jueves, 25 de febrero de 2010

LOS ’60 EN LA LENTE DE DENNIS HOPPER


Nuestros años salvajes

El mundo lo vio con una cámara en el papel del fotógrafo demente y fascinado por la lucidez del Coronel Kurtz en Apocalypse Now! Pero esa pasión real que le transmitió hace décadas su amigo James Dean, ahora sale a la luz de manera contundente: el monumental Photographs 1961-1967 (Taschen) rescata sus fotos de una década cargada de fiestas psicodélicas, happenings interminables con los reyes del pop, efervescencia política, fraternidad hippie y nomadismo rutero. Lamentablemente, por estos días las noticias de su salud no son alentadoras. A manera de homenaje, Radar repasa su historia detrás de la cámara fija y de su ojo artístico.

Por Nicolas G. Recoaro

Cuentan que una noche de mediados de los ‘70, después de pelearse con su novia de entonces, un colocado Dennis Hopper agarró su flamante juguete de fin de semana –una ametralladora M16– y casi demuele a los tiros las paredes de adobe de su residencia de Taos. Luego de aquella agitada velada en Nuevo México, su íntimo amigo Walter Hopps –uno de los curadores de arte más respetados de la Costa Oeste norteamericana– decidió llevarse de la residencia del indomable actor algunas valiosas obras de arte pop y la colección original de fotos de Hopper, para ponerlas a salvo en una caja fuerte. El curador californiano parecía leer el futuro: un devastador incendio redujo a cenizas la mansión de Taos y la posterior desintoxicación de Hopper luego de dos imborrables décadas de excesos le dieron la razón. “Dennis siempre fue un excelente anfitrión, inclusive en aquellas salvajes noches de los ‘70. Lo paradójico es que hoy no tendríamos estas fotos sin aquel pequeño incidente de la ametralladora”, explica Hopps en el prólogo de Photographs 1961-1967 (Taschen), el libro que reúne cientos de fotos que sacó Hopper durante los primeros años de los ‘60. “Creo que estaba haciendo algo que pensaba que podría tener cierto impacto algún día. En muchos sentidos, las fotografías fueron las que me mantuvieron activo creativamente”, admite Hopper en el prólogo del monumental libro, que viene acompañado por un ensayo del altruista Hopps y una biografía firmada por la documentalista Jessica Hundley.

A partir de una selección de fotografías recopiladas por Hopper y el galerista Tony Shafrazi –más de un tercio de ellas nunca antes publicadas–, este exhaustivo volumen destila rodajes, happenings pops y agitadas fiestas lisérgicas, sucedidos poco años antes de que su opera prima Easy Rider (1969) le diera una vuelta de tuerca hippie al cine de Hollywood. Lo que ha sobrevivido a esos seis años son 600 rollos de película que guardaron las instantáneas descarnadas de los primeros pasos en el mundo del arte de un auténtico niño salvaje, que llegó a tener una dieta diaria de tres gramos de cocaína mixturados con varios litros de alcohol. Las imágenes de aquellos años en que Hopper empezó a plantearse el dilema de andar buscando su destino.

REBELDE SIN CAUSA

Dennis Hopper empezó a sacar fotos por la insistencia de su amigo James Dean. La historia dice que los dos actores se habían conocido en California, en 1955, durante el rodaje de Rebelde sin causa. Dean, que casi pisaba los 25 años, y Hopper, con 18 primaveras a cuestas, comenzaron una intensa relación maestro-alumno que continuó en tierras texanas, durante el rodaje de Gigante (1956). “En aquel tiempo –recuerda Hopper– pensaba que Dean era el mejor actor del mundo. La primera vez que lo vi trabajar quedé estupefacto. Yo estaba muy empapado en la escuela de actuación inglesa, donde se hacía lectura de líneas, gestos, todo estaba preconcebido. Sin embargo, él sabía exactamente lo que iba a hacer. Esa fue la primera vez que vi a alguien improvisar, crear cosas que no estaban escritas en el libreto”. Los papeles de Dennis en ambas películas eran pequeños, pero su ambición de aprender era más grande que el aura que desplegaba su admirado Jimmy. Hopper cuenta que durante aquel primer rodaje en Rebelde sin causa estaba muy desconcertado con las famosas improvisaciones de Dean, y que rodando la dramática escena en la que lo acusan de ser un “gallina”, lanzó al galán contra un coche exigiéndole que le explicara cómo se motivaba. “Jimmy me contó que, después de que su madre muriera cuando él tenía 9 años, abandonado y solo, se prometió que le enseñaría al mundo lo grande que podía llegar a ser sin ayuda de nadie”, recuerda el actor. Hopper le habló entonces de su infancia en Kansas y de cómo se marchó muy joven a Hollywood para convertirse en actor. Los dos tenían mucho en común y, cuando Dean le aconsejó que, además de actuar se interesara por la fotografía, Dennis, como siempre, le hizo caso.

El final de la historia del maestro es archiconocida: un Porche Spyder 550 que viaja por la ruta, un choque frontal y James Dean se convierte en leyenda a mitad de la década del ‘50. El baldazo de agua fría por la muerte de Dean, Hopper lo recibió en Nueva York, donde estaba terminando sus estudios de arte y teatro con Lee Strasberg. Por aquellos años, Hopper solía visitar el Museo de Arte Moderno y realizaba sus primeros ensayos fotográficos. Walter Hopps recuerda: “Era plena Guerra Fría y Dennis tenía pegada una calcomanía en su auto que decía ‘El único ISMO que me importa es el Expresionismo Abstracto’”. Sus primeros trabajos eran casi todos naturalezas muertas extraídas de las calles de la ciudad. Sus favoritos eran los muros estropeados y cubiertos con carteles hechos harapos. Imágenes callejeras, orilleras, intervencionistas y siempre anónimas; paredes como lienzos públicos de la Gran Manzana, California o el norte de México.

Pero su inspiración no sólo venía de las calles. Hopper recuerda que para esa época se convirtió en lo que él llamaba una rata de galería. “Los ‘60 fueron una gran explosión musical, cultural y artística. Había tantas cosas sucediendo y yo tenía una enorme curiosidad y vivía, respiraba, comía y soñaba por el arte. Y ese despertar artístico coincidió con una nueva generación que estaba a punto de darse a conocer. La Costa Oeste los recibía con los brazos abiertos. Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Claes Oldenburg. El pop art llegaba a Los Angeles, mi ciudad”, recuerda. Siempre en el lugar y el momento justo, Hopper comienza a retratar -como ya lo venía haciendo con sus amigos actores- la nueva generación de artistas pop.

Ni lento ni perezoso, y con un olfato único para detectar talentos, Hopper también se transformó en comprador compulsivo de las obras de sus nuevos amigos. “Vincent Price era coleccionista y me dijo que cuando tuviera dinero yo también lo sería. De alguna manera él me inició. La primera obra que compré fue una de Emerson Woelffer, pero el grueso de mi colección fue el pop art. Compré uno de los primeros cuadros de latas de sopa de Warhol por 75 dólares”, recuerda Hopper en una reciente entrevista en la Vogue española. Piezas de Lichtenstein, Ed Ruscha, Frank Stella, James Rosenquist, Bruce Connor, George Herms, Wallace Berman, la lista podría alcanzar dimensiones de guía telefónica. Dennis Hopper fue uno de los primeros en apoyar las nuevas manifestaciones artísticas que surgían a principios de los ‘60, llenando su casa con las creaciones de sus amigos e inmortalizándolos en sus fiestas lisérgicas. “Mi idea de coleccionar no es ir detrás de los grandes nombres. Sino ir y comprarle a la gente que contribuye en mi formación artística. No me interesan las intenciones de los artistas; sus intenciones no me interesan para nada, es decir, lo entiendo o no lo entiendo. Generalmente lo entiendo.” En el libro, Hopper recuerda que la primera vez que vio las viñetas de Lichtenstein y las sopas de Warhol pensó que representaban fielmente el regreso a la realidad en Norteamérica. Eran América y el consumo. “Lamentablemente, Brooke Hayward, mi primera mujer, se quedó con gran parte de aquellas obras cuando nos divorciamos.”

BUSCO MI FOTO

Hopper cuenta que en una de sus conversaciones de maestro-alumno, James Dean le recomendó que nunca reencuadrara las fotos: “Jimmy me dijo que si algún día quería dirigir, nunca podría reencuadrar las imágenes”. Para Hopper, una fotografía es capaz de develarnos el misterio de cómo se puede componer un auténtico lenguaje artístico. Y explica que con su “intuición fotográfica”, es capaz de atrapar su visión del mundo. Cuando comenzó su carrera, Hopper sentía que el cine no lo dejaba expresar lo que realmente percibía con su mirada. El artista devenido en fotógrafo cuenta que su trabajo puede ser apreciado como la suma de su percepción del mundo condimentada por la frustración que le produjo la realidad cuando llegó a la Costa Oeste, en 1949: “En las películas en las que aparecía la costa, siempre había grandes montañas y en realidad no las había. Sólo me encontré con campos de trigo que se perdían en el horizonte. Creo que parte de mi creatividad se la debo a una frustración: la primera vez que vi las montañas y el océano fue una desilusión increíble. Las montañas que yo me imaginaba eran mucho más grandes que las Rocosas”.

Siguiendo el hilo de la reflexión hecha por André Malraux sobre el impacto y la influencia de la fotografía durante la primera mitad del siglo XX, cuando la figuraba como “un museo sin muros”, podríamos acercar las instantáneas de Hopper a esa meditación y catalogarlas como una especie de “cine sin muros”. En muchos sentidos, las fotografías recuperadas en Photographs 1961-1967 tejen escenas de una película que narra la gira mágica por el mundo idílico de las estrellas de Hollywood y los nuevos niños mimados del arte, combinadas con la narración descarnada de la agitación política y cultural que florecía en cada esquina del país: las miradas perdidas de dos Hells Angels, las tomas tempranas de corridas de toros en Tijuana, Paul Newman en un descanso de rodaje, Ike y Tina Turner en un cuarto surrealista, happenings pops en Los Angeles, Martin Luther King y James Abernathy durante una marcha en Montgomery y las escenas de agitación callejera muestran su incipiente libertad experimental que cobrará vuelo definitivo algunos años después, cuando en Easy Ryder, Billy y Capitán América crucen todo el país montando sus Harley Davidson.

Luego vinieron años terriblemente oscuros para Hopper. Fracasos como director y casi dos décadas en que los excesos con la cocaína y el alcohol lo dejaron al borde de la locura, como en aquel papel del fotoperiodista endemoniado que supo interpretar en la parte final de Apocalypse Now! También un desaforado malvado en Blue Velvet y un acartonado status ganado como art dealer. Hoy, a sus 73 años, y peleando contra un cáncer, Hopper admite: “No hay duda de que alguna vez fui un rebelde. Ya no me veo así, pero sigo pensando que la rebeldía es algo muy sano. Para cambiar las cosas hay que rebelarse contra ellas”.

PATTI SMITH: INFANCIA, ADOLESCENCIA Y DIOS


Una plegaria diferente

Algunos críticos compararon Just Kids con Crónicas de Dylan, y es cierto que se parecen. Sólo que Patti Smith es una alumna de Dylan. O se siente una, que es lo mismo. Entonces hay algo de fan y de suburbio en su libro, un ansia de hablar de su generación para que esa juventud que de verdad hizo la escena neoyorquina de los ’70 no se quede sin voz, una preocupación por mostrar de qué se alimenta un artista antes que un desvelo sobre cómo escaparle a la fama.

Por Patti Smith



Patti y Robert: ella todavia no era musica ni el fotografo, pero los dos estaban seguros de que serian artistas y conquistarian la ciudad.

Cuando era muy joven, mi madre me llevaba a caminar por Humboldt Park, en las orillas del río Prairie. Tengo vagos recuerdos, como impresiones en platos de vidrio, de un viejo galpón lleno de botes, una playa de conchillas y un puente de piedra. El río desembocaba en una amplia laguna y sobre su superficie vi un milagro singular. Un largo cuello curvo se elevó desde un vestido de plumaje blanco. Cisne, dijo mi madre, al darse cuenta de mi excitación. Palmeó el agua brillante con sus grandes alas y se elevó al cielo. La palabra apenas daba cuenta de su magnificencia y no atrapaba la emoción que producía. Verlo me generó una necesidad para la que no tenía palabras, un deseo de hablar del cisne, de decir algo de su blancura, de la naturaleza explosiva de su movimiento, del lento batir de sus alas. El cisne se unió al cielo. Yo luchaba para encontrar palabras que le dieran sentido a lo que sentía. Cisne, repetí, no del todo satisfecha, y sentí un cosquilleo, un curioso deseo, imperceptible para los que caminaban a mi lado, para mi madre, los árboles o las nubes. Nací un lunes, en el norte de Chicago, durante la gran tormenta de nieve de 1946. Llegué un día antes de lo planeado, mientras los niños nacidos en Año Nuevo se iban del hospital con un refrigerador nuevo. A pesar de los esfuerzos de mi madre por mantenerme en su vientre, entró en trabajo de parto mientras el taxi se arrastraba bordeando el lago Michigan, a través de una cortina de viento y nieve. Según el relato de mi padre, llegué siendo una cosita larga y delgada, con neumonía, y me mantuvo viva sosteniéndome sobre el vapor de una humeante bañera. Mi hermana Linda llegó durante otra tormenta, la de 1948. Por necesidad, me vi obligada a crecer rápido. Mi madre planchaba en casa y yo me sentaba en la entrada esperando al heladero y al último de los vagones pintados con dragones. Me daba hojas de hielo envueltas en papel marrón. Yo me metía una en el bolsillo para mi hermanita, pero cuando más tarde trataba de sacarla, descubría que había desaparecido. Cuando mi madre quedó embarazada de mi hermano Todd dejamos nuestras saturadas habitaciones de Logan Square y migramos a Germantown, Pennsylvania. Durante los años siguientes vivimos en casas para familias de personal doméstico, barracas blancas que daban a un campo abandonado plagado de flores salvajes. Llamábamos al campo The Patch, y en el verano los adultos se sentaban y hablaban, fumaban cigarrillos, y se pasaban jarras de vino de diente de león mientras los chicos jugábamos. Mi madre nos enseñó los juegos de su infancia: estatuas, Red Rover y Simón Dice. Hacíamos collares de margaritas para adornarnos el pelo y coronar nuestras cabezas. En las noches juntábamos luciérnagas en frascos, les sacábamos las luces y hacíamos anillos para nuestros dedos. Mi madre me enseñó a rezar; me enseñó la plegaria que su madre le había enseñado. Ahora me acuesto a dormir, ruego a Dios que cuide de mi alma. A la noche me arrodillaba frente a mi camita mientras ella se paraba a mi lado, con su infaltable cigarrillo, para escuchar cómo repetía después de ella. No deseaba nada tanto como decir mis plegarias, pero sin embargo estas palabras me atormentaban y la llenaba de preguntas. ¿Qué es el alma? ¿De qué color es? Yo sospechaba que mi alma, siendo traviesa, se iba a marchar mientras dormía y no iba a poder volver. Intentaba no quedarme dormida lo mejor que podía, para mantenerla dentro mío, adonde pertenecía. Quizá para satisfacer mi curiosidad, mi madre me mandó a catecismo. Nos enseñaban versículos de la Biblia y la palabra de Jesucristo. Después nos ponían en fila y nos recompensaban con una cucharada de miel. Había sólo una cuchara en la jarra para servir a muchos chicos con tos. Instintivamente me alejaba de la cuchara, pero rápidamente acepté la noción de Dios. Me alegraba pensar en una presencia sobre nosotros, en movimiento continuo, como una estrella líquida. Insatisfecha con mi plegaria infantil, pronto le pedí a mi madre que me dejara inventar una propia. Me alivió no tener que decir “si me muero antes de despertar, le pido a Dios que se lleve mi alma”, y poder decir en cambio lo que estaba en mi corazón. Liberada, me acostaba en la cama cerca de la estufa de carbón, recitándole a Dios largas cartas. No dormía mucho y debo haberlo agobiado con mis interminables votos, visiones y planes. Pero con el paso del tiempo empecé a experimentar un tipo de plegaria diferente, una silenciosa, que requería más escuchar que hablar. Mi pequeño torrente de palabras se disipó en una elaborada sensación de expansión y recesión. Fue mi entrada en el brillo de la imaginación. Este proceso era especialmente magnificado por las fiebres de la gripe, paperas, sarampión y varicela. Las tuve todas y con cada una era privilegiada con un nuevo nivel de alerta. Yaciendo profundo dentro mío, la simetría de un copo de nieve que giraba sobre mí se intensificaba a través de mis párpados y atrapaba un valioso souvenir, un jirón del calidoscopio del cielo. Mi amor por la plegaria rápidamente rivalizó con mi amor por los libros. Solía sentarme a los pies de mi madre y la miraba tomar café y fumar cigarrillos con un libro en su falda. Estaba tan absorta que me intrigaba. Incluso antes de ir a la guardería me gustaba mirar sus libros, sentir el papel, y alzar esa primera página hecha de papel biblia. Quería saber qué había en ellos, qué capturaba su atención tan profundamente. Cuando mi madre descubrió que había escondido su copia escarlata del Libro de los mártires de Foxe bajo mi almohada, se sentó a mi lado y empezó el laborioso proceso de enseñarme a leer. Con gran esfuerzo pasamos de Mamá Gansa a Dr. Seuss. Cuando avancé hacia el terreno donde ya no necesitaba instrucción, se me permitió unirme a ella en nuestro repleto sofá, ella leyendo Las sandalias del pescador y yo Zapatos rojos. Estaba fascinada por los libros. Quería leerlos todos, y las cosas que leía provocaban nuevos deseos. Quizá me fuera a Africa y ofreciera mis servicios a Albert Schweitzer, o podría defender al pueblo como Davy Crockett. Podía escalar el Himalaya y vivir en una cueva haciendo girar una rueda de plegarias que hacía girar la tierra. Pero la necesidad de expresarme era mi deseo más fuerte, y mis hermanos fueron mis primeros coconspiradores en la cosecha de mi imaginación. Escuchaban con atención mis historias, actuaban con gusto mis obras de teatro y peleaban con valentía en mis guerras. Con ellos de mi lado todo parecía posible. En los meses de la primavera yo solía estar enferma y condenada a la cama, obligada a escuchar los juegos de mis camaradas a través de la ventana abierta. En los meses de verano, los más jóvenes reportaban cuánto de nuestro campo salvaje había sido salvado del enemigo. Perdimos muchas batallas durante mis ausencias y mis cansadas tropas se juntaban alrededor de mi cama para que yo les ofreciera la bendición, sacada de la biblia de los niños soldados, A Child’s Garden of Verses de Robert Louis Stevenson.

BOB EVANS Y WILLIAM WILSON, LOS INTEGRANTES DE LA BANDA DE BUTCH CASSIDY QUE MURIERON EN CHUBUT


Los pistoleros del fin del mundo

En las afueras del pueblo de Río Pico, en el sudoeste de Chubut, un solitario paraje en medio de la nada esconde la tumba de Bob Evans y William Wilson, dos bandoleros llegados de Estados Unidos para reunirse con sus jefes, Butch Cassidy y Sundance Kid. Fueron abatidos por la policía en 1909, cuando escapaban buscados por ser los responsables del primer secuestro extorsivo realizado al sur del Río Negro. Y el lugar donde yacen sus cuerpos, que es visitado por turistas algo más aventureros que la media, conserva el ambiente de aquella mítica Patagonia indomable de principios del siglo XX.

Por Julián Varsavsky

Al rodar por las inmensidades esteparias de la Ruta 40, en el sudoeste de Chubut, una recta de ripio se extiende delante del vehículo como una monstruosa lengua de camaleón que rasga por la mitad una árida planicie. La recta infinita traspasa el alcance de la mirada con sus dos rayas paralelas que se juntan en un inalcanzable punto lejano, del que pareciera que nadie regresa. Y a cada costado se abre una llanura sin obstáculos, dando la sensación de que la tierra fuese plana y estuviese deshabitada.

En el cruce con la Ruta 19 que se desvía hacia el pueblo de Río Pico, muchos viajeros siguen de largo hacia Esquel en busca de paisajes agradables. Los curiosos, en cambio, doblan a la derecha rumbo a la desolación.

Al ingresar en Río Pico a plena luz de un día de verano, el pueblo parece desierto. Cada tanto aparece un paisano a caballo por las calles de tierra, envuelto en un remolino de polvo, una imagen que parece extraída de las viejas películas del Lejano Oeste. Y será quizá por eso que varios de los bandoleros más famosos del otro extremo del continente vinieron a instalarse al sur de la Argentina a comienzos del siglo XX, cuando su fama ya no les permitía pasar inadvertidos en Estados Unidos.

Río Pico es una buena muestra de la Patagonia de mediados del siglo pasado. Otros lugares de esta vasta región van cambiando con el desarrollo del turismo, pero en este caso el pueblo perdura algo congelado en el tiempo, como tantos otros del sur de Chubut y el norte de Santa Cruz.

Esta no es la Patagonia más auténtica ni la original –que ya no existe– sino simplemente la que mejor mantiene el ambiente de comienzos del siglo XX. Y en lo profundo de esa vieja Patagonia está la tumba de dos bandoleros de la banda de Butch Cassidy abatidos en su ley: Bob Evans y William Wilson.

Una de cowboys

Como buenos bandidos, Wilson y Evans siempre se movieron con cautela de felinos, así que no hay datos exactos de su llegada a la Patagonia, a comienzos del siglo XX. Aunque se sabe que aparecieron en escena poco antes de la abrupta huida de Butch Cassidy. Lo más probable es que al menos Bob Evans fuese miembro de la pandilla de aquel famoso asaltante norteamericano, y se sospecha que participaron con la banda a pleno en el espectacular asalto de 1905 al Banco de Londres y Tarapacá en Río Gallegos.

Según la historia que relata Roberto Hosne en su libro Barridos por el viento, mientras que Butch Cassidy, Sundance Kid y Etta Place partían hacia su nunca confirmada muerte en Bolivia, Bob Evans regresaba a Cholila, donde sus jefes se habían instalado en una pequeña estancia cuyo casco de madera todavía existe. Su intención era hacer fortuna como buscador de oro.

En 1908, William Wilson se unió a Bob Evans. En un principio, este dúo semi nómada se dedicó a la venta del ganado que obtenían por cuatrerismo. Pero el enriquecimiento era muy lento y se vieron tentados de buscar una vía rápida.

El primer paso en falso lo dieron al asaltar la Compañía Mercantil de Ayo Pescado, que según una información filtrada a los bandidos iba a recibir una gran suma de dinero para la compra de una producción de lana. Cuando arribó la diligencia que traería el dinero, Bob y William ingresaron al local, encañonando al ingeniero Llwyd ap Iwan con una Mauser 45 para que abriese la caja fuerte. Pero allí había una cifra insignificante y en un forcejeo mataron al ingeniero galés. Wilson y Evans escaparon entonces hacia Río Pico, donde tenían su escondite.

El secuestro de Ramos Otero

A comienzos del siglo XX resultaba extraño que un joven de la alta sociedad porteña apareciera en la Patagonia empleado como cocinero de un equipo de topógrafos. Pero ésta fue la mejor forma de viajar buscando aventuras que encontró aquel joven algo inconformista, aburrido de la vida galante de Buenos Aires.

Un curioso episodio de la expedición dejó al descubierto la extracción social del cocinero Lucio Ramos Otero. En cierta ocasión, el grupo se quedó sin los fondos que debían llegar desde Buenos Aires y los trabajadores comenzaron a protestar por no recibir su paga. Y cuando la situación se hacía insostenible, el cocinero comenzó a sacar dinero de su tirador, diciéndole al capataz que “cuando venga el de Buenos Aires me lo devuelve”.

Algo no cerraba en el aspecto del cocinero, como sus modales refinados y la ropa de marca, aunque sucia y gastada. Tiempo después, Ramos Otero se empleó como peón de un ingeniero mensurador de campos al que en cierta ocasión le pidió que, aprovechando que aquél iba a Buenos Aires, le despachara una carta para su madre. Pero el ingeniero decidió entregar la carta personalmente y se encontró con un palacete señorial cuya dueña era la madre del atildado peón. A su regreso, sin que mediara explicación, el ingeniero despidió a Ramos Otero.

Ya decidido a instalarse en la Patagonia, Ramos Otero compró una estancia en Corcovado, haciéndose famoso por su excéntrica llegada a la zona, y por ser dueño de una fortuna mucho más grande de la que quizá tenía. Los rumores sobre Ramos Otero fueron escuchados una tarde por Wilson y Evans, quienes de inmediato eligieron a su nueva víctima.

El peón devenido en estanciero salió de su estancia en un carro tirado por caballos el 31 de marzo de 1911, acompañado por un peón. Al cruce le salieron dos bandoleros que se hicieron conducir a la estancia para robarle las pertenencias, y después los llevaron hasta su escondite en Río Pico.

El rescate de 120 mil libras fue pedido por carta al palacete de Buenos Aires. El secuestro duró 26 días hasta que Ramos Otero se hizo de un fósforo perdido por uno de los captores y se las ingenió para quemar la soga que lo ataba a unos troncos. Y, en un descuido nocturno, huyó con su peón.

El primer día, los evadidos se refugiaron en la casa de una pobladora de la zona (Rosalba Solís), y a las pocas horas de haber partido llegaron al lugar los bandoleros con dos secuaces para registrar todo de arriba a abajo. La fuga duró varios días y cuando los fugitivos llegaron a un puesto de policía, dos hermanos de Ramos Otero ya estaban en la zona con el dinero para el rescate. Lucio, por su parte, estaba convencido de que todo era un plan de la familia para hacerlo regresar a Buenos Aires, una hipótesis que al principio fue aceptada por la policía. Pero cuando el secuestrado condujo a las autoridades hasta su lugar de cautiverio, concluyeron que la cosa iba en serio.

La policía encontró el campamento vacío de los bandidos, quienes al bajar a Río Pico para aprovisionarse se enteraron de que los andaban buscando. El lugar donde adquirieron los víveres fue la pulpería y almacén de ramos generales de los hermanos Hans –ubicado a 300 metros de la tumba de los bandoleros–, lugar en el que hoy en día se puede curiosear pidiéndoles permiso a sus dueños.

La persecución de Wilson y Evans duró un año, a lo largo del cual las fuerzas policiales se tirotearon cuatro veces con los fugitivos. Según Ramos Otero, era tal el miedo que los perseguidores le tenían a la puntería de los norteamericanos, que siempre comenzaban a tirar antes de tiempo y por eso escapaban.

La banda de Wilson y Evans estaba integrada además por Mansel Gibbon –un argentino de 25 años– y un pequeño grupo de chilenos que cayeron antes que sus jefes. Un subteniente llamado Jesús Blanco estuvo al mando del grupo policial que dio muerte a los dos norteamericanos en un enfrentamiento, según el parte oficial. Sin embargo, el testimonio de un poblador de la zona –Constantino Salinas Jaca– afirma que “confiadamente Evans condimentaba un guiso... cuando el subteniente Blanco dio la voz de fuego y Evans cayó exánime. Wilson, con la celeridad de un rayo, empuñó su pistola y en la huida mató a uno de sus perseguidores y malhirió a otro. Viéndose perdido, Wilson prefirió suicidarse a caer vivo en manos de la fronteriza”.

Según el mismo testimonio, los cuerpos estuvieron varios días tendidos al aire libre, hasta que se les tomaron las fotos que certificaban su identidad para cobrar una recompensa de 40 mil pesos fuertes. Luego los dejaron abandonados en el lugar.

Quienes se ocuparon de enterrarlos fueron los hermanos Hans. Y debieron hacerlo in situ, ya que en el pueblo no había cementerio. Hoy en día cualquier viajero curioso puede visitar la tumba compartida por los dos bandoleros, cubierta por un montoncito de piedras con una cruz de hierro clavada en la tierra. A la tumba se llega dejando el auto sobre la Ruta Provincial 19 –a 6 km de Río Pico–, para caminar unos metros por un senderito con algo de maleza. El lugar es de una desolación absoluta, sobre una lomada, con unos álamos muy rectos al fondo. Según los vecinos de la zona, cada año aparecen por allí unos cuantos ingleses, norteamericanos y alemanes, fascinados por la historia de esos bandoleros que cambiaron el Lejano Oeste norteamericano por la Patagonia, y que murieron disparando hasta el fin.

EN LA LUNA, EL DEBUT DEL HIJO DE DAVID BOWIE



Su padre compuso una de sus mejores canciones inspirada en 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Ahora él debuta como director con una película que rinde tributo por igual a la “Space Oddity” paterna y a la película de Kubrick. Pero Duncan Jones, el hijo de David Bowie, también crea con Moon una obra propia que retrata y reflexiona sobre la soledad en el Universo de un hombre aislado en la Luna de un modo tremendamente propio.

Por Alfredo Garcia

En 1969, David Bowie lanzó uno de los mejores temas de toda su carrera: el inolvidable “Space Oddity” se escuchaba simultáneamente con la llegada del hombre a la Luna, y ya desde el título era clara la referencia a 2001: Odisea del espacio de Stanley Kubrick, aunque de todos modos la canción era una metáfora de un adicto perdido en su cosmos cerebral (por si quedaba alguna duda, Bowie lo explica bien en un tema muy posterior, “Ashes to Ashes”).

Pasaron 40 años, y Duncan Jones (también conocido como Zowie Bowie, hijo de Bowie y la famosa Angie de la canción de los Stones) debuta como director con un largo llamado Moon, estrenado el mismo día del aniversario de la llegada del hombre a nuestro satélite, y con un guión –basado en un argumento propio– que cuenta la odisea de un astronauta aislado en una base ubicada en el lado oscuro de la Luna.

Las referencias –u homenajes, como se lo quiera llamar– a 2001 de Kubrick también son claras, y quizás a esta altura inevitables, dada la naturaleza del tema.

Moon, que acaba de ser editada en DVD, sin pasar por los cines, con el título En la Luna, transcurre en un futuro próximo donde todos los problemas energéticos de nuestro planeta han sido solucionados gracias a una empresa que descubrió la capacidad de aprovechar un combustible sumamente poderoso, el Helium 3, extraído mediante una serie de dispositivos ubicados en el lado oscuro de la Luna. Si bien esos dispositivos están altamente robotizados, la presencia humana siempre es indispensable, por lo que un único astronauta debe permanecer in situ largos períodos totalmente aislado para controlar las cosas.

Al principio del film, el director nos muestra al protagonista casi absoluto del film, el astronauta Sam Bell (interpretado por Sam Rockwell), barbudo y desaliñado luego de permanecer en la base casi tres años. El mismo reconoce que el aislamiento lo está empezando a perturbar un poco, lo que se percibe en detalles como darse cuenta de que ya hace meses que habla consigo mismo en forma permanente. El hecho de que un problema satelital haya interrumpido las comunicaciones en vivo con la Tierra tampoco lo ayuda mucho en este sentido, pero el hombre está satisfecho de casi haber terminado su contrato, y sobre todo de estar seguro de que pronto volverá a la Tierra con su esposa y su hija.

Pero el oficio del astronauta es duro, y un tipo aislado en la Luna nunca puede estar seguro de nada. Pronto empieza a tener pequeñas alucinaciones, y pequeños descuidos y accidentes que no dejan de ser percibidos por su único compañero en la base, el supercomputador Gerty, un apropiado derivado del HAL 9000 de 2001, que incluye novedades como movimientos y brazos robóticos y un monitor con una “carita sonriente” como la de nuestras actuales conversaciones por chat, y que por supuesto, según el tono de la conversación, puede no ser sonriente en absoluto (la voz de Gerty es un gran aporte de Kevin Spacey).

Duncan Jones toma caminos extraños que, sin embargo, llevan al sentido común: su película es menos metafísica de lo que se podría pensar en un principio, cuando las alucinaciones del protagonista parecen anunciar algún delirio profundo estilo Solaris de Andrei Tarkovski o 2001, cuya influencia termina mostrándose sobre todo en el increíble diseño de producción, con muy creíbles efectos especiales (se utilizaron modelos en escala para los vehículos lunares y la escenografía de la base) y la cuidada estética general, elementos que bastan por sí solos para recomendar la visión de esta película. La trama se centra en las trampas que la empresa de energía le pone a su explotadísimo empleado, cuya misión termina menos vinculada con los accidentes y problemas lunares, que con un desesperado y casi imposible regreso a la Tierra.

Volviendo a las influencias, la principal es 2001 –incluyendo una breve secuencia de música clásica y ballet espacial, digamos—, pero Duncan Jones no abusa del homenaje obvio, y en cambio el film también lanza guiños de otros films menos conocidos, como la película de culto de Douglas Trumbull, Silent Running (naves misteriosas, con Bruce Dern desolado y perturbado en el espacio). Justamente Trumbull fue el hombre que trabajaba para la NASA cuando Kubrick lo llamó para hacer los FX de 2001. Convertido en un magnate de los efectos visuales y emprendimientos como el IMAX, Trumbull dirigió sólo dos películas, la ya mencionada Silent Running y la extraña fantasía de realidad virtual adelantadísima a su tiempo, Proyecto Brainstorm. Quizá para sentirse a la altura de este maestro, Duncan Jones se ocupó de organizar una exhibición especial para la NASA de su opera prima. Aparentemente los expertos de la agencia espacial estadounidense se tomaron muy en serio los conceptos futuristas y diseños del film de Jones, ya que en algunos artículos sobre el raro encuentro entre ciencia y arte discutieron minuciosamente cada gadget y enunciado tecnológico del film.

Moon también fue toda una sensación en la última edición del festival de cine fantástico de Sitges, donde se exhibió precedido de otro film preparado como homenaje al legendario paseo de Neil Armstrong: el film en cuestión fue el cortometraje argentino 50 años en la Luna, de Mariano Santilli, que ganó al premio al mejor corto nacional de 2009, y también ofrecía una visión extraña y futurista de la conquista del espacio.

EL IMAGINARIO MUNDO DEL DR. PARNASSUS, DE TERRY GILLIAM, CON EL DIFUNTO HEATH LEDGER



Pasen y entren en una mente oscura

La nueva película del director de Brazil representa para su autor un modo de revisar su obra. Y de ese ánimo tal vez devenga la obsesión con la muerte que atraviesa toda la película, tiñéndola de una melancolía que hasta ahora Gilliam tendía a repeler.

Por Horacio Bernades

De Los aventureros del tiempo a 12 monos, de Brazil y Las aventuras del Barón Munchausen a Pánico y locura en Las Vegas, los protagonistas de la obra de Terry Gilliam siempre recurrieron a la fantasía como modo de escape. En ese sentido, es posible que El imaginario mundo del Dr. Parnassus represente para Gilliam un modo de revisar su obra. De ese ánimo de revisión tal vez devenga la obsesión con la muerte que atraviesa toda la película, tiñéndola de una melancolía que el maniático estilo visual del autor hasta ahora tendía a repeler. Obsesión debida sin duda a la muerte de su estrella, Heath Ledger, así como también la de uno de los productores. Teniendo en cuenta que Gilliam se acerca a los 70, es posible, sin embargo, que el tono crepuscular de El imaginario mundo... vaya más allá de esas eventualidades.

La escena introductoria es de tono oscuro y sentido transparente. “¡Pasen y entren en la mente del Dr. Parnassus!”, convoca a los gritos el presentador de un circo ambulante, plantado en medio de una Londres contemporánea nocturna y ominosa, con homeless y basura en las calles. Frente al escenario, nadie. Apenas unos borrachos que salen de algún club nocturno (Gilliam se cuida de hacer de esos hooligans muchachitos de clase media, de los que cualquier lady querría de novios para sus hijas) y que vandalizarán escenario, actores y decorados. El remedio para tanta sobredosis de realidad está del otro lado de unas cortinillas de celofán que funcionan como espejo de artificio. Detrás de ellas, el mundo que da título a la película y que se reconfigura constantemente, como una suerte de inconsciente colectivo móvil, a la medida de sueños y pesadillas de cada visitante. En este caso el del vándalo middle class, que pagará por lo que hizo.

Con un increíble castillo vagabundo por casa, teatro y carromato, la del Dr. Parnassus es una troupe medieval, implantada en medio del mundo contemporáneo. En el caso de Parnassus (un Christopher Plummer como de taxidermia), lo de medieval puede llegar a ser literal. El hombre dice ser inmortal y andar por los mil años, producto de un pacto que hizo con el Diablo (Tom Waits, con maquillaje blanco y bigote anchoíta) para conquistar a la mujer amada. A cambio de ello el ilusionista debió ceder a su hija Valentina (la impavida Lily Cole), a quien el Malo se apresta a recoger para siempre. Anda cabizbajo Parnassus, y lleno de culpa, en el momento en que se incorpora a la troupe un tal Tony (Heath Ledger). Tony anda huyendo de algo, y el milenario émulo de Fausto le pedirá una ayuda.

No sólo la premonitoria escena de presentación de Ledger –con el cuello colgando de una cuerda, bajo el London Bridge– sino su necesario reemplazo por tres actores (Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell encarnan los avatares de Tony, cada vez que atraviesa el espejo), el aspecto mortuorio de Plummer y la pesadumbre de mil años de su personaje, sumen a la película en un tono fúnebre. Tono que el guión (coescrito por Gilliam con Charles McKweon, de vuelta con él luego de Brazil y Munchausen) tiene la lucidez de convertir en signo del fin de una época. La época de los relatos, de las ficciones, que ya a nadie le interesa escuchar. Es verdad que esta idea, que un diálogo entre Parnassus y el Diablo explicita, se contradice con el arte de Gilliam, que tiende a poner la fantasía visual, el diseño del sueño, la efusión ilustrativa, por encima de la narración.

En la reconstrucción de ese imaginario, ese Parnassus llamado Gilliam vuelve a contar con la ayuda del milanés Nicola Pecorini (uno de los inventores de la steadycam, su director de fotografía estable desde Pánico y locura...) y una dirección artística que quien se inició como ilustrador de los Monty Python habrá vigilado estrechamente. La dirección de arte echa mano de coloridos campos, ondulaciones y sembradíos dignos de Grant Wood, tanto como bosques de cartón teatral, onirismo de medusas gigantes y escaleras al cielo, decorados gigantescos, grandes ilusiones digitales y hasta algún número musical que parece homenajear la memoria de los Python. El imaginario mundo del Dr. Parnassus, o Pasen y entren en la mente del Dr. Gilliam.

EL IMAGINARIO MUNDO DEL DR. PARNASSUS

The Imaginarium of Dr. Parnassus, Gran Bretaña/Canadá/Francia, 2009.

Dirección: Terry Gilliam.

Guión: T. Gilliam y Charles McKeown.

Fotografía: Nicola Pecorini.

Música: Jeff Danna y Mychael Danna.

Intérpretes: Heath Ledger, Christopher Plummer, Lily Cole, Andrew Garfield, Verne Troyer, Tom Waits, Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell.

LOS HNOS COEN: LA DUPLA DEMUESTRA QUE SU CINE AUN TIENE CARAS OCULTAS



Un “Amarcord” judío

Michael Stuhlbarg se luce en el papel del atribulado profesor de física sobre el que trata Un hombre serio. Los Coen eligen contar la historia con una estructura episódica deliberadamente inconclusa.

Por Luciano Monteagudo

Aunque a priori no lo parezca, e incluso pueda resultar desconcertante, Un hombre serio quizá sea la película más íntima y personal de los hermanos Coen, una suerte de Amarcord judío hecho por dos cineastas que recuerdan con una mezcla equivalente de nostalgia, humor y también una angustia profunda cómo eran las cosas en su tierra natal de Minnesota allá por 1967. O sea, la época en que entraban en la adolescencia y seguramente los perseguían tanto sus hormonas como sus problemas religiosos y de conciencia. O los de sus padres.

El protagonista al que alude el título, el hombre serio, o al menos aquel que quiere serlo, probándoselo tanto a sí mismo como a su familia, es Larry Gopnik (estupendo Michael Stuhlbarg), un profesor de física a quien de pronto, como si le hubiera caído encima una maldición divina, todo empieza a irle de mal en peor. “Hashem siempre tiene sus razones”, le explica alguien con espíritu religioso, como si tuviera que atravesar una prueba talmúdica.

Un chequeo médico lo tiene en vilo, espera con ansiedad su nombramiento como catedrático universitario (a sabiendas de que el comité que decide su suerte está recibiendo cartas anónimas que lo descalifican), un estudiante coreano y su padre quieren sobornarlo para que apruebe la materia, su hijo tiene problemas disciplinarios en la escuela y su hija quiere operarse la nariz. Como si todo esto fuera poco, Larry está cada vez más corto de dinero, tiene a su cargo a su hermano mayor (que parece un niño) y, last but not least, su esposa le pide un “gett” (“¿Un qué?”, todos preguntan), un ritual de divorcio, para casarse con el hombre a quien Larry más detesta en la vida. Que en medio de todas estas calamidades llame a su oficina un vendedor del Columbia Records Club para recordarle que tiene impagas las cuotas del LP Abraxas, de Santana, que él no recuerda haber adquirido, parece lo de menos.

Lo más original del film de los Coen es la estructura episódica, deliberadamente inconclusa, con que los autores de Fargo van pautando esta serie de pequeñas y grandes desgracias. Hay algo que se manifiesta como verdaderamente hermético, insondable, en esa serie de viñetas truncas, que incluyen relatos dentro de otros relatos, como la delirante historia de un dentista judío que descubre escondida, inscripta en la dentadura de un goy, una suerte de pedido de auxilio existencial.

Que a Larry no se le ocurra mejor idea para solucionar sus muchos conflictos domésticos que recurrir al rabino de la comunidad (quien lo derivará primero a otro y luego a un tercero, a cuál más inescrutable) no hará sino sumir al personaje en un universo tan absurdo y abrumador como el que acosaba a aquel atribulado guionista llamado... Barton Fink. Citas a la Cábala, a ese espíritu maligno del judaísmo llamado “dybbuk” (en un magnífico prólogo realizado a la manera del teatro Yiddish) y al antisemitismo manifiesto de algunos vecinos de Larry, no impiden a su vez momentos de humor adolescente, como cuando el muchacho enfrenta la ceremonia del bar mitzvah bajo la alegre influencia de un porro recién adquirido.

Film raro, desconcertante, atípico, que se cierra de la misma manera oscura con que se abre, Un hombre serio viene a demostrar, después de Sin lugar para los débiles y de Quémese después de leerse, hasta qué punto el cine de los Coen todavía tiene caras ocultas para descubrir.

UN HOMBRE SERIO

A Serious Man, EE.UU.-Francia-Gran Bretaña, 2009.

Dirección y guión: Joel y Ethan Coen.

Fotografía: Roger Deakins.

Música: Carter Burwell.

Edición: Joel y Ethan Coen

Intérpretes: Michael Stuhlbarg, Richard Kind, Fred Melamed, Sari Lennick

miércoles, 24 de febrero de 2010

El refugio del placer


Contra el asedio de la interrupción, el hotel alojamiento propone la ficción de un contacto pleno durante "el turno". "Da derecho a la continuidad –dice el autor–, que ya es casi un privilegio social."

Por: Martín Kohan

ALBERGUE TRANSITORIO. "¿Transitorio respecto de qué?" se pregunta Martín Kohan.

La interrupción es el signo fatal de los tiempos que corren. Puede notarse en las salas de cine o de conciertos, en los espectáculos deportivos, en el furor frenético del que hace zapping frente a la tele: cada vez nos resulta más dificultoso permanecer por dos o tres horas en un mismo lugar, ocupados en una misma cosa. Interrumpir, interrumpirse, hacerse interrumpir, dejarse interrumpir: es la quintaesencia de la vida que llevamos. Ya nunca hacemos nada sin que exista la firme posibilidad de que algo venga a interrumpirnos.

Lo mismo en la vida sexual: todo coito es, en potencia, un coitus interruptus; no importa que se acabe adentro. No está exento, porque en general nada lo está, de la irrupción de cualquier otra cosa muy ajena que aparezca de pronto para interferir.

Nuestras lecturas, nuestras conversaciones, nuestras cavilaciones, nuestras comidas, a cada momento se interrumpen. El derecho a la continuidad, que ya es casi un privilegio social, ha perdido lugares propios donde poder ejercerse a conciencia. El telo es el último refugio contra el asedio de la interrupción. La primera satisfacción que sienten quienes van entrando en uno, más allá de otras posibles, es saber con relativa certeza que, pase lo que pase, y por el tiempo de que se dispone, nada desde afuera va a venir a interrumpir. La puerta que se cierra, como si se tratara del momento en que se presuriza la cabina de un avión, funda solemnemente la soberanía de un mundo aparte, en el contexto de una realidad social que, por invasiva, si hay algo que no tolera es que existan mundos aparte.

El arma letal de las fuerzas de la interrupción es el teléfono. El teléfono es por sí mismo un infiltrado que los otros han metido en nuestro propio espacio. Cuando suena, interrumpe; no hay manera de que no lo haga. La aparición del teléfono móvil, esto es, la desaparición de la posibilidad de sustraerse del teléfono, ha extendido las redes de la interrupción sin dejar un solo resquicio libre. Todo lugar y todo momento es ahora pasible de ser interrumpido.

Nadie llama

En las habitaciones de los telos hay siempre un teléfono: a veces empotrado en la pared, entre botoncitos; a veces en la mesita de luz, al lado del cenicero tieso. Pero sabemos que ese teléfono no va a sonar durante el tiempo con que contamos. Sí, es el héroe de la interrupción por excelencia; pero aquí, en el telo, está totalmente neutralizado: aquí en el telo nadie nos va a llamar.

Sonará tan sólo cuando el tiempo disponible finalice, porque entonces, junto con el tiempo, el propio pacto de soberanía habrá finalizado también. Alberto Laiseca pensó alguna vez un título para una novela que decía justamente así: "Su turno". Es la frase más letal que pueda decirse o escucharse en nuestra época. La novela finalmente apareció con un título algo distinto: Su turno para morir, evidentemente con la intención de atenuar un poco el efecto, de suavizarlo o atemperarlo. "Su turno para morir" es una frase mucho menos terrible y mucho menos fatal que la frase original: "Su turno".

Se dice hotel alojamiento, como si pudiese haber un hotel que no diese alojamiento. Y se dice albergue transitorio, como si hubiese algún albergue, fuera de los cementerios, que pudiese ser definitivo. Lo más usual es decirle telo, palabra que conserva la intención pícara (pícara antaño, en el registro de picardía de las películas de Olmedo y Porcel, y ahora completamente naif) de esconder y de cifrar un hecho con el recurso típicamente porteño de dar vuelta las palabras. Pero telo ha llegado a ser una palabra tan instalada y tan admitida, tan común y tan corriente, que se ha perdido por completo el matiz de subterfugio de quien está hablando al vesre. Un día llegará en que la palabra "hotel" será percibida como la palabra "telo", dicha al revés.

Días y horas

Albergue transitorio. ¿Transitorio respecto de qué? Se supone que de los hoteles generales, que miden su temporalidad con el lapso mínimo de un día entero. Pero es raro que alguien vaya a un hotel y se quede adentro de la habitación durante un día entero. La gente toma su cuarto y sale. En cambio, en los telos, cuando entramos en la habitación, es para permanecer ahí.

¿Cuánto tiempo? El turno standard es de dos horas, pero cada vez más hay promociones que lo extienden a tres horas, o a cuatro, y ofertas para pernoctar incluyendo el desayuno. ¿Qué clase de circunstancias deben darse en nuestras vidas cotidianas para que aceptemos quedarnos durante tres o cuatro horas consecutivas dentro de alguna habitación, fuera de casa, sin salir para nada y no siendo para dormir, renunciando por completo al mundo exterior en cualquiera de sus formas? Que le digan transitorio si les parece mejor, pero es evidente que la de los telos es una de las mayores experiencias de permanencia y de continuidad, de duración y de estabilidad, que podamos vivir en estos días.

El infatigable Tangalanga hacía un chiste feroz: llamaba por teléfono a un telo cualquiera y hablando con el conserje le pedía por una persona en particular. "¿Y digamé, por casualidad no andará el Doctor Ascoaga garchando por ahí?" Era más que una broma telefónica: era un atentado fulminante a la lógica elemental del telo.

Primero porque amenazaba el principio sagrado de la no interrupción. Pero también porque ponía en peligro otro principio no menos sagrado, que es el de la perfecta impersonalidad. Todos los hoteles en algún grado la practican, pero los telos la llevan al paroxismo: ese espacio de anonimato e intercambiabilidad que Marc Augé rastreaba en los aeropuertos se verifica con mucha más perfección en los telos. Por eso los recepcionistas de telo son siempre maestros en el arte de atender sin registrar, mirar sin mirar, decir sin ver. Son ellos los que nos garantizan desde un primer momento la más lograda impersonalidad. ¿Y eso para qué? Para que nos entreguemos de inmediato a la cosa más personal de todas.

TV y espejos

De la cultura de la imagen no hay nada que esté exento; tampoco el telo. El telo es imagen en un sentido tecnológico y en un sentido primigenio: en el telo hay televisión y en el telo hay espejos. La tele puede contribuir perfectamente al efecto de pansexualismo que el telo precisa y promueve, sintonizando los canales precisos. Ese hotel dedicado enteramente a una sola cosa y al que todos los huéspedes concurren para hacer esa sola cosa refuerza esa clase de absoluto cuando uno va, prende la tele y en la tele qué encuentra: encuentra más de lo mismo, un poco más de eso mismo.

Tentarse con el vicio del zapping tiende a ser perjudicial en estas circunstancias: una concesión al poder de la interrupción, una ventana peligrosamente abierta al mundo de afuera.

Pasar por los otros canales puede costar demasiado caro. Basta con que irrumpan en pantalla las caras de los programas que miramos siempre en casa para que se rompa o desvanezca la indispensable ilusión de que no existe nada más en el mundo.

Y a la par de la tele, los espejos. El estadio del espejo y su correspondiente evolución puede rastrearse en versión concentrada y corregida en lo que dura un turno en el telo. ¿Qué vemos en el espejo del telo cuando lo pispeamos un poco? Nos vemos a nosotros: a nosotros mismos haciéndolo. Pero también se lo vemos hacer a esos otros dos, que están ahí nomás. Y por fin vemos cómo esos otros dos que están ahí nomás pispean y nos ven hacerlo a su vez a nosotros.

Borges escribió alguna vez, acaso con error de concepto pero siempre con perfección literaria, que "los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres". ¿Qué decir, entonces, de esta doble abominación, de esta multiplicación al cuadrado, que es la cópula en los espejos? Ni en Tlon fueron capaces de una cosa semejante, ni en Uqbar ni en Orbis Tertius.

Hay un gusto social muy extendido por hacerlo en lugares impropios. Hacerlo en micros de larga distancia, en plazas nocturnas, en cines no muy concurridos, en aulas de facultad. Existe, por lo que se ve, un placer particular cuando se trata de hacerlo en lugares concebidos y empleados usualmente para otra cosa. Ir y hacerlo justo ahí, en el lugar que no es para eso, en el sitio destinado a otra clase de menesteres, aumenta la voluptuosidad.

Un cuarto propio

Pero a fuerza de practicar heterodoxias, al precio de un fuerte incordio no pocas veces brota firme una inquietud muy pertinente: ¿qué clase de lugar no sería a decir verdad para otra cosa, qué clase de lugar no sería finalmente siempre impropio? ¿No lo es acaso también la cama del dormitorio, ese sitio donde dormimos y vemos fútbol, donde convalecemos si hay fiebre y a veces se suben los chicos, ese sitio al que cubre convenientemente el acolchado que regaló mamá?

¿Acaso no es un sitio impropio el sofá del living, donde ayer nomás se sentaron las tías a tomar el té con scones?

¿No lo es la alfombra de la sala, donde el tío mientras tanto se estiró, en razón de que le dolía la espalda?

Entonces no, es al revés, es justo al revés. En realidad, nos la pasamos haciéndolo siempre en lugares absolutamente impropios. La aventura verdadera, por lo tanto, la nueva excepción y la ruptura cabal, radica por el contrario en ir y hacerlo en el único lugar que es propio, y que no son sino los telos. Todo un edificio y sus muchas habitaciones destinados tan sólo a eso. No son telos, ni albergues, ni alojamientos: son cojederos; como tales hay que apreciarlos y hay que entenderlos.

¿Hay algo que esté más amenazado en el mundo de hoy en día que el derecho a un tiempo propio, libre de las interrupciones y el acceso a un espacio específico, donde el lugar y el hacer se confirmen y se refuercen mutuamente? La decadencia de los telos, que prueban las estadísticas, dice mucho sobre el estado social de las cosas.

Delirios de grandeza científica


El físico Matías Alinovi recupera en Historia universal de la infamia científica, seis casos reales de estafas cometidas desde la ciencia a la ciencia misma. Lejos de esgrimir una denuncia, el texto logra retratar la mayor locura de los científicos "locos": las convicciones personales, las pasiones investigativas, el compromiso con la intimidad.

Por: Franco Torchia

BORGES, FOUCAULT, AMEGHINO. El autor repasa en este video la noción de fraude, la influencia de Borges, su lectura de Foucault y la historia de Florentino Ameghino.

Jorge Luis Borges, 1935, Historia universal de la infamia. Fuga narrativa, imaginación e historias sintéticas. Así, con semejante fórmula científica, construye Borges ese Borges mundial que funda la literatura argentina. Y que discute con la mayor de las doxas concebidas por la teoría literaria (y por el Río de La Plata en los años 30): el realismo. Borges sabía que a la ciencia se le responde, siempre, con ciencia. Para ella, la disconformidad tiene carácter de refutación. La insatisfacción, en cambio, de tecnología.

"Yo quería escribir un libro sobre Borges en el que no apareciera la palabra Borges, pero decir Borges es como decir Perón, es decirlo todo" dice Matías Alinovi. Por eso, mejor dejar al autor de Ficciones tranquilo con su dogma antirealista, y contar que Alinovi asume la disconformidad propia de los acuerdos científicos y, en lugar de avanzar por la vía de los inventos, retrocede hasta el estadio de los fraudes. Las seis historias de Historia universal de la infamia científica (imposturas y estafas en nombre de la ciencia) editadas por Siglo XXI Editores en 2009, reasignan características esenciales de la actividad científica: atrevimiento, improvisación, certeza individual. Gracias a Foucault, Alinovi trabaja menos desde una crítica epistemológica que desde la noción misma de episteme: la política del capricho y la obstinación bastan y sobran. Es en tiempos de ciencia revisitada y estrategias múltiples de popularización disciplinar que la aparición de esta infamia interrumpe un continuum de publicaciones "para principiantes": las imposturas narradas acercan algo que no es "ciencia al alcance neurológico de todos". Es, más bien, el relato de seis casos de individualismo exacerbado: el paleontólogo de Piltdown, el fronterizo Ritcher, el constructor Bessler, "nuestro" Florentino Ameghino, Paul Kammerer y Vishwa Jit Gupta despliegan lo que en Borges eran glosas y en Foucault, advertencias. Si hay un compromiso personal y silencioso con la osadía, no hay trampas. Alinovi escribió un ensayo sobre la intimidad, la peor locura de cualquier científico loco.

De acuerdo con el prólogo, en el que el autor sostiene que el factor "complejidad" sitúa a la literatura bien cerca de la ciencia – "los fraudes fueron lo más literario que encontré" dice durante la charla, confesando su deseo de huir de la ciencia, y poder al mismo tiempo hablarle a ella en un lenguaje que conoce - Historia... pormenoriza cada empresa con una modalidad narrativa presente, sí, en otros lanzamientos editoriales de divulgación: tono periodístico y tono académico en dosis justas. Y en general, necesarias. Una decisión que, no obstante, dilata hasta un límite inoportuno alguna de esas historias. En ciertos casos, menos hubiera sido mejor: el hombre de Piltdown, sin ir más lejos, carga con la difícil función de abrir el libro. Los detalles de sus conquistas, marchas y contramarchas terminan siendo excesivos. En otros capítulos, el texto gana en sentencias, apartándose de la crónica escalonada que tan poca relación conceptual guarda con la irónica universalidad del título. No obstante, la finitud de la labor científica siempre queda sobreexpuesta. Los de Alinovi son héroes románticos obnubilados por un ideal de progreso tan coincidente con los tiempos modernos en los que les tocó estafar, que resulta difícil no interesarse por su tozudo afán. Tan románticos y divergentes como otros que sí lograron elevar sus teorías al cielo de los paradigmas. Cuestión de suerte.

Por ejemplo, la mala, argentinísima, emblemática suerte de esa "obnubilación teórica", dice Alinovi, que exasperó hasta el límite de la desorientación a Florentino Ameghino, quien tan sólo se propuso nivelar la paleontología local con el resto de las paleontologías nacionales y sostener que la humanidad era nuestra. Con el método alcanza, porque más tarde, la comunidad mundial estaría de acuerdo en afirmar que el origen del hombre es, en realidad, africano. Y a ningún paleontólogo africano se le había ocurrido eso. Para pertenecer, la ciencia sólo demanda (no es poco, en realidad) método. Es decir: una cuestión de fe.

Mentiras recobradas. Inteligencia y percepción. Historia universal de la infamia científica, o de algunas pasiones encendidas. Porque la ciencia a veces falla por exceso de amor.


Alinovi Básico

Buenos Aires, 1972. Licenciado en Ciencias Físicas.


Escribió Historia de la energía e Historia de las epidemias, ambos títulos de la colección Estación Ciencia de la editorial Capital Intelectual. Tradujo, prologó y anotó Dos lecciones infernales de Galileo Galilei. Escribió la novela La reja, cuentos y una obra de teatro, La paradoja de los gemelos, sobre la teoría de la relatividad. Es colaborador del suplemento científico Futuro del diario Página/12.


Publicar, el nuevo "fósil"

¿Internet te genera alguna sensación de fraude?

Se me ocurre ahora que hay algo que emparenta a Internet con el fraude científico, o con el nuevo fraude científico, y es que el nuevo fraude científico en general es un fraude de la publicación. Los últimos fraudes científicos son fraudes que operan no ya sobre la evidencia material (en el terreno ya nadie manipula los fósiles, nadie dice que es capaz de lograr la fusión nuclear controlada, instalando aparatos, por ejemplo) Ya nadie hace eso: hoy manipulan las publicaciones. Escriben que descubrieron, inventan nombres de investigaciones. Y algo de eso hay en Internet.


Lo audaz de "Avatar" es plantear el paraíso


Se ha criticado el filme de James Cameron por racista, porque el salvador llega de afuera y no es un aborigen. Pero lo que se rechaza es la idea misma de héroe. Quienes sospechan de la convención del final feliz, suponen que uno infeliz es más inteligente, dice el autor.

Por: Pablo De Santis

AVATAR. El discutido filme de Cameron.

Uno de los posibles orígenes de la ciencia ficción es la sátira. Micromegas, de Voltaire o Viaje a la luna, de Cyrano de Bergerac desdeñan la cosmogonía: están menos atentos a las lejanas estrellas que a los vicios de los hombres. La sátira busca los viajes espaciales como antes y después buscó islas desconocidas o países lejanos: o bien toma la mirada de un observador ajeno para juzgar la propia sociedad, o bien proyecta, en un espacio imaginario, los problemas del presente. Pero así como de un viejo sueño recordamos las imágenes, y no los hechos que le dieron origen, así la literatura deja caer como cáscara vacía la intención irónica y quedan las imágenes: la escena de Gulliver atado por los liliputienses permanece en nuestra memoria, no la intención política de Swift.

Esta capacidad de hablar metafóricamente del presente quedó alojada en el corazón de la ciencia ficción. Sus mejores autores (Philip Dick, James Ballard, Ray Bradbury) no presentan mundos absolutamente ajenos en el tiempo o en el espacio, sino que se permiten hablar del presente y de sus posibilidades. En el cine ocurre lo mismo. Aún una película floja como Identidad sustituta (a mí me gustó, pero creo que fui el único) nos habla de los simulacros que nos rodean, y de la diaria huida, por miedo o conformismo, de la vida auténtica. (Identidad sustituta es la inversión de Avatar. En aquella, la mayoría de los habitantes de una ciudad dejan que unos autómatas, más jóvenes y agraciados, vivan por ellos, que los controlan sin salir de sus casas. Es decir, toman un cuerpo ajeno para cumplir con una general falsificación de la vida. En Avatar, en cambio, el héroe toma una identidad sustituta para alcanzar la verdad).

La ciencia ficción es siempre portadora de viejos mitos, incesantemente reescritos. El relato mesiánico, por ejemplo, es una inquietante costumbre de la ciencia ficción. En los filmes de la última década la llegada del elegido se repite. Los indicios sobre el carácter mesiánico de Neo en Matrix (1999) se multiplican y desmienten, hasta que llega la confirmación. En Yo, robot (2004) hay un androide diferente, que acaba por convertirse en líder secreto, salvador de su estirpe. En Soy leyenda, de 2007 (o al menos en la espléndida novela de Richard Matheson que le dio origen), el tema mesiánico aparece invertido, y el héroe solitario es el monstruo de una sociedad enferma.

Se ha criticado a Avatar por racista, porque el salvador viene de afuera, y no es uno de los aborígenes. Esta clase de críticas siempre se repiten frente al cine popular: lo que hay en el fondo es un rechazo a la idea misma de héroe. Yo creo que los defensores de la pureza ideológica aspiran en secreto a que no haya héroes, a que los hombres sólo sean representados grises, anónimos, despreciables. Basta que una película muestre las miserias humanas para que se señale su contenido de verdad. Sospechan de la convención del final feliz, porque creen que la convención del final infeliz es mucho más inteligente.

En cuanto a la transformación del héroe (que en Avatar toma un carácter radical) es un elemento sustancial del mito. El héroe nunca es el que está preparado, el que ha sido entrenado para su misión. Es el inesperado, el insospechado; aquel que escondía su verdadera condición. El héroe aparece señalado por indicios que vienen del fondo de los tiempos, no del presente. El presente lo ignora. En la leyenda artúrica, nadie tiene menos ganas de sacar la espada de la piedra que Arturo, que la arranca sin ningún esfuerzo. En El padrino (1972), el elegido para llevar adelante los negocios de la familia Corleone es Sonny, el guerrero, no Michael, intelectual y patriota; pero en el instante donde se juega el destino del héroe es el hijo menor el que se hace cargo del sangriento legado.

El héroe de Avatar también es inesperado: los científicos lo desprecian porque es un militar, los militares lo desprecian, porque es un lisiado. Deberá encontrar su propio grupo de pertenencia en la tribu azul.

La audacia de Avatar no está tanto en los efectos visuales como en la presentación de un paraíso. Sabemos que las fantasías negativas siempre han sido más poderosas que las positivas. La literatura fantástica es una colección de monstruos, no de ángeles, como lo prueban Frankenstein, Drácula, el señor Hyde y el pobre Gregorio Samsa.

Los clásicos infantiles, como Alicia en el país de las maravillas, Pinocho, El mago de Oz, Peter Pan, o Charly y la fábrica de chocolate apenas ocultan su condición de laberínticas pesadillas. Dante Alighieri dotó a su Comedia de tres ambientes: Infierno, Purgatorio y Paraíso, pero dejad toda esperanza de que los lectores se aventuren más allá de la primera sala.

James Cameron, director de Avatar, tomó el camino difícil al hacer coincidir la maravilla y la extrañeza con lo bueno. Ya lo había hecho en la película El abismo (recuerdo una crítica de Angel Faretta, publicada en la revista Fierro a fines de los 80 y rescatada en su gran libro Espíritu de simetría, donde señalaba el carácter angélico de los habitantes de las profundidades que aparecen al final de aquel filme).

Seguramente El abismo (1989) fue la menos vista de sus películas, y sin embargo en Avatar se permitió volver a una aventura semejante. Si en Titanic había ensayado un hundimiento, aquí prefirió el rescate. Si en Terminator (1984) y Aliens (1986) había derrochado purgatorios e infiernos, en Avatar eligió el paraíso.

La Coca Sarli, De-censurada


Todas las escenas de las películas de Armando Bó cortadas por la censura pueden verse en "Carne sobre carne, intimidades de Isabel Sarli", un filme de montaje del realizador Diego Curubeto. La película permite descubrir la creatividad de Bó, así como lo provocador que era para su época. Además, introduce al espectador en el maravilloso mundo de Isabel y Armando, revalorizando su cine y humanizando a la diva.



EL HIJO MIMADO. Sarli posa con Victor, el hijo del director Armando Bo.


Todas las escenas de las películas de Armando Bó cortadas por la censura pueden verse en "Carne sobre carne, intimidades de Isabel Sarli", un filme de montaje del realizador Diego Curubeto. La película permite descubrir la creatividad de Bó, así como lo provocador que era para su época. Además, introduce al espectador en el maravilloso mundo de Isabel y Armando, revalorizando su cine y humanizando a la diva.

En dialogo con Ñ, Curubeto reflexionó sobre cómo fue la realización de su filme, que se estrena este jueves y podrá verse todos los jueves a las 22 y los domingos a las 24 en el Malba.

-¿Cómo surgió la posibilidad de hacer la película?

-Siempre pensé que Víctor Bó alguna vez realizaría una antología de las mejores escenas de Isabel Sarli en las películas de su padre. Pero nunca lo hizo. Fui muchas veces a la casa de Isabel Sarli para entrevistarla y me di cuenta de que en el garaje guardaba negativos de película. Un día volví y noté que en un rincón había veinte latas muy herrumbradas. Le pregunté a Isabel qué contenían y me dijo que era algo que le daba tristeza y que lo iba a tirar. Me contó que era el material que Armando le arrebató a los censores. Le pregunté si había mucho y me dijo que sí. Entonces hice un trato con ella para llevarme las 900 latas de películas que tenía guardadas y las empecé a visualizar con Fernando Martín Peña y Octavio Fabiano. Ahí comenzó el proyecto, ya que la manera de conseguir financiación para restaurar parte del material era haciendo una película.

-¿Cómo fue su relación con Isabel Sarli durante el proceso de la película?

-Siempre fuimos sólo buenos amigos. Ella es una persona maravillosa, muy especial y complicada. Escribí un guión mientras veía el material en un sótano, con una moviola. Algunas películas estaban tan deterioradas que no se podían ver. Entonces la llamaba a Isabel para consultarle sobre el material y ella me contaba anécdotas, que luego fue muy difícil que me las repitiera en cámara. Teníamos un acuerdo sobre las escenas de sus desnudos que aparecerían en la película, porque tienen que ver con su imagen. Y yo podía confundir un corte realizado por la censura con otro que se había descartado porque no era buena la toma. Entonces se los mostraba y ella les daba su aprobación. Y aprobó todo, aunque en algún caso me permitió usar unos pocos segundos de una escena.

-En la película se desarrollan dos grandes pasiones, la de Armando Bó por el cine y la de Isabel Sarli por Armando Bó. ¿Por qué?

-Es una historia de amor y de cine. Cuando rodaba "Sabaleros" (1959), Isabel se entregó tanto que en una de las escenas en la que peleaba en el barro con otra actriz, se desmayó. Tardó tres días en recuperarse. El productor de Hollywood Samuel Fuller no pudo filmar un western en el Amazonas con John Wayne porque ninguna empresa quería asegurarles el rodaje en la selva. En esa misma época, Armando Bó filmó su western "India" (1960) en pleno Amazonas. Fue un éxito comercial. En medio del rodaje, Bó hizo una escena en el río, poniendo a Isabel y una cámara en una balsa que se dirigía hacia una catarata. El estaba con otra cámara en otro bote y, según Isabel, fue una pesadilla, porque a ella casi se le da vuelta su balsa y por poco se cae a la catarata. Y Bó gritaba que siguieran filmando hasta último minuto.

-¿Cómo trabajaba la censura en Argentina y en el mundo?

-Aparentemente trabajaban igual en todos lados. En los Estados Unidos prohibieron el trailer de "Fever" (Fiebre, 1972), porque Isabel iba cabalgando y se le escapaba un seno del escote. Cuando visualizamos el material no entendíamos por qué algunas escenas estaban censuradas en la Argentina, ya que no había desnudos, hasta que encontramos los expedientes de la censura. Por ejemplo hay una escena en que Manolo, un personaje gay que aparecía en casi todas las películas de Bó, bailaba un tango. El censor la prohibió porque bailaba de forma amanerada. Estoy seguro de que a Armando Bó lo mató la censura. El doble problema era que, primero le cortaban las películas los militares, por lo que perdían sentido. Y luego los progres se burlaban de su cine, sin tener en cuenta que eran películas cortadas. Ahora en la Argentina no hay más censura, pero hay mucha hipocresía y quedó instalada la intolerancia de los snobs.

-¿Isabel Sarli fue la única actriz argentina que fue parte del star system de Hollywood?

-Sí, ella era una de las figuras de Columbia Pictures. Junto a Bó realizaron la primera película de la división para América latina de ese estudio, que se llamó "La Leona" (1964) desgraciadamente está perdida. En 1970, "Fuego" (1968) recaudó un millón de dólares en el cine Rialto de Nueva York, lo que sigue siendo un récord de taquilla para esa sala cinematográfica. Es gracioso, porque Isabel me contó que nunca pudieron cobrar el tercio que les correspondía de la recaudación. Después de muchas vueltas, Columbia Pictures les pagó con un cheque de 370 mil dólares. Pero cuando fueron al banco les dijeron que la cuenta pertenecía a la mafia y que si lo cobraban, seguramente no iban a regresar vivos a la Argentina. Así que no vieron un centavo. Eso sí, Isabel tuvo una difusión muy importante en los Estados Unidos. Salió en la tapa de la revista Life y fue invitada a los programas de televisión estadounidenses más importantes de esa época.

-¿Cómo fue el proceso de montaje de su película?

-Fue muy difícil, porque tenía veinte horas grabadas de entrevistas con Isabel Sarli y otras veinte horas de material censurado rescatado por Bó y que podía restaurar. Fue muy complicado armar una película de montaje de sólo noventa minutos. Yo había clasificado la mitad del material rescatado con Peña y la otra mitad con Fabiano, que luego falleció. Era el único que tenía el rompecabezas en mi cabeza y se lo transmitía a los compaginadores, que fueron Sergio y Daniel Zottola. A veces me querían matar porque les pedía que buscaran una toma de tres segundos y me contestaban en broma "¿Cuál, la que está en tetas?".

Curubeto Básico

Se recibió de director en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC). "Carne sobre carne, intimidades de Isabel Sarli" es su primer largometraje. También dirigió comerciales, videoclips, documentales y videos experimentales. Desde 1985 se desempeña como crítico de cine y música en varias publicaciones. Escribió varios libros de cine, como "Babilonia Gaucha", "Cine bizarro" y "Cine de Súper acción", este último junto a Fernando Martín Peña.
Ficha técnica: Carne sobre carne, intimidades de Isabel Sarli
Guión y Dirección: Diego Curubeto

Restauración fílmica: Juan José Stagnaro

Dirección de Archivo: Octavio Fabiano, Fernando Martín Peña,
con la colaboración de Evangelina Loguercio

Archivo Fotográfico: Miguel Donedu

Fotografía de Archivo: Jorge Pérez

Fotografía: Sergio Piñeyro

Dirección de Arte: María Julia Bertotto

Edición: Sergio Zottola y Daniel Zottola

Música: Diego Monik

Productor Ejecutivo: Javier Finkman

Coproducida por: FLESH & FIRECertifica.com Certifica.com

60 años del Festival de Berlin


Tan anecdótico, tan sexual


Escotes, extravagancia, sexo explícito, sexo "light", límites del erotismo y umbrales de la obviedad: las seis décadas de la Berlinale convirtieron al festival en un evento apto para oportunistas. De la foto glamourosa a la censura y el marketing del erotismo, un repaso por algunos de esos "escándalos".

Por: Franco Torchia.

FRAGMENTOS POLEMICOS. La famosa foto de Jayne Mansfield en el festival, en 1961. En este video, algunas escenas eróticas de varias de las películas que generaron discusión.


En 1961, el Festival de Berlín quedó internacionalmente bautizado como la "Bosom Berlinale", o "festival de los pechos". ¿La responsable?: Jayne Mansfield, diva "militar" del dorado Hollywood y protagonista del clásico "Too Hot to Handle". En una de las fiestas de aquella edición, a Mansfield se le rompió el vestido ante un grupo de fotógrafos. La foto, inmortal, da cuenta de un momento único. Extracinematográfico, aunque no tanto. Porque, ¿cuántas pantallas caben en esa gran pantalla que es un festival? Dentro y fuera de las salas, todo es, puede ser, todo está al borde de ser, una fantasía. La película de las películas.

La imagen, hoy, remite a un pasado sin dudas más sutil (o por lo menos, clásico) en materia de estrategias de captación pública. El glamour era ese glamour. De allí en más, es evidente que con la insinuación o el gesto accidental no alcanzó. Hubo que empezar a construir la foto de otra manera. El acontecimiento cinematográfico, también.

En 1976, la policía alemana confiscó y retiró de la competencia la recordada película franco-japonesa "El imperio de los sentidos", de Nagisa Oshima.¿Motivos?: los mismos que siempre condenaron al filme a relacionarse con la censura (vigente hasta hoy en Japón): la supuesta condición "porno" de muchas de sus escenas. Policía, Oriente y erotismo son tres términos capaces de garantizar "mito". Y con eso alcanza.

En 2001, el Oso de Oro se lo llevó "Intimacy", el largometraje de Patrice Chéreau que, en clave dramática, despliega numerosas escenas eróticas. El jurado de aquella edición deliberó horas. El presidente del festival, Moritz de Hadeln, fue claro: "¿Pornografía? Pero ¿en qué mundo vivimos? La Berlinale no es el Vaticano" sentenció.

En 2004, el premio mayor fue para Alemania. El realizador de origen turco y ciudadanía alemana Fatih Akin convenció a muchos con "Contra la pared". Después de la entrega de premios, la prensa se encargó de revelar que la protagonista de la película, la actriz Sibel Kekilli, no había sido siempre Sibel Kekilli. Su fama elegía otro nombre (y, claro, otra orientación artística): "Dilara", pornostar, protagonista central de una decena de películas "duras". Kekilli eludió el tema. Su familia, anoticiada, no tanto. Un prontuario que hubiera podido menos. Pero pudo más: Kekilli sigue filmando. Y no pornos precisamente.

Un año más tarde, en 2005, la actriz china Bai Ling se adueñó de la red carpet con un escote. Tan sólo un escote: recurso necesario y suficiente para generar un material fotográfico incesante y un juego de palabras irresistible: "Berlinackte" (léase: "la desnuda de Berlín") en lugar de "Berlinale". Un detalle, el de Ling, que hubiese pasado más desapercibido si no hubiera sido ése el año en el que la película taiwanesa "The Wayward Cloud" (conocida como "El sabor de la sandía") y el documental estadounidense "Inside Deep Throat" (sí, el documental sobre "Garganta Profunda") aportaran el tono rojo justo para transformar la edición del festival en el centro de atención de (hablando de "rojos") el "color" periodístico internacional.

En 2006, "Der freie Wille" del alemán Matthias Glasner amenazó con llevar más lejos que todas las anécdotas anteriores la discusión sobre el "alto voltaje". En la cinta, el actor Jünger Vogel interpreta a un brutal violador. Tan brutalmente interpretado que el público comenzó a discutir. A Vogel, esa actuación le valió un Oso de Plata. Ese Oso, un buen futuro. La traducción al español del nombre de la película podría ser "El libre albedrío". Gestos sensuales y algunos contenidos sexuales. Una fórmula posible para irrumpir en el campo de las artes cinematográficas. Cuestión de suerte.