El pedaleo marca el ritmo de una conciencia acelerada, la de Claudia, protagonista de este relato, que ingresa en un territorio de alto riesgo cardíaco: el salón de spinning. ¿Cuánto deseo y decepción involucra la búsqueda de un cuerpo autorizado por la publicidad y los medios?
Cada tanto me asalta la idea de que si no hago ejercicio algo terrible va a suceder sobre mí, mi cuerpo y mi salud. La sensación de catástrofe anti deporte me atormenta en especial cuando viajo por trabajo. Instalada en hoteles siento que en esos días, además de comer peor que nunca, me muevo cada vez menos. A veces me impongo prescindir del ascensor y subir y bajar las escaleras. Otras me tiro sobre la cama y, mullida en ella mientras miro televisión, muevo las piernas haciendo bicicleta o tijera en un intento inútil de esfuerzo abdominal. He llegado incluso a llevar una pequeña soga en la valija, aunque nunca la usé. Había viajado a Perú a la feria del libro de Lima y estaba instalada en un hotel en Miraflores, donde tenía que vivir durante una semana.Llegué un domingo, día tremendo para estar sola. Recorrí el hotel y vi que en la planta baja funcionaba un gimnasio abierto al público. Me puse la ropa adecuada y bajé con un libro dispuesta a caminar en la cinta, siempre camino leyendo. Había cierta cantidad de gente a mi alrededor pero lo que de verdad parecía un éxito era una clase llena de bicicletas fijas que transcurría en un salón contiguo desde donde llegaba una música alentadora. No sólo el lugar estaba completo sino que la gente parecía feliz. Cuando terminé con la cinta fui a averiguar de qué se trataba. La recepcionista le puso nombre al éxito: spinning o bicicletas indoor. Le pregunté qué diferencia había con respecto a hacer bicicleta fija; se rió: "No, no, esto es otra cosa". Intentó dar algunas explicaciones que no entendí, pero de lo dicho pude concluir que spinning era/es una actividad grupal, y que la fuerza del grupo sumada a la música y a las indicaciones del profesor "hacen la diferencia". "La fuerza del grupo", volvió a repetir.
Me imaginé una secta de la bicicleta, y de inmediato me puse a inventar un cuento donde los protagonistas eran los miembros de esa secta que se trasladaban en bicicleta por ciudades como Lima, La Paz o Buenos Aires, y que marchaban dibujando una ve corta, como hacen los patos cuando vuelan, los más fuertes adelante rompiendo el viento. No pude seguir con mi cuento porque la recepcionista me interrumpió con una advertencia: "Eso sí, si te interesa te tendrías que anotar ya, hay mucha demanda". Miró entonces un papel donde tenía marcado con una cruz el lugar de cada bicicleta: "Ay, no, discúlpame, no me queda ni una libre, porque ésta –y golpeó una de las cruces con su uña– también la tengo reservada; es que todos quieren". "Gracias", dije, y empecé a irme, pero la chica me detuvo: "Sabes, hay una, en la última fila, contra la pared, tiene una reserva de palabra, pero creo que te la puedo dar, si es que estás decidida". "Sí", dije aunque no estaba decidida ni interesada ni quería ingresar a la secta, pero el hecho de saber que una bicicleta indoor era un bien escaso despertó mis más bajos instintos.
Allí estuve, a la hora señalada, como Gary Cooper pero en lugar de llevar un revólver y una insignia de sheriff, llevé, siguiendo las instrucciones de la recepcionista, una toalla pequeña y una botella de agua. Esperé que casi todos hubieran ocupado sus bicicletas antes de subir a la mía. El profesor se paró junto a la suya con una sonrisa. Era lindo, joven y atlético, lo que debe haber contribuido a la energía que se desplegaba a un lado y al otro del salón, con risitas histéricas y elongaciones más exageradas que lo necesario. Supuse que alguien, él o alguno de sus ayudantes, se acercaría a darme instrucciones acerca del alto del asiento, de la inclinación del manubrio, o de la forma en que debía ajustarme los pedales. Nada. Sentí que por el lugar que ocupaba o por mi actitud yo era para los demás invisible. Me gustó ser invisible. "¿Listos, amigos?", preguntó el profesor. Y mientras todos a mi alrededor empezaban a pedalear al compás de la música yo intentaba en un mismo acto montarme en la bicicleta, calzarme los pedales y descubrir de dónde demonios tenía que agarrarme. "Espero que hoy no se me desmaye nadie", dijo el instructor y todos se rieron. "¿Se desmayó alguien?", le pregunté a quien tenía más cerca, pero no me contestó. A poco de andar, o de pedalear, tenía tres certezas: si no me desmayaba y lograba completar mi clase, al día siguiente me harían ruido las articulaciones de las rodillas; me dolería, cuanto menos, la cintura; y tendría moretones en las nalgas casi llegando a la entrepierna, allí donde el cuerpo calza en el asiento. Entre pedaleo y pedaleo el profesor arengaba a la tropa: "Vamos, amigos, ¿cómo están hoy?". "Bieeeennn", contestaban todos menos yo. "¿Con ganas de pedalear?". "Siiiiií". "¿Con muchas ganas de pedalear?". "Siiiiiiií"". "¿Con infinitas ganas de pedalear, amigos?". Entonces parece que por fin obtuvo un sí que lo dejó satisfecho así que indicó: "Marcha normal, entramos en calor y después ponemos carga". Yo intentaba imitar lo que hacían quienes me rodeaban: pedaleaba tratando de llevar su ritmo, cuando se agachaban me agachaba; si movían una perilla roja que estaba debajo del asiento, yo me agachaba y hacía como si la moviera; cuando mis compañeros se reclinaban sobre el antebrazo, yo me reclinaba sobre el antebrazo. Y como todos, sudaba. Lo que no podía imitar era la sonrisa. "Ahora un poco de velocidad, antes de subir la montaña", gritó el profesor. Yo a esa altura estaba más cerca de ir dejando que de subir ninguna montaña, pero todos se agacharon a girar la perilla otra vez así que eso hice. El de mi izquierda se secó la frente y el cuello y yo, que ya me había acostumbrado a imitar todo lo que hacían los demás, hice lo mismo. Al dejar otra vez la toalla en su lugar se me cayó la botella de agua que giró por el piso hasta detenerse junto a la bicicleta del profesor.
"¿Quién perdió el agua, amigos?", ningún amigo contestó, yo menos. Mis fuerzas llegaban a sus límites, miré el reloj y no habían pasado ¡ni diez minutos! "Ahora sí la montaña, la carga al máximo, vamos, vamos, vamos...". Busqué algún cómplice a mi alrededor: todos seguían pareciendo felices. ¡¿Pero nadie le explicó a esta gente lo que cuesta ser feliz?! ¡¿No les dijeron que la vida es finita?! ¡¿No leyeron a Clarice Lispector, a Thomas Bernhard, a Fernando Pessoa?! Me entregué, give up, me senté cómodamente en el asiento y pedaleé sin carga y a mi ritmo, desafiante. Por primera vez pareció que el instructor me registraba: "El que no puede que no se esfuerce, cada uno a su ritmo, escuchen lo que le pide el propio cuerpo". Algunos miraron a un lado y al otro buscando al desertor cuyo cuerpo pedía a gritos un poco de clemencia. Me dieron ganas de levantar la mano y decir: "Yo, ¿y qué?".
No volví a hacer spinning en esa semana en Perú. Me contenté subiendo y bajando las escaleras. El segundo intento de hacer ejercicio con bicicletas fijas fue hace un par de años, y en ese caso la actividad tenía otro atractivo: se trataba de spinning acuático, las bicicletas estaban sumergidas en una pileta, con peso adicional en las bases para que no anduvieran flotando por ahí. La experiencia no fue muy diferente a la peruana. Sólo que esta vez el sudor, en medio de tanta agua, no molestaba. Tampoco pasé de la primera clase.
Lo intenté por tercera vez hace un mes. Trajeron bicicletas indoor a un gimnasio cerca de mi casa. Le dije a mis hijos: "Hoy empiezo spinning". Los tres se pusieron contentos. "¿Viste?, ¡mamá hoy empieza spinning!", se repetían unos a otros. A ellos les enseñaron desde chiquitos que el deporte es salud, y les preocupa la salud de esta madre. Su reacción era una mezcla de alegría, sorpresa e incredulidad. Cuando llegó el momento de partir, me despidieron como si fuera a la guerra, pero disimulando. "Va a salir todo bien", dijo el del medio y eso no me dejó nada tranquila. La rutina de la clase fue similar a la que conocía: entrada en calor, marcha con carga, velocidad, subir la montaña, velocidad, bajada de ritmo, elongación. Pero lo que me sorprendió esta vez fue que sólo éramos tres los integrantes de la secta a pesar de que cuando había llamado para anotarme me habían dicho que si no reservaba bicicleta para todo el mes no me podían asegurar continuidad. "Hay mucha demanda", me había advertido quien me atendió tal como lo había hecho aquella primera vez la recepcionista peruana. Me hicieron elegir el lugar de mi bicicleta vía Internet como quien elige la posición de una carpa en un balneario o una tumba.
"Bicicleta cuatro", me confirmaron luego con un mail, lo que me dio mala espina porque nunca me gustó el número cuatro. Como dije, el día de la clase éramos tan pocos que el instructor hizo subir a las bicicletas a los dos auxiliares, a su mujer que se ocupaba de cobrar, y a un chico de unos quince años que parecía ser su hijo. Había sobre las bicicletas más empleados del gimnasio que alumnos interesados en tomar una clase de spinning. Sospeché que la secta estaba de capa caída, que ya no podían pedalear por la ciudad marchando en ve como hacen los patos, que otra secta (hidro fit, gimnasia pasiva, pilates, entrenamiento aeróbico fraccionado, tratamiento ortomolecular) habría mermado su membresía.
Me acordé de los patos que aparecen en el primer capítulo de Los Soprano, y pensé que Tony Soprano podría haber intentado, además de con Prozac y terapia, con spinning. Pero que Vito Corleone no, que a Vito no lo suben a una bicicleta indoor ni a palos, que a Vito no le importan los patos. Más carga. Aunque sí le cobraría su comisión a los gimnasios. Y que Tony también se la cobraría. En eso sí coincidirían y hasta irían juntos a apretarlos. Yo no subo ninguna montaña. O mandarían a alguien. No la subo porque no tengo ganas. Y porque Tony me protege. Sí, eso, mandarían a alguien mientras ellos esperarían comiendo pasta en un restaurante italiano. Que la suba tu mujer. Y los apretarían hasta que paguen. Los apretarían, sí, lo bien que harían. Que les cobren mucho, muchísimo, que le saquen hasta la última moneda, que los fundan, que tengan que vender las bicicletas para honrar sus deudas, que vendan primero que ninguna la cuatro, que los encierren y los condenen a pedalear hasta el infinito, que los conviertan en patos, que los esquilmen. Entonces me desmayé. Llegué a mi casa, los chicos estaban alertas. "¿Todo bien, mamá?". "Todo bien", respondí. "¿Te gustó spinning?". "Me encantó", les dije y me metí en la ducha.
Nueva nota
La bicicleta es sometida a una parálisis múltiple: las banditas inducen a quietud a la que de por sí fue concebida para la fijeza. La pregunta por un uso para este objeto enrarece el contexto, y el objeto. Jorge Tirner (Resistencia, 1977) otorga el primer plano a una identidad trunca, una bici que no conocerá el camino. Fue ideada y construida como especie sedentaria y de interior pero, no obstante, necesita que contengan esa fuerza que pulsa desde adentro queriendo movilizarla. En sintonía con las vigoréxicas de La secta de la bicicleta está, por naturaleza, domesticada; es un simulacro de bicicleta. Como metáfora, calza perfecto con la parodia del spinning: máxima aceleración sin desplazamiento, sudor en vano, euforia y decepción: ¿tan poco hemos recorrido? Bicicleta inútil: embalada, sólo sirve para la ilusión de un viaje que no le reclame ser el medio de transporte. Bicicleta fija: afín a oposiciones que califican las dolencias de este tiempo: ansiedad y clonazepam, atracón y vómito. Inauguramos, de este modo, una galería permanente de fotografía contemporánea para hacer visible el trabajo y el talento de nuestros jóvenes fotógrafos. La consigna es que la crónica y la foto se relacionen a través del tema, pero se preserven autónomos. "En el comienzo de la descomposición –describe Tirner– las banditas van relajando su fuerza, abandonan al objeto para dejarlo transformado".
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