lunes, 30 de noviembre de 2009

2012: la catástrofe que viene


Roland Emmerich y John Cusack, director y protagonista repectivamente, hablan de la película que se estrena el jueves y que programa el fin del mundo para dentro de tres años. Y donde el cataclismo es feroz.

Por: Eduardo Slusarczuk.

"2012", la profecía sobre el fin del mundo anunciada por los Mayas en el film del director de "Día de la Independencia", Roland Emmerich.

Es media tarde en Cancún. Desde el enorme salón donde los actores de 2012 se reparten entre las varias docenas de periodistas de distintos lugares del mundo, la combinación playa-mar-cielo es bastante parecida a lo que muchos dicen que es el paraíso. Por eso, cara a cara con Roland Emmerich y John Cusack, director y protagonista del filme que programa el fin del mundo para dentro de tres años, la pregunta es obvia.

¿Realmente creen que esto va a desaparecer en tan poco tiempo?

Ronald Emmerich: No, no en los términos en que lo muestra la película. Sin embargo, el arte no hace más que reflejar lo que sucede en el mundo. Y viendo los diarios es difícil ser optimista.

John Cusack: Tampoco creo que 2012 vaya a ser un momento en el que nos vayamos a morir. Pero sí se me ocurre que puede haber un cambio en algunas conductas. La crisis económica actual, quizá dé origen a una manera de vivir menos regida por los números, por lo material. A lo mejor la gente se incline por cosas más auténticas.

R.E.: Al menos deberíamos aprender a dejar de destruir el planeta, a trabajar con energías lo más sustentables posible, a evitar las guerras.

¿La película apunta a que el público reflexione en ese sentido?

J.C.: Creo que puede hacer pensar un poco a la gente. Pero no estoy seguro de que una película cambie el comportamiento de la gente.

R.E.: Es probable que haya un mensaje que la gente tome, pero no es mi objetivo principal. Yo estoy fascinado con el fin de los tiempos, porque en ese momento se develará si hay posibilidades de salvación para alguien o algo. Y si es así, la siguiente pregunta es qué es lo primero. Por ejemplo, en el arte, por qué salvar a la Mona Lisa y no el David. En cierto modo, la idea del filme es preguntarse qué cosas salvaría el mundo si sucediera algo así.

Ese "algo así" implica el desprendimiento y desplazamiento de inmensas porciones de la corteza terrestre, inundaciones por doquier y la desaparición del mundo tal como lo conocemos.

Impacta ver cómo Los Angeles desaparece bajo el agua, cómo el Cristo Corcovado cae sin remedio, los techos de las naves vaticanas se desploman y Haití se reduce a un mar de fuego. Algunos símbolos en los que se sintetiza todo el mundo.

"La primera imagen que tuve fue la del agua cubriendo el Himalaya. Enseguida pensé que si filmaba algo así la gente iba a querer verlo, porque suena increíble, imposible. Entonces, apareció el desafío de hacerlo creíble", cuenta el director.

Y resume los pasos siguientes: compartir, discutir y enriquecer la propuesta con su coguionista, Harald Kloser, y con su director de fotografía, Dean Semler. "De ahí en adelante se planteó cómo llevarla a cabo, y la historia, lentamente, fue apareciendo".

La riqueza de efectos, el portaaviones John F. Kennedy arrasando con la Casa Blanca, explosiones, erupciones, tsunamis varios, la tierra que se abre y se lo traga todo reflejan una abundancia de recursos que permiten creer que a esta altura, Emmerich puede llevar cualquiera de sus fantasías a la pantalla.

¿Es realmente así?

R.E.: Sí, definitivamente sí. Si comparo con mis filmes anteriores, ahora todo es mucho más fácil. Si tenés la plata, podés crear lo que se te ocurra en una película. El único problema es tener el tiempo suficiente como para poder terminar cada toma y quedar conforme. En este caso, lograrlo llevó casi cinco meses. De todos modos, ahora es posible cambiar cosas hasta cuando una escena está terminada. Al generar la mayoría de los efectos en una computadora, las posibilidades son infinitas. Eso es lo más atractivo.

Una ostentación tecnológica que, no obstante, director y protagonista se encargan de relativizar. "Lo interesante en la película-puntualiza Emmerich- es la línea narrativa que hace eje en la historia de un escritor fracasado, que consigue salvarse y recuperar a su familia, gracias a que su libro, en el instante de la catástrofe, era leído por el personaje de Chiwetel Ejioforun, un científico con acceso directo al presidente estadounidense, que interpreta Danny Glover. En medio de la pérdida de todo lo que la humanidad construyó a lo largo de su existencia, ese libro, de un autor desconocido, es parte del escaso legado cultural que queda".

La elección de Glover refiere de inmediato a Barack Obama. Y sugiere una clara toma de posición política que, sin rechazarla, Emmerich prefiere aclarar, previa declaración de su odio por George W. Bush: "Cuando escribimos el guión, aún no estaban definidas las elecciones primarias, y yo había hecho público mi apoyo a Hillary Clinton. Sin embargo, nos pareció más cool que el presidente fuera negro, porque era más improbable y provocador".

Punta de lanza de un elenco que también integran Thandie Newton, Amanda Peet y Woody Harrelson, entre otros, Cusack admite que aceptó su papel por la intriga que le despertó participar en un filme de semejante envergadura. "Me preguntaba cómo sería filmar escenas en las que existe una secuencia animada sobre la que uno tiene que moverse, imaginando lo que habrá una vez que se edite. Cómo se sentiría estar entre explosiones e incendios, choques. Tuve la misma sensación que experimenté cuando, en un avión de National Geographic, atravesamos un huracán", cuenta. Y de inmediato, en línea con el director, hace hincapié en la importancia de la historia que subyace al arsenal tecnológico. "Más allá del presupuesto, del dinero que hay en la producción, no funciona sólo como una película catástrofe", dice.

¿Cuáles son los rasgos que hacen que trascienda esa categoría?

J.C.: Es un filme que habla de la familia. Incluye cuestiones vinculadas con el poder, conspiraciones. Y paralelamente plantea que los líderes la corten con tanta basura, enfrenta la idea de poder comprarse la salvación individual cuando todo está por desaparecer. Plantea varios cuestionamientos existenciales.

¿Qué lugar ocupa la religión en el relato, tan cercano a la idea del apocalipsis?

J.C.: La teología sobrevuela el argumento de la película. Pero la religión no ocupa un lugar destacado. En la dinámica que plantea el filme, casi no hay tiempo. Sobre todo, con el peso que tiene la cuestión científica. Trata más de las decisiones de los políticos, de la gente común, que ante el final inminente busca encontrarse con quienes aman, reencontrarse, protegerlos.

R.E.: La verdadera religión, en todo caso, es el modo en que cada uno conduce su vida. Lo que se muestra es que probablemente no sea bueno, ante una catástrofe, quedarse metido en una iglesia. Porque el techo va a caer sobre tu cabeza. Mejor, agarrá a tus hijos, llevalos a la montaña más alta, y hacé algo para salvarlos. Esa idea prima.

Todo, en un contexto cinematográfico que combina la ciencia ficción con la imagen televisiva de una cronista de la CNN que reporta la llegada del fin desde Chichén Itzá y la proeza de un grupo de "gente común" que lucha por sobrevivir.

"Yo siempre intenté crear espectáculos. Soy fanático de películas como La guerra de las galaxias, Poltergeist o Encuentros cercanos del tercer tipo", justifica Emmerich, quien, tácitamente, admite que la profecía maya opera como una metáfora de una amenaza más urgente: el calentamiento global, factor decisivo en el estallido del desastre en torno al que gira el argumento.

Y que convierte a Emmerich en uno de los directores que más gente ha matado en sus películas. "Reconozco que todos dicen que es así", dice, medio en broma y medio en serio, antes de cerrar: "A pesar de que sea cierto, te aseguro que, aún en tiempos en los que cualquier video juego o cualquier filme está lleno de asesinatos, no vas a encontrar a nadie que sufra en mis películas. Es posible que sea quien más gente haya matado, pero en un sentido filosófico. Hay una idea detrás de lo que se ve. Pero no me interesa poner en pantalla a gente matando, muriendo o sufriendo. Porque odio el sufrimiento humano".«

martes, 24 de noviembre de 2009

Un belga estuvo consciente durante 23 años aunque los médicos lo creían en coma



Se llama Rom Houben y un accidente de tránsito lo dejó paralizado. Para los doctores estaba en estado vegetativo irreversible, pero sólo no podía comunicarse. Un escaneo de última generación mostró que sus neuronas estaban perfectas.

Una pesadilla. Así describió Rom Houben a sus últimos 23 años. Tras un accidente de tránsito, estuvo postrado casi la mitad de su vida en la cama de un hospital. Los médicos creyeron que estaba en coma irreversible, pero se equivocaron. Estuvo conciente todo el tiempo, pero le era imposible comunicarse.

El caso tiene shockeada a Europa entera luego de que el diario belga "La Libre Belgique" y el semanario "Der Spieguel" dieran a conocer la historia.

Houben, atrapado en un cuerpo paralizado tras el accidente, intentó todo el tiempo gritarles a los medicos que él podía oírlos y que no estaba en estado vegetativo permanente como ellos pensaban. Pero jamás pudo emitir ni medio sonido.

Los médicos le habían practicado una serie de pruebas neurológicas antes de concluir que su conciencia estaba "extinguida", explica el diario Daily Mail.

Pero hace tres años, una nueva tecnología de escaneo cerebral mostró que sus neuronas funcionaban de manera casi perfecta.

Aquel día fue "como volver a nacer" dijo Houben que soñaba con que alguna vez alguien se diera cuenta de sus conciencia. "Frustración es una palabra demasiado pequeña para describir lo que sentí" todo ese tiempo, explicó.

Houben tuvo que esperar a una nueva evaluación de su caso, realizada por el Hospital Universitario de Liege, en la que descubrieron que había perdido el control de su cuerpo, pero aún estaba plenamente consciente de todo lo que sucedía.

Aunque es poco probable que Houben abandone el hospital algún día, lo cierto es que ha avanzado notablemente y hasta puede comunicarse gracias a una computadora y un dispositivo especial que le permite leer libros. "Quiero leer, charlar con mis amigos a través de la computadora y disfrutar de mi vida ahora que la gente sabe que no estoy muerto", dijo.

El caso publicado por el experto en neurología Steven Laureys desató la polémica puesto que el médico asegura que podría haber muchos otros casos como el de Houben. Y pone la lupa sobre la reconocida Escala de Glasgow, el método que utilizaron los médicos para diagnosticar el coma irreversible de Houben y sobre la eutanasia en casos como este.

"Sólo en Alemania cada año unas 100.000 personas sufren alguna lesión cerebral traumática grave. Alrededor de 20.000 caen en coma durante tres semanas o más. Algunos de ellos mueren y otros logran recuperarse", explicó Laureys y lanzó la voz de alarma: "Se calcula que entre 3.000 y 5.000 personas al año quedan atrapadas en una fase intermedia: continúan viviendo sin regresar jamás".

lunes, 23 de noviembre de 2009

ANG LEE HABLA DE DESTINO: WOODSTOCK, SU NUEVA PELICULA, UNA MIRADA DE LOS ’60“Necesitaba hacer un film más liviano”



Necesitaba hacer un film más liviano”




Después de las polémicas disparadas por títulos como Crimen y lujuria y Secreto en la montaña, después del dolor de cabeza que significó Hulk, el realizador acompaña a un joven personaje en un frustrado viaje al corazón del festival de festivales.

Por James Mottram *

Casi como Bruce Banner, el personaje de Hulk, una bestia sin domar acecha dentro de Ang Lee. Pero ésta no es una criatura verde con problemas para manejar su ira, sino un autor antiestablishment que tiene escarceos con el lado oscuro. Pueden verse flashes de él en algunas de sus películas: la escena de cambio de pareja en el drama de la era Watergate Tormenta de hielo, o la escena de sexo “tan explícita que seguramente es real” en Crimen y lujuria. Y ahora la secuencia de LSD en Destino: Woodstock, la comedia flower-power de Lee acerca del festival que definió a una generación. La escena llega cerca del final, cuando un joven de Catskills llamado Elliot Teichberg (Demetri Martin), quien ha sido fundamental en ayudar a los organizadores a armar el festival en su ciudad, finalmente llega a experimentar el verdadero significado de Woodstock. En su camino a través de la multitud de medio millón de personas, encuentra a una pareja sin nombre (Paul Dano y Kelli Garner) en una van. Antes de que uno se dé cuenta, está “viajando”, en lo que debe ser reconocido como una de las más finas secuencias de ácido autónomas desde que Stanley Kubrick metió a los espectadores en la Stargate en 2001, Odisea del espacio.

Como se trata del conservador Lee, en realidad él nunca tomó ácido. Lejanos están los días en que los directores –como Roger Corman para El viaje– deslizaban un cartón en la lengua en nombre de la investigación. “Estuve tentado de hacerlo”, dice Lee, débilmente. “Pero no pude. Una calada de marihuana y me duermo. No le saco provecho. Pero eso no viene al caso. Mis hijos me decían: ‘Papá, ¡tenés que probarlo!’. Ahí es cuando me cierro. Eran hongos... Dije: ‘Escuchen, no tuve que someterme a una operación de cambio de sexo para dirigir películas sobre mujeres, así que no me provoquen’.” En lugar de eso, se zambulló en montones de libros acerca de “la psicodinámica de la experiencia del LSD”, según dice James Schamus, productor y guionista de Lee en cada película, excepto en el romance de cowboys gays Secreto en la montaña y Sensatez y sentimientos, que tuvo guión de Emma Thompson. Schamus nota que “el guión es lo suficientemente fresco como para dar algún consejo sobre el viaje de LSD”, lo que lo llevó hacia Head, la influyente película de ácido de los ’60 dirigida por Bob Rafelson y con la actuación de The Monkees, “que Ang ni siquiera había oído nombrar”.

Al ser un obsesivo de los detalles, no escapó a la atención de Lee que la mayoría de las escenas de drogas en películas terminan siendo tediosas de ver. “Es una sensación”, explica él. “No es un efecto que pueda verse. Cuando lo filmás, podés hacer que la gente se enoje. Conseguís el efecto opuesto, podés irritar al público. Es un gran riesgo. Como director, me parece fascinante poder hacerlo bien, o lo mejor posible. Aporta mucho, creo que la película culmina en ese momento. Para mí, así es como la gente ve Woodstock: en oleadas”. Hijo de un director de escuela, Lee tenía 14 años y vivía en su Taiwan natal en el verano del ’69. “Vi cómo sucedía Woodstock en los noticieros de TV en blanco y negro, brevemente.” Pasarían nueve años antes de que se fuera de casa hacia EE. UU. –a estudiar en una escuela de artes dramáticas en Illinois y después en la escuela de cine de la Universidad de Nueva York– y la vida era “bastante conservadora” en ese entonces. “Incluso si los tipos tenían el pelo por acá (señala su cuello), había policías que te llevaban a la peluquería y te cortaban el pelo. Y te cortaban los flecos de tus jeans”.

Irónicamente, la cultura de la que él salió atrajo a muchos occidentales de la era Woodstock. “Buena parte de Woodstock tiene que ver con modos de vida alternativos para trabajar contra lo establecido, a lo que encontraban hipócrita, violento e imperialista. Lo que hicieron fue mirar hacia Oriente. Lo que para ellos era copado, para mí era un símbolo de represión. Como el daoísmo o el confucianismo, el maoísmo o el filósofo hindú que fuera... Eso representa algo muy represivo para mí. Pero era liberador para Occidente. De cualquier modo, me sentí bastante en casa cuando hice Destino: Woodstock, de un modo gracioso.”

Mientras que Destino... muestra –al menos en el fondo, ya que Elliot no llega ni cerca del escenario– canciones de Grateful Dead, Janis Joplin, The Doors y Joan Baez, la música nunca fue vital para Lee. “No fui un chico cool”, admite. “Escuché a Bob Dylan, pero no en profundidad”. Su vida estaba centrada en la familia. “El hogar es algo muy básico”, dice. “Es una relación nuclear. Mi vida personal sucedía principalmente dentro de casa. No fui una persona muy aventurera.” No hay duda de que es por eso que la noción de familia siempre impulsó a Lee, desde el clan inmigrante en El banquete de bodas hasta los hogares destrozados de Tormenta de hielo y Secreto en la montaña. En Destino: Woodstock, la película es impulsada por la relación de Elliot con sus padres judíos (Henry Goodman, Imelda Staunton), quienes manejan el motel venido abajo que se convierte en el centro de la operación Woodstock. “Es muy fascinante”, sonríe Lee. “¡La madre es horrenda! Fue muy real. El autor (Elliot Tiber, en cuyas memorias se basa el film) vio la película la semana pasada y decía: ‘¡Esa es mi madre!’ No podía parar de llorar.”

Aunque Lee no compara su crianza con la de Elliot, es evidente que también estaba peleado con sus padres. Ellos esperaban que siguiera la tradición familiar, como becario o maestro, y él admitió que su padre nunca pensó que su elección de carrera fuera respetable. “Piensa que es un buen hobby pero un terrible trabajo”, dijo alguna vez. Con todo lo conservador que es Lee en algunos aspectos –tiene dos hijos con Jane Lin, con quien está casado desde hace 26 años–, algunos elementos de su obra sugieren que todavía está rebelándose contra su padre. No importa lo que pudiera pensar éste acerca de los temas que eligió Lee, sus películas han demostrado ser exitosas. El banquete de boda, filmada con menos de un millón de dólares, fue una de las más lucrativas de los ’90. Adorado por Hollywood, fue nominado como mejor director en los Oscar por El tigre y el dragón, y lo ganó por Secreto en la montaña. Pero también es el preferido del circuito de festivales: tanto Secreto... como su drama erótico con trama en Shanghai Crimen y lujuria ganaron el León de Oro en Venecia.

En chiste, Schamus dice que antes de Destino: Woodstock, “la intención de Lee era pasar otros diez años haciendo películas increíblemente deprimentes, ocasionalmente alivianadas con sexo hardcore”. Aunque esto pueda ser una exageración, Lee, de 55 años, admite que están acabados los días de su debut Manos que empujan (1992), sobre un viejo instructor de tai chi. “No puedo hacer películas del modo en que empecé mi carrera. Para ser honesto, ser más liviano ¡es realmente un gran esfuerzo! Mi curva de aprendizaje en Destino... fue mostrar más respeto por el lado liviano, conservar la felicidad y la inocencia.” De cualquier modo, después de Crimen y lujuria –que causó controversias incalculables en China–, admite: “Necesitaba algo más liviano para salir de eso”. Quería hacer “una película mucho más suelta”, dice. Y sobre crear algo más amplio: “No llegué allí. Igual la enraicé en la realidad, en los detalles. El estilo está controlado y tiene buena imagen. No fui tan lejos como quería. ¡No me puse desprolijo! Así que o reconozco mi propio yo hoy en día y lo tomo como un hecho, o todavía tengo un largo camino por delante. Pero aquí estoy ahora”.

Pero, con todo lo livianamente divertida que es Talking Woodstock, Lee no puede evitar enfatizar el lado oscuro de la época, desde el veterano de Vietnam de Emile Hirsch hasta aludir irónicamente al intento capitalista acechando detrás del amor libre. El festival de Altamont –que se realizó menos de cuatro meses después de Woodstock y bajó violentamente la cortina a los ’60– apenas es mencionado. “Era un poco riesgoso incluir eso”, dice Lee. “Se supone que es una comedia para sentirse bien. Y meter esa sombra podría terminar la atmósfera optimista. Pero estaría todavía peor ignorar la realidad.” Si esto es lo que define buena parte del trabajo de Lee, no debe llamar la atención que raramente haya trabajado con grandes estudios. Tras encontrar su lugar en Focus Features, dirigida por Schamus, no es una sorpresa que su único blockbuster –Hulk, de 2003– haya sido un fracaso. “En realidad, la experiencia de Hulk fue de libertad total, tenía el dinero para hacer lo que quisiera. Pero el estreno de la película –el modo en que la venden– puede ser doloroso. Hace que te arrepientas de todo lo que hiciste.” Como ahora trabaja en una adaptación de la novela fantástica Life of Pi, de Yann Martel, para 20th Century Fox, Lee no renunció a hacer películas de alto presupuesto. “Quizá todavía me queden algunas por hacer”, se ríe. Lo único que necesitará es mantener la bestia interior bajo control.

* De The Independent de Gran Bretaña.

Jorge Volpi: "América Latina no existe"


La cercanía del Bicentenario "sólo sirve como mecanismo de distracción nacionalista", asegura, provocador, el autor mexicano, que presentó en el país "El insomnio de Bolívar", Premio de Ensayo Debate-Casa de América.

DEFINICION. "En Europa se sigue vendiendo la imagen de una izquierda latinoamericana unificada, pero se trata de fenómenos casi siempre nacionales y distintos", dice Volpi, que aquí reflexiona sobre los nuevos escritores latinoamericanos. Por Guido Carelli Lynch


Triste noticia la de enterrar a América Latina. Más, si se tiene en cuenta que entre 2009 y 2012, Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, El Sal­vador, México, Paraguay y Vene­zuela celebrarán los 200 años de sus respectivas independencias. Triste noticia, si se cuentan los muertos de la causa continental.

Tal vez el tricentenario de 2110 encuentre una América unida de Alaska a Ushuaia bajo el nom­bre de los Estados Unidos de las Américas, quizás entonces quepa hablar de integración regional, del sueño de Bolívar, y no de su in­somnio. Pero hoy, otra vez, procé­selo, América Latina no existe.

La provocación sale de la boca del mexicano Jorge Volpi, sen­tado cómodo en el lobby de un hotel cinco estrellas del micro­centro porteño, adonde viajó para presentar El insomnio de Bolívar. Cuatro consideraciones intempes­tivas sobre América latina en el si­glo XXI, que le valió el Premio de Ensayo Debate-Casa de América. "La vieja idea de América Latina que tanto fascinó al mundo occi­dental, mezcla de dictaduras de compromiso político; de eso prácticamente ya no queda nada. Es esa la América Latina que ya no existe", explica con su tono tran­quilo el también ganador del Pre­mio Biblioteca Breve –el mismo galardón que ayudó a construir el espejismo del boom , que ahora desmitifica.

Mercosur, Unasur, Comuni­dad Andina, Unión Sudameri­cana, ALBA, ALCA: "Al carajo", como dijo Hugo Chávez en la re­cordada Cumbre de Mar del Plata. Al carajo también con la mentada integración regional, podría decir Volpi, que insiste: "América La­tina no existe". "No existe como una realidad sociopolítica com­pleta. Ni tampoco existe como el sueño bolivariano de una Améri­ca hispana por completo unida. Quizá lo que no existe son estas imágenes construidas de América Latina que habían estado vigentes hasta hace muy poco tiempo. Lo que existe ahora es una América Latina distinta, fragmentada, que se conoce muy poco a sí misma, que es prácticamente incapaz de mantener flujos constantes de in­formación de un país a otro, aun­que a veces sean incluso vecinos", larga sin pausas y sin vehemencia Volpi. Para él, lo que queda de la región está sometido a la nueva ló­gica de la globalización, que admi­te como corriente central todo lo que viene de los Estados Unidos y de Europa. Todo eso en el marco de un continente donde EE.UU. y Brasil comienzan a ser las dos po­tencias fundamentales que guían a las demás, dos potencias que no hablan castellano.

¿Qué significa ser latinoame­ricano hoy?
Uno puede seguir diciendo que es latinoamericano porque sigue teniendo esta carga, por un lado nostálgica y por el otro lado idea­lista, de cercanía con los habitan­tes de los demás países, pero que en términos reales ya tiene un pe­so muy limitado.

En su libro señala que la posi­bilidad de un futuro latinoameri­cano está inexorablemente ata­do a la relación con EE.UU.
Es paradójico, pues estamos lle­gando a un nivel de normalidad que significa que los conflictos tienden a ser resueltos directa­mente en los países. Y salvo la amenaza de Chávez, que termina siendo a veces mucho más dis­cursiva que real para los Estados Unidos, el resto de los países no están en absoluto en la agenda central de EE.UU. Ni siquiera ahora, en la era Obama. Puede ser que nos encontremos frente a un EE.UU. mucho más tolerante, abierto y dispuesto al diálogo y a la no intervención que en la era Bush, pero al mismo tiempo es un momento en el cual EE.UU. no tiene en absoluto a América Latina como prioridad. La priori­dad número uno de Obama hoy es interna, y la segunda es la agenda de seguridad en Oriente Medio. En ese panorama, América Lati­na ya no es la región más pobre, tampoco es una de las regiones de mayor crecimiento, es una región relativamente normal, pero que para los ciudadanos de América latina representa una normali­dad endeble, una normalidad en la cual, por un lado, la democracia no está por completo consolidada, y segundo, el problema central de América latina que es la pobreza sigue sin resolverse.

Usted analiza la caída de las grandes narrativas en América latina ¿Cómo afecta eso a los habitantes de cada país?
La caída de las grandes narrati­vas, el fin de esa época utópica, también le llega a América Latina y se manifiesta de dos maneras distintas, contemporáneas y para­dójicas. Por un lado ha desapare­cido esta división entre izquierda y derecha y la cadena utópica. Pero, al mismo tiempo, en muchos de los países, lo que ha terminado por pasar es la ansiada llegada de la democracia, entendida en muchos momentos anteriores de América Latina como esa utopía posible. La democracia, que está en todos los países del continente, con la excepción de Cuba, ha ter­minado en muchos casos por des­encantar a los ciudadanos, porque no resuelve de manera inmediata todos los problemas que frecuen­taban anteriormente. Entonces, a partir de ese desencanto, surgen estos nuevos liderazgos carismá­ticos populistas que intentan revi­vir las grandes narrativas. Ese es el mayor anhelo de Hugo Chávez; el de crear una nueva gran na­rrativa de un continente con una globalización alterna, controlada desde luego desde Venezuela, en contra de la que se lleva a cabo en el resto del mundo. En Europa se sigue vendiendo la imagen de una izquierda latinoamericana unifica­da, pero en realidad no es verda­dera. Se trata de fenómenos casi siempre nacionales y distintos.


Crítico activo, cínico por mo­mentos, a Volpi le tocó lidiar con la caída de las grandes narrativas en la política y también en su campo; el de la literatura. Lejos de la nostalgia que inunda a los editores españoles, no lamenta que la mecha del boom latinoame­ricano se haya extinguido. "Somos la primera generación que nunca creyó en esas grandes narrativas. No hay una generación desencan­tada de los 60, porque en realidad nunca estuvo encantada con algo. La mía ha sido la generación bisa­gra a la que le ha tocado observar el derrumbe de esas narrativas y el paso a una indiferencia o a una profunda desconfianza de las generaciones siguientes hacia lo político, hacia el compromiso, ha­cia la democracia, hacia la vincu­lación de lo intelectual en la vida política", explica este organizador de los festejos del 80 cumpleaños de Carlos Fuentes, quien no ha dudado en señalarlo más de una vez, como su sucesor literario.

Dentro de los numerosos cli­chés del ser regional que Volpi revisa hay uno en particular, que "supimos conseguir" y que le arranca una sonrisa franca. "Los argentinos son esa entrañable excepción a casi todo. Es un este­reotipo, por supuesto; pero que se confirma en muchos sentidos", anuncia este activo participante de ferias y congresos literarias ibero­americanos. Para él, la concreción de ese lugar común se revela no solamente en la propia visión que en general la Argentina tiene de sí misma, sino también por una serie de peculiaridades históricas que efectivamente la distancian de otras partes del continente. "Mien­tras Chávez, Evo Morales, Correa o Uribe van socavando la demo­cracia desde adentro, reformando las constituciones ad hominem para mantenerse en el poder; la excepcionalidad argentina hace que aquí ni siquiera eso haya sido necesario. La peculiaridad única en el continente y pues, en reali­dad en el mundo, es cómo un pre­sidente puede hacer que su esposa se convierta en candidata, gane la presidencia, y cómo se abre ahora la posibilidad de que regrese otra vez Kirchner en un tercer perío­do" , interpreta Volpi. Para este extraño caso de autor y director de programación de un canal de te­levisión, ese rasgo de la excepcio­nalidad argentina se inscribe en la tradición de las mujeres políticas fuertes, que marcaron la historia nacional, y que no se ha reprodu­cido en ningún otro lugar.


El decálogo de la democracia en América Latina que traza Vol­pi comienza con los liderazgos carismáticos de los caudillos de­mocráticos. "Ejercen liderazgos y prometen que van a ser capaces de transformar al país porque tienen métodos mucho más drásticos, porque verdaderamente cumplen su palabra, son capaces de trans­formar al país incluso modifican­do la legislación con tal de resol­ver los problemas cotidianos de la gente", advierte.

¿Pero el deterioro institucional es sólo discursivo?
No. Los políticos llegan al poder de manera legítima, por medio de las urnas, pero en esta paradoja lógica que sólo ocurre en la demo­cracia –el único sistema que pue­de irse desmantelando desde den­tro– van incrementando cada vez más el control que ejercen sobre los distintos poderes que deberían de existir pluralmente en un Esta­do democrático. Los otros poderes, el Congreso y el Poder Judicial son constantemente objeto del ataque de estos liderazgos para minar su credibilidad. Y, en efecto, en casi todos los países, uno tiene la peor impresión posible tanto de los legisladores como de los jueces. Luego, existen pugnas por y con los medios de comunicación, refe­réndums, encuestas y recursos de democracia directa para ir ganan­do mayor legitimidad y sancionar lo que está siendo en el fondo un engaño a la legalidad.

¿Y por qué no existe un proyec­to intelectual latinoamericano? ¿Es imposible?
No hay un medio realmente que llegue a todas partes, tal vez el único caso, y siempre por cable, es otra vez la televisión, CNN en español que sí llega a todas par­tes, pero ni siquiera es un medio latinoamericano. Fuera de eso, en realidad son muy pocos los instru­mentos que pueden existir a nivel continental para aumentar el nivel de conocimiento de lo que ocurre en América Latina. Tampoco en Internet, tenemos más bien algu­nos espléndidos sitios nacionales en los que colaboran escritores de otros países, pero el problema está más bien en que ninguno de ellos tiene un peso real continen­tal. Probablemente el que más lo tenga sea el diario El País, que otra vez, no es latinoamericano. No sé si un proyecto común es inviable, simplemente no existe por ahora.

América latina no existe ¿Para qué debería servir este Bicente­nario latinoamericano?
Debería servir para hacer una conmemoración crítica. No quiero decir que realmente no haya nada que celebrar. En efecto, América latina no había gozado de una eta­pa de paz ni de derechos cívicos tan poderosa como la que vivimos ahora en estos dos siglos. Sin em­bargo, quedan en la agenda pro­blemas por resolver, empezando de manera central por la desigual­dad. No obstante, lo que más me preocupa de los festejos es esta carga típicamente nacionalista. Casi siempre tienen el único obje­tivo, no de unir al país en abstrac­to, sino de unir al país en torno al gobierno de turno. Y eso hace que en las celebraciones de cada acto de prácticamente todos los paí­ses, el centro está en convertirse en, como dice el lema mexicano, "200 años orgullosamente mexi­canos, o argentinos, o chilenos o lo que sea." Y, en medio de una crisis global como en la que vivi­mos, con una enorme cantidad de conflictos sin resolver, solamente sirve como mecanismo de distrac­ción nacionalista. El Bicentenario debería servir para observar las independencias de América La­tina como un fenómeno de toda la región, para tratar de entender verdaderamente su naturaleza y, en segundo lugar, para reflexionar sobre qué problemas podríamos resolver de aquí en adelante.

Buenos Aires, diciembre de 2007

Buenos Aires, diciembre de 2007 Jorge Volpi El hombre sonríe apenas, no de manera forzada pero sí un tanto ambigua, como si quisiera demostrar que ha ganado la partida pero que tampoco las tiene todas consigo. Se muestra orgulloso, un tanto altivo, sólo levemente descolocado. Según todos los indicios, esto es justo lo que quería y ahora lo tiene, aunque tal vez le venga a la mente el adagio que aconseja tener precaución ante los propios deseos. Por unos minutos él sigue siendo quien manda, quien toma decisiones, quien recibe los aplausos y las mezquinas muestras de admiración. La escena es digna de uno de los estudios psicoanalíticos que tanto complacen a sus compatriotas: el macho alfa que ha demostrado su poder y ha ganado todas las batallas pero que, envejecido, se apresta a entregarlo: para colmo a una hembra y, peor aún, a una hembra que es su propia esposa. Aun en los regímenes democráticos, que preparan a sus políticos para este odioso instante, no ha de ser fácil perder el control de un país de la noche a la mañana. No importa: Néstor Kirchner, todavía con la banda albiceleste en el pecho y el bastón de mando en el puño, representa su papel a la perfección, como si no viese el momento de desembarazarse de su carga. En cambio ella, Cristina Fernández –subrayemos– de Kirchner, sonríe de manera distinta: se muestra radiante, más relajada y emotiva o, como buena política, lo finge a la perfección. Aunque por enésima ocasión será víctima de chistes y burlas sexistas –otra mujer que asciende por haberse acostado con un hombre–, sabe que a partir de ahora sus roles habrán de invertirse. Más allá de los acuerdos previos, de la complicidad política y marital de años, entre los dos se instala un interrogante, una transformación que ninguno de los dos puede prever. Como si fuera el remedo de una ceremonia nupcial –de un matrimonio de Estado–, él prosigue con el rito e intenta despojarse de la banda, tan parecida a un lazo, sin darse cuenta de que rompe el protocolo. En un primer guiño inesperado, ella lo reprende: primero tenés que firmar, che boludo (parece pensar). En este matrimonio inverso, él se convierte así en jubilado –aunque no por mucho tiempo– y ella en nueva jefa de la familia. (...) El experimento político no deja de ser, sobre todo, un experimento familiar. Sus alcances en el próximo episodio.

De El insomnio de Bolívar, pág. 44.

Ficha:

El insomnio de Bolívar. Cuatro consideraciones intempestivas sobre América latina en el siglo XXI
Jorge Volpi
DEBATE
259 PAGINAS
$ 45

Volpi Básico

Escritor. México, 1968.

Junto a sus colegas de la Generación del crack, novelistas mexicanos que comienzan a publicar en los 90, apostó por una literatura que retomará algunas líneas del boom, en especial su interés por construir novelas que lo contarán todo y desbordarán hacia territorios de la política, la historia o las ciencias. En la trilogía que inició con "En busca de Klingsor" (1999) trazó un arco narrativo que cruza la segunda mitad del siglo XX, en especial el vínculo entre las innovaciones científicas y la construcción del poder. Como ensayista, ha abordado temas como la revolución zapatista, la escritura de ficción o la figura de Simón Bolívar. Desde 2007 dirige Canal 22, el canal cultural de la televisión pública mexicana. Además obtuvo el Premio José Donoso por el conjunto de su obra narrativa.Certifica.com

Adiós a Leónidas Lamborghini, una de las grandes voces de la poesía argentina


Considerado una de las voces principales de la poesía nacional, Lamborghini falleció a sus 82 años. Sus restos serán velados en la Biblioteca Nacional, a partir de las 21.30. Admirado por Fogwill y Ricardo Piglia, entre muchos otros, es dueño de una obra prolífica y rupturista. Aquí, una de sus últimas entrevistas.

Por: Carlos Maslatan

LAMBORGHINI. "En la nueva poesía, los escritores recuperan la parodia, hoy está de moda", decía el autor de Las patas en la fuente.

Leónidas Lamborghini está considerado como una de las voces centrales de la poesía nacional, aunque al comienzo de su carrera fue acusado de mancillar a la poesía por su inclinación a la parodia. Su obra es prolífica y admirada por colegas exigentes como Ricardo Piglia y Rodolfo Fogwill.

–¿Cuál es su visión sobre la poesía argentina actual?
–Debo decir que la palabra "actual"me asusta un poco. Estoy bastante apartado de la actualidad, porque si un poema me agrada o me entusiasma, no importa que sea actual o no. No importa la línea, no importa la escuela, no importa la historia del arte, y menos aun si se trata de un poeta mayor o menor. Lo que percibo en los poetas jóvenes es una ironía y un cinismo bien atemperados y bien alejados del lirismo que imperó, por ejemplo, en los años 40 y 50. Si tengo que dar nombres, me gusta la poesía de Bértola, Monteagudo, Casas, Rubio, Durand, Emiliano Bustos, Fernando Molle, Sergio Raimondi, la gente de las revistas Vox y El niño Stanton. Entre las poetas, suelo releer con gran placer a Irene Gruss, cuyos libros me parecen excelentes. También, hay varias poetas muy jóvenes cuyos trabajos me gustan mucho.

–¿Qué diferencia a la nueva generación de las anteriores?
–El panorama está movido porque hay rupturas. Estos jóvenes rompen con el verosímil de poesía –que pasaba exclusivamente por la lírica– y con la concepción del poema ya no como cosa sagrada sino como un espacio para la experimentación, sin más límite que la voluntad o la capacidad del poeta. En la nueva poesía, los escritores recuperan la parodia, hoy está de moda.

–Colocándolo casi en un rol de visionario, ¿qué caminos cree que tomará la poesía nacional en las próximas décadas?
–Es imprevisible: la ruptura parece marcar un determinado camino, pero la ruptura sutura y lo que fue cambio ya no lo parece y entonces es necesario volver hacia atrás para encontrar lo nuevo. Hay veces que para descubrir lo nuevo hay que volver a lo viejo, como decía León Trotsky. "Se trata de dar vuelta las viejas formas, como un guante", era su frase, citada por un poeta católico y conservador como T. S. Eliot, quien también dijo que Trotsky fue el único que entendió cómo venía la mano. En los textos de los poetas jóvenes percibo la ausencia de una épica. Con épica, me refiero a un poema que siendo poema –no propaganda– sea político, que recoja los conflictos actuales de la sociedad y los articule con el conflicto personal. Creo que esa carencia es un rasgo de la nueva generación, aunque no descarto que esté equivocado y sea yo quien no pueda percibir la presencia de ese elemento. Uno lee en estado de gracia o bien de desgracia. Cuando leés en estado de gracia, parás un momento y pensás: "Qué pavada estoy diciendo, si esto que creo que no está aparece en el poema de tal autor". No hay duda de que en los más jóvenes hay un lirismo, pero es despojado, muy distinto al de mi época. Despojado de todo colgajo lírico o, como dice el crítico y poeta Sandro Barrella, de "un lirismo narcotizado".
Hoy, los poetas exhiben un lirismo seco. Para expresarlo más gráficamente, los jóvenes bajan la poesía del cielo a la tierra.

–¿A qué poetas argentinos regresa como lector?
–Desde ya, me parecen importantes y releo las obras de Fogwill, Oscar Steimberg, Néstor Perlongher, Francisco Urondo y Osvaldo Lamborghini. Entre los ya no tan jóvenes, me interesan Daniel Samoilovich, Daniel Freidemberg, Pancho Muñoz y Daniel G. Helder. Entre los líricos, al que sigo con mayor placer es a Arturo Carrera. Yendo a los muy nombrados y los no tan nombrados, pienso que siguen teniendo vigencia Juan L. Ortiz, Oliverio Girondo, Leopoldo Marechal, Joaquín Giannuzzi, Ricardo Zelarayán y Hugo Savino. Pero hablando de rupturas y novedades, me interesan los gauchescos: ese Bartolomé Hidalgo que sale de hacer endecasílabos e inventa el tono y el metro de los gauchescos, e incorpora esa risa nuestra tan particular, que está ahí no como mera burla sino para hacerle una grieta al muro detrás del cual se esconde la impostura. Y ellos (Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi, Estanislao Del Campo y José Hernández) fueron poetas políticos y de una gran originalidad, y esto no lo digo yo sino que lo detectó con gran lucidez Ezequiel Martínez Estrada. Insisto: me parece actual cualquier poeta que me produzca placer. De lo contrario, todo se vuelve muy aburrido: es la historia del arte, son los catedráticos, la gente que tiene todo muy ordenadito por influencias, líneas y escuelas y a mí eso nunca me interesó un carajo. Para mí, puede ser grande una línea como "mi corazón una mentira pide", que voy a recordar toda la vida aunque no sepa quién fue el tanguero que la escribió (N. de R.: fue Alfredo Lepera). Por último, si se puede hablar de miserias y grandezas de la poesía argentina actual, creo que estamos atravesando un momento en el que, paradójicamente, se escribe cada vez más y mejor poesía y, sin embargo, el género no tiene visibilidad ni en los suplementos literarios de los diarios ni en las librerías.

*Publicado en Ñ el 11 de agosto de 2007

Carta al seis mil millonésimo ciudadano del mundo


El escritor británico Salman Rushdie, condenado en 1989 en Irán, dirige esta reflexión al habitante del mundo que acaba de nacer. Le advierte que las "historias" de la religión le agradarán, pero a poco descubrirá que se le exigirá que viva sometido a sus leyes e iniquidades. De este modo, inicia una crítica laica a la fe.

Por: Salman Rushdie

GUERRAS SANTAS. Militantes de Hamas en Líbano, en 2001. "Convierten sus cuerpos en bombas de Dios", dice el escritor perseguido.

Querida pequeña persona viva número seis mil mi­llones: Como miembro más reciente de una especie sabi­damente inquisitiva, es probable que no tardes mucho en empezar a hacerte las dos preguntas de los sesenta y cuatro mil dólares con las que los otros 5.999.999.999 humanos venimos lidiando desde hace tiempo: ¿Cómo hemos llega­do hasta aquí? Y ahora que esta­mos aquí, ¿cómo vamos a vivir?

Curiosamente –como si no nos bastara con seis mil millones de congéneres–, casi con toda segu­ridad te insinuarán que para en­contrar respuesta a la pregunta del origen es necesario que creas en la existencia de un Ser más, invi­sible, inefable, presente "en algún sitio por ahí arriba", un creador omnipotente a quien nosotros, pobres criaturas limitadas, somos incapaces siquiera de percibir, y menos aún de comprender. Es decir, te alentarán con insistencia a imaginar un cielo con al menos un dios residente. Este dios-cielo, dicen, creó el universo revolviendo su materia en una olla gigante. O bailó. O vomitó la Creación de sus propias entrañas. O simplemente pronunció unas palabras para dar­le existencia y, ¡zas!, existió.
En algunas de las historias de la creación más interesantes, el dios-cielo único y poderoso se subdivide en muchas fuerzas menores: deidades subalternas, avatares, "ancestros" metamórfi­cos gigantescos cuyas aventuras crean el paisaje, o los panteones caprichosos, arbitrarios, entro­metidos y crueles de los grandes politeísmos, cuyas desaforadas hazañas te convencerán de que el motor verdadero de la creación fue el anhelo: de poder infinito, de cuerpos humanos que se rompen con excesiva facilidad, de nubes de gloria. Pero justo es añadir que hay asimismo historias que transmiten el mensaje de que el impulso creador primigenio fue, y es, el amor.

Muchas de estas historias se te antojarán sumamente hermosas y, por tanto, seductoras. Ahora bien, por desgracia, no te exigirán una respuesta a ellas puramente litera­ria. Sólo las historias de religiones "muertas" pueden valorarse por su belleza. Las religiones vivas te exigen mucho más. Te dirán, pues, que la fe en "tus" historias y la adhesión a los rituales de ve­neración que se han desarrollado en torno a ellas deben convertirse en parte esencial de tu vida en este mundo abarrotado de gente. Las llamarán el corazón de tu cultura, incluso de tu identidad individual. Puede que en algún punto las sientas como algo de lo que es im­posible escapar, imposible escapar no como de la verdad, sino como de la cárcel. Acaso en algún punto dejen de parecerte textos en los que unos seres humanos han in­tentado resolver un gran misterio y te parezcan, en cambio, los pre­textos para que otros seres huma­nos debidamente ungidos te den órdenes. Es cierto que la historia humana está llena de esa opresión pública forjada por los aurigas de los dioses. En opinión de las per­sonas religiosas, no obstante, el consuelo íntimo que procura la religión compensa con creces el mal obrado en su nombre.

A medida que ha aumentado el conocimiento humano, ha que­dado claro asimismo que toda na­rración religiosa sobre cómo llega­mos aquí está totalmente equivo­cada. En última instancia, esto es lo que tienen en común todas las religiones: no acertaron. No hubo revoltillo celestial, ni danza del hacedor, ni vómito de galaxias, ni antepasados canguros o serpien­tes, ni Valhalla, ni Olimpo, ni un truco mágico de seis días seguido de un día de descanso. Todo mal, mal, mal. Pero en este punto nos encontramos algo realmente extra­ño. El error de los relatos sagrados no ha mermado el fanatismo del devoto. Es más, el simple delirio inconexo de la religión conduce al religioso a insistir de manera cada vez más estridente en la importan­cia de la fe ciega.

De resultas de esta fe, dicho sea de paso, en muchas partes del mundo ha sido imposible impe­dir el alarmante crecimiento del número de seres humanos. Cul­pemos de la superpoblación del planeta, por lo menos en parte, al deplorable sentido de la orien­tación de los guías espirituales de la especie. En tu propio tiempo de vida, bien puede ocurrir que seas testigo de la llegada del nueve mil millonésimo ciudadano del mun­do. Si eres indio (y tienes una entre seis posibilidades de serlo), aún estarás vivo cuando, gracias al fracaso de la planificación fa­miliar en ese país pobre y dejado de la mano de Dios, su población supere a la china. Y si como resul­tado de las restricciones religiosas sobre el control de la natalidad nacen demasiadas personas, tam­bién morirán demasiadas perso­nas, porque la cultura religiosa, negándose a afrontar las reali­dades de la sexualidad humana, también se niega a luchar contra la propagación de enfermedades de transmisión sexual.

Hay quienes dicen que las grandes guerras del nuevo siglo volverán a ser guerras religiosas, yihads y cruzadas, como en la Edad Media. Aunque, desde hace ya años, suenan en el aire los gri­tos de guerra de los fieles mientras convierten sus cuerpos en bombas de Dios, y también los alaridos de sus víctimas, me he resistido a creer en esta teoría, o al menos en el sentido que le da la mayoría.

Llevo tiempo afirmando que la teoría del "choque de las civili­zaciones" de Samuel Huntington es una simplificación excesiva: que la mayoría de los musulma­nes no tienen el menor interés en participar en guerras religiosas, que las divisiones en el mundo musulmán son tan profundas como sus elementos comunes (si te cabe alguna duda de que esto es así echa una ojeada al conflicto suní-chií en Irak). Apenas puede encontrarse nada que se parezca a un objetivo islámico común. In­cluso cuando la OTAN no islámi­ca libró una guerra a favor de los albaneses kosovares musulmanes, el mundo musulmán fue remiso a la hora de ofrecer la muy necesa­ria ayuda humanitaria.

Las auténticas guerras religio­sas son las guerras que las reli­giones desatan contra ciudadanos corrientes dentro de su "esfera de influencia". Son guerras de los píos contra los prácticamente indefensos: los fundamentalistas estadounidenses contra los médi­cos partidarios de la libre elección, los mulás iraníes contra la mino­ría judía de su país, los talibanes contra el pueblo afgano, los fun­damentalistas hindúes de Bombay contra los musulmanes cada vez más asustados de la ciudad.

Y las auténticas guerras reli­giosas son asimismo las guerras que las religiones desatan contra los no creyentes, cuya intolerable incredulidad se recalifica como de­lito, como razón suficiente para su erradicación.

Pero con el paso del tiempo me he visto obligado a reconocer una cruda realidad: que la masa de los llamados musulmanes corrientes parece haberse dejado embaucar por las fantasías paranoicas de los extremistas y parece dedicar una mayor parte de su energía a la movilización contra caricaturistas, novelistas o el Papa, que a conde­nar, privar de derechos civiles y expulsar a los asesinos fascistas que habitan entre ellos. Si esta mayoría silenciosa permite que se libre una guerra en su nombre, se convertirá finalmente en cómplice de esa guerra.

Por tanto, quizá sí se ha inicia­do, al fin y al cabo, una guerra re­ligiosa, porque está permitiéndose a los peores de nosotros dictar las prioridades de los demás, y por­que los fanáticos, que no se andan con chiquitas, no encuentran opo­sición suficiente entre "su propio pueblo".
Y si eso es así, los vencedores de dicha guerra no deben ser los estrechos de miras que, como siempre, marchan a la batalla con Dios de su lado. Elegir la in­credulidad es elegir el espíritu so­bre el dogma, confiar en nuestra humanidad y no en todas esas peligrosas divinidades. Así pues, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? No busques la respuesta en las narraciones "sagradas". Puede que el imperfecto conocimiento humano sea un camino lleno de baches y hoyos, pero es el único camino a la sabiduría digno de seguirse. Virgilio, que creía que el apicultor Aristeo podía generar espontáneamente abejas nuevas a partir de una vaca muerta en des­composición, estaba más cerca de la verdad sobre el origen que todos los libros venerados de la Antigüedad. Las sabidurías an­cestrales son tonterías modernas. Vive en tu tiempo, utiliza lo que sabemos, y cuando crezcas, quizá la especie humana haya crecido por fin contigo.

Como dice la canción: "Es fácil si lo intentas".

En cuanto a la moralidad, la se­gunda gran pregunta –¿cómo vi­vir?, ¿cuál es la actuación correcta y cuál la incorrecta?– se reduce a tu predisposición a pensar por ti mismo. Sólo tú puedes decidir si quieres que la ley te sea entrega­da por sacerdotes y aceptar que el bien y el mal son cosas de algún modo externas a nosotros. A mi juicio, la religión, incluso en su forma más elaborada, en esencia infantiliza nuestra identidad ética estableciendo árbitros infalibles de la moral y tentadores irredimi-blemente inmorales por encima de nosotros: los padres eternos, el bien y el mal, la luz y las tinieblas, el reino sobrenatural.

¿Cómo, pues, vamos a tomar decisiones éticas sin un regla­mento divino o un juez? ¿Es aca­so la incredulidad el primer paso en la larga caída hacia la muerte cerebral del relativismo cultural, conforme al que muchas cosas insoportables –la circuncisión femenina, por citar sólo un ca­so– pueden disculparse por mo­tivos culturalmente específicos, y la universalidad de los derechos humanos puede también pasarse por alto? (Esta última muestra de negación moral encuentra parti­darios en algunos de los regíme­nes más autoritarios del mundo, y también, inquietantemente, en las páginas de opinión del Daily Telegraph.)

Bien, pues no lo es, pero las ra­zones para dar esta respuesta no están claramente definidas. Sólo una ideología de línea dura está claramente definida. La libertad, que es la palabra que empleo para la posición ética secular, es ine­vitablemente más confusa. Sí, la libertad es ese espacio donde pue­de reinar la contradicción; es un debate interminable. No es en sí misma la respuesta a la pregunta de la moralidad, sino la conversa­ción sobre esa pregunta.

Y es mucho más que simple relativismo, porque no es simple­mente una tertulia interminable, sino un lugar donde se toman de­cisiones, se definen y defienden valores. La libertad intelectual, en la historia europea, ha represen­tado sobre todo libertad respecto a las restricciones de la Iglesia, no del Estado. Esta es la batalla que libró Voltaire, y es también lo que nosotros, los seis mil millones, podríamos hacer por nosotros mismos, la revolución en la que cada uno de nosotros podría des­empeñar nuestro pequeño papel, una seis mil millonésima parte del total. De una vez por todas, po­dríamos negarnos a permitir que los sacerdotes, y las ficciones en cuyo nombre afirman hablar, sean la policía de nuestras libertades y nuestro comportamiento. De una vez por todas, podríamos devolver las historias a los libros, devolver los libros a las estanterías y ver el mundo sin dogmas y en toda su sencillez. Imagina que el cielo no existe, mi querido seis mil millo­nésimo, y de inmediato no habrá más límite que el cielo.

Los ateos tienen también su dios


El filósofo italiano Gianni Vattimo se pregunta los porqué del creciente interés por demostrar que Dios no existe.

Por: Gianni Vattimo. Filósofo.

Reflexiones "Las iglesias, y en primer lugar la Iglesia católica, pensaron que debían predicar al dios de Jesucristo como si fuera ese dios demostrable", dice Vattimo.

¿Por qué tanto interés en demostrar que Dios no existe? Es una pregunta que, ciertamente, gente como Hitchens refutaría, o al menos zanjaría de inmediato, diciendo que la verdad merece ser conocida más allá o más acá de cualquier interés. Sin embargo, eso de por sí torna sospechoso su enfoque. Como enseñó Nietzsche, quien habla de la verdad como un valor supremo muestra que todavía cree en un dios último. Pero entonces, si no puede, y no debería, invocar el amor por la verdad, ¿por qué a Hitchens le preocupa tanto la demostración de la no existencia de Dios? Sobre todo, teniendo en cuenta que, como observan muchos semi-creyentes, si Dios existe, la verdad es que hace sentir muy discretamente su presencia.

Podemos aventurar una hipótesis, que vale no sólo para Hitchens sino para todos los numerosos ateos militantes que comparten su mismo programa. Quieren demostrar que Dios no existe porque "perturba", o mejor: porque constituye un límite para nuestra libertad. De ahí que tenga sentido oponer a Nietzsche al ateísmo racionalista de Hitchens y otros semejantes. ¿Someterse a la verdad es realmente mejor, para nuestra libertad, que someterse a Dios? Si tomamos, por ejemplo, el iusnaturalismo en la ética y la filosofía del derecho, someterse a la ley (derechos y deberes) "natural" ¿es realmente mejor que someterse a Dios?

Los ateos racionalistas deberían ser más coherentes. Tendrían que adoptar el lema que servía de título a un texto anárquico de hace un tiempo, de Hans Peter Duerr (si no me equivoco): Ni dieu ni mètre –ni dios ni metro–. Ni dios ni orden racional del mundo que deban ser respetados; o también: ni dios ni verdad científica asumida como base para una conducta racional. En suma: el orden objetivo que la "razón" descubriría en la realidad, y que estaría al alcance de la razón de "todos", es tan poco liberador, y peor quizá, que el dios de la tradición. Naturalmente, el dios cuya no existencia se demuestra según Hitchens es el dios de nuestra tradición –una entidad personal que habría creado al mundo y al hombre y con la cual el hombre puede ponerse en comunicación para conocer su voluntad, sus propósitos, su eventual plan de salvación–. ¿Podemos decir el dios cristiano? Si es así, y creo que es así, considerar a este dios como un obstáculo a la libertad y a la responsabilidad del hombre tiene poco sentido; o por lo menos, se funda en un error, pues de quien nos quieren liberar es del dios-poder que quiere imponernos su autoridad a través de todo tipo de exigencias y prohibiciones. En esto, puedo estar más de acuerdo con Hitchens que un creyente.

Para los creyentes, al contrario, justamente para salvar la propia fe, sobre todo en este momento de la historia en que el multiculturalismo nos ha hecho conocer tantas experiencias religiosas distintas, es decisivo separar a dios de toda disciplina clerical, de toda pretensión de poder de imposición sobre la libre elección del hombre. Desde el punto de vista del interés por la libertad, en cambio, se debería reconocer que la idea de un dios personal que nos comunica su voluntad y sus propósitos es mucho más aceptable que la de un orden objetivo que, ciertamente, como en Spinoza, nos invita a "no llorar ni gozar, sino solo entender" la necesidad lógica de todo. No precisamente un gran avance para la libertad que se intentaba salvar.

Es cierto que de este dios tenemos noticias sólo a través de textos mitológicos, nunca lo descubrimos en una experiencia sensible o mediante un procedimiento científico ordenado. No es un "fenómeno", diría Kant; o, como escribe en cambio más claramente Bonhoeffer, "un dios que está (como una cosa, un objeto de posible experiencia) no está". Y sin embargo, todos tenemos el sentimiento, sí, como una impresión de fondo de la que no podemos liberarnos, de que nuestra existencia fue hecha posible, en sus aspectos afectivos, de evaluación, de elecciones morales, solo por esa herencia mitológica, en cuyo interior, por otra parte, maduró también la mentalidad científica de la que Hitchens quiere ser defensor.

El dios cuya no existencia es demostrada (sin turbarnos en absoluto) por Hitchens es el que, por el contrario, pareció tan a menudo demostrable (de San Anselmo a Descartes) a los filósofos; si ese dios existiera, adiós libertad, estamos de acuerdo. Pero es justamente el "dios de los filósofos", al que ya Pascal consideraba poco creíble. Las iglesias, y en primer lugar la Iglesia católica, pensaron que debían predicar al dios de Jesucristo como si fuera ese dios "demostrable"; y cometieron ese error por puros motivos de poder –el Dios que la razón "demuestra" parece portador de una autoridad más absoluta y universal (pensemos en cómo la Iglesia insiste en el hecho de que "por naturaleza", el matrimonio "naturalmente" heterosexual es indisoluble, y así puede prohibir el divorcio también a los no creyentes. Y así sucesivamente). El dios en el cual siguen creyendo los creyentes no tiene nada que ver con el dios, inexistente, de Hitchens. Su libro puede, en cambio, ayudar a todos a liquidar la siempre resurgente tentación de identificar la palabra divina con alguna autoridad despótica, llámese la iglesia o la "ciencia".

Traducción de Cristina Sardoy.

Polémica antología sobre ateísmo


El libro "Dios no Existe", antología de artículos de pensadores y escritores de todas las épocas, es otra acción militante contra la religión, fuente de violencia y sumisión para el recopilador británico Christopher Hitchens.

Por: Gustavo Varela

Dios ha muerto: así lo sentenció F. Nietzsche en su libro La gaya ciencia, en 1882, hace ya más de un siglo. Sin embargo las discusiones contemporáneas en torno al pensamiento religioso y a la presencia de dios en las prácticas humanas parecen contradecir aquella proclama e inaugurar el retorno de un problema filosófico que la modernidad, suponíamos, había despachado para siempre.

Gianni Vattimo, Richard Rorty, Juergen Habermas, Jacques Derrida, Hans Gadamer, entre otros, escriben, discuten, se reúnen en mesas redondas o en conversaciones teóricas para hablar de religión y entonces Dios, la Biblia, lo sagrado, la trinidad, Moisés o la fe vuelven a formar parte de una batería conceptual filosófica que creíamos perimida. ¿Por qué? ¿Cuál es la necesidad de este retorno? ¿No era claro que el pensamiento crítico exige el fin de las religiones o de cualquier otra forma de clausura trascendente? ¿No alcanza con la ciencia para la verdad, con el acuerdo para la moral, con la democracia para la política o con el psicoanálisis para la angustia existencial? Después de Nietzsche, de Freud y de Marx, ¿es necesario volver a pensar en Dios o en la religión o en una fuerza divina para edificar nuestro pensamiento humano? A lo largo de la modernidad, y en particular en el siglo XX, aprendimos a pensar sin dios: la antropología, la política, la sociología, el psicoanálisis, la pedagogía, en fin, todas las formas contemporáneas del pensar excluyen a dios de su cuadrícula de explicaciones. ¿Cuáles son las razones de este retorno de lo religioso en la reflexión teórica?

No hay dudas que habitamos el fin de una época. La crisis del pensamiento moderno, anunciada en miles de páginas bajo el prefijo pos (posmodernidad, poshumanismo, posindustrial, etc.) implica un giro y una metamorfosis en los conceptos y valores sobre los que se había edificado el sentido de las prácticas humanas desde el siglo XVII en adelante. Después de la muerte teórica de Dios, asistimos al fin de la Verdad, de los grandes relatos, de la objetividad, de la historia, de las ideologías, de la ética humanista. El pensamiento contemporáneo parece referir a la caída como un modo de afirmar la incertidumbre a la que está expuesto cuando pierde el andamiaje que le brindó la razón por más de trescientos años. La demolición del edificio moderno deja escombros: culpas, ausencias, reconstrucciones, críticas, obsesiones, abandono, reordenamientos. El fin de la metafísica y el nihilismo que le sigue, anunciado por Nietzsche y luego por Heidegger, es uno de sus efectos. La necesidad de una nueva ontología es otro. Deleuze, Badiou, Sloterdijk, Negri, Baudrillard, entre tantos autores, se hacen cargo de la devastación moderna y, sin la necesidad de Dios, elaboran toda una siderurgia teórica para fraguar los cimientos filosóficos en un nuevo suelo.

Es en esta perspectiva de reconocimiento del fin de la metafísica en la que se ubica el filósofo italiano Gianni Vattimo. Pero, lejos de aquellos teóricos que prescinden de Dios, Vattimo vuelve sobre el pensamiento religioso y afirma que el nihilismo posmoderno, el "pensamiento débil" tal como él lo llama, es la "verdad actual del cristianismo". Esto, lejos de tener una mirada crítica sobre la época contemporánea, es una afirmación positiva en tanto supone la caída de los grandes relatos, el derrumbe de la verdad objetiva de la ciencia, y con ello, la posibilidad de la interpretación y la emergencia de la diferencia.

Si la verdad es una "experiencia de participación en una comunidad", la diferencia en las distintas interpretaciones es posible gracias a la verdad del amor, la caridad. El suponer una verdad objetiva, es decir trascendente a la historia, es la fuente de los fundamentalismos; la hermenéutica, como posibilidad de interpretación, es la experiencia de una existencia histórica, no sólo de la verdad, sino también de los hombres. Por ello, para Vattimo, la encarnación de Dios en Cristo, es "la renuncia a su propia trascendencia", es decir, el despliegue de un cristianismo antimetafísico, donde Dios es mundano, está rebajado y fuera del cielo, y lejos de ser una verdad objetiva que debe imponerse como único fundamento, es un mensaje histórico de salvación, es decir, de interpretación. Desde esta perspectiva, la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, puede ser vista como "la muerte de Cristo en la Cruz narrada por los Evangelios". El nihilismo es el fin de la metafísica y el imperio de la diferencia, sólo posible a través del amor. Es decir, frente a la intolerancia de los fundamentalismos, Vattimo propone a la caridad cristiana como el único valor que nos permite aceptar las diferencias y reducir la violencia. La religión retorna, en el pensamiento del filósofo italiano, como "no-religión", es decir, no como un dogma ni como institución indiscutible.

Frente a posiciones como la de Vattimo, donde lo religioso es visto y recuperado a partir del fin de la modernidad, otras lecturas insisten en llevar a juicio a Dios y someterlo al tribunal de la razón. El motivo principal de estas interpretaciones de corte iluminista es el de enfrentar a los totalitarismos políticos de base religiosa, donde el fundamento divino trasciende necesariamente las fronteras de la religión y se hace violencia terrorista, atentado y muerte.
La caída de las Torres Gemelas en septiembre de 2001, además de una reflexión sobre sus derivaciones en la política de Occidente, abrió nuevamente el debate sobre la existencia de Dios y los efectos que producen las creencias religiosas en la vida de los hombres. Lejos de abandonar los postulados de la modernidad, aquí se afirma el poder de la razón y la verdad de la ciencia como un principio que permite desarticular el oscurantismo religioso y demostrar la falsedad de todos sus enunciados. Es decir, "aumentar las luces", como afirma el filósofo Michel Onfray en su Tratado de ateología (Ediciones de la Flor, 2006), insistir con el iluminismo moderno, llevarlo al extremo, con el fin de liberar a los hombres de la barbarie y la ignorancia. Se trata, de alguna manera, de seguir manteniendo la vocación higiénica que la modernidad manifiesta respecto de las creencias religiosas, mediante la claridad argumentativa y la verdad luminosa que la razón nos ofrece. Si el fanatismo del creyente produce guerras, atentados, y muerte; si bajo el nombre de Dios se llevan adelante sacrificios, mutilaciones o abusos; si los argumentos religiosos se oponen a los argumentos de científicos, no se trata entonces de incorporar a Dios de un modo más pacífico y privado, sino de demostrar una y otra vez la falsedad de su existencia; de comprender que todas las religiones no son más que supersticiones inventadas por los hombres con el fin de seguir sosteniendo una forma de dominio cruel sobre sus semejantes.

Esta es la perspectiva que sostiene el libro Dios no existe. Lecturas esenciales para el no creyente del escritor y periodista inglés Christopher Hitchens (Debate, 2009). Este ensayo, de reciente aparición, es una extensa antología de textos que van desde Lucrecio, poeta y filósofo romano del siglo I a. C., hasta autores del siglo XXI, donde todas las reflexiones elegidas comparten un pensamiento crítico y en muchos casos devastador en contra de la existencia de Dios. En la introducción, Hitchens afirma de inmediato su mirada sobre la religión y la preocupación que lo lleva a publicar su libro: la creencia en Dios es una peste (el texto comienza con una referencia a la novela de Albert Camus) y "esta antología pretende identificar y asilar esos bacilos con mayor precisión". Con la misma urgencia, refiere a los atentados con coches bomba del año 2007 en Londres (su ciudad natal), donde en nombre de la religión "el odio y la violencia están envenenando todas las vidas".
Es decir, el libro se presenta no sólo como una defensa del ateísmo militante que el autor sostiene, sino como una necesidad de tomar conciencia de los efectos terroríficos que produce la religión en la vida contemporánea. Este libro es, en cierta forma, la continuación de un libro anterior de Hitchens (Dios no es bueno. Alegato contra la religión, Debate, 2008) donde el autor, luego de un análisis crítico de la religión y sus efectos –"La religión mata", "La religión como pecado original", "¿Es la religión una modalidad de abuso de menores?", son algunos de sus capítulos– hace un llamado a la resistencia de la razón y a la necesidad de una nueva Ilustración que sostenga como único objeto de estudio, no a Dios o sus mesías o a sus libros sagrados, sino al hombre y la mujer. Sin embargo, y a pesar de la claridad que brinda la ciencia actual, Hitchens cree que es "necesario también conocer al enemigo [dios]... y disponerse a combatirlo".

Es en esta batalla ilustrada que se inscribe Dios no existe, ya no como un alegato sino como una genealogía del ateísmo que incluye a autores de las diversas ramas del pensamiento y de los distintos períodos históricos de la cultura occidental. Desde la prosa de los Rubáiyat, de Omar Jayam, de fines del año mil a la voz de Darwin en su Autobiografía; filósofos como David Hume o Karl Marx; escritores como Joseph Conrad, George Orwell o John Updike; S. Freud, Carl Sagan, Anatole France, Einstein, Lovecraft o Mark Twain, en una extensa y muy completa reconstrucción cronológica de pensamientos que, de un modo u otro, criticaron la idea de Dios o directamente afirmaron su inexistencia. La antología finaliza con la escritora de origen islámico Ayaan Hirsi Ali quien actualmente vive oculta y amenazada de muerte por la yihad por su defensa de los derechos de las mujeres musulmanas. Su artículo "Cómo (y por qué) me hice infiel" es un pequeño ensayo autobiográfico que describe el camino que la condujo de la sumisión religiosa musulmana al ateísmo que hoy sostiene. No es sólo un pensamiento sino la descripción de una práctica concreta de abandono de la idea de Dios, una emancipación que tuvo a la razón como guía y el respeto a sí misma como "brújula moral". Una experiencia de infidelidad que Christopher Hitchens elige para cerrar su libro, acaso como una forma de decir que no sólo es posible vivir sin Dios, sino que, tratándose del "enemigo más antiguo de la humanidad", es vital y necesario.

Para sostener la religión o para devastar definitivamente el poder de dios, lo cierto es que la filosofía del siglo XXI sigue administrando las consecuencias del fin de la modernidad y el ingreso a una nueva época para la que aún no tenemos un pensamiento. El resurgimiento de ciertos problemas es un signo de la devastación teórica con la que nos enfrentamos. Mientras tanto la razón y la fe siguen intercambiando sus cartas y acusándose mutuamente de los monstruos que producen.

Hermán Lanvers: "África es el delirio más salvaje de Dios"


Admirador de Wilbur Smith y enamorado del continente negro, el escritor cordobés lleva vendidos, con sus dos primeras novelas, más de 40 mil ejemplares. Reivindica el derecho del lector a no aburrirse y cuenta las amenazas que recibió por citar versículos del Corán.

Por: Guido Carelli Lynch

EN EL KILIMANJARO. Lanvers, posando con la bandera argentina, en el pico más alto de África.

DENUNCIA CON ENTRETENIMIENTO. "Hoy en África hay millones de esclavos a los que les debe molestar ser vendidos, violados, o tratados del modo en que se lo hace", dice Lanvers, que no duda en describir en sus novelas la realidad de millones de personas.

Hernán Lanvers no habla como escritor, no tiene divismos, ni grandes aspiraciones. Hernán Lanvers hasta hace poco ni siquiera, de hecho, escribía. A esta altura del partido, la historia es conocida. Lanvers, cordobés, médico de profesión, viajero apasionado y enamorado de África, financió la publicación de su primer libro y agotó seis ediciones en su provincia. Empujado por el éxito de su colega y coprovinciana Cristina Bajo, les mandó un ejemplar a cada uno de los empleados del coloso editorial Random House Mondadori. La apuesta le salió bien. El primer libro África. Hombres como dioses vendió 30 mil ejemplares. El segundo Harenes como piedras, va por los 10 mil.

Hoy Lanvers es sinónimo de best seller impensado, una suerte de su admirado Wilbur Smith, pero made in Argentina. Todavía desacostumbrado a que los medios se fijen en él, se desentiende tímido, con una metáfora -la primera pero no la última- a imagen y semejanza de su escritura, en absoluto pretenciosa, no responde tampoco como lo haría el buenazo de Wilbur, un verdadero militante de las causas sociales. "Que me entrevisten los suplementos culturales siendo un autor de novelas de aventura es como si siendo jugador de fútbol 5 -y de los que juegan sólo los sábados- Maradona me llamara para jugar un partido oficial de la selección", asegura.

¿Le molesta que se lo identifique como un autor de best-sellers? ¿Adónde crées que radica su éxito de ventas?
-No me molesta. Yo escribo para ser leído. Sé que hay autores que escriben solo para ellos pero no es mi caso. Yo escribo para que la gente me lea y se entretenga. Decir que lo hago sólo para mí sería ser tan mentiroso como una joven muchacha que se ponga, para salir, una minifalda y digo que lo hace porque así se siente cómoda y no para gustar y llamar la atención. Y sería tan falso como si esa chica se indignara cuando, al pasar por una obra en construcción, los albañiles le gritaran groserías. ¿Adónde radica el éxito? No lo sé muy bien. Quizás en el hecho de que escribo de un modo simple, sin palabras raras, sin necesidad de interpretaciones difíciles. Quizás porque mis personajes no son héroes extraordinarios sino personajes comunes que sólo tienen de extraordinaria su voluntad y su sentido de la amistad y porque los malos, en mis novelas, pagan por sus maldades aquí y ahora, no en el Más Allá, o en otra vida, como creo yo que en la realidad debería ser

-¿Le alcanza que la literatura sea sólo un medio para entretener? ¿No cree que sus libros provocan otras cosas además?
-Sí, me alcanza. Yo no puedo hacer literatura profunda, porque no soy una persona profunda. No puedo hacer literatura de "vanguardia", porque ni sé muy bien ni siquiera lo que quiere decir. Solo aspiro a que la gente me diga "Leí tu libro en dos días. Me entretuve como loco. Y encima, de África, aprendí un montón". Por otra parte, mis libros pueden provocar otras cosas, como Harenes de piedra, que ya hizo que me llamaran varías veces por teléfono gente de la comunidad musulmana para insultarme y/o amenazarme por citar versículos del Corán y por su contenido. No era mi intención denunciar nada. Sólo soy un aspirante a novelista de aventuras. Si en esta novela pareciera que me fui un poco hacia la denuncia es porque después de hablar y conocer a un esclavo, hay cosas que uno no puede evitar hacer o contar. Y si a alguien le molesta, que le moleste. Hoy en África hay millones de esclavos a los que les debe molestar ser vendidos, violados, o tratados del modo en que se lo hace.


Ese misterio llamado África

Punto intermedio. África es el continente ignorado. Por todo el mundo occidental, por el oriental y también por esa otra rareza de semi-ignorados, los habitantes del "extremo occidente" -nosotros, los latinoamericanos. A pesar incluso de los 2 millones de descendientes de afroargentinos que las comunidades instaladas en el país señalan.

Hernán Lanvers no está de acuerdo. Para él los argentinos y los occidentales en general siempre se han sentido interesados por África, un continente donde siempre han sido extranjeros y de donde siempre han sido expulsados. "Quizás -asegura- sea porque en África aún se puede ver el mundo tal como era hace siglos. Aún allí un guerrero massai, para tranformarse en hombre, debe matar, armado de una lanza a su primer león. Aún allí, el Monte Kilimanjaro se alza, con su cima cubierta de nieve y sus laderas tapadas de selva, en donde de noche los rugidos de los leopardos nos recuerdan quién es, con la caída del sol, el que todavía es quien manda en ese lugar. Con sus piratas aún vigentes en Somalia o sus traficantes de esclavos, África sigue aún llena de misterios. Es el ultimo bastón de la aventura, en su estado más puro, que le ha quedado al hombre actual", y termina Lanvers en un pantallazo de su propuesta estética. Una muy clara -poco pretenciosa- pero sugerentemente clara.

Para concluir, Lanvers recuerda el componente humano el colonialismo todavía presente, tan parecido, tan "igual" al pasado sumado a "la peor de las pobrezas: la que se podría evitar, porque es, quizás, el más rico continente de los cinco".

Tiene arranques de político de campaña, y como tal, convence. Habrá que ver si cumple, nomás. "Sólo aspiro a escribir de aventuras en África. Quizás porque no me alcanzará la vida para conocer ese lugar lo suficiente. Quizás porque quiero mucho a su gente, allí tengo buenos amigos y porque las mujeres que más he amado han sido africanas de raza negra. Quizás porque, para mí, África es la fantasía más alucinante de la Naturaleza. Quizás porque creo que África es el delirio más salvaje de Dios", dice Lanvers y la verdad es quizás, que a pesar del miedo que pudiera infringir el Todopoderoso, dan ganas de viajar a África. De cualquier manera, es curioso que esa mirada fascinada y perturbada que observa esa suerte de paraíso biblíco, olvidado, donde comenzó la humanidad hace 4,4 millones de años, Y Lanvers, con las metáforas y todo, se convierte en el gran protagonista de sus propias historias.

La secta de la bicicleta


El pedaleo marca el ritmo de una conciencia acelerada, la de Claudia, protagonista de este relato, que ingresa en un territorio de alto riesgo cardíaco: el salón de spinning. ¿Cuánto deseo y decepción involucra la búsqueda de un cuerpo autorizado por la publicidad y los medios?

BICICLETA. Jorge Tirner (2007)

Cada tanto me asalta la idea de que si no hago ejercicio algo terrible va a suceder sobre mí, mi cuerpo y mi salud. La sensación de catástrofe anti deporte me atormenta en especial cuando viajo por trabajo. Instalada en hoteles siento que en esos días, además de comer peor que nunca, me muevo cada vez menos. A veces me impongo prescindir del ascensor y subir y bajar las escaleras. Otras me tiro sobre la cama y, mullida en ella mientras miro televisión, muevo las piernas haciendo bicicleta o tijera en un intento inútil de esfuerzo abdominal. He llegado incluso a llevar una pequeña soga en la valija, aunque nunca la usé. Había viajado a Perú a la feria del libro de Lima y estaba instalada en un hotel en Miraflores, donde tenía que vivir durante una semana.

Llegué un domingo, día tremendo para estar sola. Recorrí el hotel y vi que en la planta baja funcionaba un gimnasio abierto al público. Me puse la ropa adecuada y bajé con un libro dispuesta a caminar en la cinta, siempre camino leyendo. Había cierta cantidad de gente a mi alrededor pero lo que de verdad parecía un éxito era una clase llena de bicicletas fijas que transcurría en un salón contiguo desde donde llegaba una música alentadora. No sólo el lugar estaba completo sino que la gente parecía feliz. Cuando terminé con la cinta fui a averiguar de qué se trataba. La recepcionista le puso nombre al éxito: spinning o bicicletas indoor. Le pregunté qué diferencia había con respecto a hacer bicicleta fija; se rió: "No, no, esto es otra cosa". Intentó dar algunas explicaciones que no entendí, pero de lo dicho pude concluir que spinning era/es una actividad grupal, y que la fuerza del grupo sumada a la música y a las indicaciones del profesor "hacen la diferencia". "La fuerza del grupo", volvió a repetir.

Me imaginé una secta de la bicicleta, y de inmediato me puse a inventar un cuento donde los protagonistas eran los miembros de esa secta que se trasladaban en bicicleta por ciudades como Lima, La Paz o Buenos Aires, y que marchaban dibujando una ve corta, como hacen los patos cuando vuelan, los más fuertes adelante rompiendo el viento. No pude seguir con mi cuento porque la recepcionista me interrumpió con una advertencia: "Eso sí, si te interesa te tendrías que anotar ya, hay mucha demanda". Miró entonces un papel donde tenía marcado con una cruz el lugar de cada bicicleta: "Ay, no, discúlpame, no me queda ni una libre, porque ésta –y golpeó una de las cruces con su uña– también la tengo reservada; es que todos quieren". "Gracias", dije, y empecé a irme, pero la chica me detuvo: "Sabes, hay una, en la última fila, contra la pared, tiene una reserva de palabra, pero creo que te la puedo dar, si es que estás decidida". "Sí", dije aunque no estaba decidida ni interesada ni quería ingresar a la secta, pero el hecho de saber que una bicicleta indoor era un bien escaso despertó mis más bajos instintos.

Allí estuve, a la hora señalada, como Gary Cooper pero en lugar de llevar un revólver y una insignia de sheriff, llevé, siguiendo las instrucciones de la recepcionista, una toalla pequeña y una botella de agua. Esperé que casi todos hubieran ocupado sus bicicletas antes de subir a la mía. El profesor se paró junto a la suya con una sonrisa. Era lindo, joven y atlético, lo que debe haber contribuido a la energía que se desplegaba a un lado y al otro del salón, con risitas histéricas y elongaciones más exageradas que lo necesario. Supuse que alguien, él o alguno de sus ayudantes, se acercaría a darme instrucciones acerca del alto del asiento, de la inclinación del manubrio, o de la forma en que debía ajustarme los pedales. Nada. Sentí que por el lugar que ocupaba o por mi actitud yo era para los demás invisible. Me gustó ser invisible. "¿Listos, amigos?", preguntó el profesor. Y mientras todos a mi alrededor empezaban a pedalear al compás de la música yo intentaba en un mismo acto montarme en la bicicleta, calzarme los pedales y descubrir de dónde demonios tenía que agarrarme. "Espero que hoy no se me desmaye nadie", dijo el instructor y todos se rieron. "¿Se desmayó alguien?", le pregunté a quien tenía más cerca, pero no me contestó. A poco de andar, o de pedalear, tenía tres certezas: si no me desmayaba y lograba completar mi clase, al día siguiente me harían ruido las articulaciones de las rodillas; me dolería, cuanto menos, la cintura; y tendría moretones en las nalgas casi llegando a la entrepierna, allí donde el cuerpo calza en el asiento. Entre pedaleo y pedaleo el profesor arengaba a la tropa: "Vamos, amigos, ¿cómo están hoy?". "Bieeeennn", contestaban todos menos yo. "¿Con ganas de pedalear?". "Siiiiií". "¿Con muchas ganas de pedalear?". "Siiiiiiií"". "¿Con infinitas ganas de pedalear, amigos?". Entonces parece que por fin obtuvo un sí que lo dejó satisfecho así que indicó: "Marcha normal, entramos en calor y después ponemos carga". Yo intentaba imitar lo que hacían quienes me rodeaban: pedaleaba tratando de llevar su ritmo, cuando se agachaban me agachaba; si movían una perilla roja que estaba debajo del asiento, yo me agachaba y hacía como si la moviera; cuando mis compañeros se reclinaban sobre el antebrazo, yo me reclinaba sobre el antebrazo. Y como todos, sudaba. Lo que no podía imitar era la sonrisa. "Ahora un poco de velocidad, antes de subir la montaña", gritó el profesor. Yo a esa altura estaba más cerca de ir dejando que de subir ninguna montaña, pero todos se agacharon a girar la perilla otra vez así que eso hice. El de mi izquierda se secó la frente y el cuello y yo, que ya me había acostumbrado a imitar todo lo que hacían los demás, hice lo mismo. Al dejar otra vez la toalla en su lugar se me cayó la botella de agua que giró por el piso hasta detenerse junto a la bicicleta del profesor.

"¿Quién perdió el agua, amigos?", ningún amigo contestó, yo menos. Mis fuerzas llegaban a sus límites, miré el reloj y no habían pasado ¡ni diez minutos! "Ahora sí la montaña, la carga al máximo, vamos, vamos, vamos...". Busqué algún cómplice a mi alrededor: todos seguían pareciendo felices. ¡¿Pero nadie le explicó a esta gente lo que cuesta ser feliz?! ¡¿No les dijeron que la vida es finita?! ¡¿No leyeron a Clarice Lispector, a Thomas Bernhard, a Fernando Pessoa?! Me entregué, give up, me senté cómodamente en el asiento y pedaleé sin carga y a mi ritmo, desafiante. Por primera vez pareció que el instructor me registraba: "El que no puede que no se esfuerce, cada uno a su ritmo, escuchen lo que le pide el propio cuerpo". Algunos miraron a un lado y al otro buscando al desertor cuyo cuerpo pedía a gritos un poco de clemencia. Me dieron ganas de levantar la mano y decir: "Yo, ¿y qué?".

No volví a hacer spinning en esa semana en Perú. Me contenté subiendo y bajando las escaleras. El segundo intento de hacer ejercicio con bicicletas fijas fue hace un par de años, y en ese caso la actividad tenía otro atractivo: se trataba de spinning acuático, las bicicletas estaban sumergidas en una pileta, con peso adicional en las bases para que no anduvieran flotando por ahí. La experiencia no fue muy diferente a la peruana. Sólo que esta vez el sudor, en medio de tanta agua, no molestaba. Tampoco pasé de la primera clase.

Lo intenté por tercera vez hace un mes. Trajeron bicicletas indoor a un gimnasio cerca de mi casa. Le dije a mis hijos: "Hoy empiezo spinning". Los tres se pusieron contentos. "¿Viste?, ¡mamá hoy empieza spinning!", se repetían unos a otros. A ellos les enseñaron desde chiquitos que el deporte es salud, y les preocupa la salud de esta madre. Su reacción era una mezcla de alegría, sorpresa e incredulidad. Cuando llegó el momento de partir, me despidieron como si fuera a la guerra, pero disimulando. "Va a salir todo bien", dijo el del medio y eso no me dejó nada tranquila. La rutina de la clase fue similar a la que conocía: entrada en calor, marcha con carga, velocidad, subir la montaña, velocidad, bajada de ritmo, elongación. Pero lo que me sorprendió esta vez fue que sólo éramos tres los integrantes de la secta a pesar de que cuando había llamado para anotarme me habían dicho que si no reservaba bicicleta para todo el mes no me podían asegurar continuidad. "Hay mucha demanda", me había advertido quien me atendió tal como lo había hecho aquella primera vez la recepcionista peruana. Me hicieron elegir el lugar de mi bicicleta vía Internet como quien elige la posición de una carpa en un balneario o una tumba.

"Bicicleta cuatro", me confirmaron luego con un mail, lo que me dio mala espina porque nunca me gustó el número cuatro. Como dije, el día de la clase éramos tan pocos que el instructor hizo subir a las bicicletas a los dos auxiliares, a su mujer que se ocupaba de cobrar, y a un chico de unos quince años que parecía ser su hijo. Había sobre las bicicletas más empleados del gimnasio que alumnos interesados en tomar una clase de spinning. Sospeché que la secta estaba de capa caída, que ya no podían pedalear por la ciudad marchando en ve como hacen los patos, que otra secta (hidro fit, gimnasia pasiva, pilates, entrenamiento aeróbico fraccionado, tratamiento ortomolecular) habría mermado su membresía.

Me acordé de los patos que aparecen en el primer capítulo de Los Soprano, y pensé que Tony Soprano podría haber intentado, además de con Prozac y terapia, con spinning. Pero que Vito Corleone no, que a Vito no lo suben a una bicicleta indoor ni a palos, que a Vito no le importan los patos. Más carga. Aunque sí le cobraría su comisión a los gimnasios. Y que Tony también se la cobraría. En eso sí coincidirían y hasta irían juntos a apretarlos. Yo no subo ninguna montaña. O mandarían a alguien. No la subo porque no tengo ganas. Y porque Tony me protege. Sí, eso, mandarían a alguien mientras ellos esperarían comiendo pasta en un restaurante italiano. Que la suba tu mujer. Y los apretarían hasta que paguen. Los apretarían, sí, lo bien que harían. Que les cobren mucho, muchísimo, que le saquen hasta la última moneda, que los fundan, que tengan que vender las bicicletas para honrar sus deudas, que vendan primero que ninguna la cuatro, que los encierren y los condenen a pedalear hasta el infinito, que los conviertan en patos, que los esquilmen. Entonces me desmayé. Llegué a mi casa, los chicos estaban alertas. "¿Todo bien, mamá?". "Todo bien", respondí. "¿Te gustó spinning?". "Me encantó", les dije y me metí en la ducha.

Nueva nota

La bicicleta es sometida a una parálisis múltiple: las banditas inducen a quietud a la que de por sí fue concebida para la fijeza. La pregunta por un uso para este objeto enrarece el contexto, y el objeto. Jorge Tirner (Resistencia, 1977) otorga el primer plano a una identidad trunca, una bici que no conocerá el camino. Fue ideada y construida como especie sedentaria y de interior pero, no obstante, necesita que contengan esa fuerza que pulsa desde adentro queriendo movilizarla. En sintonía con las vigoréxicas de La secta de la bicicleta está, por naturaleza, domesticada; es un simulacro de bicicleta. Como metáfora, calza perfecto con la parodia del spinning: máxima aceleración sin desplazamiento, sudor en vano, euforia y decepción: ¿tan poco hemos recorrido? Bicicleta inútil: embalada, sólo sirve para la ilusión de un viaje que no le reclame ser el medio de transporte. Bicicleta fija: afín a oposiciones que califican las dolencias de este tiempo: ansiedad y clonazepam, atracón y vómito. Inauguramos, de este modo, una galería permanente de fotografía contemporánea para hacer visible el trabajo y el talento de nuestros jóvenes fotógrafos. La consigna es que la crónica y la foto se relacionen a través del tema, pero se preserven autónomos. "En el comienzo de la descomposición –describe Tirner– las banditas van relajando su fuerza, abandonan al objeto para dejarlo transformado".