Los pistoleros del fin del mundo
En las afueras del pueblo de Río Pico, en el sudoeste de Chubut, un solitario paraje en medio de la nada esconde la tumba de Bob Evans y William Wilson, dos bandoleros llegados de Estados Unidos para reunirse con sus jefes, Butch Cassidy y Sundance Kid. Fueron abatidos por la policía en 1909, cuando escapaban buscados por ser los responsables del primer secuestro extorsivo realizado al sur del Río Negro. Y el lugar donde yacen sus cuerpos, que es visitado por turistas algo más aventureros que la media, conserva el ambiente de aquella mítica Patagonia indomable de principios del siglo XX.
Por Julián Varsavsky
Al rodar por las inmensidades esteparias de la Ruta 40, en el sudoeste de Chubut, una recta de ripio se extiende delante del vehículo como una monstruosa lengua de camaleón que rasga por la mitad una árida planicie. La recta infinita traspasa el alcance de la mirada con sus dos rayas paralelas que se juntan en un inalcanzable punto lejano, del que pareciera que nadie regresa. Y a cada costado se abre una llanura sin obstáculos, dando la sensación de que la tierra fuese plana y estuviese deshabitada.
En el cruce con la Ruta 19 que se desvía hacia el pueblo de Río Pico, muchos viajeros siguen de largo hacia Esquel en busca de paisajes agradables. Los curiosos, en cambio, doblan a la derecha rumbo a la desolación.
Al ingresar en Río Pico a plena luz de un día de verano, el pueblo parece desierto. Cada tanto aparece un paisano a caballo por las calles de tierra, envuelto en un remolino de polvo, una imagen que parece extraída de las viejas películas del Lejano Oeste. Y será quizá por eso que varios de los bandoleros más famosos del otro extremo del continente vinieron a instalarse al sur de la Argentina a comienzos del siglo XX, cuando su fama ya no les permitía pasar inadvertidos en Estados Unidos.
Río Pico es una buena muestra de la Patagonia de mediados del siglo pasado. Otros lugares de esta vasta región van cambiando con el desarrollo del turismo, pero en este caso el pueblo perdura algo congelado en el tiempo, como tantos otros del sur de Chubut y el norte de Santa Cruz.
Esta no es la Patagonia más auténtica ni la original –que ya no existe– sino simplemente la que mejor mantiene el ambiente de comienzos del siglo XX. Y en lo profundo de esa vieja Patagonia está la tumba de dos bandoleros de la banda de Butch Cassidy abatidos en su ley: Bob Evans y William Wilson.
Una de cowboys
Como buenos bandidos, Wilson y Evans siempre se movieron con cautela de felinos, así que no hay datos exactos de su llegada a la Patagonia, a comienzos del siglo XX. Aunque se sabe que aparecieron en escena poco antes de la abrupta huida de Butch Cassidy. Lo más probable es que al menos Bob Evans fuese miembro de la pandilla de aquel famoso asaltante norteamericano, y se sospecha que participaron con la banda a pleno en el espectacular asalto de 1905 al Banco de Londres y Tarapacá en Río Gallegos.
Según la historia que relata Roberto Hosne en su libro Barridos por el viento, mientras que Butch Cassidy, Sundance Kid y Etta Place partían hacia su nunca confirmada muerte en Bolivia, Bob Evans regresaba a Cholila, donde sus jefes se habían instalado en una pequeña estancia cuyo casco de madera todavía existe. Su intención era hacer fortuna como buscador de oro.
En 1908, William Wilson se unió a Bob Evans. En un principio, este dúo semi nómada se dedicó a la venta del ganado que obtenían por cuatrerismo. Pero el enriquecimiento era muy lento y se vieron tentados de buscar una vía rápida.
El primer paso en falso lo dieron al asaltar la Compañía Mercantil de Ayo Pescado, que según una información filtrada a los bandidos iba a recibir una gran suma de dinero para la compra de una producción de lana. Cuando arribó la diligencia que traería el dinero, Bob y William ingresaron al local, encañonando al ingeniero Llwyd ap Iwan con una Mauser 45 para que abriese la caja fuerte. Pero allí había una cifra insignificante y en un forcejeo mataron al ingeniero galés. Wilson y Evans escaparon entonces hacia Río Pico, donde tenían su escondite.
El secuestro de Ramos Otero
A comienzos del siglo XX resultaba extraño que un joven de la alta sociedad porteña apareciera en la Patagonia empleado como cocinero de un equipo de topógrafos. Pero ésta fue la mejor forma de viajar buscando aventuras que encontró aquel joven algo inconformista, aburrido de la vida galante de Buenos Aires.
Un curioso episodio de la expedición dejó al descubierto la extracción social del cocinero Lucio Ramos Otero. En cierta ocasión, el grupo se quedó sin los fondos que debían llegar desde Buenos Aires y los trabajadores comenzaron a protestar por no recibir su paga. Y cuando la situación se hacía insostenible, el cocinero comenzó a sacar dinero de su tirador, diciéndole al capataz que “cuando venga el de Buenos Aires me lo devuelve”.
Algo no cerraba en el aspecto del cocinero, como sus modales refinados y la ropa de marca, aunque sucia y gastada. Tiempo después, Ramos Otero se empleó como peón de un ingeniero mensurador de campos al que en cierta ocasión le pidió que, aprovechando que aquél iba a Buenos Aires, le despachara una carta para su madre. Pero el ingeniero decidió entregar la carta personalmente y se encontró con un palacete señorial cuya dueña era la madre del atildado peón. A su regreso, sin que mediara explicación, el ingeniero despidió a Ramos Otero.
Ya decidido a instalarse en la Patagonia, Ramos Otero compró una estancia en Corcovado, haciéndose famoso por su excéntrica llegada a la zona, y por ser dueño de una fortuna mucho más grande de la que quizá tenía. Los rumores sobre Ramos Otero fueron escuchados una tarde por Wilson y Evans, quienes de inmediato eligieron a su nueva víctima.
El peón devenido en estanciero salió de su estancia en un carro tirado por caballos el 31 de marzo de 1911, acompañado por un peón. Al cruce le salieron dos bandoleros que se hicieron conducir a la estancia para robarle las pertenencias, y después los llevaron hasta su escondite en Río Pico.
El rescate de 120 mil libras fue pedido por carta al palacete de Buenos Aires. El secuestro duró 26 días hasta que Ramos Otero se hizo de un fósforo perdido por uno de los captores y se las ingenió para quemar la soga que lo ataba a unos troncos. Y, en un descuido nocturno, huyó con su peón.
El primer día, los evadidos se refugiaron en la casa de una pobladora de la zona (Rosalba Solís), y a las pocas horas de haber partido llegaron al lugar los bandoleros con dos secuaces para registrar todo de arriba a abajo. La fuga duró varios días y cuando los fugitivos llegaron a un puesto de policía, dos hermanos de Ramos Otero ya estaban en la zona con el dinero para el rescate. Lucio, por su parte, estaba convencido de que todo era un plan de la familia para hacerlo regresar a Buenos Aires, una hipótesis que al principio fue aceptada por la policía. Pero cuando el secuestrado condujo a las autoridades hasta su lugar de cautiverio, concluyeron que la cosa iba en serio.
La policía encontró el campamento vacío de los bandidos, quienes al bajar a Río Pico para aprovisionarse se enteraron de que los andaban buscando. El lugar donde adquirieron los víveres fue la pulpería y almacén de ramos generales de los hermanos Hans –ubicado a 300 metros de la tumba de los bandoleros–, lugar en el que hoy en día se puede curiosear pidiéndoles permiso a sus dueños.
La persecución de Wilson y Evans duró un año, a lo largo del cual las fuerzas policiales se tirotearon cuatro veces con los fugitivos. Según Ramos Otero, era tal el miedo que los perseguidores le tenían a la puntería de los norteamericanos, que siempre comenzaban a tirar antes de tiempo y por eso escapaban.
La banda de Wilson y Evans estaba integrada además por Mansel Gibbon –un argentino de 25 años– y un pequeño grupo de chilenos que cayeron antes que sus jefes. Un subteniente llamado Jesús Blanco estuvo al mando del grupo policial que dio muerte a los dos norteamericanos en un enfrentamiento, según el parte oficial. Sin embargo, el testimonio de un poblador de la zona –Constantino Salinas Jaca– afirma que “confiadamente Evans condimentaba un guiso... cuando el subteniente Blanco dio la voz de fuego y Evans cayó exánime. Wilson, con la celeridad de un rayo, empuñó su pistola y en la huida mató a uno de sus perseguidores y malhirió a otro. Viéndose perdido, Wilson prefirió suicidarse a caer vivo en manos de la fronteriza”.
Según el mismo testimonio, los cuerpos estuvieron varios días tendidos al aire libre, hasta que se les tomaron las fotos que certificaban su identidad para cobrar una recompensa de 40 mil pesos fuertes. Luego los dejaron abandonados en el lugar.
Quienes se ocuparon de enterrarlos fueron los hermanos Hans. Y debieron hacerlo in situ, ya que en el pueblo no había cementerio. Hoy en día cualquier viajero curioso puede visitar la tumba compartida por los dos bandoleros, cubierta por un montoncito de piedras con una cruz de hierro clavada en la tierra. A la tumba se llega dejando el auto sobre la Ruta Provincial 19 –a 6 km de Río Pico–, para caminar unos metros por un senderito con algo de maleza. El lugar es de una desolación absoluta, sobre una lomada, con unos álamos muy rectos al fondo. Según los vecinos de la zona, cada año aparecen por allí unos cuantos ingleses, norteamericanos y alemanes, fascinados por la historia de esos bandoleros que cambiaron el Lejano Oeste norteamericano por la Patagonia, y que murieron disparando hasta el fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario