguaje y sus formas, que tiene que ver con la imposición de un universo de sentido y una violencia "sistémica que es la inherente al sistema, la que incluye no sólo la violencia física directa, sino también las formas más sutiles de coerción que imponen relaciones de dominación y explotación, incluyendo la amenaza de la violencia". En este sentido, la violencia sistémica es, dice, como la famosa "materia oscura" de la física, la contraparte de la visible violencia subjetiva, pero sin la cual no se puede analizar lo que, de otro modo, parecerían ser "explosiones irracionales de violencia subjetiva".
Lo que Zizek, con aguda percepción de las manipulaciones y desplazamientos ideológicos muestra, es que, planteada desde una actitud liberal tolerante, una oposición masiva y absoluta a la violencia desde sus manifestaciones más brutales, como el asesinato en masa, hasta las expresiones de violencia ideológicas, como el racismo, el odio o la discriminación sexual, resulta por lo menos sospechosa y sintomática. Es como si el acento puesto en lo escandaloso y urgente estuviera funcionando a favor de ocultar o desviar la reflexión más comprensiva del fenómeno mismo de la violencia sistémica del capitalismo. A partir de aquí se pueden interpretar con mayor sutileza los movimientos y las actitudes de los "nuevos comunistas liberales", cuyos íconos serían Bill Gates y Georges Soros. Estos encabezan un ejército de liberales pragmáticos para quienes sólo hay problemas concretos que deben resolverse: la pobreza africana, la situación de la mujer en el Islam o la violencia religiosa fundamentalista. La clave de esta posición es que para resolver estos problemas se necesitan medios y que, consecuentemente, para dar antes se debe tomar y, dadas las experiencias de fracaso del colectivismo o del estatismo, sólo se puede confiar en la iniciativa privada. Este es un aspecto que confirma cómo el ataque a la violencia subjetiva oscurece el hecho de que es el sistema mismo el que la produce.
En el otro extremo de la cuerda ideológica es necesario dar cuenta también de la violencia religiosa o fundamentalista y de los ataques suicidas que se ha convertido en una de principales fuentes de muerte en el mundo. Esta alternancia de violencia y contraviolencia da la medida justa de un círculo vicioso donde se genera aquello mismo que se combate. Estos atentados se llevan a cabo en nombre de un sentido absoluto proporcionado por la religión. Se puede afirmar que su objetivo es el modo de vida occidental que se fundamenta en la ciencia moderna. Una ciencia que el Occidente fue construyendo a lo largo de los siglos y a la que el Oriente se enfrentó de modo abrupto, no quedándole otra opción que erigir "el escudo del fundamentalismo, esa reafirmación psicótica, delirante e incestuosa de la religión como comprensión directa de lo real divino, con todas las terroríficas consecuencias que tal reafirmación implica".
Sin embargo, el punto culminante de su argumentación la alcanza Zizek en el análisis de los estallidos en los suburbios de París del año 2005. Comparados con las revueltas del mayo del 68, lo primero que salta a la vista es su carencia total de perspectiva alguna. No hubo demandas específicas, sino "sólo una resistencia en el reconocimiento, basada en un vago e inarticulado resentimiento". Lo que resulta entonces es un acto de protesta violento que no exige nada y que rechaza la intención hermenéutica de la búsqueda de un significado oculto o profundo. Aquí nos encontramos en el tópico más específico de la posmodernidad, la "crisis de sentido", es decir, la desintegración del vínculo entre verdad y sentido que la modernidad sostenía en la dialéctica establecida entre la religión y la ciencia. Esta violencia es un "pasaje al acto", un movimiento impulsivo a la acción que no puede ser traducido al discurso o al pensamiento. Es, en todo caso, el mensaje de un sujeto colectivo que reafirma su presencia en el acto de violencia puro, lo que redunda en un miedo social a que una desintegración completa de la estructura se consume en cualquier momento.
Es precisamente en esta carencia de sentido y razón donde ancla, desde una perspectiva psicoanalítica Silvia Ons en su libro Violencia/s en el que destaca la proliferación, la ubicuidad, la multiplicación de la violencia que se manifiesta no sólo en las terribles tragedias cotidianas, sino, y en especial, en la manera que tiene el hombre actual de interpretar el mundo. La autora argentina pone el acento en la desaparición de las fronteras y la irrupción de una violencia que ya no tiene estrategias: "Desprovista de encuadres ideológicos, sin los antiguos marcos que podrían imaginariamente darle una razón, da lugar al dicho corriente de la violencia por la violencia misma". Es así que se la percibe no sólo en el ataque hacia el semejante, tanto en el plano delictivo como en el político, sino también se la ve vuelta hacia el propio sujeto como en la proliferación de accidentes y en el maltrato y el desborde juvenil.
Contrapuesta a la violencia del siglo XIX, por cuyos fundamentos se interrogaba Benjamin en "Para una crítica de la violencia" (fines justos e injustos, legitimidad o ilegitimidad en el principio moral) nuestros días cargan con la falta de ideologías que justifiquen o encuadren las aproximaciones a los hechos violentos. Se trata igual un corte de ruta por razones de reivindicaciones laborales que la trata de personas o la violación infantil. Desde el "Dios ha muerto" de Nietzsche, que ya había aflorado en el "todo está permitido" de Dostoievski y que Lacan reformula "si Dios no existe ya nada está permitido", la relación de la violencia con la moral queda al descubierto.
Ons toma esta cuestión en la vertiente del discurso lacaniano y señala que vivimos una época signada por la crisis de lo real, donde los discursos se separan de éste "para proliferar deshabitados". Esto es lo que produce un abismo infranqueable entre lo que se dice y lo que se hace. Para la psicoanalista tal desvinculación sería el signo de nuestro tiempo. En consecuencia, se percibe una pérdida de legitimidad del poder y lo que resta es una ética anacrónica que pregona valores inmutables. Hay una caída que inaugura el nihilismo y que se manifiesta
en el derrumbe de la pirámide especulativa en la que se sostenían los sistemas filosóficos y morales. Este desgaste de los valores era la condición necesaria, en Nietzsche, para una transformación y creación de los valores nuevos que "respeten la multiplicidad de la vida". Pero es cierto también que existe otro camino, el del hombre sin trascendencia, cuyo destino es errar en la pérdida de todo fundamento, hundiéndose en una nada infinita. Es el hombre vacío, el hombre de nuestros tiempos, que desprovisto ya de las marcas históricas, sólo apunta a las identificaciones colectivas y tiende a segregar y rechazar lo que no entra en este ámbito.
En esta vía de las identificaciones y colectivos, se localiza también la reflexión acerca del pánico que se entronca en la tradición freudiana con la psicología de las masas. En su obra Freud asigna la palabra "pánico" a la angustia de las masas "huérfanas de ese conductor que representaba el ideal del Yo", ideal que unía entre sí a los individuos. Para Ons, en esta anticipación se descubre el nudo de la cuestión: el pánico frente a la inminencia del peligro se da ante la desaparición de aquello que parecía amortiguarlo. Lo social, que regula y contiene al individuo, se desmorona, y la caída de los ideales comunes produce un estado de fragmentación y desamparo. Nuestra época nos presenta la confluencia de la pérdida de la autoridad y de la ausencia de construcciones ideológicas capaces de orientar a los sujetos.
Paul Virilio, en un libro que se titula precisamente Ciudad Pánico ( Libros del Zorzal, 2006), considera que, en la actualidad, los atentados y los accidentes sustituyen a la guerra en la producción de un estado de alarma permanente que sería la matriz del pánico en las ciudades. Para este autor, la no materialización de un enemigo claro y contundente como los adversarios de una guerra y la pérdida del carácter político de lo que se consideraba una ciudad son los elementos que desembocan en un estado de miedo y de angustia. La ciudad, que alguna vez fue el corazón de nuestra civilización, se ha vuelto el corazón de la desestructuración de la humanidad.
Entonces, por un lado, ruptura de fronteras, globalización, universalización bajo la instauración de un capitalismo que regula intercambios desiguales; por otro, encierros y reclusiones voluntarias ante la percepción de peligros externos, y en todos lados, la irrupción de tensiones que se resuelven en las modalidades de lo violento y se expanden sobre la disolución de la diferencia de lo público y lo privado. El esfuerzo por darles un sentido aún cuando éste aparezca fragmentario y fugaz, da cuenta de la necesidad de localizar, acotar y comprender este aspecto cada vez menos excepcional de la vida moderna.
Resentimiento terrorista
"El segundo advenimiento" de William Butler Yeats parece expresar perfectamente nuestra situación: "Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada". He aquí una excelente descripción del corte actual entre los anémicos liberales y los exaltados fundamentalistas. "Los mejores" no son ya capaces de implicarse, mientras que "los peores" se implican con el fanatismo racista, religioso y sexista.Sin embargo, ¿son los terroristas fundamentalistas, sean cristianos o musulmanes, realmente fundamentalistas en el sentido auténtico del término? ¿Creen realmente? De lo que carecen es de una característica fácil de discernir en todos los fundamentalistas auténticos, desde los budistas tibetanos a los amish en Estados Unidos: la ausencia de resentimiento y envidia, una profunda indiferencia hacia el modo de vida de los no creyentes. Si los llamados fundamentalistas de hoy creen realmente que han encontrado su camino hacia la verdad, ¿por qué habían de verse amenazados por los no creyentes, por qué deberían envidiarles? Cuando un budista se encuentra con un hedonista occidental, raramente lo culpará. Sólo advertirá con benevolencia que la búsqueda hedonista de la felicidad es una derrota anunciada. A diferencia de los verdaderos fundamentalistas, los terroristas pseudofundamentalistas se ven profundamente perturbados, intrigados, fascinados, por la vida pecaminosa de los no creyentes. Queda patente que al luchar contra el otro pecador están luchando contra su propia tentación. Estos llamados "cristianos" o "musulmanes" son una desgracia para el auténtico fundamentalismo.
Es aquí donde el diagnóstico de Yeats falla respecto a la situación actual: la intensidad apasionada de una turba delata una ausencia de auténtica convicción. En lo más profundo de sí mismos los fundamentalistas también carecen de una convicción real, y sus arranques de violencia son prueba de ello. Cuán frágil debe de ser la creencia de un musulmán si se siente amenazado por una estúpida caritura en un periódico danés de circulación limitada. El terror fundamentalista islámico no está basado en la convicción por los terroristas de su propia superioridad y en su deseo de salvaguardar su identidad cultural y religiosa de la embestida de la civilización global del consumo. El problema de los fundamentalistas no es que los consideremos inferiores a nosotros, sino más bien que secretamente ellos mismos se consideran inferiores. Por eso nuestra condescendiente y políticamente correcta aseveración de que no sentimos superioridad respecto de ellos sólo los pone más furiosos y alimenta su resentimiento. El problema no es la diferencia cultural (su esfuerzo por preservar su identidad), sino el hecho opuesto de que los fundamentalistas son ya como nosotros, pues han interiorizado secretamente nuestros hábitos y se miden por ellos. (Está claro que lo mismo puede decirse también del Dalai Lama, que justifica el budismo tibetano en los términos occidentales de búsqueda de felicidad y alejamiento del sufrimiento.) La paradoja subyacente en todo esto es que en realidad carecen precisamente de una dosis de esa convicción "racista" en la propia superioridad.
El hecho desconcertante de los ataques "terroristas" es que no encajan bien en nuestra oposición típica entre el mal como egoísmo o desprecio del bien común y el bien como el espíritu para y la disposición al sacrificio en nombre de alguna causa mayor. Los terroristas no pueden parecer sino algo semejante al Satán de Milton con su "Maldad, sé tú mi bien": mientras ellos persiguen lo que nos parecen objetivos malvados mediante medios malvados, la forma misma de su actividad alcanza el máximo valor del bien. La solución de este enigma no es difícil y ya era conocida por Rousseau. El egoísmo o la preocupación por el bienestar de uno mismo, no se opone al bien común puesto que las normas altruistas pueden ser deducidas fácilmente de las preocupaciones egoístas.
Fragmento de "Sobre la violencia. S ei s re f lexione s marginale s ", de S. Zi z ek.
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