"Lo que falta hoy son hombres terriblemente éticos, que no hagan ninguna concesión", dice Castillo al hablar del legado de Albert Camus (foto), de cuya muerte se cumplen 50 años. El gran escritor nacido en Argelia, narrador, dramaturgo y ensayista, fue una figura central para la generación del escritor argentino, que publicó en su revista la polémica Camus-Sartre.
Por: Ariel Dilon
La lluvia contiene el aliento con paciencia de francotirador. Es una de esas noches previas a la Navidad en Buenos Aires –sobre mugrosa, mojada– y en calles no lejanas se duerme y se muere entre cartones que envolvieron baratijas venidas de Taiwán. El absurdo del mundo acecha, como dice Camus, "a la vuelta de cualquier esquina", y el calor evoca vaticinios de fin del mundo, parece imponer a los seres humanos de su destino colectivo, de su inescapable historicidad: la certeza de que finalmente todos –los de la sartén por el mango y los que han vivido y sufrido para echar en ella los frutos de la tierra, y los que han recibido las sobras del banquete, y los que han mirado hacia otra parte– nos coceremos en el mismo caldo recalentado. Y sin embargo, ventanas adentro, hay todavía la posibilidad de un ámbito sereno, un estudio pulcro y ordenado, con sus cuatro paredes barrocamente recubiertas por el tesoro de los libros venerables y queridos, donde un escritor cita de memoria y casi sin error un párrafo de El mito de Sísifo, el famoso ensayo de 1942 en el que Albert Camus fundamentaba su filosofía del absurdo: "Suele suceder que los decorados se derrumben. Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo, es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Pero un día..."
Seguramente es ya un "derrumbe de los decorados" lo que a su manera oscura prefiguraba el genio de Kafka en 1915 (cuando Camus era apenas un pichón de pied noir) y que podría colocarse, con toda naturalidad, a continuación de aquella cláusula del "pero un día": "[Pero] una mañana, Gregor Samsa despertó de un sueño intranquilo y se encontró convertido en un enorme insecto".
Y el hombre que día tras día se levanta y toma el tranvía podría ser el mismo que, antes y después de El mito de Sísifo, despojaba Beckett de todo menos la remota nostalgia de un sentido: "[Pero] el sol brillaba, no teniendo otra alternativa, sobre lo nada nuevo" (Murphy, 1938); "[Pero] pronto, a pesar de todo, estaré por fin completamente muerto" (Malone muere, 1952). Ese reconocimiento atraviesa toda la cultura de nuestra época.
Pero, pero, pero... pocos, entre nosotros, han hecho tan explícitamente suyo ese "pero" como Abelardo Castillo, quien en 1961 –apenas un año después de la muerte "absurda" de Albert Camus en un accidente automovilístico el 4 de enero de 1960– incluía en su primer volumen de cuentos, Las otras puertas, el memorable relato "Also sprach el señor Núñez" (clara alusión al Nietzsche que hay detrás de todo Camus bien leído), el cual arranca precisamente así:
"Pero un lunes, sin aviso previo, Núñez llegó a la Pirotecnia con una valija, o tal vez era un baúl grandioso, descomunal, pasó por la portería a las diez y media, no marcó tarjeta, no subió al guardarropa. Abrió la puerta vaivén de un puntapié y dijo:
–Buen día, miserables."
"Lo que está antes del 'pero' es la frase de Camus –declara Castillo en la calma de su estudio, en la vieja casa donde él y su pareja, Sylvia Iparraguirre, han construido un doble refugio de vida en común y escrituras solitarias–; frase que yo todavía no había leído, eso es lo curioso, pero que sentía con mucha fuerza. Es la irrupción del absurdo, dice Camus: 'Pero un día surge el por qué y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro'. Es como si en ese momento, con ese movimiento de la conciencia, cambiara todo. También es el momento en que se empieza a ser consciente del tiempo y de la propia precariedad."
Los argelinos
Venir a hablar de Camus con Abelardo Castillo no es una arbitrariedad impuesta por la efeméride o por el ingenio contorsionista de un editor a la caza de un "tratamiento periodístico". Camus murió hace cincuenta años y, aquí y ahora, cuando su nombre parece haber dejado de acudir a los labios de quienes enumeran influencias, hay pocas memorias tan lúcidas como la del autor de El que tiene sed y Crónica de un iniciado a las que apelar en busca de una visión especular de aquello que, desde mediados del siglo XX, marcó debates políticos y culturales decisivos a ambos lados del Atlántico. Si de efemérides se trata, poco antes y poco después de la muerte de Camus se concentran, para Castillo, algunas fechas decisivas. En 1959 era premiado con la publicación y representación de su primera obra teatral, El otro Judas (donde el tema de la traición y la culpa pone en acto la cuestión de la responsabilidad individual, tema tan afín a los del existencialismo y el propio Camus); ese mismo año fundó junto con Arnoldo Liberman, Humberto Constantini y otros la revista de literatura El Grillo de Papel, de la que llegaron a aparecer seis números antes de que, en 1960, el gobierno de Arturo Frondizi la prohibiera por su clara filiación marxista. En 1961, Castillo reincidió al fundar –junto con Liliana Heker– la revista El Escarabajo de Oro, que aparecería hasta 1974 y que llegó a ser una de las publicaciones más influyentes y representativas de aquella época, como en la década anterior lo había sido Contornos. El escarabajo de oro puso en circulación textos de Miguel Angel Asturias, Cortázar, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Beatriz Guido, Augusto Roa Bastos, Ernesto Sabato, Dalmiro Sáenz; y dio por primera vez espacio a Liliana Heker, Ricardo Piglia, Miguel Briante, Alejandra Pizarnik, Haroldo Conti. En el marco de la "Biblioteca El Escarabajo de Oro", en 1964, Castillo y Heker editaron en un volumen hoy casi inhallable la famosa Polémica Sartre/Camus que había tenido lugar en 1951 en Les Temps Modernes, dirigida por Sartre, a raíz de una crítica a El hombre rebelde de Camus escrita por Francis Jeanson, y que por el 53 o el 54 Castillo había leído en las páginas de Capricornio, otra revista mítica que supo dirigir Bernardo Kordon.
"Mi primera lectura de Camus fue casi simultánea con el descubrimiento de Sartre –dice Castillo–. Yo tenía 18 o 19 años, y con un amigo de San Pedro leíamos la polémica Sartre/Camus a la sombra de un árbol. Lo que da la medida de la irradiación que tenían esos nombres en esa época. Porque no es Buenos Aires, no es el Petit Café o El Aguila donde estaban los existencialistas, o la Facultad de Filosofía; es un pueblo de la provincia de Buenos Aires que no se caracteriza por sus relaciones con la filosofía contemporánea. Eso llegaba casi a todos lados de una manera muy inmediata, se publicaban ciertas cosas en Francia y acá salían en las revistas literarias. Sartre me llevaba treinta años, y Camus veintitantos, pero uno los sentía como a sus contemporáneos. Esa cercanía empieza con la generación de Contorno, tal vez los primeros lectores de Sartre aquí, aunque ellos tomaron más el Sartre de la noción del compromiso en literatura, cosa que a mí nunca me interesó demasiado. Yo me interesé en la filosofía existencialista, en el Sartre posterior, que relee la noción de compromiso. Con él aprendí a pensar, y saqueé sus libros porque quería esa influencia. La influencia de Camus, por lo menos en mí, fue menor que la de Sartre; pero por una razón paradojal. Es como si yo ya hubiera venido influido por Camus. No necesitaba su influencia, porque su visión del mundo era algo que me era constitutivo. Pertenecía a mi propia experiencia. Hoy citaba Sylvia (Iparraguirre) ese pasaje de El primer hombre en que el narrador habla de su padre: 'Lo que odiaban de él era el argelino'. Es algo que yo he sentido muy fuertemente dentro de la intelectualidad de Buenos Aires. Siempre me sentí como una especie de argelino, uno venido de afuera, que se las arregla como puede.
La edición de la polémica por El Escarabajo de Oro, además de las cartas de Camus a Sartre y de Sartre a Camus, reponía la reseña crítica de Jeanson y un epílogo de éste a la controversia, cuyo detonante fue la reacción de Camus a las críticas recibidas por su libro y que marcó el distanciamiento de esas dos personalidades de la cultura francesa. Además, incluía el texto que años más tarde dedicaría Sartre a la memoria del antiguo amigo y camarada y que se reproduce en estas páginas (véase "El cartesiano del absurdo"). "Siempre se le ha criticado a Camus, sobre todo en su último año, la ruptura con la llamada 'izquierda'. Camus se atrevió a decir cosas que en ese momento yo también criticaba –confiesa Castillo– porque entonces quería estar más cerca de Sartre, aunque espiritualmente me sentía más cerca de Camus. Llegó a decir: 'Si la verdad estuviera a la derecha, yo iría a buscarla ahí'. Era una especie de blasfemia, en el mundo de la posguerra, en el mundo de Sartre, decir eso. Pero es de la mayor lucidez, porque las verdades están en cualquier parte y hay que ir a buscarlas donde estén, no de acuerdo con un presupuesto ideológico previo. Lo que separa a Camus de Sartre no es en absoluto la filosofía o su relación con el mundo o su actitud ante la vida; es una cuestión meramente política. La discusión de ellos pasa por esto: ¿era prudente o no hablar entonces de los campos de concentración soviéticos? Ese era el nudo de la cuestión."
Para el 64, el editor de El Escarabajo de Oro ya no era el adolescente que quería dejarse influir por la irradiación del pensamiento sartreano, y a la hora de rescatar la discusión entre Camus y Sartre en su propia revista podía ver un anuncio de sus propias controversias: "En el 59 o 60 se desata la polémica mía con Héctor Agosti. Lo que se discutía era si era razonable y conveniente discutir con el Partido Comunista en ese momento, cuando era perseguido; si era hacerle el juego a la derecha o no. Esa polémica la publiqué tiempo después, en un libro que se llama Discusión crítica a 'La crisis del marxismo', porque en ese momento, aunque Liberman decía que había que publicarla y que las verdades deben ser dichas en el momento, yo sostenía que no era oportuno, digamos, porque era como darle a la derecha una herramienta servida en bandeja. Discusión permanente de los intelectuales argentinos, que no necesitan ser sólo argentinos ni sólo intelectuales. Todos estábamos como cargados de responsabilidad; no estaría mal que volviera un poco eso porque dan escalofríos, hoy, la falsa responsabilidad y la banalización de las ideas".
Es posible que Camus necesitara librarse de la enorme sombra proyectada por Sartre a su alrededor. Castillo señala ese párrafo de El mito de Sísifo donde Camus habla del absurdo como "lo inhumano" que "también los hombres segregan": "Este malestar ante la inhumanidad del hombre mismo, esta caída incalculable ante la imagen de lo que somos, esta 'náusea', como la llama un autor de nuestros días, es también lo absurdo". "Es notable –dice Castillo– que en este libro se cite con nombre y apellido a Malraux, a Jaspers, a Husserl, a Heidegger, a Kierkegaard, y que a su amigo Sartre no lo haya nombrado. Decir 'náusea' es decir Sartre; pero todo lo que nosotros buscábamos acá, ser sartreanos, ser existencialistas ateos, ser camuseanos..., a Camus parece que le molestaba mucho. Sin duda el peso de Sartre debe haber sido en Francia más o menos como el peso de Borges en la Argentina o el de Neruda en Chile. Y Camus era un hombre demasiado singular, que no tenía ningún interés en que lo confundieran con los otros, que no quería parecerse a nadie."
"No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio", escribió Camus. La radicalidad de la declaración que inicia El mito de Sísifo tenía que tener necesariamente un eco en el espíritu afín de Castillo. "La irrupción de Camus en mi generación –dice el escritor argentino–, es a partir de ese libro. Pero uno de los errores de interpretación más frecuentes al leerlo es decir que se trata de una especie de exaltación del suicido, o una defensa del suicidio, cuando es todo lo contrario. Lo que Camus se proponía era mostrar que, pese a que tal vez la vida no merece ser vivida, la elección de la vida es un acto de soberana libertad. Como él señala, casi nunca los grandes pensadores pesimistas, los que han abominado de la vida, se han matado. El caso típico es Schopenhauer; también podríamos mencionar a Cioran. Y sí suelen matarse los grandes amadores de la vida. Esa canción que dice: 'Gracias a la vida / que me ha dado tanto' fue escrita por una suicida. Maiacovsky, el gran exaltador de la vida, termina matándose. Es el que idealiza el mundo el que va a sufrir la desilusión más terrible. Lo que Camus hace es demostrar las razones por las que un hombre debe vivir. Y a su manera lo consigue."
Si Sartre definió a Camus como un cartesiano de la moral, no deja de haber en ello –aun en el marco del panegírico– un señalamiento crítico. Aunque Sartre estaba en desacuerdo con los maoístas, en cierto momento juzgó oportuno poner su prestigio de ese lado. "Camus nunca hubiera hecho eso porque Camus necesitaba que la verdad fuera un absoluto –dice Castillo–. Tal vez era más ingenuo en ese sentido, y mucho menos práctico. Pero creo que ése es el gran legado de Camus. Porque lo que nos falta hoy son hombres terriblemente éticos que no hagan ninguna concesión, que vayan a buscar la verdad adonde esté, no en el eslogan o en la ideología previa".
Un poco de literatura
Si se trata del contacto primordial entre el escritor Camus y el lector Castillo, en términos más estrictamente literarios, las opiniones de Castillo tienen la misma contundencia que los debates ideológicos. "Lo primero de Camus que me dio vuelta del revés fue Calígula. Sigo creyendo que es una de las tres o cuatro grandes obras de teatro del siglo XX junto con Galileo Galilei de Brecht, El diablo y Dios de Sartre y alguna más, y de las más grandes entre las piezas de corte histórico. Contiene todos los grandes temas de Camus. En la última escena de mi obra Israfel, cuando Israfel frente al espejo tira la botella, no hace falta ser un lince para darse cuenta de que hay una influencia poderosa del Calígula de Camus, que dice frente al espejo: 'estoy vivo todavía'. Esa última frase es como la corporización del mito de La peste, por entonces aún no escrita. Es la peste que siempre está latente, dispuesta a surgir en cualquier momento. Cuando Camus le hace decir a Calígula 'estoy vivo todavía', en realidad está haciendo hablar a lo que Calígula significa en la pieza; es decir: 'yo soy la peste'. Después cayó en mis manos El extranjero, que no es el libro de Camus que más me gusta. Siempre me ha gustado mucho más La caída. El extranjero revolucionó las letras de su tiempo, pero entonces yo ya había leído La náusea y no podía dejar de cotejarlo: sentía que La náusea era mucho más poderoso. Sin embargo, hoy no sabría decir cuál de los dos escritores era mejor creador literario, porque para juzgar a Camus tenés que leer no sólo El extranjero sino también La caída, La peste, los relatos de El exilio y el reino, y sobre todo la obra que se encuentra después de la muerte de Camus, El primer hombre, que para mí es su mejor obra, de alguna manera mejorada por el hecho de que Camus no la pudo terminar. Camus tenía tendencia a ornamentar demasiado, y eso se nota en su prosa ensayística. Pienso que obras como El primer hombre, como Calígula o La caída se escriben muy rara vez en la historia".
Castillo prepara hoy, bajo el título de Desconsideraciones, una edición de sus propios ensayos que no casualmente incluirá un texto suyo sobre Camus, "El argelino silencioso". El texto busca en la muerte de Camus las claves para leer su vida y su obra: "Cuando Camus, absurdamente, se mató en un accidente automovilístico tenía 46 años. Absurdamente: escribir que esta muerte prematura fue absurda no es intercalar un adverbio emotivo, sino aceptar las leyes del mundo espiritual de Camus. En un universo absurdo, la muerte, si no se la ha elegido, es una contingencia tan irrazonable como la vida. [ ...] Justamente por absurda, la muerte de Camus se constituyó como destino. Cuando tenía treinta años, escribió: 'Existe un hecho evidente que parece enteramente moral: un hombre es siempre presa de sus verdades. Una vez que las reconoce no puede apartarse de ellas. No hay más remedio que pagarlas'. Tuberculoso desde la adolescencia, sobreviviente de la miseria africana, de la guerra, del suicidio –escribió un libro entero para justificar el no matarse y exaltar la esperanza en un mundo que afirma la desesperación y niega la vida–, parecía inmunizado contra la muerte. Sólo podía matarlo el azar. Pero, si es cierto que siempre pagamos por nuestras verdades, el azar es una forma secreta del destino. 'Mi obra no ha comenzado', solía decir. En Estocolmo, en su discurso ante la academia sueca, se describió a sí mismo como un hombre 'cuya obra está todavía en el telar'. Se tiene la tentación de creerle. El extranjero, La peste, La caída, unas pocas piezas de teatro, de las cuales sólo una (Calígula) puede ser considerada definitiva, algunos relatos y ensayos impecablemente escritos, conforman la obra total de Camus", escribe Castillo, en consonancia con la invitación de Sartre, que afirmaba: "Habrá que aprender a ver esta obra mutilada como una obra total".
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