Por Juan Ignacio Boido
El 1º de enero de 2009, J. D. Salinger cumplió 90 años. Es raro pensar que Salinger todavía está vivo. Pensar que está ahí afuera, en algún lugar, todavía mirando el mundo, aunque hace rato prefiere que el mundo no lo mire. Es raro también que el cumpleaños de Salinger sea el 1º de enero. Las calles vacías, la ciudad relajada como una cuerda sin tensar, la gente distraída de tanto 31, y en un departamento una familia se junta a celebrar un cumpleaños: una escena muy salingeriana, demasiado salingeriana. Es raro también –es gracioso: es una forma de justicia salingeriana– pensar que el día del cumpleaños de Salinger es un día silencioso. Un escritor cuya obra se erige alrededor del silencio como el cristianismo alrededor de una cruz, cuyos libros sólo se reimprimen en tapas blancas, el color más silencioso de todos, cuyo libro de cuentos más célebre abre con un koan zen que dice: “Conocemos el sonido de dos manos aplaudiendo, pero, ¿cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo?”, cuyo personaje más célebre recibe como regalo de casamiento una extraordinaria hoja en blanco, cuya personaje más célebre atraviesa una crisis existencial llamándose a silencio pero repitiendo en su mente una plegaria incesante, cuyo personaje más célebre perfora el silencio de la siesta de su esposa volándose –con una sola mano– la cabeza con un revólver. Un escritor que –después de una notoriedad desmedida, una notoriedad demasiado estridente y demasiado opinada– decidió llamarse a silencio. Por eso es raro también –es gracioso: es una forma de venganza salingeriana– pensar que el día del cumpleaños de Salinger no hay diarios. Justo diarios, que tanto han dicho de él cuando él ya no quería que se dijera nada. Diarios que publicaron sus fotos cuando ya no quería que se publicaran, diarios que todavía hoy, cada tanto, mandan un paparazzo hasta el pueblo de New Hampshire para seguir robándole una foto a la salida del supermercado o de la farmacia. Conozco gente que tiene una de esas fotos robadas –una foto de Salinger furioso, mirando a cámara y golpeando a cámara, descargando su bronca contra la ventanilla del auto desde el que le toman una y otra foto mientras, en el estridente silencio de esa imagen que no debería ser, se lo escucha decir “No, no, no”–, gente que tiene esa foto en su casa. Me encantaría tener una. Agradezco no tenerla.
Pero no siempre Salinger fue así. No sabemos mucho de cómo es hoy. Ahí están las periódicas memoirs infidentes de su hija, de una amante, de un periodista que lo acorrala hasta obligarlo a defender en persona ante un juez su derecho a no ser molestado. (Las tengo todas. Aborrezco tenerlas.) Sabemos que come comida macrobiótica, que practica la homeopatía, que sigue escribiendo, que escribe en un bunker con techo de vidrio. Leemos con dolor miserias que –ciertas o no– no son diferentes a las de nadie. Pero ninguna revela nada realmente. Lo único que revelan –lo único que realmente queremos saber– es que hay más libros de Salinger ahí adentro, libros que esperamos pero no sabemos si nos están esperando: libros que Salinger escribe, corrige y guarda esperando quién sabe qué. Hay un chiste –un chiste viejo, un chiste que debe haber cumplido muchos años también– que dice: “Cuando Salinger muera, en su caja fuerte van a encontrar una bolsita con cenizas y una nota de puño y letra que va a decir: ‘Esta era mejor que El guardián entre el centeno’. Puede que sí. Ojalá que no. Nos encantaría tenerlos. Agradeceríamos tenerlos. Silenciosamente, seguimos esperando”.
Pero no siempre Salinger fue así. Alguna vez se llevó bien con diarios y revistas; alguna vez –antes de publicar libros– publicó en ellos cuentos y relatos. Por supuesto, no era el Salinger que conocemos, el Salinger que leemos.
El Salinger que conocemos, el Salinger que se lee en todo el mundo (no confundir con el Salinger sobre el que lee todo el mundo), el Salinger que sigue vendiendo 250 mil ejemplares por año de El guardián entre el centeno, ese Salinger nació donde vio morir a tantos otros: en las playas de Normandía durante el Día D.
Antes de la Segunda Guerra, Salinger era otro. Ahí están sus cuentos publicados durante los años ‘30 y los primeros ‘40 en revistas como Story, Collier’s, el Saturday Evening Post –cuentos que alguna vez tanto costaron conseguir, que circularon durante años de mano en mano, en fotocopias gastadas, atesorados como copias piratas de un disco inédito de Lennon o una figurita en madera de Cristo carpintero, y que hoy cuelgan al alcance de todos los que se estiren para bajarlos de Internet–, en esos cuentos Salinger es todavía otro. Son cuentos cosmopolitas, sensibles y sofisticados, de personas heridas pero enteras. Cuentos donde ya hay cocktails, familias raras, adolescentes angustiados, pero cuentos que son, todavía, sobre aspiraciones más que sobre fracasos. Antes de ser Salinger, Salinger quería ser, digamos, Fitzgerald. O al menos era todavía uno de esos escritores que había crecido con la figura de Fitzgerald como lo más parecido a un héroe, un ídolo literario que alguna vez se conoció. Fitzgerald fue el primer escritor como quien los jóvenes querían ser y escribir. La Segunda Guerra le dio a Salinger la experiencia que Fitzgerald tanto deseó en la Primera (una guerra a cuyas puertas llega el Anthony Patch de Hermosos y malditos, una guerra que no se ve pero que tanto se siente en El gran Gatsby) y que nunca alcanzó. La Segunda Guerra lo convirtió en ese escritor de posguerra como quien los jóvenes querían ser y escribir.
En Hiroshima hay un monumento a la bomba: una pared sobre la que se ve, como una sombra, una silueta humana. No es una sombra, pero es humana: es el único rastro de una persona pulverizada por el viento atómico y cuyo polvo penetró en la pared. Así de sutil y así de atroz es el territorio emocional sobre el que escribe Salinger, el mundo en el que intenta buscar una respuesta, una salida, un camino.
De vuelta de la Segunda Guerra, Salinger encontró su tema y su territorio. El sinsentido de la guerra había creado un mundo nuevo, un mundo post-atómico en el que todo había sido arrasado, en el que nada había quedado en pie. Auschwitz, Hiroshima, Dresde y Nagasaki vaciaban de cualquier autoridad moral a las instituciones de Occidente. Dios había muerto y ahora el Padre también. Muchos padres murieron en la guerra. De pronto aparecían familias enteras de mujeres viudas, madres solteras, hijos huérfanos, hermanos mayores que ocupan el lugar de modelo. Ahí están –atravesados por el espíritu salingeriano– El salvaje de Brando, el Rebelde sin causa de Dean, la libertad sin red del free jazz, el despertar hormonal del rock’n’roll. Otros Padres morían en las mentes. La generación anterior no podía dar explicaciones a las atrocidades sobre las que se erigía el nuevo mundo. El desasosiego que tras la Primera Guerra y la Guerra Civil Española había experimentado Hemingway –a quien Salinger conoció y con quien se carteó durante la guerra– tomaba una forma concreta y colectiva. La juventud empezaba a tener inquietudes que los dogmas de los mayores no podían acallar. La juventud empezaba a padecer secuelas que los mayores no podían aplacar. La juventud empezaba a tener una verdad que los mayores no podían refutar. Sobre una América rica y victoriosa se empieza a cerrar un techo invisible pero asfixiante de consumo, macartismo, coches, paranoia, gaseosas y rockolas. Un techo, una burbuja, una cúpula azul, roja y estrellada que asegura que el afuera es peligroso. Contra ese techo que se cierne correrán carreras en busca de libertad los beatniks unos años después. Y ese techo querrán perforar, en busca de ese afuera que está adentro, las nuevas búsquedas espirituales que mirarán a Oriente, donde la Guerra del Pacífico dio lugar a una pacífica importación de costumbres y devociones. Una búsqueda espiritual –ahí está esa gran novela precursora de la búsqueda salingeriana, una novela cuyo protagonista bien podría haber sido un capitán de Seymour Glass en el frente, esa gran novela que es Al filo de la navaja de Somerset Maugham– que será, silenciosa pero indisimuladamente, el camino de los cuatro libros que publicará.
Se cuenta que Salinger empezó a escribir cuentos iluminado con una linterna bajo las sábanas de la escuela militar en la que estaba pupilo. Y ahí están esos cuatro tomitos blancos en un lugar de privilegio en toda biblioteca que los tenga. Cuatro libros pequeños, libros que entran en el bolsillo de una campera, en una cartera, en una mochila, en el bolsillo de atrás de un jean. Cuatro libros que te atajan si caés por el precipicio de cualquier crisis. Cuatro libros que son remedio y prospecto. Cuatro libros portátiles para atravesar cualquier noche. Libros de tapas blancas para cuando todo está oscuro. Libros perfectos para leer con una linterna bajo las sábanas. Cuatro libros que se perfeccionan y se mejoran a sí mismos. Cuatro libros que se leen como pequeñas biblias de una fe voluntaria, un credo que no se queda quieto y que sigue buscando. Cuatro libros que se comentan a sí mismos y corrigen el modo en que sus propios lectores lo fueron leyendo. Ahí está la reescritura contemporánea y urbana de la vida de Buda en las últimas páginas de El guardián entre el centeno. Pero ahí están también los Nueve cuentos exponiendo las miserias y fracasos en la búsqueda de la iluminación. Ahí está Franny, atrapada en su crisis, repitiendo rezos como un disco rayado. Y ahí está Zooey, explicándole que el camino no lleva a la iluminación, que el camino es la iluminación. Ahí está Zooey transmitiéndole la sabiduría de su iluminado hermano mayor, pero también enseñándole que la mayor lección de un hermano mayor no está en la libertad de copiarlo sino en la libertad de ser uno. Ahí está Zooey aprendiendo y enseñando que si encuentras a Buda, mátalo. Y, finalmente, ahí está Buddy, testigo del casamiento de Seymour, su hermano mayor, sobreviviente a su suicidio, ocupando el lugar de escritor de la familia y del escritor en la segunda mitad del siglo XX –sobreviviente de las masacres, testigo de su época, atrapado en su experiencia–, para mirarlo, para contarlo, para –ésa es su propia epopeya, así labra su propia leyenda– darle forma y encontrarle sentido a la historia de todos. Escribir por encima del horror, atravesándolo, para que la memoria de los muertos quede impresa como una silueta humana en una pared.
Si El gran Gatsby fue la gran proeza literaria norteamericana de la primera mitad del siglo, la obra de Salinger –esos cuatro libros– es una proeza similar para la segunda mitad, una proeza más imperfecta, pero también más compleja. Si El gran Gatsby creó un universo cerrado, un universo mítico al que volver para encontrar el funcionamiento profundo de lo más alto y lo más bajo de Estados Unidos –la moral puritana, el self made man, el sueño americano, la mafia, el lado espurio de la época dorada–, Salinger creó un universo ya no cerrado sino en permanente expansión. El universo de Salinger es un universo propio, pero dentro del cual late el nuestro, un universo en permanente expansión dentro del cual se expande –más pequeño, más ciego– el que habitamos nosotros. Los libros de Salinger parecen expandirse como etapas de una vida: la adolescencia (El guardián entre el centeno), la búsqueda de la primera juventud (Nueve cuentos), el aprendizaje de la juventud (Franny & Zooey), la madurez (Levantad, carpinteros, la viga del tejado) y la edad adulta que ya puede mirar atrás sobre todo ello (Seymour: una introducción), si no con más respuestas, al menos con más serenidad. Son también espejo de las búsquedas espirituales de un autor en cuyas páginas se oye el silencioso aullido existencial (leer El guardián... a la luz de su contemporáneo El extranjero de Camus; leer los Nueve cuentos a la luz de su contemporáneo Esperando a Godot; leer Franny & Zooey a la luz de los beatniks; leer Levantad... y Seymour... a la luz de las teorías literarias tan en boga de los ‘60, que celebran la experimentación y la entropía mientras Salinger ensaya y consigue una obra que, antes de ahogarse en tanta explicación, fuga hacia adentro y se convierte en pura literatura: en literatura escrita por sus propios personajes; en literatura que ya no necesita del escritor que la firma en la tapa; en libros que pregonan la literatura como búsqueda y salvación, la literatura –como decía Cheever– como el medio de comunicación más inteligente entre las personas).
Pero, sobre todo, la de Salinger es una literatura que no se queja, ni se enoja, sino que mira al mundo a la cara y con infinita compasión, pero sin condescendencia. Son libros que no fueron escritos porque sí. Son libros que fueron escritos para algo.
Son cuatro libros en los que se explora la disfuncionalidad no como cliché de cine indie sino como una consecuencia exponencial y expansiva –cada vez más, cada vez más compleja– de las guerras, los exilios, las orfandades, las muertes y el largo etcétera de atroces experiencias del siglo XX. De ahí que los cuatro libros de Salinger se lean y se actualicen, pero también que lleguen hasta el umbral de nuestra voluntad y nuestra experiencia, y ahí nos dejen. Solos. Con nosotros mismos.
Por eso los chicos siguen leyendo a Salinger en presente, por eso Salinger habla del mundo, aunque el mundo se vea distinto.
Ahí está Lennon, otro hijo de la guerra, otro Holden Caulfield inglés, iracundo en su ternura, furioso con los caretas de este mundo, acribillado a balazos por un idiota con El guardián entre el centeno en el bolsillo.
Ahí está Kurt Cobain, convirtiéndose de un escopetazo en el Seymour Glass de toda una generación.
Ahí está la línea invisible, cada vez más larga, cada vez más compleja, pero nítida y firme, entre el Holden Caulfield echado del colegio, convencido de que el mundo está lleno de caretas, y el rubio silencioso que, tras un día normal de colegio, vuelve a la tarde para abrir fuego a discreción sobre sus compañeritos.
Ahí está una línea igual de recta y compleja entre Franny o Zooey y el chico que monta una película con las grabaciones caseras de su propia desgracia en Tarnation.
Quien se familiariza con los libros de Salinger, los vuelve parte de su familia.
Por eso, la intimidad de sus libros –porque sus libros son profundamente íntimos, libros repletos de confesiones y revelaciones, libros que transcurren en cocinas y livings, en baños y camas– es nuestra propia intimidad.
Por eso, el 1º de enero es un día perfecto para el cumpleaños de Salinger.
El 1º de enero es –de una manera rara, de una manera colectiva– un día íntimo.
Por eso, antes de que empiece realmente el año, de que vuelva el ruido, de que volvamos a esta época que cambió a los Seymour por los Seinfeld, a Franny & Zooey por Sex & the City, de escuchar las mismas pavadas que el año pasado, de ver otra vez que los malos les ganen a los buenos, de que los buenos se cansen y se cansen de cansarse, antes de que vengan los vendedores de milagros, los apólogos del apocalipsis y los hombres de pollera a decirnos qué tenemos o no tenemos que hacer con nuestros órganos sexuales, no estaría mal ofrecerles algo de lo que nos es ofrecido desde las páginas de uno de sus libros: este modesto ramillete de paréntesis que –ahora– encierran una tonta pero sentida vela de cumpleaños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario