Antes de ceder toda la estructura moral alimentaria a los "vegetarianos comprometidos", este artículo reúne argumentos de biólogos que estudian los vegetales como seres sensibles.
Por: Natalie Angier
Dejé de comer cerdo hace ocho años, después de que a un científico se le ocurrió decir que el animal cuyos dientes son más parecidos a los nuestros es el cerdo. Incapaz de ahuyentar la imagen de un chanchito alegre dedicándome una sonrisa brillante como la de George Clooney, decidí que era mejor renunciar al jamón en Navidad. Un par de años después, renuncié a toda la carne de origen mamífero. Aún como pescado y aves. Mis decisiones dietéticas son arbitrarias e incoherentes, y cuando mis amigos me preguntan por qué puedo probar el pato pero no el cordero, no tengo respuesta. La elección de las comidas es por lo general así: difícil de articular pero sostenida con intransigencia. Y últimamente se debate acerca de la alimentación con especial vehemencia.
En su nuevo libro, "Eating Animals" (Comer animales), el escritor Jonathan Safran Foer describe su transformación gradual de un vago y olvidadizo omnívoro que "se tragaba cualquier dieta" a un "vegetariano comprometido". Hace pocas semanas, Gary Steiner, filósofo de la Universidad de Bucknell, escribió en un editorial de The New York Times que la gente debería esforzarse por convertirse en "vegetarianos estrictos y éticos" como él, evitando todos los productos derivados de los animales, incluso la lana y la seda. Matar animales para obtener alimento y exquisiteces para el ser humano no es más que un "crimen categórico", como el "eterno Treblinka" de Isaac Bashevis Singer.
Pero antes de que les cedamos toda la estructura moral a los "vegetarianos comprometidos" y a los "vegetarianos éticos estrictos", podríamos considerar que las plantas aspiran tan poco a ser salteadas en un wok como un lechón a ser guisado a la pimienta en mi cacerola de barro para Navidad. Y esto no es un argumento cliché o para reírse de costado.
Las plantas están vivas y pretenden seguir así. Cuanto más aprenden los científicos acerca de la complejidad de las plantas, como por ejemplo de su delicada sensibilidad al entorno, la velocidad con que reaccionan ante los cambios en el ambiente y la extraordinaria cantidad de trucos que desarrollan para pelear contra los atacantes y solicitar ayuda a distancia, más se asombran los investigadores, y a nosotros nos resulta cada vez menos fácil desecharlas o considerarlas sólo como telón de fondo, captadoras pasivas de luz solar donde los venados, los antílopes y los vegetarianos pueden pastar cómodamente.
Es hora de hacer la revolución verde, de reordenar nuestras obstinadas mentes animales.
Cuando los biólogos de plantas hablan de sus sujetos, usan verbos activos e imágenes vívidas. El "forraje" de las plantas se refiere a recursos como la luz y los nutrientes del suelo. Al analizar la proporción de luz roja y luz roja distante que cae en las hojas, por ejemplo, pueden detectar la presencia de otros competidores clorofilados en la cercanía y tratar de crecer en otra dirección. Sus raíces pasean por la rizósfera subterránea y realizan toda clase de operaciones culturales y microbiales.
Las "plantas no son estáticas ni son tontas", afirma Monika Hilker del Instituto de Biología de la Universidad Libre de Berlín. "Responden a estímulos táctiles, reconocen diferentes longitudes de onda lumínica, escuchan las señales químicas, hasta pueden hablar" por señales químicas. El tacto, la vista, la audición, el habla, "son modalidades y habilidades sensoriales que normalmente las pensamos sólo para los animales" señala la Dra. Hilker.
Las plantas pueden huir del peligro aunque se queden en el mismo lugar. "Son muy buenas en evitar que se las coman", apunta Linda Walling de la Universidad de California. "Es una situación especial en que los insectos pueden superar esas defensas". Al más mínimo pellizco de sus hojas, las células especializadas de la superficie de la planta liberan una sustancia química para irritar al depredador, o una especie de goma pegajosa para aprisionarlo. Los genes del ADN de la planta se activan para iniciar una guerra de químicos en todo el sistema, es su versión de una respuesta inmune. Necesitamos terpeno, alcaloides, fenólicos: ¡vamos!
"Me sorprende la rapidez con que suceden algunas de estas cosas", sostiene Consuelo M. De Moraes de la Universidad de Pennsylvania. La Dra. De Moraes y sus colegas llevaron a cabo unos experimentos para medir el tiempo de la respuesta sistémica de la planta y descubrieron que en menos de 20 minutos desde que una oruga comenzara a comerle las hojas, la planta había extraído carbón del aire y había forjado compuestos de defensa desde cero.
Porque nosotros, los humanos, no podamos escucharlas, no significa que las plantas no griten. Algunos de los compuestos que generan en respuesta a la masticación de los insectos –ustedes dirán, su reacción– son sustancias químicas volátiles que sirven como pedidos de ayuda. Se ha demostrado que esta alarma suspendida en el aire, atrae a insectos depredadores grandes, como las libélulas, que se deleitan con la carne de oruga, y a insectos parásitos minúsculos, que pueden infectar a la oruga y destruirla por dentro.
Los enemigos de los enemigos de las plantas no son los únicos que sintonizan con la emergencia. "Algunas señales, por ejemplo estas sustancias volátiles que se liberan cuando una planta está herida", dice Richard Karban de la Universidad de California, "hacen que otras plantas de la misma especie, o incluso de otra especie, se tornen más resistentes a los herbívoros".
La Dra. Hilker y sus colegas, así como otros equipos de investigadores, descubrieron que ciertas plantas pueden detectar el momento en que se depositan huevos de insectos en sus hojas y actuar inmediatamente para deshacerse de la amenaza incubada. Pueden hacer brotar una alfombra de neoplasmas como tumores para atacar a los huevos, u ovicidas secretos para matarlos, o lanzar un SOS. En un informe publicado en The Proceedings of the National Academy of Sciences, la Dra. Hilker y sus colaboradores determinaron que cuando la mariposa hembra de la col deposita sus huevos en una planta de repollito de Bruselas, fija su tesoro en las hojas con mínimas cantidades de cola; el vegetal vigilante detecta la presencia de un simple aditivo en la cola: bencil cianida. Advertida por el aditivo, la planta altera rápidamente la química de la superficie de sus hojas para atraer avispas hembras parásitas. Las avispas hembras que estaban a la espera de tanta generosidad, a su vez inyectan sus huevos adentro y las avispas en gestación se alimentan de las mariposas en gestación; y el problema de la planta está solucionado.
Esto es lo espeluznante, digno de una poesía de Edgar Allan Poe: ese bencil cianida se lo donó el macho mariposa a la hembra mariposa durante el apareamiento. "Es una anferomona antiafrodisíaca para que la hembra no vuelva a aparearse", explica la Dra. Hilker. "El macho está protegiendo su paternidad pero termina poniendo en peligro a sus crías".
Las plantas se escuchan en secreto de manera benigna y maligna. Como lo describió en la revista Science y en otras, la Dra. De Moraes y sus colegas descubrieron que los brotes de un yuyo parásito pueden detectar sustancias químicas volátiles liberadas por posibles plantas anfitrionas como el tomate. El brote del yuyo crece inexorablemente hacia el tomate, hasta que puede enrollarse en el tallo de su víctima y succionar la savia viva.
"Siempre sorprende constatar cuán sofisticadas pueden ser las plantas", señala la Dra. De Moraes. Que los animales tengan que matar para sobrevivir es una pequeña tragedia cotidiana. Aquí, las plantas son los organismos autótrofos, que fabrican su propio alimento, y éticos, los que con esfuerzo obtienen su alimento del sol. Y no esperen que hagan alarde de ello, están demasiado ocupadas luchando para sobrevivir.
©The New York Times 2010. Traducción de Cecilia Benitez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario